17

Ren se demoró un momento observando a Kateri mientras ella dormía en su cama. Una cama que jamás había compartido con una mujer antes. Una cama que jamás había soñado compartir.

Sin embargo, allí estaba, desnuda y arropada con sus sábanas de color marrón chocolate. Su larga melena castaña se derramaba sobre la almohada. Tenía una mano debajo de la barbilla y una pierna por encima de la sábana. Su brazo derecho caía por el borde del colchón.

Ren se arrodilló en el suelo, le tocó la muñeca y se inclinó para aspirar el delicioso olor a flor de valeriana que la envolvía.

Un olor que lo torturaría eternamente, junto con la dulzura de sus caricias.

—Te quiero —susurró mientras le rozaba la muñeca con los labios, tras lo cual se frotó una mejilla con la palma de su mano. Habían pasado las últimas horas juntos, explorándose mutuamente centímetro a centímetro.

Ren había descubierto que sí tenía cosquillas.

Kateri pensaba que ese era el principio de un futuro juntos.

Él, en cambio, sabía que era el final. Tenía que serlo. No había alternativa. El Espíritu del Oso la devoraría y se reiría a carcajadas mientras lo hacía. Y lo peor de todo era que lo obligaría a presenciarlo.

«Te echaré de menos. Siempre».

Su única esperanza era que algún día encontrara a un hombre merecedor de su amor y que la hiciera tan feliz como él habría intentado que fuera si hubiera tenido la fortuna de poder seguir a su lado.

Pero no estaba escrito.

«¿Sabes, Ren? Mi abuela siempre decía que la vida no consiste en saber quién eres sino en saber lo que no eres. Porque siempre puedes cambiar lo que eres. Nos esforzamos por mejorar, y deberíamos despertarnos todas las mañanas con el deseo de mejorar nuestras vidas. Lo que no eres jamás cambia. Y tú, amor mío, eres un héroe. Aun estando herido y enfadado, solo perseguiste a los que te habían hecho daño. Nunca a los inocentes. Porque no eres un hombre que asesina sin motivo. No eres una persona que ataca a los inocentes para hacerles daño. Jamás lo serás. Y por eso para mí eres un héroe, y siempre lo serás».

Atesoraría esas palabras durante toda la eternidad y le ofrecerían consuelo mientras el Espíritu del Oso lo torturara.

Después de incorporarse, se inclinó sobre ella y la besó en la cabeza. Con una última mirada, adoptó su forma de cuervo y la dejó bajo la protección de su amigo y de sus aliados.

Debido a las tormentas que se aproximaban volaba en contra del viento, que le azotaba las alas. Como si también intentara destruirlo y aplastarlo contra el suelo. Faltaban apenas doce horas para el solsticio, para que el camino se abriera y se desatara el infierno.

A menos que Kateri llegara al Valle antes de las tres de la mañana.

Lo lograría. Los demás se encargarían de que así fuera. Su trabajo era facilitarles el camino en la medida de lo posible.

Temeroso de lo que iba a encontrarse, voló hasta el único lugar donde su hermano se sentiría a salvo. La cueva en la que siempre se refugiaba cuando quería recuperar fuerzas.

Ren descendió para echar un vistazo a su alrededor antes de anunciarle su presencia al enemigo. El pasadizo de entrada estaba vacío. Tardó solo un segundo en recuperar su forma humana y cubrirse con la armadura. Coyote era un tramposo. No debía subestimarlo.

Ren avanzó por el pasadizo con el mismo sigilo con el que en otra época perseguía a sus presas cuando cazaba, y siguió hasta entrar en una estancia más amplia. Los muros rojos estaban decorados con antiguos símbolos. Algunos dibujos parecían figuras extraterrestres, pero sabía que solo eran máscaras ceremoniales creadas por la memoria colectiva a la imagen de los demonios que mucho tiempo antes fueron desterrados del plano humano. Antes de que el hombre descubriera la ciencia y la razón, intentó fundirse con los demonios a fin de engañarlos para que pensaran que era como ellos y lo dejaran tranquilo.

