10 de diciembre de 2012
Tuscaloosa, Alabama
4.00 h de la madrugada
Kateri Avani se debatía en sueños, atormentada por las pesadillas. En ellas no era una mujer adulta, sino una niña sentada en la casa de su abuela, jugando con las muñecas que esta les hacía a ella y a su prima Sunshine Runningwolf con el maíz que crecía en el jardín trasero. Kateri, que tendría unos doce años, le pasaba la mano al suave pelo negro de la muñeca que representaba a un hombre. No sabía por qué, pero siempre le ponía un arco para que lo sujetara.
Su abuela estaba sentada a su lado, delante de la antigua mesa roja de la cocina, desgranando guisantes mientras le hablaba con esa voz tan dulce que siempre lograba que se sintiera segura en un mundo que nunca lo había sido.
—Ter, las personas suelen decir que el amor al dinero es la raíz de todos los problemas. Pero es totalmente falso. —Tiró las vainas y las hebras de los guisantes en el cubo para compost que tenía a los pies—. Antes de que se inventara el dinero, incluso antes de que se inventaran los sistemas monetarios, había mucha maldad suelta.
Como no estaba segura del motivo por el que su abuela le contaba eso, Kateri enarcó una ceja al escuchar la seriedad de su voz.
La anciana llevaba el pelo níveo trenzado y recogido en un intrincado rodete que Kateri había intentado hacerse una y otra vez. A diferencia de su abuela, ella siempre acababa con un moño suelto del que se escapaban sus trenzas al menor movimiento que hacía.
Después de subirse las gafas con los nudillos, su abuela interrumpió la historia para coger más guisantes de la cesta de paja que descansaba sobre la mesa y, una vez desgranados, los echó al cuenco plateado que tenía en el regazo. Tras señalar a Kateri con una de las largas vainas, la miró fijamente con esos penetrantes ojos dorados en los que brillaba el fuego de una mujer sabia, fuerte y decidida.
—Presta atención a mis palabras, niña. Ni el dinero ni la avaricia destruyen la humanidad, y no arruinan ni una sola vida. En realidad, es todo mucho más siniestro. Eso sólo son los síntomas de la verdadera enfermedad que te corroe desde dentro.
Kateri puso los ojos como platos.
—¿Qué corroe a la gente, abuela?
—La envidia —contestó esta con voz gélida—. Es lo más letal del mundo, niña. Es lo que motivó el primer crimen de la Humanidad, cuando un hombre golpeó a su hermano y lo dejó por muerto, y solo porque lo creía un privilegiado. A simple vista parece una palabra muy bonita. Pero como pasa con el mal absoluto, la belleza es engañosa y atrae a los ingenuos para capturarlos y arruinarlos. Como un remolino demoníaco, antes de que te des cuenta te ha atrapado y te estás ahogando, sin posibilidad de escapar por más que lo intentes.
El corazón le latía muy deprisa en el pecho. Esas palabras la asustaban. No quería volver a sentir eso jamás. El problema era que no sabía qué era «eso».
—¿Qué quiere decir «envidia»?
Su abuela siguió desgranando guisantes, pero sus movimientos eran más nerviosos que antes.
—Proviene del latín invidia, que quiere decir «provocar resentimiento» o «desearle mal a otro». La envidia es la incapacidad de sentir felicidad cuando otra persona tiene suerte o de desearle lo mejor a otro cuando se lo merece. Es cuando nos molesta que otro disfrute del sol o que tenga una vida que creamos que es mejor o más sencilla que la nuestra. Pero hazme caso, niña, todos padecemos tristezas y penas. Vergüenzas y sucesos que nos atormentan. Nadie puede librarse de eso, por más perfecta o buena que creas que es la vida de los demás. La vergüenza y el dolor no perdonan a nadie.
—Jamás haría algo así, abuela —le aseguró Kateri—. Sé que no debo hacerlo.
Su abuela esbozó una sonrisa cariñosa.
—Lo sé, cariño. Pero no está de más repetir la advertencia. Es muy fácil caer en las garras de la envidia y dejar que el odio y la amargura destruyan tu felicidad. —Le dio unos cuantos guisantes crudos para que se los comiera mientras ella seguía desgranándolos—. Cuando tenía tu edad, mi abuela me contó una historia que su abuelo le había contado a su vez. Aunque era joven cuando la escuché, me ha acompañado toda la vida.
