Nick se echó a Kateri sobre el hombro mientras recorrían los rincones del infierno en busca de la cueva correcta, cuya localización exacta solo conocían Ren y Choo Co La Tah.
—Está en peligro. Lo presiento.
Nick miró a los demás, a Sundown, a Cabeza y a Sasha, que cojeaba pero que se negaba a hacer lo que había descrito como «tumbarme y lamerme las pelotas mientras vosotros salváis o condenáis al mundo».
—¿Por qué tengo que cargar con esta fiera cuando soy el único del grupo a quien no le da miedo que se abran las puertas?
Sundown le dio una palmadita en el hombro.
—Porque eres así, Nick. Y nosotros te lo agradecemos.
Nick resopló con desdén.
—Te lo tienes muy creído, vaquero… Supongo que será por el sombrero y las botas.
Sundown lo miró con una sonrisa ladina.
—Que sepas que me encantan mis botas de vaquero. Mi mujer dice que me sientan de vicio.
Nick resopló de nuevo.
—Debería haberle dicho a Andy que te comprara calzones de lana que te picaran cuando era escudero.
Kateri cejó en su empeño de librarse de Nick al escuchar una palabra con la que no estaba familiarizada… al menos en ese contexto.
—¿A qué os referís con eso de «escudero»?
—A los humanos que ayudan a los Cazadores Oscuros —respondió Sundown—. Evidentemente, el mío se llamaba Andy.
El comentario hizo que el corazón le diera un vuelco.
—¿Era? ¿Le ha pasado algo?
—Sí, ese cabroncete se casó hace unos meses y… en fin… iba a decir que se mudó. Pero eso solo fue un sueño que tuve en otra época. No consigo que se largue, y mira que lo intento. Menos mal que la casa es tan grande que no tengo que verlo a menos que se quede sin café y se vea obligado a allanar mi lado de la casa en plena noche para saquearme la despensa o el frigorífico.
—¿Tan grande es su casa? —preguntó.
—Ni te lo imaginas —contestaron todos salvo Jess.
Necesitaba datos.
—¿Cómo de grande?
Sundown se echó a reír.
—Unos seis mil metros cuadrados, metro arriba o metro abajo.
—Serán seiscientos.
—No —replicó Sasha—. Seis mil. Puedes aparcar un 747 en su patio trasero.
Se quedó boquiabierta.
—¿Dónde vives?
—En Las Vegas.
Joder… No quería ni pensar en lo que costaría algo semejante en Las Vegas.
—Ahora me ha picado la curiosidad. ¿Cuánto gana un Cazador Oscuro?
Nick soltó una carcajada.
—Deja que te ponga un ejemplo: ¿ves las botas que tanto le gustan a Jess? Cinco de los grandes.
Eso la confundió todavía más.
—¿Y por qué es tan pequeña la casa de Ren? —Aunque estaba bien amueblada, era muy sencilla. Tenía unos muebles funcionales que le recordaban a los de IKEA.
—Él no tiene que acomodar caballos. —Jess lo decía como si fuera lo más normal del mundo.
Sin embargo, fue Nick quien le dijo lo que ella quería saber.
—Ren no necesita mucho. Y quiere todavía menos. La mayor parte de su sueldo va destinada a obras de caridad. Joder, ni siquiera tiene un escudero. Y nunca lo ha tenido.
—¿Por qué no?
—Es una decisión personal de cada Cazador Oscuro. A algunos —siguió Nick, que le lanzó una mirada elocuente a Jess—, les caen bien los humanos, pero otros —continuó, mirando a Cabeza—, no los soportan. Creo que Ren entra en esta última categoría.
No. Nadie donaba el grueso de su fortuna a obras de caridad dirigidas a personas a las que odiaban. Aunque teniendo en cuenta su pasado, tenía sentido que Ren no quisiera que nadie conviviera con él.
Nick se volvió para mirar a Jess.
—Por cierto, Sundown ya no es un Cazador Oscuro.
Eso la sorprendió más que todo lo anterior.
—No sabía que pudieran dejarlo.
Jess chasqueó la lengua.
—No es fácil. En absoluto. Pero algunos conseguimos tirar para adelante de alguna manera.
Nick se paró en seco. En esa ocasión, cuando habló, tenía un acento cajún tan fuerte como el acento sureño de Jess.
—¿Que no es fácil? Vaquero, qué cara tienes al decirle eso a moi. Yo soy el que tuvo que acudir a Artemisa para conseguir tu alma para toi. Que Abby te clavara una estaca en el culo para que pudieras recuperar tu alma no es nada en comparación. Créeme, cher.
Sundown se rascó la nuca.
—En fin, ya lo sabes. Básicamente así es como dejamos el curro. Yo habría seguido, pero decidimos que queríamos tener niños, y como los Cazadores Oscuros no pueden…
—¿No pueden? —preguntó ella.
—No —le contestaron al unísono. ¿Ensayaban para hacer eso?, se preguntó.
Al menos ya tenía una cosa menos de la que preocuparse: Ren no la había dejado embarazada.
Le dio un tironcito de la chaqueta a Nick.
—Ya puedes dejarme en el suelo. Me he tranquilizado.
Nick la obedeció con expresión escéptica y la dejó en el suelo delante de él.
—Ahora recuerda, chère: puedo volver a atraparte sin despeinarme. Nada de salir corriendo detrás de Ren, poniéndote en peligro. Al menos hasta que hayamos reiniciado el calendario. Después te dejaré para que hagas el tonto como te apetezca.
Kateri pasó de sus palabras mientras se concentraba en lo que de verdad le importaba.
—¿Podrías recuperar el alma de Ren?
Nick gimió como si le hubiera pedido un riñón.
—Joder, soy incapaz de negarme cuando pones esa cara. Pobre Ren. Seguro que lo vuelves loco cuando lo miras así.
«Pues no…», pensó, al menos que ella supiera. Y como no conocía muy bien a Nick, quería asegurarse de que no encontraba una excusa para no hacerlo.
—¿Podrías conseguir su alma?
En esa ocasión el cajún gruñó.
—Tiene que pedirla él, pero sí. Pese a los rumores, todavía no me he pasado del todo al lado oscuro. Pero, joder, qué buenas están las galletas.
«Pásate al lado oscuro. Tenemos galletas».
Alguien pasaba demasiado tiempo navegando por internet. Kateri sonrió mientras se ponía de puntillas y le dio un casto beso en la mejilla donde lucía la marca.
—Gracias.
—Ah, chèrie, eso no está bien. ¿Me besas para que ayude a otro hombre? Qué fría, chère, qué fría.
Kateri frunció el ceño porque el que tenía delante parecía otro Nick. Uno mucho más joven y muchísimo más feliz. Era algo que él también estaba recordando.
—No estás tan perdido como temes.
Nick resopló.
—No es fácil saber lo perdido que se está cuando no hay ni un rayito de luz para ver en la oscuridad.
—Pero lo que más miedo da de la oscuridad no es lo que hay, sino lo que nosotros imaginamos que hay por culpa de nuestros propios miedos.
—En ese caso; chère, no te conviene acercarte a mi armario. Te prometo que solo hay un montón de trapos sucios y un agujero negro.
Kateri lo creía. Y eso la llevó de vuelta a lo que había puesto en marcha todo eso.
—Ren está en apuros. Lo sé. —Podía sentirlo con todo su cuerpo.
—Ya leíste la nota —le recordó Sasha entre dientes—. Dijo que se reuniría con nosotros en la cueva. Ese cabrón ya podría habernos dejado un mapa, una dirección, unas coordenadas o algo, pero nooo… va y te deja a ti una nota. A la mierda el resto del mundo. «Podéis moriros todos si queréis. Yo lo que no quiero es que mi mujer se preocupe por mí», eso es lo que habrá pensado.
Nick resopló.
—Es evidente que nunca has tenido ni madre ni novia. No puedes ir al baño sin decírselo. ¿Crees que lo llevamos crudo ahora mismo? Juntad las manos y rezad, pequeños. Prefiero mil veces enfrentarme a una horda de demonios sedienta de mi sangre que a una mujer cabreada porque ha estado muerta de la preocupación por no saber dónde me había metido. No hay un diamante lo bastante grande en el universo que consiga que esa bestia sonría y que te evite acabar con los huevos de corbata.
Cabeza se quedó helado.
—¿Pasa algo? —preguntó Jess.
—No estoy seguro. Es una… sensación. —Ladeó la cabeza como si escuchara algo. Al cabo de un segundo, señaló a Kateri con un gesto—. Seguid vosotros. Ya os alcanzaré.
Kateri sintió que el corazón se le aceleraba por el miedo. «Por favor, Cabeza, sé el ángel que creo que eres…», suplicó.
