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Kateri se mantuvo totalmente inmóvil mientras asimilaba las palabras de Talon. No sabía muy bien cómo reaccionar ante las noticias. Sin embargo, se alegraba de haberles dicho que no lo hacía de forma exagerada porque, de no ser así y pese a su bravuconada, en ese momento estaría corriendo hacia la puerta.

Posiblemente mientras chillaba a pleno pulmón.

Quizá lo hiciera… si no le fallaban las piernas.

En cambio, inspiró hondo y enfrentó la mirada de su primo político con la expresión más serena que fue capaz de componer.

—¿Te has colocado con el peyote del tío Danny?

Él abrió la boca para responder, pero la cerró de nuevo.

Cabeza se echó a reír.

Talon lo miró con cara amenazadora antes de relajar la expresión.

—Sé que escuchar esto es duro para ti y sé que no vas a creerme, pero… —titubeó y guardó silencio mientras buscaba las palabras adecuadas.

Cabeza no le dio tregua.

—Tenemos que salir de aquí. Chacu volverá a por ella y traerá refuerzos.

—¿Quién es Chacu? —quiso saber Kateri, que necesitaba escuchar respuestas sinceras por parte de los dos—. ¿Por qué se ha presentado en mi laboratorio?

Y lo más importante: ¿por qué narices iba a por ella?

Cabeza puso los brazos en jarras.

—¿Sabes lo que era el Reino de la Serpiente?

Algo que evitar a toda costa, seguro. Sin embargo, se mordió la lengua para contener el sarcasmo y contestó:

—Ni idea.

—Cómo no… —rezongó él, como si encontrara ofensiva su ignorancia. Después murmuró algo entre dientes y al cabo de un segundo, tomó aire y dijo—: Resumiendo al máximo, el nombre de Chacu significa «saquear» o «destrozar». La puta que lo acompañaba, y estoy usando el femenino a propósito, se llama Veneno, y como su propio nombre indica es ponzoñoso. —La miró con los ojos entrecerrados—. ¿Empiezas a ver de qué va la cosa?

Con una claridad horrible. Al fin y al cabo, esos dos no se llamaban «Pelusita» ni «Conejito». Saltaba a la vista que Chacu y sus colegas eran tíos duros.

—¿Y qué pasa con la piedra del tiempo que quería quitarme Chacu?

—En resumen, se llama «kinichi». Con ella puede dominar el mundo e incluso el tiempo. Tu abuela era una de las guardianas sagradas del kinichi. Tu madre debería haber heredado dicha función, pero como murió antes que tu abuela, dicho papel recayó sobre ti.

Genial. La gratitud la abrumaba… y eso también era sarcasmo.

—¿Por qué yo?

—La piedra pasa de madre a hija para asegurar que el linaje se mantenga puro.

La niña de mamá, seguro. Pero… ¿de papá? Tal vez. Ese era el razonamiento que le había explicado su abuela después de que le preguntara que por qué los cherokee eran una sociedad matriarcal cuando no era lo más habitual. Todo el mundo sabía quién era su madre, sin lugar a dudas. No obstante y sobre todo en el pasado, la paternidad podía ser un tema espinoso y dependía de la moralidad y de la fidelidad de la mujer… siempre y cuando no la violaran.

Aun así, ella no era la única heredera de su abuela.

—Yo no soy la única mujer de mi familia. —Señaló a Talon, que estaba casado con su prima.

—Sunshine es medio blanca —adujo este sin más—. La piedra debe estar en manos de alguien con un linaje puro. Tú, Teri.

Genial. ¿No le podía haber tocado la lotería?

No. Dada su suerte, si le tocara una burrada de millones, acabaría de algún modo debiéndole dinero a alguien por el premio.

¿Había ganado alguna rifa sin importancia?

Jamás de los jamases.

La madre del Apocalipsis…

«Claro, preciosa. Ven en busca de tu premio».

La vida era muy injusta. Por una sola vez en la vida le encantaría ver que la mala suerte se cebaba con otra persona que no fuera ella. A ser posible, con alguien que le cayera mal, pero…

¿Estaría la zorra de la mala suerte aburrida ese día, no podía haber encontrado otra víctima?

—También tenemos otro problema mayor —le recordó Cabeza a Talon.

Claro, ya puestos que se acumularan.

Talon retrocedió.

—¿Tengo que preguntar?

Cabeza resopló.

—Yo no te lo aconsejaría. Pero, por desgracia, necesitas estar al tanto de que han abierto el Sello de los Anikutani.

Talon lo miró con el ceño fruncido.