Kateri masticó los guisantes mientras escuchaba. Siempre le habían encantado las historias de su abuela.
—Un día, un niño le preguntó a su abuelo, que era un antiguo jefe cherokee: «Eludi, ¿por qué estás tan triste?». El viejo jefe se mordió el labio y se frotó la barriga como si el estómago le doliera muchísimo. «Hay una lucha terrible en mi interior, vgilisi —contestó el anciano con seriedad—. Una lucha que no me deja dormir ni me permite tener paz». —Su abuela le acarició la punta de la nariz con la vaina de un guisante mientras ponía la cara asombrada que habría puesto el niño—. «¿Una lucha, abuelo? No lo entiendo. ¿Qué clase de lucha tienes en tu interior?».
Kateri cogió otro puñado de guisantes del cuenco de su abuela.
—El anciano jefe se arrodilló delante del niño para explicárselo. «En el fondo de mi corazón hay dos lobos. Cada uno es lo bastante fuerte para devorar al otro y están en lucha constante. Uno es completamente malvado. Es la venganza, la pena, el arrepentimiento, la rabia, la avaricia, la arrogancia, la estupidez, la superioridad, la envidia, la culpa, la mentira, el ego, el falso orgullo, la inferioridad, la inseguridad, la sospecha y el resentimiento. El otro lobo es la bondad absoluta. Está hecho de paz, de bendita tranquilidad, de sabiduría, de amor, de alegría, de esperanza, de humildad, de compasión, de benevolencia, de generosidad, de confianza, de fe y de empatía. Se acechan el uno al otro en mi corazón y luchan a todas horas. Día y noche. No hay tregua. Ni siquiera mientras duermo». El niño puso los ojos como platos mientras se quedaba sin aliento. «Qué terrible para ti», dijo. Su abuelo meneó la cabeza al escucharlo y le dio unos golpecitos en el pecho, justo encima de su corazón. «No solo es terrible para mí. Esta lucha también se libra en tu interior y en el interior de todas y cada una de las personas que caminan sobre la tierra con nosotros».
Kateri se llevó la mano al corazón mientras se preguntaba si esos dos lobos también se encontraban en su interior.
—Esas palabras aterraron al niño —continuó la anciana—. «Dime, abuelo, ¿cuál de los dos lobos ganará esta lucha?», quiso saber. El jefe cherokee sonrió a su nieto y le tomó la mejilla con una mano mientras le contestaba con la simple verdad: «Siempre ganará aquel al que alimentes».
La voz de su abuela resonó a través del sueño de Kateri mientras intentaba despertarse por todos los medios. «Cuidado con lo que alimentas, niña. Porque esa bestia te seguirá a casa y vivirá contigo tanto si le haces una cama como si tienes la temeridad de echarla».
Sin embargo, su abuela no había terminado con sus advertencias. Cogió la mano de Kateri y la hizo avanzar en el tiempo. La llevó a un lugar extraño y desconocido, pero que al mismo tiempo le resultaba muy familiar. Como si ya hubiera estado allí pero se le hubiera olvidado.
O lo hubiera desterrado de su cabeza.
Aunque el viento que soplaba era cálido, hizo que se le congelara la sangre en las venas por el miedo… como si en ese sitio acechara algo malvado. Algo que quería verla muerta. A su alrededor, estalactitas y estalagmitas creaban bestias deformadas que incrementaban su temor. Las paredes de piedra roja le recordaban a un paisaje marciano. Además, esas paredes tenían dibujos de antiguas batallas en las que luchaban unos guerreros contra una serpiente emplumada que se alzaba sobre ellos, escupiendo fuego por la nariz mientras intentaba derrotarlos.
—Aquí es donde comienza el final.
Antes de que pudiera preguntarle a su abuela qué quería decir, Kateri vio que una sombra se desplazaba por el suelo. La cogió desde atrás y la pegó a un torso duro como la piedra. El tamaño del hombre que la abrazaba con una facilidad aterradora pareció anularla. Iba vestido con una camisa blanca de lino, un chaleco negro y unos vaqueros, y tenía una melena negra que le caía hasta media espalda. Sus ojos oscuros resplandecían y sus facciones eran tan perfectas que no parecían reales.