—¿Vas en busca de Ren?
Sólo por eso le habría dado un beso.
—Gracias.
Cabeza le guiñó un ojo.
—Oye, que soy maya. Vivimos para luchar. No te preocupes, guapa. Te lo devolveré antes de que me eches de menos. —Acto seguido, se fue.
Kateri se mordió el labio, asaltada de nuevo por la preocupación. Y con ella llegó una oleada de rabia de proporciones épicas. ¿Dónde estaban esos poderes que su abuela y su padre le habían prometido? Le dijeron que aparecerían cuando los necesitara.
«Pues los necesito ahora», pensó.
Por desgracia, ni sus poderes si sus padres le hacían caso, y todos parecían tener sus propios compromisos. Unos que ella quería acelerar. ¿Cómo iba a salvar el mundo sin ellos?
Claro que esa no era su mayor preocupación.
«Por favor, Ren, que no te pase nada», suplicó. Porque la verdad era que no estaba segura de querer salvar el mundo si Ren ya no estaba en él.
Ren escupió sangre un segundo antes de que Chacu lo volviera a agarrar y lo estampara de bruces contra la pared. ¿Las buenas noticias? Le dolía tanto que ya ni se enteraba. ¿Las malas noticias? Le dolía tanto que ya ni se enteraba de cuando lo estampaban de bruces contra la pared.
«Mátame ya y acaba de una vez», pensó.
Claro que se lo estaban pasando en grande dándole una paliza. Y aunque había aguantado mes tras mes luchando contra el Guardián, había sido una pelea de uno contra uno. Pero ¿enfrentarse a nueve enormes guerreros inmortales, cuatro de los cuales lo convertían en un enano, con miles de años de experiencia y de adiestramiento en el combate?
Esa noche era una putada estar en su piel, y le estaban dando una paliza de las que hacían época. Si por algún milagro salía de esa de una pieza, iba a sentir cada golpe después.
—¡Sujetadlo! —les rugió Coyote a sus atacantes.
Dos lo cogieron de los brazos y otros dos de las piernas, mientras que otro le plantaba una bota enorme en la entrepierna para evitar que se debatiera. Ese cabrón calvo apretaba con la fuerza justa para hacerle saber que estaba dispuesto a todo, pero no con la suficiente como para herirlo de gravedad.
De momento.
Que los dioses protegieran sus pelotas si ese cabrón estornudaba.
Entre jadeos, Ren miró a Coyote con su maza en las manos.
«Joder…», pensó.
El cabrón iba a cortarle la cabeza. «Sí, eso me matará».
Al menos será rápido.
Coyote esbozó una sonrisa perversa.
—¿Dónde está tu soliloquio ahora?
Ren se rio de él antes de lamerse los labios ensangrentados y agrietados.
—Se dice «monólogo», capullo. ¿Y tú me llamabas imbécil?
Eso sí que es para sentirse insultado.
Coyote entrecerró los ojos.
—Vale, que sea tu réquiem.
Riéndose con más ganas, Ren tosió sangre y soltó un taco cuando el movimiento hizo que la bota de ese cabrón se le clavara en la entrepierna. Jadeando, fulminó a su hermano con la mirada.
—Casi no puedo hablar, así que no voy a ponerme a cantar. Que yo sepa, no somos católicos apostólicos romanos, así que nada de réquiems para mí. Joder, tío, cómprate un diccionario. No, mejor todavía, mátame de una vez. Ya no soporto el maltrato inculto que le das al idioma.
El atacante más grande le cogió la barbilla y se la levantó todo lo posible, de modo que Coyote tuviera el camino despejado hacia su cuello. Ren se tensó por el dolor que lo asaltó y fulminó al gilipollas cuyos dedos se le clavaban en la piel.
—Cabrones, tendría que haberos matado en vez de encerraros. Eso me enseñará a ser compasivo, ¿no?
Aunque sabía que era inútil, Ren intentó que lo soltaran.
Cerró los ojos con fuerza y se desentendió del dolor que le estaban provocando, al pensar en la primera vez que Kateri le sonrió. En la primera vez que sus labios le rozaron, y cuando lo llamó «corazón»…
Coyote le pasó el borde dentado de la maza por el cuello, rajándole la piel lo justo para que sintiera el dolor.
—Á bientôt, mon frère.
Su hermano levantó la maza para asestar el golpe mortal.
«Te quiero, Kateri. Que los dioses te protejan siempre. Gracias por ser lo mejor que he conocido en la vida. Ojalá pudiera verte una última vez…».
De repente, Coyote salió volando por los aires y se estampó contra la pared que tenía detrás, y el tío que le estaba sujetando la barbilla acabó inconsciente en el suelo. Ren tosió para recuperar el aliento y rodó sobre el suelo, momento en el que vio a Cabeza encarado con Chacu.
Chacu miró a Cabeza con sorna.
—¿Cómo está tu mujer, Kukulkán?
A juzgar por la rabia y la fuerza del ataque que provocó la pregunta, Ren habría apostado a que Chacu había tenido algo que ver con la muerte de la mujer de Cabeza.
Y con un poco de suerte eso fue lo peor que el cabrón le hizo.
Ren apoyó las manos en el suelo e intentó incorporarse. Otro de sus atacantes lo agarró del brazo derecho y se lo rompió.
De acuerdo, eso sí lo había sentido…
Antes de poder recuperarse, otros cuatro cayeron sobre él.
—No necesitamos ni a Chacu ni a Coyote para matarte. —Justo cuando uno de los atacantes de Ren intentaba coger la maza de Coyote, se escuchó un estruendo que resonó con tanta fuerza por la estancia que todos acabaron en el suelo.
«Joder, ya estoy de nuevo tirado», pensó. Comenzaba a hartarse de esa postura.
Al principio no supo qué había pasado para que todos acabaran en el suelo. No hasta que vio que Ash agarraba a uno de los Guardianes de las Puertas y lo estampaba contra una pared. «¿A que duele, cabronazo? Dale otra vez, Ash». Lo habría dicho en voz alta, pero el último que lo había agarrado le había roto la mandíbula.
Ash se enfrentó a los siete restantes y dejó que Chacu y Cabeza siguieran a lo suyo. La furia relampagueaba en sus turbulentos ojos plateados. Ash miró a los Guardianes de las Puertas y, enseñando los colmillos, rugió:
—¡Jurasteis proteger a los inocentes!
El más alto intentó amedrentar a Ash con posturitas. Tal vez habría funcionado si Ash fuera medio metro más bajo. Pero con las botas de combate que llevaba, Ash pasaba de los dos metros diez sin problemas. Ya costaría intimidar a un humano con semejante altura, pero si encima tenía poderes divinos y era un guerrero experimentado…
«Sigue con las posturitas, colega. Seguro que a Ash le viene bien reírse un poco».
El calvo señaló con la barbilla a Coyote antes de dirigirse a Aquerón.
—Le debíamos un favor a quien nos liberó. Sólo estábamos pagando nuestra deuda.
Ash meneó la cabeza.
—Y ese es vuestro problemilla. Vuestra deuda se topó con un hombre a quien considero mi hermano y al que no me gusta ver que le dan una paliza en grupo cuando sé que en un uno contra uno ahora mismo estarías escupiendo los dientes… Así que vamos a hacer una cosa: ¿qué tal si igualo las fuerzas un poquito?
El imbécil se puso a gritar. Tal vez porque creía tener ventaja ya que sus músculos abultaban cinco veces más que los de Ash. Sin embargo, una de las primeras cosas que Ren aprendió cuando creció de repente y descubrió que les sacaba una cabeza a sus oponentes más corpulentos y bajos era que los músculos delgados no dificultaban la técnica; al contrario, lo convertían en letal. Una complexión atlética otorgaba más fuerza de la que aparentaba, de modo que los oponentes infravaloraban la contundencia de sus golpes. Mientras que un único golpe de un gigantón podía dejar seco a su contrincante, él podía asestar veinte golpes en el mismo tiempo y derrotarlo. El gigantón debía tener mucha puntería.
¿Un tío de músculos normales? No necesitaba tanta.
El gigantón miró a Aquerón con sorna.
—No te tenemos miedo.
Ash se encogió de hombros como si nada.
—Un gran error por vuestra parte. Pero no tenéis que temerme a mí. —Ash se acercó a Ren—. Estás hecho un asco, tío.
—Joder —dijo Ren, que intentó no mover la mandíbula más de lo necesario—. Y yo que me había pasado horas en la peluquería. También me había hecho la manicura.
—Estás como un cencerro. —Ash le tendió la mano para que Ren se pudiera apartar de la pared, donde se había apoyado para evitar caer al suelo de nuevo.