—Lo dices como si tuviera que saber de lo que estás hablando.

Cabeza murmuró algo entre dientes.

—Es un… kala kratu… un… —Hizo una pausa mientras buscaba la palabra adecuada—. ¿Cómo se dice? ¿Una piedra guardiana? ¿Una piedra hechizada? No. Pero tú ya me entiendes. La colocaron sobre la tumba donde fueron encerrados los siete últimos guerreros anikutani. Ahora que la han retirado, cualquiera puede invocarlos para que aparezcan en este mundo. Una vez que lo hagan, estarán en deuda con quien los haya llamado, de modo que harán lo que les ordene. Después abrirán las puertas y se enfrentarán al mal que hayan liberado. ¿Entiendes ahora cuál es el problema, celta? Chacu sabe que han roto el sello y sabe lo que representa dicho sello.

Kateri soltó un taco tras asimilar la información. Con razón Chacu se había mostrado tan interesado en el calendario después de verlo sobre su mesa. ¿Por qué tenía la impresión de encontrarse de repente en una película de terror?

Cabeza la agarró de un brazo y la empujó hacia Talon.

—Sácala de aquí. Tenemos que reunirla con su piedra y después dejarlas a ambas en un lugar seguro para que pueda sellar las puertas otra vez.

—Y tú ¿qué?

Alguien debería embotellar la risa malévola de Cabeza para usarla en una casa encantada. Seguro que le ponía los pelos de punta a cualquiera.

—Chaval, yo vivo para luchar. Si son tan imbéciles como para regresar, tengo unas cuantas preguntas que necesitan respuesta y estoy seguro de que podré sonsacárselas. Adiós.

Talon se despidió inclinando la cabeza.

—A beber y tragar, que el mundo se va a acabar.

A su amigo no le hizo ni pizca de gracia el comentario.

—Celta, eres un cabrón insensible. Hombre precavido, vale por dos. —Y con esas palabras salió de la estancia caminando hacia atrás.

Kateri miró a su primo político con una ceja enarcada.

—Entiendo tu comentario, porque puede que muramos mañana mismo, pero ¿a qué ha venido el refrán de Cabeza?

—En fin, más vale prevenir que curar. Vamos a llevar…

Antes de que pudiera completar la frase los rodeó una energía malévola. Kateri abrió los ojos como platos mientras alargaba un brazo para aferrarse a Talon, que a su vez se abalanzó a por ella.

No llegó a tiempo.

Justo cuando sus dedos se rozaban, algo la succionó, y tuvo la impresión de caer en un torbellino de energía. La caída le revolvió el estómago, provocándole náuseas.

«No soy Dorothy», se recordó.

Pero como alguien le arrojara una casa encima, se iba a mosquear más que la Malvada Bruja del Oeste.

Que se anduvieran con cuidado…

Al menos eso fue lo que pensó hasta que se descubrió en una oscuridad total. No había luz. La oscuridad era tan densa que le dolían los ojos por el esfuerzo de intentar distinguir algo. Lo que fuera. Tras levantarse del suelo de tierra donde había aterrizado, intentó ubicarse.

A lo lejos escuchó una especie de gemido.

Su mente se esforzó por identificarlo. ¿Un perro? ¿Un niño? No lo sabía con seguridad. Estaba a punto de gritar, pero lo pensó mejor. Por si acaso algo quería hacerle daño, lo más conveniente sería no hacerle saber dónde estaba.

«Ya he visto esa peli de miedo varias veces. La más tonta de todas es la que primero la palma. Por lo menos no llevo minifalda y tacones».

Chillase o no, ese personaje siempre moría.

Extendió los brazos a fin de buscar alguna pared o algún mueble…

—¡Ay! La madre que… —Apretó los labios mientras se inclinaba para frotarse la espinilla. Seguro que esa parte del cuerpo debía de tener otra función que no fuera la de chocarse contra los muebles en la oscuridad.

Sin embargo, en esa ocasión no se había chocado contra un mueble, tal como comprendió al examinar la dura superficie con una mano. Más bien parecía una piedra.

«Lo que daría por la linterna que llevo en el bolso».

Algo le rozó la pierna.

Kateri jadeó y giró en un intento por descubrir lo que era.

«Por favor, que no sea una rata. Que no sea una rata…».

Era su peor fobia.

—¿Dónde está la piedra?

La áspera voz la sobresaltó.

—¿Quién eres?

—¿Dónde está la piedra? —preguntó otra voz, desde otro lado.

