12.00 h del mediodía
Mientras apuntaba la hora y la fecha de la muestra de tierra que estaba analizando, Kateri tuvo la sensación de que intentaba avanzar con la marcha atrás puesta. Le pesaba todo el cuerpo, le costaba moverse y lo hacía como si estuviera sumida en un letargo. Como si el mundo hubiera perdido la sincronía y ella estuviera atrapada entre dos fuerzas opuestas. Por más que intentara concentrarse en su trabajo, no lograba evitar que su mente rememorara los extraños sueños.
«¿Qué cené anoche?», se preguntó.
«Helado de plátano», recordó.
«¡Hala! A partir de ahora, lo borro del menú».
Después de debatirse durante horas consigo misma hasta el punto de dudar sobre su cordura y de reprocharse la flagrante estupidez de plantearse siquiera que fuera cierto, por fin logró convencerse de que se había imaginado todo lo sucedido hasta entrar en el cuarto de baño. Todo había sido fruto del estrés, del helado y de…
Algo atávico. Tendría que consultarlo más tarde con su prima. Sunny siempre estaba al día de esas cosas tan raras. Si había alguien capaz de decirle qué planeta o cuerpo astral era el culpable del caos que se había adueñado de su vida, era Sunny.
Sin embargo, Kateri era incapaz de quitarse de la cabeza la imagen del guerrero moreno. Claro que le resultaría más fácil si ese tío llevara una camisa cuando decidiera aparecer en su subconsciente. ¿Qué tipo de persona carecía de la decencia mínima para aparecerse desvestida en sus sueños?
Un poquito de vergüenza no le iría nada mal.
Sí, pero cubrir ese cuerpo tan estupendo con ropa parecía otro tipo de obscenidad.
«Chitón. A ti también te conviene tener un poquito de vergüenza», le recriminó Kateri a su mente.
No obstante, resultaba muy difícil porque lo único que recordaba era el dolor que se reflejaba en esos ojos oscuros mientras sus brazos la recibían y la rodeaban. Y también recordaba el cosquilleo de su aliento sobre la piel. Aún sentía el latido de su corazón contra el hombro y el leve estremecimiento de sus brazos. Casi siempre que soñaba con él, ese hombre pegaba su mejilla a la suya, como si disfrutara al tenerla cerca. En esos momentos siempre se sentía serena. Feliz.
Hasta que la mataba.
«Sólo es un sueño ridículo», se dijo.
Estaba convencida de ello. Cuando regresó a su dormitorio para vestirse, no vio nada escrito en el espejo y tampoco había ni rastro de las muñecas, del Espíritu del Cuervo o de otra cosa fuera de lo común.
Lo que probaba que su imaginación seguía tan activa como siempre.
«Y mis amigos se preguntan por qué nunca he experimentado con las drogas…».
Con sus antecedentes familiares, no se atrevía. Bastante locura había ya sin drogas. No necesitaba más.
Desde la muerte de su abuela, tenía «visiones» que no podía explicar. Cuevas en el desierto, pinturas rupestres pintadas en paredes de piedra, animales que la perseguían. Sin embargo, la única constante era el hombre moreno que o bien luchaba a su lado o bien…
La mataba de una puñalada.
De repente, la puerta del laboratorio se abrió y apareció su ayudante, Enrique Martínez, un estudiante de posgrado, con un paquete gigantesco en las manos. Era un chico de veintitrés años, que estaba buenísimo y que lo sabía perfectamente. De hecho, se aprovechaba de esa circunstancia cuando llegaba alguna estudiante nueva al departamento. Su lista de novias era tan extensa que Kateri había cejado en el intento de mantenerse al día.
—Hola, doctora Avani —la saludó al tiempo que dejaba el paquete en la mesa, a su lado.
Kateri se echó hacia atrás en el taburete y le sonrió. Le había dicho en infinidad de ocasiones que la llamara «Teri» o «Kateri»; sin embargo, Enrique era incapaz de tratarla con esa informalidad.
—Hola, guapo. ¿Qué tal fue tu cita de anoche?
El chico chasqueó la lengua, contrariado.
—No tan bien como esperaba. Me dio calabazas. En fin, me da igual. Ella tampoco era lo que estaba buscando exactamente.
—¿Por qué?
Enrique sonrió, dejando sus hoyuelos a la vista.
—Se quejó tantas veces al camarero de su comida que me daba miedo comerme la mía. Nunca se sabe si un cocinero enfadado va a aderezarte el plato con algo especial. Lo último que busco en una chica es que sea una arpía, ¿me entiende?
Kateri rio y alargó el brazo hacia el paquete para abrirlo.
«¡Jo, cómo pesa!», pensó.
¿Le habría mandado alguien unos cuantos ladrillos? En ese momento se asombró todavía más de la fuerza de Enrique.
—Ríase usted de mi desdicha, doctora, pero acabar con diarrea no tiene ninguna gracia.
Kateri lo miró un tanto enfadada.
—Te pasarás la vida recordándome la cena en el restaurante Gus Guatemala, ¿verdad?
—Usted no fue la única que se pasó tres días viviendo en el cuarto de baño. Gracias por ese regalo de cumpleaños, por cierto.
Kateri resopló.
—Sí, bueno, por lo menos lo recordarás toda la vida. Que no se diga que no sé cómo causar una impresión duradera.