Aceptó la mano de Ash con el brazo que no le habían roto, y al punto sintió que el dolor desaparecía. Una sensación cálida corrió por sus venas mientras Ash hacía lo que fuera para que su cuerpo se curase por completo.
En cuestión de segundos Ren se sintió más fuerte que nunca. También se dio cuenta de que todo lo demás en la estancia se había congelado, como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa en un reproductor.
Ash no parecía darse cuenta.
—Una cosa, Ren, acabo de caer en la cuenta de que nunca disfrutaste de tu Acto de Venganza cuando Artemisa te alistó a su servicio.
—No quise hacerlo entonces.
—¿Y ahora?
Ren miró a Coyote, que estaba congelado con un rictus furioso en la cara, a punto de soltar un grito, que le abultaba los tendones del cuello y que convertía su rostro en una máscara espantosa.
Los Cazadores Oscuros tenían prohibido matar arbitrariamente. Debían seguir unas reglas muy estrictas. Asesinar a alguien era un tabú de los gordos.
—¿Lo permitirías?
Ash enarcó una ceja con gesto burlón.
—Eres un demonio en parte. ¿De verdad te importa lo que yo piense?
—La parte demoníaca que sabe que en tu interior hay otro demonio capaz de limpiar el suelo con mi escuálido culo me dice que diga que sí. Que me importa. Mucho.
—Eres un mentiroso —replicó Ash con una carcajada—. Y un genio. —Señaló el grupo con la barbilla—. Bueno, ¿qué me dices de esa venganza?
Sólo había una persona en la estancia a la que quería matar con todas sus ganas.
—Voy a matar a Coyote.
—Mátalos a todos si quieres. Te lo has ganado.
Ren frunció el ceño al escuchar el ofrecimiento. Ash no solía ser tan cruento. Hasta que se casó, Aquerón siempre fue muy Hare Krishna, en plan «¿No podemos llevarnos bien? Paz y amor, hermano. Paz y amor. Mata a los daimons para liberar las almas humanas, pero pórtate bien con todos los demás».
Sin embargo, en cuanto Tory, su mujer, le colocó la alianza de titanio negro en el dedo, Ash había aprendido los beneficios de su nueva actitud: «¿Vienes a mi casa en busca de pelea? Pues pasa, hermano, que voy a patearte el culo hasta que me canse».
No obstante, dado el largo historial que tenía Ash condenando los derramamientos de sangre innecesarios, Ren quería asegurarse de que estaban en la misma onda.
—¿A qué te refieres con eso? ¿A que los mande a casa enteros pero con algún moratón o que los devuelva en bolsas negras?
En el instante en que Ren hizo la pregunta, aparecieron siete clones suyos en la estancia. Se plantaron delante de cada uno de los Guardianes de las Puertas, también congelados, pero con pose de estar a punto de golpear a quien tenían delante.
«¿Qué coño está pasando?», se preguntó.
Ash cruzó los brazos por delante del pecho.
—Tranquilo. Desaparecerán en cuanto acaben con el objetivo que tienen asignado… de la manera que tú quieras. Y no te debilitarás en absoluto. No obtienen su poder de ti.
Ren se quedó boquiabierto por las habilidades de Ash. Aunque sabía que sus poderes divinos eran alucinantes, no tenía ni idea de que la clonación instantánea de un guerrero se encontraba entre ellos.
—¿Cómo has hecho eso? —murmuró Ren—. Y ya que estamos, ¿cómo puedes estar aquí? Creía que no podías ayudarnos esta noche.
Ash se encogió de hombros.
—Espero que no te lo tomes a mal, pero tu herencia genética anda un poco cortita de inteligencia. La parte sagrada del valle no comienza hasta que te internas otros ocho kilómetros por lo menos. —Lo miró con una sonrisa que dejaba a la vista sus colmillos—. Un lugar estupendo para levantar un campamento, ¿no? Me reiría de la arrogante estupidez de tu hermano si no diera tanta lástima. El caso es que pensaba que ibas a acompañar a los demás, no que te pasarías antes por aquí. De saber que pensabas hacerlo, te habría ayudado desde el principio. A veces, Ren, te conviene recordar que ahora cuentas con amigos. Y que algunos llevamos contigo mucho tiempo. Se puede decir que estoy atado a vosotros, como un forúnculo en el culo.
Ren soltó una carcajada.
—Lo recordaré. Gracias.
Ash inclinó la cabeza en señal de respeto.
—Os dejaré a Cabeza y a ti para que os divirtáis. Yo me encargaré de Choo Co La Tah en tu nombre y seguiré cortándoles el paso a las alimañas que crucen las puertas. —Se dirigió hacia el lugar donde Choo yacía inconsciente.
—¿Aquerón? —Ren se tomó la molestia de usar su nombre completo y de pronunciarlo en un correctísimo atlante—. Herista. —«Gracias».
Ash se llevó el puño dos veces al corazón, un gesto que en atlante se reservaba para la familia sanguínea.
—Atee, mer, atee. —«Cuando quieras, hermano, cuando quieras».
Tras decir eso, cogió en brazos a Choo y desapareció. En cuanto Ash se marchó, todo el mundo volvió a la normalidad.
Un día de esos Ash iba a tener que aclararles hasta dónde llegaban sus poderes.
Pero no sería esa noche.
Esa noche Ren tenía que sellar una puerta y cazar una cucaracha. Una cuyos ojos estaban muy abiertos por el miedo, ya que Coyote acababa de darse cuenta de que tenía que enfrentarse a ocho Ren.
Uno de los cuales estaba muy cabreado y quería hacerle mucho daño por la paliza que Coyote había ordenado.
Ren dejó que su ejército de dobles se enfrentara a los demás mientras se abalanzaba sobre Coyote. En cuanto su hermano lo vio acercarse, Coyote hizo lo que mejor se le daba.
Salió corriendo.
Ren aceleró el paso mientras corría por el pasillo en pos de Coyote. Cuando se cansó de perseguir a la liebre, se teletransportó delante de su hermano.
Coyote, que seguía mirando hacia atrás, se estampó contra su pecho antes de trastabillar hacia atrás.
Ren lo miró con expresión inmisericorde mientras Coyote retrocedía arrastrándose por el suelo, como un humano retorcido y espeluznante en una película de terror. «Levántate y enfréntate a mí como el hombre que dices ser…», pensó.
—Nunca entenderé cómo nuestro padre estuvo tan ciego como para no ver tu verdadera naturaleza.
Coyote se puso en pie y levantó la barbilla con gesto desafiante tras encontrar un mínimo de pundonor.
—¿Qué vas a hacer? ¿Matarme?
Ren sacó de su bota el cuchillo forjado a mano y lo miró. Era una de las pocas cosas a las que había podido aferrarse de su vida humana, y una de las pocas cosas que había poseído durante esa etapa de su existencia. Sencillo y elegante, tenía un cuervo grabado en una de las caras de la hoja y un colibrí en la otra. Una tontería sentimental que se le ocurrió tallar durante una noche de insomnio. Demasiados recuerdos amargos le habían robado el descanso.
Pero siempre había tenido un gran cariño por las armas.
Una de las cosas que aprendió de niño fue la metalurgia. Había observado a los herreros fundir diferentes aleaciones, tomando notas mentales de lo que hacían para poder imitarlos en privado.
A los veinte años ya se fabricaba todas las armas. Sus arcos, sus flechas, sus mazas y sus cuchillos. Y había aprendido, gracias a las «bromas» de Coyote, a dormir con ellas, de modo que si las tocaban y les hacían algo, lo sabría al punto.
No había nada peor que confiarle la vida a una herramienta que no funcionaba como era debido o que se rompía durante un ataque.
Y lucía las cicatrices para demostrarlo. Cuando era humano, sus armas eran lo único de lo que se había enorgullecido. A diferencia de la gente, sus armas no se reían de él. No lo abandonaban y lo protegían cuando nadie más lo hacía.
Aún sentía lo mismo por ellas.
De hecho, el garaje de su casa era una fundición. Desde que podía volar y teletransportarse, no tenía necesidad de usar un coche. No tenía necesidad de malgastar un espacio magnífico cuando podía usarlo para lo único que le ofrecía consuelo.
—¡Di algo! —rugió Coyote.
—Lo siento. Estaba sumido en mis pensamientos.
—¿Estás loco?
Ren soltó una carcajada.
—¿Con nuestros genes? Diría que es lo normal. —Se puso serio y miró a Coyote con los ojos entrecerrados—. Dime una cosa: ¿recuerdas cuando tenía diecinueve años y por mi cumpleaños hice un par de cuchillos como regalo para padre y para ti?
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—¿Recuerdas lo que hiciste?
—No. Ni siquiera sé qué pasó con ellos.
Por supuesto que no lo sabía. ¿Por qué iba a saberlo?