Jamás funcionó, pero al menos lo intentaron y los demonios se lo pasaron en grande durante siglos, riéndose de los esfuerzos de esos ridículos humanos que trataban de imitarlos.

Ren se detuvo al ver a Choo Co La Tah atado a una pared.

Gracias a los dioses, su amigo seguía vivo. Aunque a juzgar por la terrible condición en la que se encontraba, seguro que no estaba muy agradecido.

Mucho menos con él.

Tan silencioso como un espectro, Ren atravesó la estancia y le tocó una mano.

Choo Co La Tah se estremeció y cuando lo reconoció, soltó un suspiro aliviado.

—Eres tú, ¿verdad?

Aunque siempre había considerado ridículo su acento inglés, en esos momentos se lo pareció todavía más porque daba la sensación de que lo habían utilizado como un saco de boxeo.

—Soy yo, Choo.

—Qué rara es la vida, ¿verdad? Un día eres un rey y al siguiente, un simple peón. ¿Quién me iba a decir cuando éramos niños y me reía de ti, y permitía que Coyote y los demás te atormentaran y te humillaran, que un día mi vida dependería de tu decencia y de tu bondad?

Ren cortó las cuerdas que tenía alrededor de las muñecas.

—Joder, Choo, ninguna otra persona se pondría a parlotear de esta manera después de que le dieran una paliza de muerte.

Choo Co La Tah esbozó una sonrisa sangrienta.

—Gracias, Makah’Alay.

—¿Por qué?

—Por ser mejor hombre que nadie. Hace falta mucho valor para salvar la vida de alguien que te maltrató. En ocasiones con severidad. Gracias por no guardarme rencor.

Ren resopló mientras se pasaba un brazo de Choo por los hombros.

—Te lo guardo, Choo. Todas las noches te mato en sueños y deseo que te salga un herpes genital.

Este se echó a reír, y después hizo una mueca de dolor.

De repente, se escuchó un aplauso.

Ren se quedó helado al ver que Coyote entraba desde un pasadizo diferente.

—Mira quién está ha… ha… haciendo de héroe.

Ren puso los ojos en blanco.

—¿Cuántas semanas llevas ensayando la frase?

—Qué gracioso. No recuerdo que fueras tan listo como para soltar ese tipo de comentario. ¿Fue uno de los poderes que conseguiste de la teta de tu nodriza demoníaca?

Ren esbozó una sonrisa malévola.

—No sabes la de cosas que he conseguido de la gente. —Dejó a Choo en el suelo con mucha delicadeza.

Choo siseó por el dolor.

—Intenta matarte —le advirtió.

—Lo sé, Choo. No pasa nada. Tengo la intención de matarlo primero.

Coyote enarcó una ceja.

—¿Ah, sí?

Ren asintió con la cabeza mientras echaba un vistazo por la reducida estancia.

—La has cagado.

—¿En qué sentido? —le preguntó Coyote con la misma nota burlona en la voz.

Ren hizo aparecer una lanza similar a la que había usado el Espíritu Vengador para matarlo.

—Ahora no tienes a nadie con quien cambiar de lugar. —Aunque él podía usar sus poderes para teletransportarse, Coyote solo podía intercambiar posiciones con otra persona—. Yo no puedo matarme a mí mismo y el pobre Serpiente… ¿qué era lo que decía padre? Cuidado con el cáliz del que bebes, porque puedes contagiarte de la enfermedad que padezca quien haya bebido antes que tú.

—¿Eso fue lo que gritó mientras le rebanabas el pescuezo?

Ren negó con la cabeza.

—En realidad, murió riéndose.

—Lo entiendo. Los seres patéticos no pueden atacar de frente. Tienen que recurrir a las trampas para ganar.

Eso sí que era demencial en opinión de Ren.