En esa ocasión Enrique también se echó a reír mientras se sacaba una navaja de mariposa del bolsillo trasero del pantalón. Tras abrirla, cortó la cinta adhesiva de la parte superior del paquete.
Kateri enarcó una ceja al ver su habilidad con la navaja y decidió que era mejor no preguntarse dónde había aprendido a usarla así siendo estudiante de geología.
—¿No son ilegales esos chismes?
La expresión del muchacho fue tan inocente que hasta los ángeles habrían llorado al verla.
—¿En serio?
A Kateri le encantaba su habilidad para responder con otra pregunta aquello que no quería contestar. Enrique sabía cómo distraer a cualquiera, era un experto manipulador. Ella meneó la cabeza y abrió la caja. Tras apartar los trozos de poliexpan, descubrió algo envuelto con tanta cinta adhesiva que abrirlo supondría todo un reto.
Genial. Lo que necesitaba. Una uña rota y una rozadura provocada por la cinta adhesiva.
Enrique se guardó la navaja en el bolsillo y después cogió el cuaderno de Kateri, que descansaba en el escritorio.
—Bonito dibujo, doc. ¿Es su novio o algo? —le preguntó con un brillo peculiar en los ojos.
En otras circunstancias, Kateri incluso podría haber pensado que reconocía a la persona dibujada. Se puso muy colorada al comprender lo que estaba mirando su ayudante. ¿Por qué no había cerrado el cuaderno?
Porque estaba un poco preocupada convenciéndose de que el modelo de su dibujo era una ilusión ocasionada por un empacho de comedias románticas.
—No. A veces dibujo para aclararme las ideas.
Lo que intentaba era quitarse al misterioso guerrero de la cabeza para poder concentrarse en su investigación y en sus ensayos.
No había funcionado. Pero había sido un valiente intento por su parte, si bien le había salido el tiro por la culata. En vez de aclararle las ideas, cada línea de su esculpido rostro y de ese cuerpo duro como una piedra había quedado grabada a fuego en su mente.
Por algún motivo que no alcanzaba a entender, lo había dibujado de perfil, mirando hacia la izquierda mientras la luz caía sobre su cara, resaltando sus rasgos y su torso desnudo. Su pose era tan sensual que estaba segura de que lo declararían ilegal en más de un estado. Lo había dibujado con el pelo suelto y sin el collar de plata, hueso y turquesas que llevaba siempre en sus sueños. En la mano blandía una gigantesca maza de guerra, que le recordaba al remo de una canoa, con la salvedad de que en los laterales llevaba incrustados trozos de cristal. Un arma olvidada que el hombre moderno solo conocía gracias a las pinturas prehistóricas. La maza, de origen maya, contaba con un lado plano con el que golpear al enemigo, al tiempo que el cristal cortaba la carne y el hueso con más rapidez que lo hacía un bisturí o una sierra. Desconocía por qué llevaba un arma maya, pero lo había visto usarla varias veces en sus sueños.
No obstante, el guerrero parecía letal y poderoso también sin ella. Era hipnotizante. Estaba para darle lametones.
Sin embargo, no quería que Enrique supiera que ella pensaba en esas cosas. Le quitó el cuaderno de las manos y lo cerró.
El chico esbozó una pícara sonrisa que puso de manifiesto que sabía más de la cuenta y lo dejó correr.
—Por cierto, ¿se ha enterado de lo del doctor Drake? —le preguntó.
—¿A cuál de ellos te refieres? —Había cuatro en el campus y dos de ellos en el departamento de geología donde Enrique y ella vivían la mayor parte del tiempo.
—Al que la acompañó el verano pasado a México para participar en la excavación del yacimiento. Lo tiene en la bandeja de entrada del correo electrónico. Le envié la noticia hace un buen rato. Parece que murió hace unos días mientras viajaba en avión.
Kateri jadeó ante esa falta de tacto.
«¿Es que tu madre no te ha enseñado modales? No se va por ahí dándole este tipo de noticias a la gente de sopetón», pensó.
Habría agradecido una breve advertencia.
El doctor Drake al que se refería era Fernando Drake, un miembro del departamento de sociología y antropología del Millsaps College de Mississippi. Eran amigos desde que se conocieron durante el segundo año de su carrera en la Universidad de Georgia. Fernando le hizo el favor de matar un bicho que se había colado en su habitación y que la había aterrorizado durante días.
Algo que llevó a cabo con gran estilo después de escucharla pedir a gritos un zapato para matar a la bestia. Fernando entró en tromba en su dormitorio, armado con una bota Doc Martens de color rojo fuego, y mató al bicho, que se encontraba en el suelo, junto a la cama de su compañera de habitación. Lo más heroico de todo fue que se llevó el cadáver, al que le dio sepultura en el mar desde el baño de los chicos.
Nadie podría acusarlo de no ser un perfecto caballero en cualquier situación.
Y puesto que apenas tenían treinta años, Fernando era demasiado joven para haber sufrido una muerte repentina. Que ella supiera, jamás había padecido un resfriado ni un dolor de cabeza.
—¿Cómo?
—Sí. Una cosa muy rara. Dicen que no había ni una sola marca en su cuerpo, pero cuando le realizaron la autopsia descubrieron que le faltaba el corazón. Raro, ¿verdad? Parece sacado de un episodio de Fringe, ¿a que sí?