Al no responder la pregunta, se encendió una luz. El espanto la dejó helada. Jamás había visto nada semejante.

La cueva, porque por fin comprendía que se encontraba en una cueva, estaba llena de…

¿Chupacabras?

¿Piuchén?

¿Dónde estaba Enrique cuando más lo necesitaba? O mejor, ojalá estuviera su tatarabuela para espantarlos con sus tambores.

La zona en la que ella se encontraba estaba llena de criaturas con unos dientes afiladísimos. Llevaban los cuerpos pintados de tal forma que le recordaron a un tótem. La pintura les otorgaba el aspecto de estar frunciendo el ceño de forma permanente.

Pero lo más aterrador de todo era que parecían estar cubiertos de sangre seca.

Sin ánimos para bravuconadas, Kateri comprendió que no podría ganar una pelea contra tantos enemigos. Semejante número de criaturas no tardarían en superarla y matarla.

Una de dichas criaturas la golpeó en la espalda.

—¡Piedra! —masculló—. Entrégala. Ahora.

—No… no sé de qué estáis hablando.

Respuesta incorrecta. Las criaturas comenzaron a golpear las lanzas que blandían contra sus escudos redondos al tiempo que chillaban para expresar su enfado.

«Estoy muerta y enterrada», pensó. Aunque le temblaban las piernas, corrió hacia la derecha, en dirección a lo que parecía un pasadizo.

Los monstruos le cortaron el paso.

Con un movimiento digno de un gran futbolista, se detuvo, los esquivó y cambió de dirección, dirigiéndose hacia otro pasadizo.

En esa ocasión logró llegar de milagro. Si bien le sirvió de poco. Al entrar en el túnel se vio obligada a detenerse, ya que en el interior reinaba la oscuridad y era incapaz de ver.

Lo que sí escuchaba eran los siseos y los quejidos.

A esas alturas sabía que lo hacían para torturarla cuando no podía verlos. Ya podían alegrarse de superarla en número, porque sino…

«Se me ha ido la pinza».

Era la única explicación posible para la extraña calma que la invadía. ¿Cómo era posible estar petrificada por el pánico y al mismo tiempo mantener el control de sus reacciones?

«Agradécelo. Podrías estar chillando».

Aunque igual lo estaba. Tal vez esa calma que sentía solo fuera fruto de su incapacidad para lidiar con la situación.

La cueva comenzó a palpitar bajo sus pies, como si se tratara del latido de un corazón. Los sonidos reverberaban en las paredes.

Todo parecía latir.

Kateri echó a correr. Apenas había dado dos pasos cuando algo la golpeó y le hizo mucho daño.

No. Daño no. Algo la había herido. Repentinamente mareada, se tocó las costillas, justo donde más le dolía. Sintió que la sangre le cubría los dedos al tiempo que los sonidos aumentaban de volumen.

Se acercaban.

Estaban por todos lados.

Se movió tan rápido como pudo, pero sus esfuerzos fueron en vano. Por más que lo intentara no podía dejar atrás a las criaturas que la perseguían, fueran lo que fuesen. Siguieron torturándola, susurrando una y otra vez:

—Entréganos la piedra.

—¡Callaos! —gritó—. ¡No la tengo!

Algo la abofeteó de repente.

Kateri le asestó una patada y le alegró escuchar un gemido en respuesta. Bien.

«Espero que te duela un buen rato».

Sin embargo, eso no cambiaba el hecho de que lo llevaba muy crudo. Sin dejar de presionar sobre la herida, avanzó a duras penas sumida en la oscuridad, con la esperanza de encontrar alguna vía de escape.

«Voy a morir».

Lo sabía. No había otra alternativa.

Ejerció más fuerza sobre la herida, aunque le temblaba la mano. En realidad, el corte no era muy profundo, pero le provocaba un dolor palpitante y le dificultaba la tarea de respirar. Y lo peor de todo era que estaba marcada. Como no pudiera curársela pronto, acabaría desangrada.

Escuchó más chillidos en la oscuridad. Pero en esa ocasión eran distintos.

Esos gritos los conocía porque los había oído en sueños.

Los Espíritus del Cuervo.

Más aterrada si cabía, se adentró en la oscuridad más profunda mientras rezaba para que no la encontrase.

Tanteó la pared a medida que avanzaba, acobardada por lo que estaba sucediendo. Se negaba a creer que las historias de su abuela fueran ciertas. Era imposible.

Porque si eran ciertas…

«No soy esa persona. No lo soy. No creo en la magia ni en hechizos».