Como ya había visto a ese desconocido, se relajó.
Hasta que lo oyó hablar.
—Para toda la eternidad —le susurró él al oído justo antes de clavarle un puñal en el corazón, tras lo cual la tiró al suelo para que muriera.
Lo último que Kateri vio fue que se convertía en un cuervo para alejarse de ella.
Temblorosa y aterrada, se despertó cubierta por un sudor frío cuando sonó el despertador. Eran las cuatro y media de la madrugada y su dormitorio seguía sumido en la más absoluta oscuridad, pero podía sentir la presencia de algo junto a su cama. Además, olía el leve aroma a hierbabuena y a loción Jurgen.
El olor de su abuela. Solo recordaba otra ocasión en la que se había despertado con esa sensación, con ese aroma: la noche que esta murió mientras ella estaba en la universidad. Se le puso el vello de punta al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Elisi —dijo en voz baja, empleando la palabra cherokee para «abuela».
En ese momento un relámpago iluminó el interior de su habitación. Kateri jadeó al ver que en un rincón aparecía la silueta de una mujer.
Sin embargo, no se trataba de su abuela. Era una sombra deformada y espantosa. Fea.
Y lo peor de todo fue que se abalanzó sobre ella.
Llevada por el instinto, Kateri levantó un brazo y murmuró las antiguas palabras protectoras que su abuela le repitió incansablemente a fin de que las aprendiera y pudiera enfrentarse a las pesadillas cuando la atormentaran. Tal como la anciana le enseñó, ahuyentó a la intrusa con sus pensamientos, deseando que desapareciera y regresara al plano del que había salido. La criatura gritó al llegar a su cama, y su cara quedó a pocos centímetros de la suya. Sus ojos huecos refulgieron como llamas antes de que retrocediera como si se hubiera topado con un escudo de fuerza. Tras soltar un agudo graznido, la sombra se convirtió en una criatura que salió volando por la ventana con forma de grajo.
No. No era un grajo.
Un cuervo.
Sintió un escalofrío en la espalda mientras los recuerdos la catapultaban a un lugar y a una época a la que no quería volver.
«Es un Espíritu del Cuervo». Seres alados que sólo aparecían ante las personas que estaban a punto de morir.
Ante las almas que querían devorar.
Kateri meneó la cabeza con brusquedad. No, ella no creía en esas cosas. Nada ni nadie podía arrebatarle el alma a una persona. Esas eran las historias que le contaba su abuela para entretenerla o asustarla de pequeña. Leyendas ancestrales.
«Soy una científica. Sé que no existen bestias capaces de cambiar deforma y de robar las almas de los moribundos».
Era imposible.
Pero su abuela había creído en ellas, al igual que muchos de los cherokee que vivían en la reserva en la que había trabajado su abuela. Tanto era así que todos reclamaban su presencia cada vez que alguien se estaba muriendo. Día y noche, hasta que fallecían, su abuela permanecía en guardia para proteger a los moribundos de los Espíritus del Cuervo.
«He luchado contra muchos en mis tiempos, niña. Y al igual que yo, algún día tú también tendrás la habilidad de verlos. De luchar contra ellos para salvar las almas que quieren robar. Es un honor para ti seguir mis pasos. Y cuando llegue mi hora, quiero que me cojas las manos mientras cruzo hacia la siguiente aventura y que protejas mi alma hasta que se vea libre de este viejo cuerpo y atraviese las puertas del cielo. Después viviré entre las estrellas y te cuidaré todas las noches desde allí arriba».
Era un sueño que nunca se había hecho realidad. En vez de morir apaciblemente mientras dormía tal como había imaginado, su abuela fue asesinada por un ladrón que se coló en su casa mientras Kateri se encontraba a miles de kilómetros de distancia.
«No pienses en eso», se ordenó. Cada vez que lo hacía, una rabia oscura y peligrosa se apoderaba de ella y le costaba la misma vida no convertirse en una justiciera rabiosa. Su abuela había sido la persona más amable y dulce de la Tierra y algún loco había echado su puerta abajo y…
«¡Ya vale!», se dijo. Tenía que ir a trabajar, así que…
Perdió el hilo de sus pensamientos al mirar hacia la cómoda. Sobre ella, junto a una pequeña foto en la que su prima Sunshine y ella estaban sentadas en el regazo de su abuela, se encontraban las muñecas de maíz con las que había soñado. Unas muñecas que llevaba años sin ver, desde que cumplió los dieciséis años y su abuela la guio a través del ritual que simbolizaba la pérdida de la infancia y la entrada en el mundo adulto.