Kateri tuvo la impresión de que todo empezaba a darle vueltas mientras recordaba las antiguas supersticiones. Le pareció incluso que caía por un precipicio. Extendió un brazo y tocó la mesa para guardar el equilibrio antes de desplomarse sobre el taburete.
—Estás de broma.
—¿Por qué iba a bromear sobre algo tan espantoso? No soy tan imbécil. —Frunció el ceño—. ¿Doc, está bien? Tiene mala cara.
En realidad, Kateri se encontraba fatal y su mente no paraba de darle vueltas a algo sobre lo que no quería pensar. Se decía que los Espíritus del Cuervo se comían el corazón de sus víctimas sin dejar ninguna herida externa que lo evidenciara. La única forma de descubrir la ausencia del corazón pasaba por abrir el pecho de la víctima.
Incapaz de respirar por el nudo que sentía en la garganta, Kateri abrió su cuenta de correo para leer el artículo sobre la muerte de Fernando. Sin embargo, dicha lectura no logró calmarla. En todo caso, empeoró su nerviosismo.
Enrique tenía razón. Fernando volaba de camino a casa y una azafata trató de despertarlo a fin de que enderezara su asiento para el aterrizaje. Al descubrir que estaba muerto, se le supuso víctima de un infarto. No obstante, durante dicho vuelo alguien, o algo, le había arrancado el corazón con precisión quirúrgica sin dejar una sola marca visible en su cuerpo.
Un hecho que no se veía todos los días. A menos que se estuviera loco, que se fuera un curandero o el guardián de los corazones y las almas de los muertos.
«Sí, claro… No creo en los Espíritus del Cuervo». Al menos eso le decía su parte racional. Era una lástima que el resto de su mente no le hiciera caso.
Por su cabeza pasaban una y otra vez las historias que le había contado su abuela, y no dejaba de ver la figura distorsionada que había aparecido en sus sueños y que había huido volando por la ventana.
«¡Ya basta!».
Estaban en el siglo veintiuno, no en el uno. Se encontraba en un laboratorio que contaba con los últimos avances de la ciencia, emplazado en la Universidad de Alabama, no en una cabaña de mala muerte del norte del estado de Georgia.
Se obligó a echar un vistazo por la estancia. No había pinturas rupestres ni hierbas extrañas con efectos alucinógenos. A su alrededor había cromatógrafos de gases y de iones; espectrómetros de plasma inductivamente acoplados; espectrómetros de isótopos y microscopios electrónicos.
Su mundo estaba lleno de los objetos que se utilizaban en los métodos sísmicos de prospección, como los geófonos electromagnéticos y capacitivos; de sistemas de adquisición de datos sísmicos de alta resolución; y de sistemas de perfilados sísmicos de reflexión. Era una científica, no una curandera dedicada a preparar brebajes con las hierbas que cultivaba en su jardín.
Se negaba a creer en esas cosas. Lo que le había sucedido a Fernando tenía una explicación lógica. Debía de tenerla.
—¿Qué crees que le pasó? —le preguntó a Enrique.
Al igual que ella, era un científico que no creía en supersticiones.
—El chupacabras.
En fin, ahí acababan sus ilusiones sobre él. La joven puso los ojos en blanco.
—¿De verdad? ¿El chupacabras? Que yo sepa, se limita a beber sangre de cabra, punto. Nunca he oído que les arranque el corazón a los humanos.
—Sí, pero nunca se sabe, ¿verdad? —El acento mexicano del muchacho se hizo más evidente, tal como le sucedía cuando estaba enfadado o emocionado—. Mi abuela me contaba historias sobre el piuchén, una criatura de su tierra natal.
—¿El piuchén?
—Sí. Es una serpiente voladora gigante, ¿vale? A veces puede adoptar otras formas, pero casi siempre es una serpiente con plumas que caza por la noche. Y es familia del chupacabras. Mi abuela me contaba que salía por la noche y les chupaba la sangre o se comía los corazones de sus pobres víctimas. Por la mañana encontraban sus cuerpos tirados en los campos o cerca de los ríos. Su madre era la machi de su pueblo y, para protegerlos a todos, lo espantaba con los tambores. Así que creo que el piuchén debió de colarse en el avión y lo mató.
—Entonces ¿por qué has dicho antes lo del chupacabras?
—Porque fuera de Argentina o de Chile no se conoce al piuchén. Aquí no es muy famoso, ¿verdad? Además, no suelen aparecer tan al norte. El chupacabras, al contrario, sí…
Por más que le pesara admitirlo, Enrique tenía razón en eso. Sin embargo…
—En el fondo no crees en esto, ¿verdad?
—Doc, sé que quiere que le diga que no. Lo sé. Pero… mi abuela sabía cosas. Veía cosas. Cosas que nadie podía explicar, por más que se utilice la ciencia para comprenderlas. Según decía, eran visiones que en su día le concedió la Madre Sagrada. Cuando era pequeño, me contó que yo también podía verlas. Pero yo no quise y por eso no las veo. El hecho de que seamos científicos no significa que no existan cosas que desafíen toda lógica. Por mucho que sepamos, hay cosas que aún desconocemos. Cosas que nadie puede comprobar con una prueba empírica. —Señaló su ordenador con un gesto de la barbilla—. Y eso es algo que desconocemos por completo.
Llevaba razón.
Reacia a admitirlo, Kateri se dispuso a desenvolver lo que pesaba como una piedra gigantesca.