—Yo sí me acuerdo. —Y daría lo que fuera por purgar de su memoria un recuerdo que veía con total claridad—. Primero te lo di a ti y luego me convenciste de que padre no aceptaría el suyo si procedía de mí. Me dijiste que lo criticaría por ser inferior. De modo que permití que tú se lo dieras mientras yo miraba. Supuso que tú lo habías hecho y te abrazó por el regalo.
—Padre era así de malo.
—No, Anukuwaya, tú siempre fuiste así de malo. Eres un caminante de las sombras. Una criatura traicionera salida de la oscuridad que finge proceder de la luz. Una criatura brillante y hermosa, pero sin sustancia. Sin lealtad. Cuando éramos humanos, nunca lo aprecié, porque te quería como un hermano. No quería verlo. Padre dijo que el cuchillo era lo mejor que había visto en la vida, incluso después de que Búfalo le dijera que era obra mía. Fue el único momento en el que me miró con algo distinto al desdén. Pero tú no podías soportarlo. Los celos te carcomían. Y no podías permitir que yo disfrutara de dos minutos de su atención. De modo que le provocaste un colapso térmico a la hoja a fin de que pareciera quebradiza y después se la enseñaste a padre, que te agradeció haberle salvado la vida que habría perdido por mi incompetencia. Se enfureció conmigo por haberle dado un cuchillo defectuoso y me lo arrojó cuando estaba cenando solo en la cocina.
Ren se abrió la camisa para que Coyote pudiera ver la cicatriz que tenía en el hombro, allí donde el cuchillo se le había clavado mientras estaba sentado, ajeno a la furia de su padre. Este lanzó el cuchillo con tanta fuerza que lo tiró de su asiento y acabó en el suelo. Aturdido, Ren miró espantado a su padre mientras este ponía cara de asco y lo maldecía.
—Era una buena arma. Me atravesó la piel y los músculos como si fueran de mantequilla, y la punta se me clavó en el hueso. Al menos deberías recordar eso. Tardé un año en recuperar la movilidad completa del brazo. —Aunque a decir verdad, seguía sin poder hacer ciertas cosas con dicha extremidad.
Sostuvo en alto el cuchillo para que Coyote lo viera.
—Es una de las mejores armas que he poseído en la vida. Han pasado once mil años y la hoja sigue igual de fuerte que al principio.
—Cabrón retorcido, ¿por qué la has conservado?
La rabia se apoderó de él y amenazó con ahogarlo, pero la contuvo. No era el momento de sentir rabia. Era el momento de obtener venganza por la vida desdichada que Coyote le había proporcionado.
—Dado que quería que padre se sintiera orgulloso de mí y que tú fueras feliz, fundí el collar de mi madre para formar las hojas. El coste de un regalo no es importante. Lo importante es que proceda del corazón y que tenga un valor sentimental para la persona que hace el regalo. No había nada más importante para mí que ese collar… salvo padre y tú. De modo que lo conservo como recordatorio de que debo ser humilde y nunca, bajo ningún concepto, debo confiarle mi vida a otro. Como recordatorio de que debo asegurarme de que siempre sé dónde se encuentran los demás a mi alrededor, en cualquier momento, para que nadie pueda volver a apuñalarme cuando no estoy prestando atención.
Coyote se acercó y puso los ojos en blanco.
—Echo de menos tus tartamudeos. Al menos entonces no soltabas todas estas chorradas.
—Cuando acabe esta noche, jamás tendrás que volver a padecer mi presencia. Y jamás volverás a raptar, dañar o amenazar a mis seres queridos.
Coyote resopló mientras se ponía de pie justo delante de Ren.
—No puedes matarme. Soy tu hermano.
Ren estrechó a Coyote con fuerza en un abrazo fraternal, y en cuanto sintió que Coyote se relajaba, lo apuñaló en el corazón.
—De diferente madre —le susurró al oído mientras lo abrazaba—. Y para los keetoowah el único parentesco es el que se guarda por línea materna.
«No es mi hermano. No le debo nada». Esas fueron las palabras que Coyote le dijo al sacerdote cuando este le preguntó cómo quería que enterrasen a Ren. Y aún más, Coyote había añadido: «No es un verdadero keetoowah y murió sin honor. Me da igual lo que hagas con su cadáver, pero no insultes ni mancilles a nuestros queridos muertos con los restos de un forastero».
En vez de tener el funeral digno del hijo de un jefe, el cuerpo de Ren fue arrojado a la zanja que usaban para tirar los desperdicios. Y Coyote jamás habría vuelto a pensar en él si Artemisa no lo hubiera devuelto a la vida.
Mientras jadeaba en busca de aire, Coyote levantó las manos e intentó asfixiar a Ren mientras se moría.
Ren lo apartó de un empujón y dejó que Coyote cayera al suelo, donde se retorció unos cuantos segundos. Una vez que murió, Ren hizo lo mismo que su hermano tantos siglos atrás: pasó por encima de su cadáver y siguió con sus asuntos.
Al menos lo intentó. Porque apenas había dado tres pasos cuando el collar comenzó a calentarse y a quemarle la piel.
«Joder…».
Cuando Coyote intentó asfixiarlo, sus sangres habían tocado la piedra demoníaca.
El Espíritu del Espíritu del Oso sería libre.
«Y yo seré un esclavo. Para siempre».
Con el estómago revuelto, Ren corrió hacia la estancia donde había dejado a Cabeza con Chacu, y allí encontró a su amigo solo, de pie en mitad de la sala.
Ren aminoró el paso.
—¿Dónde está Chacu?
—Ese cabroncete ha ido en busca de su mamá. Te juro que… un día de estos me beberé su sangre y me comeré su corazón… —Señaló con la barbilla la sangre que Ren tenía en la camisa—. Et tu?
—El Coyote ya no aullará más. Ese cabrón está silenciado para siempre.
Cabeza asintió con la cabeza, ya que lo comprendía.
—Lo siento, y también me alegro por ti.
Ren soltó una carcajada seca.
—Sí, eso lo resume muy bien, ¿no?
—Ya lo creo, hermano.
Ren se demoró un momento para saborear esa última palabra final. La única vez que Coyote lo había reconocido como hermano fue para manipularlo. Pero aquellos que lo decían de verdad no tenían vínculos de sangre con él.
Los echaría de menos cuando estuviera al servicio del Espíritu del Oso.
Como no quería pensar en eso, le dio una palmada a Cabeza en el brazo.
—¿Vamos a salvar el resto del mundo?
—Claro. ¿Por qué no? Si todo el mundo muere, tendré que prepararme yo mismo la comida, y soy un negado. ¿Tú qué dices?
Ren soltó una carcajada.
—Sólo sé preparar pan y quimbombó, y reconozco que ninguna de las dos cosas me sale bien.
—En ese caso será mejor que salvemos a los demás.
Kateri soltó un taco cuando se dio cuenta de que no tenía munición. De nuevo. Lo que daría por una de esas armas de Hollywood que nunca se quedaban sin balas durante un tiroteo…
Sasha estaba a solas en la oscuridad, luchando en forma de lobo para mantener alejados de ellos a todos los que pudiera, ya que se encontraban acorralados y sin posibilidad de acercarse a la cueva a la que tenían que llegar enseguida o de lo contrario todo había sido en balde.
Siempre y cuando fuera la cueva correcta. Todavía estaban discutiendo acerca de la localización exacta del mural. Sin Ren…
En fin, tal vez no tuvieran el mejor final posible.
Disparó su última flecha al demonio que volaba hacia Sundown.
—¡Nick! ¡Más munición!
Las flechas aparecieron al punto en su carcaj. De acuerdo, Nick era mejor que Hollywood. Una pena que no pudiera hacer aparecer C-4. En fin, en teoría sí podría. El problema era que nadie sabía cómo usar el explosivo.
—Gracias.
Nick siguió lanzándoles bolas de fuego a sus atacantes. Las lanzaba tan deprisa que parecía que estaban celebrando el Cuatro de Julio.
Jess siguió disparándoles a los Espíritus del Cuervo y a los demonios tan pronto como podía cargar, amartillar y apuntar su rifle, algo que sucedía muy rápido en sus manos. El cañón de esa cosa tenía que estar tan caliente como para levantar ampollas.
Sin embargo, por cada demonio que destruían, daba la sensación de que aparecían diez reemplazos.
Sundown le lanzó una mirada irritada a Nick.
—¿No puedes ordenarles a esas cosas que se mueran o algo?
—Claro. Pero ahí está el guisantito de marras que nos estropea el cuento: si uso mis poderes, atravesarán las puertas ya debilitadas y las abrirán sin más. Soy el mandamás, Jess. Esa clase de poder suele atraer a otros demonios como los collares de Mardi Gras a las tetas desnudas, y dependiendo del nivel del demonio, puede incluso aumentar su fuerza. Piensa en mí como en una baliza para los condenados.