Pero ¿qué otra explicación cabía? Aunque no era tonta, negarse a aceptar lo que estaba sucediendo rayaba en la estupidez. Por más que se creyera a ciegas en algo, en algo que hubiera sido demostrado, parte de su formación científica la instaba a aceptar los nuevos descubrimientos que cambiaran por completo la visión general de las cosas.

«Pues acéptalo. Tu abuela tenía razón».

Todo era real.

No obstante, era difícil de asimilar porque no quería aceptar las responsabilidades de su abuela. Cualquier cosa por nimia que fuera dependía de ella: era la responsable de las vidas de muchas personas y de sus almas inmortales.

Como si sus pensamientos hubieran traspasado el límite entre los distintos planos de la existencia, sintió la presencia de su abuela a su lado. Olió su crema hidratante. Reconoció el olor a hierbabuena.

—¿Kateri? Ayúdame. Te necesito, niña. Mi alma morirá si no vienes.

Ella dio un paso al frente de forma instintiva, pero se detuvo. No era su abuela quien la llamaba. Llevaba años muerta y en todo caso usaría el nombre que solo conocían ellas dos.

«Intentan engañarme», se dijo.

—¡Ayúdame, niña!

Con la esperanza de poner más distancia entre ella y las criaturas que la perseguían, Kateri pegó la espalda a la fría pared de piedra y dio otro paso para alejarse de la entrada al túnel.

Alguien chasqueó la lengua junto a su oído.

—¿Adónde vas, bocadito? No estarás pensando en abandonarnos tan pronto, ¿verdad?

Una garra huesuda se le clavó en el hombro, hiriéndola con saña. El dolor hizo que lo viera todo borroso. A diferencia de lo que sucedía con el resto de las criaturas que habitaba la cueva, a esa en concreto la conocía. Era un Espíritu del Cuervo.

De repente, se escuchó una voz ronca y estentórea que habló en una lengua desconocida para ella.

Sin embargo, el Espíritu del Cuervo la conocía. Kateri lo supo porque lo sintió contener el aire, furioso. Cuando la soltó, se abalanzó sobre el dueño de la voz y dejó escapar tal graznido que temió que le estallaran los tímpanos.

En cuanto golpeó a su enemigo, un resplandor anaranjado inundó el estrecho pasadizo. Un resplandor que procedía de la piel de ese hombre.

Kateri quiso huir mientras luchaban, pero fue incapaz. Se sentía tan petrificada como lo había estado Enrique en el laboratorio. Con el cuerpo en tensión, los observó atentamente, rezando para que el recién llegado fuera su amigo y no otro enemigo.

Ya había superado el cupo de enemigos y ni siquiera era mediodía…

Mientras observaba la pelea, su mirada abandonó al retorcido y espantoso Espíritu del Cuervo y se posó en el otro hombre. Iba vestido de negro de la cabeza a los pies y superaba en tamaño a su oponente. El resplandor que brotaba de su piel le impedía distinguir sus rasgos con claridad, pero sí vio que llevaba el pelo suelto. Tenía una larga melena negra que le llegaba a la mitad de la espalda. En ese momento se giró y esquivó el ataque de su rival con una agilidad y una elegancia que le recordaron a un bailarín.

El Espíritu del Cuervo intentó rebanarle el cuello.

El hombre retrocedió con elegancia y rapidez.

Aunque no acabó con el cuello rebanado, perdió el collar de hueso y turquesas que llevaba en torno a él. Y que salió volando y aterrizó a los pies de Kateri.

Lo recogió y se quedó helada cuando sus ojos distinguieron el grabado de un Pájaro de Trueno en el medallón de plata.

«Desde el este el Pájaro de Trueno volará hacia las tierras de la muerte. Cuídate del Pájaro de Trueno, niña. Porque, a su paso, todo morirá. Nadie puede derrotarlo. Ni siquiera tú».

Apenas había recordado las palabras de su abuela cuando el guerrero le asestó un puñetazo al Espíritu del Cuervo, que acabó estallando en brillantes llamaradas.

Después se volvió hacia ella.

En ese instante el corazón de Kateri se detuvo, porque entonces vio su cuerpo al completo. Sus ojos eran tan negros como su pelo y su ropa. Los rasgos de su rostro parecían esculpidos a la perfección, y lucían la expresión de un guerrero implacable más acostumbrado a sesgar vidas que a salvarlas.

Cuando esa mirada fría y oscura se posó en ella, sintió que la muerte le acariciaba la mejilla.

«Para toda la eternidad…».

Era el hombre que siempre la mataba en sus sueños.