Enrique la ayudó y descubrieron…
—Una piedra gigantesca.
Su ayudante frunció el ceño igual que lo hizo ella, mientras apartaban el plástico y dejaban a la vista un disco tallado a mano que no veía desde que se marcharon del yacimiento hacía ya meses.
—¿Qué es eso? —preguntó Enrique.
Kateri pasó los dedos por los complicados grabados mientras examinaba la enorme piedra rojiza que debía de tener miles de años de antigüedad, a juzgar por su desgastada superficie.
—Parece un calendario maya, pero los grabados no son exactamente mayas. —Además, también había algo escrito. No eran jeroglíficos. Más bien parecía griego antiguo.
Vale. Alguien estaba quedándose con ella. Seguro. Uno de sus amigos debía de haber ideado la broma.
Porque jamás había visto nada semejante. Nadie tenía en su poder un objeto antiguo que mezclara la Antigua Grecia con las culturas preclásicas mesoamericanas. Era imposible que existiera algo así.
Pero ¿y si era real?
Imposible. Dichas culturas no se habían mezclado. Jamás.
Kateri siguió con el ceño fruncido mientras rebuscaba entre el corcho protector hasta dar con una nota casi en el fondo de la caja. La leyó deprisa, esperando toparse con la típica inocentada.
Teri:
Hemos encontrado este sello en el centro del yacimiento, debajo de una lápida mortuoria que no se parece a ninguna de las que he visto hasta ahora. Jamás he encontrado grabados como estos. Los otros parecen griegos (Sí, lo sé, ríete de mí si quieres), algo que debería ser imposible. Le he enviado una foto de la escritura a la doctora Soteria Partenopaeo a Nueva Orleans para ver si puede descifrarla y le he preguntado si tiene alguna teoría sobre cómo es posible que una lengua procedente de Europa aparezca en un grabado preclásico mesoamericano en Yucatán. Mis primeros análisis arrojan una antigüedad de catorce mil años. No es un error. En serio, sé que es imposible, pero he repetido los análisis y he comprobado los resultados mil veces. Como sé que es imposible, he decidido enviarle la piedra a la mejor geóloga que conozco para que corrobore mis conclusiones. O para que me diga si necesito actualizar mi equipo y ventilar mejor las galerías en las que estamos trabajando. He incluido varias muestras de tierra también. Por favor, llámame en cuanto lo recibas todo.
FERNANDO
Mientras contemplaba el nombre escrito en el papel un escalofrío le recorrió los brazos y se vio asaltada por un millar de recuerdos. Aún veía a Fernando sentado en la parte externa de la pirámide el verano anterior, con el sol poniente a su espalda. Cubierto de polvo y de sudor, con el pelo apelmazado y alborotado, parecía feliz y emocionado aunque habían pasado diez horas excavando con un calor infernal. Tras esbozar una de sus pícaras sonrisas, abrió una lata de cerveza tibia y se la ofreció a ella.
—Después del trabajo… ¡cerveza!
El recuerdo hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Fue la peor cerveza que había probado en la vida, pero la compañía de Fernando hizo que le pareciera deliciosa. Siempre había sido un buen amigo y lo echaría muchísimo de menos.
¿Por qué había muerto? Era demasiado joven. Estaba lleno de vida y de planes de futuro.
Apretó los dientes para contener las lágrimas mientras se concentraba en lo que su amigo quería que hiciese. El trabajo siempre era lo primero. Por eso él no tenía ni mujer ni novia.
«Concéntrate, Teri».
Según el matasellos, Fernando le había enviado el paquete el mismo día que cogió el avión hacia casa. Sin duda pesaba demasiado para llevarlo como equipaje, teniendo en cuenta las restricciones que imponían las compañías aéreas.
Por no mencionar que la piedra era gigantesca.
En más de un sentido. Si de verdad tenía catorce mil años de antigüedad, y si los símbolos escritos eran griegos, habría que reescribir la Historia de la Humanidad y cambiar todo lo que se creía conocer sobre el mundo antiguo. Tanto en el continente europeo como en el americano.
No había ningún sistema de escritura conocido con catorce mil años de antigüedad. Puestos a pensarlo, ni siquiera existía la Antigua Grecia.
Frunció el ceño mientras reflexionaba al respecto. ¿Cuándo se fundó Grecia? No tenía ni idea. No estaba muy puesta en ese tema. Nunca le había atraído la historia tradicional. Fernando era el experto en ese ámbito y aunque se le habían quedado muchos detalles que comprobar tras compartir las excavaciones con él, la mayoría de los yacimientos eran mesoamericanos, no europeos.
Sin embargo y aun con sus limitaciones, sabía que lo que tenía entre manos era algo épico. Uno de los mayores descubrimientos científicos de la historia.
«Las casualidades no existen. El universo y los espíritus nos mandan constantemente mensajes y señales. Debes aprender a verlos y a descifrarlos. Solo entonces serás capaz de controlar tu destino».
Recordó esas palabras de su abuela. Un recuerdo que la atormentó.
Porque ¿qué señalaba exactamente la piedra?
—¿Cree que el mundo acabará dentro de dos semanas? —le preguntó Enrique, devolviendo sus pensamientos al presente.
—¿Cómo?
Él señaló con la cabeza el calendario que ella tenía entre las manos.
—Ya sabe, la profecía maya. ¿No se supone que el mundo está a punto de acabar?