Jess recargó.
—Eso no parece muy divertido.
—Es para partirse el culo, te lo digo en serio. —Nick les lanzó más bolas de fuego a los demonios.
A Kateri le hacía gracia el sentido del humor tan retorcido de Nick, que le permitía hacer bromas incluso en una situación tan peligrosa. Se sopló la muñeca, que le ardía pese a la protección. Tenía los dedos entumecidos y estaba segura de que si sobrevivía para volver a dormir, tendría pesadillas con criaturas fantasmagóricas con colmillos que chillaban al morir.
«Estamos perdidos», pensó. No lo dijo en voz alta, pero era lo que sentía. Y seguro que ellos también.
Ninguno podía acercarse a las cuevas. Estaba tan exhausta por la lucha que sólo quería tumbarse y dejar que hicieran con ella lo que quisieran. De todas maneras, en quince minutos ya daría igual.
Sería demasiado tarde.
Quince minutos.
Qué raro que cuando estudiaba, sobre todo cuando estaba en una clase aburrida que detestaba, quince minutos le parecieran una eternidad.
En ese momento…
Ni siquiera había tiempo para que viera pasar su breve vida por delante de los ojos.
Se agachó cuando algo que parecía un mono volador pasó junto a su cabeza y les escupió. Era saliva ácida; se percató cuando cayó sobre una roca a escasos milímetros de su mano y la disolvió como se disolvería un terrón de azúcar en agua caliente.
Jess se puso en pie y disparó tres veces. La criatura siseó por los impactos, pero no murió.
—¿Es que tu madre no te ha enseñado modales? No se les escupe a las damas. —Se arrodilló para recargar—. Dichosos animales.
—Demonios, Jess —le recordó Nick.
—Dichosos demonios de mierda. —Miró a Nick con los ojos entrecerrados—. ¿Funcionará el agua bendita?
—Sólo en algunos. Recuerda que yo sigo comulgando los domingos y que fui monaguillo de niño.
—Sí, eso no está bien.
—Te doy toda la razón del mundo. —Nick la protegió justo cuando habría caído sobre ella otra andanada de escupitajos voladores. A continuación, se levantó para abrir fuego, literalmente, sobre los que habían estado a punto de matarla.
Nick los habría teletransportado al interior de la cueva, pero como las conocía tan poco y no tenía la menor idea de lo que había en su interior, podría estamparlos contra una pared y matarlos en el intento. Por no mencionar que estarían acorralados en el interior y los demonios lo tendrían más fácil para matarlos.
Kateri preparó otra flecha para disparar. Aunque en realidad se moría por meterse en un agujero y esperar a que todo terminase.
«Vamos, Kateri. No solo está en juego tu vida», se dijo. Miró a los hombres que habían arriesgado sus vidas para protegerla. Jess con su bebé recién nacido. No quería estar allí. Pero estaba, y no se quejaba. Nick, que, según sus propias palabras, solo vivía para cabrear a ciertos seres. Sasha, que estaba colado por alguien cuya identidad no quería desvelar pero que había jurado que si salía de esa, le pediría una cita. A la mierda el miedo. Cabeza, que se negaba a hablar de su vida.
Por encima de todos, Ren. Que le había entregado su corazón… la única parte de su ser que todavía le pertenecía.
La única parte de su ser que nunca le había dado a nadie.
En un abrir y cerrar de ojos se vio de adolescente en el cementerio, junto a su abuela durante el día de los difuntos. Siempre iban para poner una rosa roja, blanca y azul en la tumba del abuelo de Kateri. Y su abuela, que era más dura que el acero y que nunca derramaba una sola lágrima por nada, se quedaba junto a la tumba llorando por el marido a quien tanto había amado.
—¿Cómo sabré cuando quiera a alguien como tú quieres al abuelo, abuela?
—Ay, cariño —le dijo esta al tiempo que le apartaba el pelo de la cara—, la respuesta es muy sencilla. Cuando sepas que estás dispuesta a entregar tu vida por la de esas personas sin pensar ni titubear. Cuando son las cinco de la tarde y no han vuelto a casa como dijeron que harían, y te entra el pánico y no puedes respirar por el temor de que no vuelvan a traspasar la puerta nunca más. Cuando la idea de enterrarlos te atenaza con tanta fuerza que no puedes respirar. Pero sobre todo cuando algo bueno o malo te pasa y esas personas son las primeras con quienes quieres compartir la noticia. Así sabes que es amor, cariño. No te quedará la menor duda.
Kateri nunca había comprendido del todo la explicación de su abuela. No hasta que clavó la mirada en unos ojos de un azul tan intenso que le habían grabado a fuego en el corazón y en el alma el nombre de un hombre, y en ese momento supo que a la vida que le había parecido tan perfecta y feliz le faltaba una cosa.
Ren.
Y si no sellaba esas puertas, las criaturas que retenían irían a por él.
Rezó por no arrepentirse de la estupidez supina que estaba a punto de cometer y echó a correr hacia las cuevas. Creía que estaba sola hasta que Nick la agarró un segundo antes de que una bola de fuego explotara junto a ella.
Más demonios los atacaron, aislándolos.
«Joder», pensó. Era inútil. Y lo único que había logrado era ponerse al descubierto para que los mataran.
«Lo siento muchísimo».
—¿Necesitáis que os eche una mano?
Se le desbocó el corazón al escuchar esa conocida voz ronca y ver que Ren estaba junto a ella.
—¡Estás aquí!
—¿Dónde iba a estar si no? —Ren frunció el ceño al ver el caos en el que estaban sumidos—. ¿Por qué estáis tan al descubierto?
Nick lo miró con sorna.
—Pues no lo sé. Pero yo me lo estoy pasando en grande. El miedo tiene un olor tan romántico que deberían venderlo como colonia y como desodorante. Eau de Canguelo. Tomémonos unos minutos para disfrutarlo.
Aunque podía ser irritante, a veces Nick demostraba un sentido del humor muy sarcástico.
Cabeza carraspeó al colocarse junto a Jess.
—Nos quedan cinco minutos, chicos. Después la cosa se va a poner mucho más chunga.
Ren le tendió una mano.
—¿Estás lista?
—Por supuesto.
Kateri colocó su mano helada en la de él, que estaba muy cálida, y sintió un escalofrío. La fuerza de Ren era electrizante.
Y si tenía que morir esa noche, se alegraba de que su cara fuera la última que iba a ver.
Ren la teletransportó al interior de la cueva sin problemas. Tras haber pasado siglos allí, se conocía cada rincón de ese valle como si fuera la palma de su mano y sabía en qué cueva se encontraba el mural que necesitaban para el Reinicio.
No obstante, estaba tan oscura que Kateri era incapaz de ver nada. Ni siquiera se veía las manos.
Hasta que Ren utilizó sus bolas de fuego para encender las antorchas, que se encontraban colgadas de las paredes de piedra, decoradas con miles de pinturas rupestres. Eran preciosas. Fernando se habría vuelto loco si hubiera podido examinar algo tan bien conservado.
—El Pájaro de Trueno está allí. —Ren la condujo al otro extremo de la cueva, a la pared más vertical de todas.
La pared entera estaba «decorada» con un colorido mural que narraba la historia de cómo el mundo había sido salvado por la primera Ixkib cuando esta se enfrentó a un dios furioso.
Aparecía Ahau Kin regalándole el kinichi.
Sin embargo, Kateri no veía lo que buscaba. Y el tiempo corría demasiado deprisa. Apenas les quedaban unos segundos antes de que las puertas se abrieran.
—¿Dónde hay que poner el kinichi?
Ren señaló el techo donde un enorme Pájaro de Trueno se elevaba sobre las escenas pintadas más abajo. Por encima de la cabeza del Pájaro de Trueno había un diminuto colibrí. No se sabía si el Pájaro de Trueno lo seguía o lo perseguía. ¿Eran amigos o enemigos? Imposible saberlo. Sin embargo, el colibrí estaba justo en el pico abierto del Pájaro de Trueno.
Kateri quería llorar por la frustración.
—Menuda putada. ¿Cómo tendrían que ser mis brazos para poder alcanzar la boca de ese colibrí? Supongo que no tendrás por ahí isótopos radiactivos que tirarme para mutar en el acto, ¿verdad? —Eso siempre funcionaba en las películas. Y, por supuesto, había otro problemilla más que evidente—. ¿Dónde se supone que tengo que colocar la piedra? —La pared era completamente plana, sin una sola grieta.
—Lo encontraremos, no te preocupes.
«Mira quién ha encontrado su vena optimista. Menudo don de la oportunidad, guapo».