Esas muñecas fueron quemadas aquel día y sus restos se esparcieron por el jardín para abonar la nueva cosecha de maíz: el símbolo de la vida y del ciclo del nacimiento, la renovación, la muerte y el renacimiento…
Sin embargo, no fue su presencia en la cómoda lo que la aterró.
Mientras dormía, alguien había entrado en su dormitorio y había escrito algo en el espejo con una pastilla de jabón, tal como solía hacer su abuela cuando Kateri se quedaba en su casa. Eran notitas que decían «Te quiero», «Buena suerte con el examen», «Que tengas un buen día en el colegio», «No te olvides del jersey» o cosas así.
Esa nota no era dulce.
«Lleva mi nayu al Valle de Fuego, donde la tierra pura debe domar al cuervo. Escucha al búfalo y protege a la mariposa. Juntos, sois más fuertes que cualquier enemigo. Y recuerda, Waleli, cuando el coyote aparece y la serpiente ataca, o te comes al oso o el oso te come a ti».
En pleno día le resultaría irritante leer algo así. Pero a esa hora de la madrugada era muy cruel.
«No estoy de humor para estas chorradas», pensó.
—¿Quién anda ahí? —preguntó a voz en grito.
Solo le respondió el latido de su corazón. Habría llamado a la policía, pero ¿para qué?
«Disculpe, agente, pero es que me he despertado y me he encontrado un mensaje muy misterioso en mi espejo, escrito por alguien con un colocón o borracho… No, agente, no me he drogado. Y no, no hay nadie y no sé quién podría haber hecho algo así, pero ¿le importaría buscar al que haya sido y decirle que no me deje más notitas? ¿Que de quién sospecho? Pues ni idea. La única que me escribía este tipo de notas era mi difunta abuela».
Sí, eso no la dejaría en muy buen lugar, y con la suerte que tenía seguro que la llevaban a comisaría y la arrestaban por presentar una denuncia falsa.
O peor todavía: la mandaban a un manicomio.
Sin embargo, lo más inquietante de la nota era que la llamaba «Waleli», que quería decir «colibrí». Fue el nombre que le dio su abuela al nacer. Un nombre que no aparecía en su certificado de nacimiento. Nadie vivo lo conocía.
Nadie.
De modo que o su abuela le había hecho una visita o…
«No crees en fantasmas», se recordó.
Cierto, pero ¿qué otra explicación cabía? ¿Por qué iba a entrar un desconocido en su casa para dejarle ese mensaje sin tocar nada y sin hacerle daño? La respuesta desafiaba a la lógica.
¿Cómo podría saber alguien que había recibido el nayu de su abuela por correo el día posterior a su muerte? ¿Cómo podían conocer el nombre con el que la llamaba esta únicamente cuando estaban solas?
Kateri meneó la cabeza.
Tal vez hubiera sido el Espíritu del Cuervo.
Claro, claro, la idea de que un Espíritu del Cuervo se pusiera a escribir con jabón en su espejo era incluso más ridícula y estrambótica que la teoría del fantasma, pero ¿quién había sido si no?
Cuando se eliminaba lo imposible, lo que quedaba, por improbable que pareciera, debía de ser la verdad. Puso los ojos en blanco al recordar que sir Arthur Conan Doyle decía algo muy parecido.
—¡No creo en estas tonterías, abuela! —le gritó al techo. Nunca lo había hecho. Seres sobrenaturales, Espíritus del Cuervo, tsi-nook, espíritus y demás… paparruchas.
Era una científica. Solo creía en lo que podía ver, saborear, tocar, oler y oír.
En lo que podía cuantificar.
El resto era paja para los novelistas y para los guionistas de Hollywood. No existía más allá de los sueños.
No existía.
De repente, algo crujió. Kateri volvió la cabeza hacia el sonido, que procedía de su cómoda.
En el espejo vio cómo aparecían más palabras delante de sus ojos.
«Pero yo creo en ti, Waleli. No me falles. Y sobre todo, no te falles a ti misma».