Al menos eso añadió una pizca de humor a la tristeza que la embargaba. Se había pasado todo el verano escuchando a Fernando rezongar y protestar en contra de dicha creencia. No lo soportaba, de la misma manera que ella se subía por las paredes cuando la gente dejaba el carrito de la compra en mitad del pasillo del supermercado para que nadie los adelantara. La mala educación la sacaba de quicio.
—No, cariño. No hay nada en la cultura maya ni en sus grabados que sugiera que el mundo acabara este año. Al igual que los cherokee y otros pueblos nativos, tenían un calendario cíclico, y el cuarto ciclo acaba el día 21, pero no hay nada que indique un acontecimiento apocalíptico.
Fernando estaría muy orgulloso si supiera que había prestado mucha atención a sus sermones. Ese pensamiento le provocó una dolorosa punzada que le atravesó el corazón mientras concluía el discurso en honor de su amigo.
—Esa teoría es fruto de una distorsión cometida en el pasado, cuando solo se había descifrado el treinta por ciento de los símbolos mayas… como mucho. Después, en los años noventa, con la preocupación del llamado efecto 2000, algunos intelectuales rescataron la teoría del fin del mundo y se beneficiaron de ello. Así que ni se te ocurra donar tus pertenencias. Las necesitarás el día 22 y hagas lo que hagas, que no se te olvide comprarles los regalos de Navidad a tu madre y a tu abuela. O se enfadarán mucho contigo.
Enrique soltó un suspiro ofendido.
—Así que, ¿esa fecha no es tan importante para los mayas?
—Sí y no. Ellos la verían como las fiestas de Fin de Año que se celebraron en 1999. Para ellos sería el final de una era y el comienzo de otra. No lo considerarían un motivo de alarma, sino algo para festejar con bebidas o, más bien arrancando unas cuantas cabezas como acostumbraban a hacer.
—A menos que le hayan echado el ojo a tu cabeza, claro.
Kateri rio.
—Exacto.
Enrique suspiró como si estuviera desilusionado por el hecho de que el mundo no fuera a acabarse.
—Bueno, pues será mejor que pague la factura de la luz cuando llegue a casa. Esperaba poder dejarla correr.
Antes de que ella pudiera replicar, los interrumpió una voz.
—Yo no correría mucho para llegar a casa. El mundo todavía puede tener un final espantoso.
La joven contuvo el aliento al escuchar esa voz masculina de acento peculiar que no era mexicano ni indio, sino una mezcla de ambos. Una mezcla que le otorgaba un toque exótico a su timbre de voz.
Frunció el ceño y apartó la mirada de su ayudante para posarla sobre el que debía de ser uno de los hombres más increíbles que había visto en carne y hueso. Se había detenido justo en el vano de la puerta, desde donde los estaba observando. Aunque Kateri sabía que su altura no era muy superior a la media, el aura que proyectaba era tan poderosa que parecía llenar la estancia al completo. Un aura que no era otra cosa que la intensidad de alguien acostumbrado a que lo adoraran y lo temieran… al mismo tiempo.
Iba vestido de negro de los pies a la cabeza y llevaba la larga melena azabache recogida en una coleta. En ese momento la estaba mirando con una expresión tan extraña que las manos empezaron a temblarle. Ese hombre tenía algo… magnético y aterrador que incendiaba hasta el aire que los rodeaba.
Hasta tal punto que parecía crepitar.
Su piel era del mismo color que el caramelo más delicioso, y se movía con la fiera agilidad de un depredador consumado.
Aunque su mirada no la abandonó en ningún momento, Kateri tuvo la impresión de que podía ver todo aquello que lo rodeaba, hasta tal punto que no le sorprendería que también pudiera ver lo que sucedía a su espalda.
—¿Por qué dice eso, señor…? —Dejó la pregunta en el aire con la esperanza de que el recién llegado supliera dicha información.
Por suerte, el desconocido pilló la indirecta y dijo mientras acortaba la distancia que los separaba:
—Verastegui. Kukulkán Verastegui. Pero casi todo el mundo me llama Cabeza.
Pronunció su nombre completo de tal forma que Kateri imaginó algo dulce y sedoso… como el chocolate caliente.
Pero un detalle estropeó la escena. Su apodo.
—Lo llaman… ¿Cabeza? ¿Por qué?
Lo vio esbozar una sonrisa torcida que resultó burlona y amenazadora a la vez.
—Reza para no averiguarlo nunca.
Ella bajó la mirada hasta el anillo de oro que lucía en un dedo meñique. Era un símbolo maya, pero no estaba lo bastante cerca como para identificarlo, y aunque ese tío estaba cañón, no le apetecía acercarse tanto a él. Esa aura letal dejaba bien claro que sería capaz de arrancarle un brazo de cuajo si lo intentaba.
—¿Puedo ayudarlo en algo, señor Verasategui?
—Verastegui —la corrigió, imprimiendo a su voz un timbre sensual.
Enrique se interpuso entre ellos, impidiendo que Cabeza pudiera tocarla.
«Así se hace, Enrique. Te daré veinte puntos más en tu próximo examen».
Bendito fuera por sus tendencias sobreprotectoras.