Cuando Ren se acercó a ella, una descarga salida de la nada lo golpeó con tanta fuerza que acabó en el suelo.
Kateri reaccionó por puro instinto y colocó una flecha en el arco al tiempo que se volvía para disparar. Pero en cuanto vio a su objetivo, se quedó helada.
No… Era imposible.
¿Qué coño estaba pasando?
Lo que veía era increíble. Tenía que ser un sueño. Una alucinación bestial.
Algo.
Bajó el arco.
—¿Enrique?
—Sí, doctora Avani.
Jadeó e intentó encontrarle sentido a la situación mientras él se acercaba.
—¿Qué haces aquí?
Él sonrió con frialdad.
—He venido para verla, por supuesto.
«¿Por supuesto?».
—No lo entiendo. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Veneno —contestó él sin rodeos—. Lo capturé cuando atacó a Chacu en su laboratorio… No estaba tan congelado como pensaron Cabeza y usted. Y me río de todos los supuestos imbéciles que le dicen a la gente que la tortura no sirve de nada.
Pues yo les digo que no saben cómo hacerlo bien. A mí nunca me ha fallado.
Kateri tardó un segundo en asimilar el nombre de su víctima.
Ren intentó acercarse a ella, pero Enrique le lanzó otra descarga que lo mandó en dirección contraria.
—Si quieres que siga respirando, no te muevas.
El reloj de Kateri comenzó a sonar, haciéndole saber que habían entrado en la cuenta atrás. Tenía que librarse de Enrique. ¡Ya!
—¿Qué quieres? —le preguntó.
—O me das tu piedra del tiempo o yo te entregaré las pelotas de tu juguetito.
Kateri miró a Ren, sin saber si lo que estaba pasando era real o un sueño.
—No lo hagas, Kateri —le dijo Ren con vehemencia—. No es humano. Hagas lo que hagas, no permitas que se haga con el talismán.
Ella meneó la cabeza.
—Es el estudiante de posgrado que trabaja como mi ayudante.
Enrique se echó a reír.
—Sí y no. Enrique era tu ayudante. Pero en realidad yo era su prisionero, doctora Avani. Hasta que Chacu me liberó sin saberlo.
Nada de eso tenía sentido para ella. Miró a Ren con el ceño fruncido.
—¿Qué quieres decir con eso de que no es humano?
Enrique siseó.
—Puta estúpida. Te lo he dicho… soy el piuchén. Trajiste de vuelta mi cárcel con la primera excavación que hiciste con Fernando porque querías hacerle pruebas. Gracias a esas pruebas, pude liberarme de mi cárcel. Pero no pude escapar del puto campus. Ni siquiera después de que me hiciera con el cuerpo de tu ayudante. Su bisabuela era muy poderosa. Y he disfrutado devorando su alma. Pero ahora ya no queda nada y quiero lo que he venido a buscar.
Se abalanzó sobre ella.
Ren le lanzó una descarga.
—¡No te atrevas a tocarla!
Enrique se volvió hacia él y le lanzó algo que le atravesó el corazón antes de desintegrarse en pedazos.
Ren gritó de dolor y Kateri chilló, furiosa. Le bastó el sonido de la voz de Ren para saber que era una herida grave.
Él jamás gritaría de semejante manera.
Intentó llegar hasta él, pero Enrique se lo impidió.
—¡Dame la piedra! ¡Ahora mismo!
Por la vida de Ren estaba dispuesta a entregarle cualquier cosa. Pero no era tan tonta como para creer que ese demonio les permitiría marcharse con vida.
«Piensa, Kateri, piensa…», se ordenó.
El demonio se acercó a Ren para rematarlo.
En ese instante, cuando estaba convencida de que perdería a Ren para siempre, lo sintió. Un crujido muy peculiar en su interior. Como la primera brecha que se abría en una presa antes de que la violencia del agua la destrozara, provocando una riada. Y cuando esa riada interior se desató, saturó la estancia con una luz cegadora que procedía de su cuerpo. Una luz que atravesó a Enrique. Gritando de dolor, el demonio se retorció e intentó acabar con Ren una vez más.
En cuanto dio un paso hacia Ren, su luz lo acuchilló una y otra vez.
La cara de Enrique adoptó la forma de una bestia demoníaca cuando intentó atacarla. La luz se intensificó y, al final, consiguió hacerlo explotar en miles de pedazos.
Espantada, aliviada y aterrada a la vez, corrió hacia Ren, que yacía en el suelo en mitad de un charco de sangre. Con todo el cuidado del que fue capaz, lo movió de modo que quedara sobre su regazo.
Con la cara blanca y sudorosa, Ren casi no podía respirar. Tenía los labios amoratados. Por Dios, había tantísima sangre…
Ren le cogió una mano.
—Tienes que reiniciar el calendario.
A la mierda con el dichoso calendario.
—Estás herido. —Peor todavía, parecía que se estaba muriendo.
Ren se lamió los labios. Con cada respiración, de su pecho brotaba un sonido hueco y sibilante.
—Da igual, Kateri. El calendario es más importante. Ve. Te esperaré.
—No te atrevas a morirte —lo amenazó—. Lo digo en serio.
—Ve.
Asintió con la cabeza y corrió de vuelta al mural.
En esa ocasión, cuando levantó la vista, vio algo distinto. Detalles que había pasado por alto. Detalles que podía ver en ese momento porque contaba con los poderes de su padre y de su abuela.
Perspicacia: la habilidad de ver cualquier cosa oculta o disfrazada.
En ese momento contaba con una claridad absoluta. El Pájaro de Trueno simbolizaba a Ren y su transformación de destructor a protector del mundo. Ese Pájaro de Trueno estaba siendo sacrificado para que el colibrí pudiera enviar su ojo al sol. Su pico abierto lo protegía con su último aliento.
Sin embargo, aún no tenía la menor idea de cómo llegar hasta el dichoso dibujo.
—Ten fe. —La voz de Ren resonó en su cabeza con fuerza.
Miró hacia Ren para asegurarse de que seguía con ella.
—Siempre estaré contigo, Waleli. He tardado once mil años en encontrarte. ¿De verdad crees que te voy a abandonar ahora?
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Tengo fe.
Y por primera vez en su vida, lo decía de verdad. Aunque era una locura total, creía en lo ridículo.
Creía en lo sobrenatural.
En todo. Pero sobre todo, creía en Ren. Su amor la envolvía, dándole fuerza y determinación. Con él a su lado por fin creía en lo imposible. «Soy el Colibrí: el puente entre la noche y el día. El mensajero del sol que le lleva esperanza a la Humanidad».
A medida que esos pensamientos pasaban por su cabeza, tuvo la sensación de que le quitaban un peso de encima y de que comenzaba a flotar.
No, a flotar no…
A volar.
Pasó de tener los pies en el suelo a estar suspendida en el aire.
«Esto… esto acojona».
Y también era muy divertido.
Enrique apareció de la nada.
«¿No había matado a ese cabrón?».
—¡Dame la piedra o lo mato! —Sostenía un cuchillo contra el cuello de Ren.
Sin titubear hizo ademán de regresar, pero Ren extendió el brazo y le lanzó una suave brisa para que ascendiera cada vez más.
—Salva el mundo, Kateri.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Tú eres mi mundo.
—Y tú el mío. Por favor; Kateri, si me quieres, te pido que termines la tarea que nos encomendaron. Reinicia el calendario para poder matar a este gilipollas después.
Sólo Ren podía arrancarle una sonrisa cuando estaba tan asustada y alterada.
Asintió con la cabeza y extendió una mano, momento en el que se dio cuenta de que la pintura era un trampantojo y desde el suelo parecía que era plana. Allí arriba vio un huequecito en el corazón del colibrí, excavado como si fuera la pieza de un puzle para que sólo encajara su collar.
En cuanto tocó la pintura, sus pensamientos se despejaron.
«Ojo. Corazón. Alma. Soy el poder que expulsa el mal. Sólo yo puedo luchar contra él y mantenerlo alejado de las partes más importantes de mi ser».
El sol no solo era la luz que desterraba la oscuridad. Era la calidez que mantenía a raya el frío del dolor y del sufrimiento. «Concéntrate en las cosas que te hacen feliz, así tu corazón estará lleno de alegría. Son lo único que importa, y también son lo que te mantendrán a salvo. Son lo que te mantendrán fuerte incluso en mitad de la peor tormenta».
Y esa alegría era lo que le daba un corazón. Con mano temblorosa, colocó el collar en el colibrí.
La luz comenzó a reflejarse por la estancia. El colibrí cayó en el pico del Pájaro de Trueno al tiempo que lanzaba un haz de luz anaranjada hacia el agujero situado en el techo de la cueva.