Sin embargo, el brillo malévolo que apareció en los inmisericordes ojos negros del señor Cabeza puso de manifiesto que ni le gustaba la intervención de su ayudante ni le había hecho gracia. Cabeza le dijo algo al chico en su lengua materna, pero Kateri fue incapaz de distinguir las palabras exactas. Lo que no le costó trabajo identificar fue la mueca contrariada de su ayudante, que procedió a soltarle algo como réplica.
Aunque no los entendía, Kateri supo que no estaban hablando del tiempo ni de la forma de salir del campus. Mientras los observaba creyó estar viendo una telenovela.
Cabeza soltó una carcajada ronca al tiempo que la miraba con expresión ufana.
—Deberías decirle a tu chihuahua que retroceda, guapa. No estoy de humor para mancharme la ropa de sangre y tener que limpiármela después.
Enrique hizo ademán de abalanzarse sobre él, pero de repente se detuvo como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa. Se quedó petrificado con un brazo levantado y el rostro demudado por la furia.
«Vale… esto es imposible», pensó ella.
Jadeó y retrocedió un paso, pero solo consiguió chocarse con la mesa del laboratorio, que le cortaba el paso. ¡Mierda!
—Relájate, bonita. Si quisiera matarte o hacerte daño, ya lo habría hecho.
Ese tío no la conocía en absoluto si pensaba así.
Aunque temblaba a causa del miedo que trataba de mantener a raya, se metió una mano en un bolsillo de la bata para coger su bolígrafo táctico, un arma que su tío Danny había insistido en que llevara siempre consigo para defenderse en caso de ataque. Si Cabeza no la petrificaba, le daría una buena sorpresa. Aunque fuera bajita y pequeña, era todo músculo y estaba preparada para luchar sucio gracias a los entrenamientos que había practicado con su tío y con sus primos.
—¿Qué quiere?
—Cierto objeto que obra en tu poder y cuya posesión reclamo.
—¿Y qué es?
—Una piedra.
Era como buscar una gota de agua concreta en el océano.
—Eche un vistazo por la estancia. Soy geóloga. —Gesticuló para señalar los estantes situados a su izquierda, donde se alineaban cajas y cajas llenas de piedras. Eso era lo máximo que iba a conseguir de ella si la amenazaba. Semejante colección no era nada comparada con la que tenía en casa—. He coleccionado piedras desde que aprendí a andar. Necesito que me dé más detalles. Que me la describa un poco.
La mirada de Cabeza se tornó malévola. Letal.
—¿Qué tal si cooperas y me das lo que busco?
Kateri sacó el bolígrafo del bolsillo.
—Déjeme pensar… Mmm… no. —Corrió hacia la puerta.
Por desgracia, Cabeza era más rápido y la interceptó a mitad de camino. Kateri lo atacó con el bolígrafo, pero él le atrapó la muñeca con tal rapidez que ni siquiera se dio cuenta de que la había agarrado hasta que fue tarde. Joder, era más fuerte que él.
Increíble Hulk. Eso era decir bastante.
—Dame tu piedra del tiempo —le gruñó ese tío al oído.
—Mi ¿qué…? ¿Cómo ha dicho? —Su mirada voló hacia el calendario que le había enviado Fernando. ¿Se referiría a esa piedra? Muy bien. Pues que se la llevara. Fuera lo que fuese, no merecía la pena arriesgar la vida por ella—. ¿Se refiere a eso? —Señaló la piedra—. Llévesela. Es toda suya.
Cabeza miró la piedra y puso los ojos como platos. Acto seguido, soltó a Kateri con tanta brusquedad que trastabilló hacia atrás.
Ella corrió hacia la puerta, pero cuando intentó abrirla le fue imposible. ¿Dónde había una granada cuando se las necesitaba?
O lo que era mejor: una llave.
Con expresión reverente, Cabeza pasó las manos por los antiguos grabados dela piedra. Acarició el calendario como si fuera una amante a quien hubiera creído perdida.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Lo ha traído UPS.
Cabeza puso cara de asco y la miró.
—¿Dónde la encontraron? ¡Dímelo!
«Con ese tono, ni de coña, colega».
Jamás le habían dado órdenes y no iba a permitir que se las dieran a esas alturas. Desoyendo su exigencia, intentó girar el pomo de la puerta otra vez.
«Vamos, vamos, ¡ábrete!».
¿Por qué no se abría la dichosa puerta?
Porque el día iba mejorando por momentos…
Apenas había acabado de pensarlo cuando la puerta se desintegró en mil pedazos delante de ella. Levantó un brazo para protegerse la cara y cayó hacia atrás. Cabeza se lanzó a por ella. Tras zafarse de sus manos, Kateri corrió hacia el pasillo, pero se topó con lo que parecía un muro de piedra.
No. No era un muro. Era un hombre gigantesco que parecía medir más de dos metros de altura y que se había plantado en el vano de la puerta. El recién llegado le dijo algo a Cabeza usando una lengua que ella jamás había escuchado.
Acababa de apartarse cuando los hombres comenzaron a pelear con uñas y dientes. Sus puñetazos y patadas deberían haber matado a un humano normal. Sin embargo, ellos se limitaron a gruñir y a atacarse, bloqueándole la salida.
Era como estar atrapada por Godzilla y Mothra.
Dispuesta a sobrevivir, corrió hacia el armario situado en el extremo opuesto de la estancia. Al menos podía refugiarse en su interior.
Al llegar a la última mesa, en la que había dejado su bolso, lo cogió y sacó el móvil. Estaba a punto de llamar a seguridad cuando empezó a sonar en su mano.