Kateri apartó la cara para protegerse los ojos de la cegadora luz que relucía con más fuerza que el sol estival a mediodía.
—¡No! —Enrique gritó, espantado. Se volvió para lanzarle a Kateri un cuchillo.
En cuanto lo hizo, Ren se levantó de un salto y se quitó el collar rojo del cuello. A continuación, se lo colocó a Enrique justo cuando soltaba el cuchillo.
Kateri esquivó el arma y por un segundo creyó que Ren estaba usando el collar para estrangular a Enrique. Pero después lo vio colocarle el collar y retroceder.
—Disfruta de Cárcel Infierno, amigo. —«Saluda al Espíritu del Oso y a la Zahorí del Viento de mi parte».
Enrique gritó cuando el suelo se abrió bajo sus pies y se lo tragó. Intentó luchar, aferrarse a la superficie, pero era inútil. La tierra se lo tragó.
En cuanto Enrique desapareció, Ren cayó al suelo. Sin fuerzas.
Kateri se olvidó de su collar y se teletransportó a su lado. El pánico y un mal presentimiento la abrumaban. Estaba muy blanco. Y apenas respiraba.
Se colocó con cuidado su cabeza en el regazo y apartó el pelo de su apuesto rostro.
—¿Cariño? No te vas a morir, ¿verdad? Eres inmortal.
Él meneó la cabeza.
—La descarga me atravesó el corazón. Me muero, Kateri.
—¡No! —Las lágrimas la cegaron mientras el dolor le formaba un nudo en el pecho. No podía perderlo. No podía—. No me dejes, Ren. Por favor. Te necesito.
Ren saboreó las palabras que nunca había esperado escuchar de boca de otra persona. Y que se las dijera alguien tan maravilloso como Kateri… era más de lo que había soñado nunca. Más de lo que se merecía. «Gracias por decirlas», pensó. Ojalá pudiera quedarse con ella, pero el destino tenía otros planes.
—No me necesitas, preciosa. Estabas bien sin mí.
—Estaba bien, sí. Pero no estaba de maravilla. No hasta que entraste en mi mundo y te quedaste a mi lado cuando me atacaron. No quiero seguir estando sola, Ren. El hecho de que pueda estar sola no significa que quiera estarlo.
La besó en la mejilla.
—No llores, Waleli… Es mejor así.
¿Se había vuelto loco? ¿Cómo iba a ser mejor así?
—¿Cómo?
Antes de que Ren pudiera contestar, un hombre tan grande como un oso apareció delante de ellos. Vestido con ropa confeccionada con ante de color tostado, era muy musculoso y parecía feroz. Los miró con el gesto torcido y una expresión cargada de odio.
—Me vendió su vida y esta es su forma de intentar librarse de la esclavitud.
—¡No la toques! —rugió Ren.
—Por favor, Makah’Alay, no te esfuerces. Ya no te queda nada con lo que negociar. En unos minutos ni siquiera tendrás vida.
Kateri se quedó helada cuando una parte desconocida de su ser reconoció a ese hombre aunque no lo había visto antes.
El Espíritu del Oso.
—Ahora he venido para reclamar lo poco de vida que le queda. Me lo debe.
Kateri se negó a soltarlo.
—No lo entiendo. ¿Por qué lo has hecho? —le preguntó.
El Espíritu del Oso le contestó entre dientes:
—Por ti; —Acto seguido, escupió como si la idea le desagradara—. Siempre fue un imbécil.
—No —lo corrigió ella con fuerza—. Ren nunca ha sido un imbécil. Pero tú… tú deberías haber aceptado la ofrenda que te ha hecho al enviar a Enrique en su lugar.
El Espíritu del Oso resopló.
—Un sustituto penoso. —Hizo ademán de coger a Ren.
—No vas a llevártelo —gruñó ella, dispuesta a luchar hasta la muerte por Ren.
Hizo acopio de todos los poderes de su padre y de su abuela y le lanzó una descarga al Espíritu del Oso.
La fuerza y la intensidad de su ataque lo pillaron desprevenido. Pero ya era demasiado tarde. Los poderes de Kateri eran demasiado fuertes. Y al ir a por Ren, había despertado al espíritu sanguinario que ella llevaba dentro.
Nadie tocaba a su familia.
¡Nadie!
Se puso en pie y lo atacó con todas sus ganas. Le lanzó una descarga tras otra mientras su furia se desataba y cobraba vida. No solo porque se hubiera atrevido a aparecer en ese lugar, sino por todo lo que le había hecho a Ren y por haber perseguido y matado a su propio padre. Había intentado quitárselo todo, y en algunos casos lo había conseguido.
Ya le había quitado demasiado.
—No harás más daño. El Espíritu del Oso se acaba en este momento.
Él se rio.
—¿Qué vas a hacerme? No puedes matarme. Soy inmortal.
—No, pero puedo desterrarte a la fuente de la que naciste. Estoy segura de que recuerdas el dolor lacerante y la agonía. Que disfrutes quemándote durante toda la eternidad.
El Espíritu del Oso intentó huir, pero no se lo permitió. Él no le había dado cuartel ni a Ren ni a su padre, de modo que ella pensaba hacer lo mismo.
Le lanzó más descargas. Cada vez más seguidas. Más letales.
El Espíritu del Oso gritó cuando ella lo envió al peor destino imaginable para cualquier ser inmortal.
—¿Qué ha pasado aquí?
Kateri se volvió al escuchar el fuerte acento sureño de Sundown.
—¿Y qué te ha pasado, compañero? —Soltó el rifle y se arrodilló junto a Ren, cuya piel había adquirido un aterrador tinte grisáceo.
A Kateri se le llenaron los ojos de lágrimas cuando Sundown comprobó la respiración de Ren.
Ren no respondió.
Aterrada por la posibilidad de que ya se hubiera ido, de que hubiera muerto mientras ella luchaba con el Espíritu del Oso, corrió a su lado.
—¿Ren?
Lo vio abrir los ojos, pero no conseguía fijarlos en su cara.
Miraban a todas partes, como si no pudiera controlarlos.
—Gracias, Kateri.
—¿Por qué?
—Por volver a por mí.
Eso la hizo estallar en lágrimas.
—Siempre volveré a por ti, Ren —sollozó—. Iré a buscarte a través de los infiernos, las tormentas y los demonios. Nadie podrá apartarme de tu lado. Y no puedo perderte. No así. ¡Joder, lucha por mí!
Él se lamió los labios.
—Lo intento. Por eso sigo aquí. Pero no creo que me permitan ganar esta batalla.
Desesperada por salvarlo, comenzó a rebuscar en sus bolsillos.
Sundown frunció el ceño.
—¿Qué haces?
—Busco su degalodi nvwoti. Su bolsita medicinal.
Ren le cogió la mano.
—Osda.
—Sí que pasa algo —murmuró ella, contradiciéndolo.
Encontró su bolsita, un saquito rojo de piel de ciervo, en el bolsillo delantero y tras sacarlo rebuscó en su interior algo que pudiera curarlo. Se secó con rabia las inútiles lágrimas.
«Tengo que salvarlo», se dijo.
Había perdido a todos sus seres queridos, y si Ren moría, jamás se lo perdonaría. «Estoy maldita», pensó. Por fin lo tenía claro. Cada vez que se atrevía a dejar que alguien entrara en su corazón, esa otra persona pagaba el precio más alto posible.
«¡No perderé a otro ser querido! ¡Me niego!».
Porque sabía que si perdía a Ren, ella también moriría.
Decidida a salvarlo a toda costa, rebuscó entre sus piedras y sus plumas, entre los objetos espirituales que había reunido a lo largo de su vida. Como había hecho su abuela.
Como había hecho ella.
Objetos que le daban fuerza y valor. Objetos que le recordaban quién era y quién quería ser. Rebuscar en el degalodi nvwoti de otra persona era más íntimo que leer su diario.
El siguiente objeto que sacó la hizo sollozar con tanta fuerza que le costaba respirar. Era un talismán con forma de colibrí que estuvo engarzado en un corazón de cuarzo rosa. Dicho colibrí estaba en la diadema que ella llevaba el día que se conocieron.
Ren extendió las manos hacia ella.
—Por favor, no llores, Kateri. Se me rompe el corazón al oírte llorar.
Pero no podía evitarlo. Con ese objeto por fin comprendía lo mucho que él la quería. Había creado un símbolo personal para ella y lo había colocado en su bolsita medicinal, en lo único que nunca dejaría atrás.
De repente, se produjo otro fogonazo en la estancia, que provocó un pequeño alud de piedras que cayó sobre ellos.
¡Joder! Furiosa y con la necesidad de derramar la sangre de alguien por eso, se puso en pie de un salto, preparada para la lucha.
Y en esa ocasión iba a disfrutar matando al que fuera.
Sin embargo, se quedó de piedra tras adoptar una pose agresiva.
Nick estaba delante de ella en forma humana, aunque había desplegado sus negras alas demoníacas. Tenía el pelo negro revuelto y la marca del arco y la flecha de su mejilla estaba tan descolorida que apenas se veía.
Se acercó a ella con un medallón de azabache en la mano.
Kateri tomó una entrecortada bocanada de aire y lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué es? ¿Una piedra curativa? —Hizo ademán de tocarla.
Nick le cogió la mano y la atravesó con la mirada.
—Es el alma de Ren. Cuando me di cuenta de que se estaba muriendo, se la pedí a Artemisa. Si devuelves su alma a su cuerpo cuando exhale el último aliento, volverá a la vida y lo liberará del servicio a Artemisa.
La esperanza la embargó.
—¿De verdad?
Nick asintió con la cabeza.
—¡No! —rugió Ren.
¿Se había vuelto loco? Kateri lo miró boquiabierta.
—¿Por qué no?
—Porque te quemará y te dejará una cicatriz. Es un dolor atroz. Díselo, Sundown.
Jess asintió con la cabeza.
—Tiene razón. Y te deja una cicatriz espantosa. Cuando Abigail liberó mi alma, se le quedaron dos dedos pegados. Cada vez que los veo, me da algo, y detesto haberle causado tanto dolor.
—Me da igual —replicó ella.
Hizo ademán de coger el medallón de azabache, pero Nick se lo volvió a impedir.
—Si el dolor hace que lo sueltes antes de que su alma regrese a su cuerpo, la destruirás y lo condenarás a una existencia de una agonía indescriptible. Antes de cogerlo, debes tener muy claro que no puedes soltarlo por más que te queme.
—Jamás lo soltaría, y jamás lo dejaré marchar —afirmó con absoluta determinación. Se arrodilló junto a Ren—. Y si no lo hago, me habré condenado a un infierno muchísimo peor.
La mirada de Ren por fin dejó de fluctuar para clavarse en sus ojos.
—Si pudieras salvarme la vida, ¿te preocuparía que te quedara una cicatriz? —le preguntó ella.
—No —susurró él con vehemencia.
Kateri sonrió antes de mirar a Jess.
—No conozco a Abigail, pero estoy convencida de que cada vez que ella ve la cicatriz, piensa en lo afortunada que es por poder compartir la vida contigo. Y estoy segura de que cuando quiere darte una colleja por algo que has dicho o hecho para cabrearla, la cicatriz te salva el culo, porque le recuerda hasta dónde estuvo dispuesta a llegar para tenerte.
Jess tragó saliva.
—Joder, Ren, esta es de las buenas.
Ren escupió sangre.
—Aguanta, cariño. —Quiso coger la piedra, pero Nick la dejó fuera de su alcance.
—Te la daré cuando haya llegado el momento. No tienes por qué sufrir más tiempo del necesario.
—Vale. —Kateri se colocó la cabeza de Ren en el regazo para poder abrazarlo.
Ren le cogió una mano.
—Si lo sueltas, no me importará. Al menos sabré que lo has intentado.
Ella se echó a reír aunque seguía llorando.
—No voy a soltarlo. Pero cuando vuelvas a la normalidad, pienso darte un par de guantazos por haberme creído capaz de hacer algo así.
Ren sonrió antes de tensarse.
—¿Ren?
Su mano la soltó.
—¿Ren?
«No te dejes llevar por el pánico. Vas a traerlo de vuelta», se recordó.
Pero costaba no hacerlo.
Nick plegó las alas.
—Tienes que colocar el medallón contra la marca del arco y la flecha. En ese lugar fue donde Artemisa lo tocó para quitarle el alma y por ahí es por donde debe regresar.
Kateri intentó no mirar la marca que Nick tenía en la cara.
Artemisa debía de estar acariciándole la mejilla cuando le quitó el alma.
—La tiene en la cadera. —Miró a Jess.
—¿Por qué me estáis mirando todos? Me niego a quitarle los pantalones. Lo quiero mucho. Pero no lo quiero tanto… Ese es tu trabajo, mujer, y no lo digo como comentario sexista ni homófobo. Es que no quiero tocar las partes nobles de otro hombre si puedo evitarlo. Y es una opción personal recogida en la Constitución.
Kateri hizo un gesto irritado y, tras dejar la cabeza de Ren en el suelo con mucho cuidado, estiró los brazos y le desabrochó los pantalones lo justo para dejar al descubierto la marca de su cadera sin avergonzarlo. Claro que habría sido mucho más fácil si llevara ropa interior, pero… Una vez cumplida la misión, le lanzó una miradita socarrona a Jess.
—Estoy seguro de que a Ren tampoco le haría gracia que tocaras sus partes nobles.
Con una carcajada, Sundown se apartó para dejarle más espacio.
—Ya te digo.
Nick se acercó. Una vez más, hizo ademán de coger el medallón y una vez más Nick se lo impidió.
—Espera a su último aliento.
Llegó unos treinta segundos después. Y fue el peor momento de su vida.
Cuando Ren lo exhaló, la luz abandonó esos maravillosos ojos azules.
«No la cagues. No la cagues…», suplicó.
Nick le dio el medallón.
—Ahora.
Para su asombro, no sintió dolor alguno. Nada de nada.
Agradecida por el hecho de que la adrenalina o lo que fuera le evitara el dolor, colocó el medallón sobre la marca de Ren.
No pasó nada.
El pánico la abrumó. ¿Era el medallón equivocado? ¿Había hecho algo mal?
—No funciona. ¿Qué he hecho mal?
Nick le colocó una mano en el hombro para reconfortarla.
—Espera un momento.
Seguía sin funcionar. Kateri quería ponerse a gritar.
Pero después, justo cuando estaba a punto de atacar a Nick por ser el responsable de la muerte de Ren cuando podrían haber hecho algo para salvarle la vida, sucedió.
Ren inspiró una honda bocanada de aire y arqueó la espalda. El pánico demudaba su rostro cuando la miró a la cara y la atravesó con esos ojazos azules que volvían a brillar con la luz de la vida.
Y en esa ocasión también con su alma.
Le tomó la cara con la mano libre y le sonrió.
—Hola, cariño. Bienvenido.
Nick le cogió la mano que sostenía el medallón y se la apartó.
—Ya puedes soltarlo.
—Lo siento. No quería jugármela.
Nick frunció el ceño al ver su palma, sin una sola cicatriz.
—¿No te ha dolido?
Ella meneó la cabeza.
—Pues mejor. —Nick la miró con una sonrisa—. Mazel tov. Ahora es todo tuyo. Cuídalo bien. —Y tras decir eso, desapareció.
Kateri entrelazó los dedos con los de Ren mientras él asimilaba el hecho de que volvía a ser humano.
Ren alzó la vista hacia el mural del techo.
—¿Hemos llegado a tiempo?
—No estoy segura. Creo que sí. —Se mordió el labio y miró a Jess—. ¿Lo hemos logrado?
El aludido se echó el sombrero hacia atrás y se encogió de hombros.
—No lo sabremos con seguridad hasta las once y once de la mañana, pero creo que lo hemos conseguido. Por los pelos.
Cabeza bostezó desde el otro extremo de la estancia y Kateri se sintió mal, ya que había estado tan concentrada en Ren que se había olvidado de los demás.
—No sé qué pensáis los demás, pero yo necesito dormir —dijo Cabeza. Le dio una palmada a Sasha en la espalda—. Despertadme si llega el Apocalipsis o, de lo contrario, si el mundo sigue aquí y no está lleno de demonios, nos veremos al anochecer. —Se despidió con un gesto y desapareció.
Sasha también bostezó.
—Sí, a mí también me vendría bien un sueñecito reparador y una masajista. Nos vemos después, chicos. Espero que en mejores circunstancias.
—Cuídate.
Kateri examinó los daños que la luz y la lucha habían causado a su alrededor. Si bien estaba todo patas arriba, los destrozos no parecían haber impedido que ellos detuvieran el fin del mundo.
Ren le dio un tironcito en la mano para llamar su atención.
—¿Qué pasa, cariño?
Ren se levantó y le dio el beso más apasionado y sensual de la historia de la Humanidad.
Cuando se apartó para frotar su nariz con la de ella, le regaló la sonrisa más dulce que había visto en la vida.
—Dime, Kateri, ¿qué nos depara el futuro?
«Nos…».
Esa palabra y su pregunta la llenaron con la calidez de un millón de soles.
Antes de poder contestar, Jess se puso en pie y se colocó el cañón del rifle al hombro.
—Joder, tío, eso te lo digo yo: una caterva de críos y una vida que bien merece la pena vivirla.