¡Joder! Ojalá no fuera una llamada para ofrecerle algún producto o…
Lo abrió y justo cuando iba a decirle a quienquiera que fuese que estaba ocupada escuchó la voz de su prima.
—Teri, ¿estás bien?
—¡Sunny! Necesito ayuda en el laboratorio. ¡Ahora mismo! Llama a la seguridad del campus por mí. Me están atacando. —Acababa de pronunciar la última palabra cuando el teléfono se quedó sin línea en su mano.
—No podemos permitir eso, ¿verdad? —dijo Cabeza al tiempo que se quitaba de encima a la montaña, tras lo cual corrió hacia ella.
Kateri abrió mucho los ojos al ver que su contrincante corría hacia Cabeza y lo estampaba contra la pared. Semejante golpe debía de doler, pero como acababa de hacerle un favor, animó a la montaña mentalmente para que ganara.
«Tengo que salir de aquí. Antes de ser la víctima de todo ese odio».
Si recibía un golpe como los que se estaban dando, no la contaría. Corrió hacia la parte delantera del laboratorio otra vez.
«Sunny, por favor, hazme caso. Pide ayuda».
Aunque quería mucho a su prima, sabía que a veces era terriblemente despistada.
Miró a Enrique, que aún estaba paralizado con el brazo en el aire. Él también necesitaba ayuda.
«¿Qué hago?».
Estaba casi junto al armario cuando alguien la agarró y la detuvo sin miramientos.
Furiosa, se volvió hacia el recién llegado con la intención de defenderse. Sin embargo, cuando levantó la mano y miró a su nuevo atacante, jadeó, sorprendida. Porque lo conocía perfectamente.
—¿Talon? —Era el marido de Sunny. Un tío de dos metros de altura, con un cuerpo que era puro músculo y cubierto de tatuajes tribales celtas—. ¿Qué haces aquí?
¿Estaba en la ciudad? ¿Por eso la había llamado Sunny?
Talon no contestó a sus preguntas. Se limitó a ponerla tras él para interponerse entre ella y el peligro. El marido de su prima era rubio y llevaba el pelo muy corto, salvo por dos largas trencitas que le caían desde una sien. Justo cuando Cabeza estaba a punto de golpearlo, apareció un cuarto hombre que lo atrapó y lo arrojó por los aires. Cabeza acabó estrellado contra el suelo mientras el recién llegado apartaba a la montaña de una patada.
—Sácala de aquí, celta —gruñó el desconocido.
Talon se la echó al hombro como si no pesara nada y salió del laboratorio sin pensarlo dos veces. La posición no era la más cómoda del mundo, pero estaba demasiado agradecida como para protestar.
No la soltó hasta que llegaron a su despacho, situado en el siguiente pasillo.
—Enrique sigue en el laboratorio —le dijo.
—Cabeza lo atrapará.
Lo dijo con tal naturalidad que Kateri balbuceó a duras penas:
—Pero ¡es que ese es el problema! ¡No quiero que lo atrape!
—¿Por qué no?
¿Cómo que por qué no?, se preguntó.
—Porque me cae bien. Es un buen ayudante, y los buenos ayudantes no crecen en los árboles.
Talon la miró con el ceño fruncido.
—Entonces ¿por qué no quieres salvarlo?
—Quiero salvarlo. No quiero que Cabeza se lo meriende.
El ceño de Talon se acentuó.
—Creo que no hablamos el mismo idioma.
—Eso parece.
—No entiendo nada.
Antes de que pudieran seguir hablando, el hombre alto y aterrador que había estampado a Cabeza contra el suelo apareció al lado de Talon. Así. De la nada.
¿Cómo era posible que hubiera corrido tan deprisa que sus ojos no lo habían visto?, reflexionó Kateri.
Claro que tampoco importaba mucho en esos momentos, pero…
¡La leche! ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto llegar?
Sin embargo, durante la pelea también había aparecido de repente. En ese momento, la feroz presencia del desconocido la puso en guardia. Medía más de dos metros y tenía la constitución de un tanque. La ropa negra le otorgaba un aspecto aún más siniestro. Claro que no le hacía falta. Era moreno y llevaba el pelo algo más largo que Talon. El flequillo ocultaba en parte unos ojos negros como el azabache, que la dejaron helada en cuanto la miraron. Sus miradas se entrelazaron.
El terror le aflojó las rodillas. ¿Cómo había aparecido ese hombre sin usar la puerta? Talon la había cerrado al entrar y, aunque ese tío fuera muy rápido, ella lo habría visto abrirla. Y lo habría escuchado, claro.
A diferencia de ella, Talon no parecía encontrar extraño el hecho de que hubiera aparecido de repente en su despacho.
—¿Has puesto a salvo al chico? —preguntó.
—Por los pelos. Lo he dejado en un lavabo público. Supongo que estará a salvo hasta que recupere el uso de su cuerpo. —El hombre señaló la ventana con un gesto de la barbilla—. Échale un cable a un hermano, celta. Podría haber acabado chamuscado, cabrón. Piensa un poco antes de pedirme ayuda para evitar que me fría. Joder. ¿Qué clase de amigo eres?
—Que te den —soltó Talon antes de acercarse a las ventanas para bajar las persianas—. No te pases conmigo o hago que el sol brille aquí dentro ahora mismo.
El tío le hizo un gesto que Kateri supuso que debía de ser obsceno.
Talon esbozó una sonrisa burlona.
—Ni de coña, Cabeza. Pero sigue fantaseando conmigo si quieres. Como la mayoría de las mujeres.
El tío resopló, se agarró el paquete y le dijo:
—Mira, fantasea tú con esta, celta.
Kateri levantó las manos antes de que se enzarzaran en una pelea como la que acababan de protagonizar.
—Espera, espera, espera… —Señaló al desconocido—. ¿Él también se llama Cabeza?
El aludido enarcó una ceja mientras la miraba.
—¿También? Que yo sepa soy el único. No me he topado en la vida con nadie que se llame también así.
Kateri sentía que su propia cabeza estaba a punto de estallar.
—El tío del laboratorio. Al que habéis atacado. Me ha dicho que se llama Cabeza.
—¿Su madre le puso Cabeza? —Talon soltó un resoplido burlón—. Joder, que mala leche. Y yo que pensaba que aquí nuestro Cabeza lo tenía chungo.
—Era un mote. Su verdadero nombre es Kukulkán Verastegui.
El Cabeza que Kateri tenía enfrente soltó una retahíla de palabras que bien podían ser insultos en lengua maya. Aunque no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, saltaba a la vista que estaba poniendo verde a alguien por los gestos airados que acompañaban a esas palabras.
Kateri se volvió hacia Talon.
—¿Qué está diciendo?
Este se encogió de hombros.
—Soy británico, no mexicano. No tengo ni idea.
—Ese pendejo no soy yo. —Cabeza comenzó a mezclar las lenguas, con un acento bastante más marcado que el de antes—. Para que conste, se llama Chacu. Ese cabrón hijo de la gran puta se hace pasar por mí. ¡Debería haberle rebanado el pescuezo como Acto de Venganza!
—Lo importante es: ¿se lo has rebanado hoy?
Cabeza miró a Talon con los brazos en jarras y echando chispas por los ojos.
—No. Se ha largado con el… ¿cómo se dice? Mmm… ¿Con el pollo?
—¿Con el gallina? —lo corrigió este.
—¡Eso! Con el gallina que ha venido con él. Se han desvanecido antes de que pudiera liquidarlos.
—¿Por qué estaban peleándose? —quiso saber Kateri—. ¿Y por qué me perseguían?
Cabeza la miró con una ceja enarcada.
—¿No lo sabes?
—¿Lo preguntaría si lo supiera? —Se volvió hacia el marido de su prima—. ¿Y cómo has llegado tan pronto? ¿Dónde estabas?
Talon y Sunshine vivían en Nueva Orleans, no en Tuscaloosa, Alabama. La última vez que fue a verlos tardó cuatro horas en coche y ella no conducía precisamente despacio.
—Es mejor que te sientes mientras te lo explico. —Talon giró el sillón de su escritorio para que tomara asiento.
Kateri sintió un nudo en el estómago.
—Creo que prefiero quedarme de pie. Dime, ¿de qué va todo esto?
Los hombres intercambiaron una mirada solemne, como si estuvieran decidiendo quién empezaba a hablar.
—¿Te ha dicho algo Chacu, aparte de hacerse pasar por mí?
—Dijo que quería mi piedra.
En el mentón de Cabeza apareció un tic nervioso.
—Y la otra… criatura que estaba con él. ¿Ha dicho algo?
—Nada. Apareció de repente y Cabe… —Dejó la palabra en el aire al ver la furia con que la miraban esos ojos negros—. Chacu lo atacó.
—¿Sabes por qué va por ahí usando tu nombre? —preguntó Talon.
—Ni idea. Su odio por mí es legendario, pero tampoco es que yo lo quiera con locura. Está en mi lista de objetivos que matar.
Kateri carraspeó para hacerse con la atención de ambos hombres.
—Estáis evitando mis preguntas.
Talon soltó una carcajada mordaz.
—Porque te va a dar un yuyu y ninguno de los dos queremos lidiar con eso.
Bueno, al menos Talon era sincero.
—No me dará ningún yuyu —le aseguró ella.
En esa ocasión fue Cabeza quien se burló.
—Eso dicen todas, guapa. Y a todas les da un yuyu.
Talon rio de nuevo; en esa ocasión fue una risa sincera, mientras enfrentaba la mirada de Cabeza.
—Recuerdas aquella vez cuando… —Miró a Kateri—. Déjalo.
Ella hizo como que no había oído nada.
—A Ver, sea lo que sea, puedo manejarlo. No soy una niña. Además, Talon, sabes que nunca reacciono de forma exagerada por nada.
Cabeza cruzó los brazos por delante del pecho.
—¿De verdad?
—Hasta ahora, sí. Pero nunca le he soltado una bomba como esta. Siempre hay una primera vez para todo.
El comentario la ofendió.
—¿Hasta ahora? Gracias por el voto de confianza, Talon.
El aludido levantó las manos en señal de rendición.
—Algo es algo.
—Es mejor que se lo digas, celta… antes de que aparezca otro. Necesitamos llevarla a un lugar seguro mientras podamos.
Esas palabras no le gustaron a Kateri ni un pelo.
—¿Un lugar seguro?
Talon soltó un suspiro muy largo.
—Vale. De acuerdo. Tú lo has querido. A ver si es verdad que no te da un yuyu cuando te digamos que eres la madre del Apocalipsis.