—Yo no soy como tú, hermanito —dijo—. No hubo trampas. Le dije que iba a matarlo. De la misma manera que te lo estoy diciendo a ti. Él tomó la decisión de reírse en vez de huir. Al fin y al cabo, supongo que la estupidez es cosa de familia.

Coyote gritó, ofendido, y corrió hacia él blandiendo una maza. En vez de hacer aparecer la suya, Ren saltó para apartarse de su camino.

—¿Por qué no me atacas?

—Anukuwaya, viviste todos aquellos años a mi lado y jamás llegaste a conocerme, ¿no es cierto, hermano? Supongo que es justo, porque yo tampoco llegué a conocerte de verdad.

Coyote retrocedió.

—¿Qué quieres decir?

—Él no va a luchar —contestó Choo, que seguía en el suelo—. Ren se agazapa y observa a su oponente mientras este se agota haciendo posturitas. Y después, cuando ha descubierto su punto débil, tu hermano ataca con una precisión letal.

Coyote se lanzó a por él.

—¡Luchaste contra el Guardián!

—Pues sí. Pero porque, al contrario que tú, él me conocía y sabía cuál era mi punto débil. Lo usó para acicatearme y para que desoyera el sentido común.

—¡Yo conozco tu… tu… tu punto débil!

—No. Tú conoces mis defectos. No es lo mismo. De hecho, el Guardián y su hija me han enseñado muchas cosas sobre mí mismo y sobre los demás. —Se giró para evitar el siguiente ataque de Coyote.

—¿Alguna otra cosa además de hablar sin tartamudear?

—No. Eso es algo que le debo al Espíritu del Oso. Lo que me enseñó el Guardián es que nos hacemos más fuertes y más inteligentes a medida que aprendemos a compensar nuestros defectos. A diferencia de los demás, tenemos que adaptarnos rápidamente para poder controlar lo que otros dan por sentado.

Cuando algo se consigue con demasiada facilidad, jamás se aprende la habilidad de mejorar ni de adaptarse. Ni la de encontrar otra forma de hacer las cosas. Ni las más importantes: la determinación y la habilidad de aceptar las dificultades. Eso fue lo que me permitió luchar contra él durante un año. Como no era capaz de hablar sin que te burlaras de mí, aprendí a usar otras formas para comunicarme. Como estaba acostumbrado a que me hirieras todos los días, ni siquiera sentí sus golpes.

Ren se agachó para evadir otro ataque.

—Y como me enseñaste a odiarme, aprendí a valorar más a los otros. Luché contra el Guardián no por mí, sino por Búfalo. Si solo me hubiera preocupado mi muerte, le habría permitido que me cortara la cabeza para acabar con mi miseria. Pero temía que si me derrotaba, acabara matando a mi único amigo, dejándome solo de nuevo en el mundo. Por eso luché contra él con tanto empeño. Saqué fuerza de mis defectos. Tus burlas y tu crueldad fueron el alimento que necesitaba mi determinación para seguir adelante durante las horas más negras de mi vida. Y por eso, hermano, siempre estaré en deuda contigo.

Coyote lo atacó de nuevo.

Ren se hizo a un lado y le cogió el brazo.

—Pero las debilidades… son las armas más poderosas del universo. La debilidad no es un defecto físico. Tartamudear, tener una mano tullida o ser cojo no son debilidades. Las debilidades son las que llevamos en el corazón. Pueden motivarnos para llegar a lo más alto o pueden destruirnos. En otro tiempo, hermano, tú eras mi debilidad. Cuando me enfrenté a un jabalí sin las armas necesarias para luchar contra él… eso fue una debilidad. Me importaba más tu vida que la mía.

Coyote masculló:

—Nunca me quisiste. Lo hiciste para llamar la atención. «¡Miradme, soy un héroe! ¡Soy el mejor guerrero!». Todo lo que hacías, lo hacías para eclipsarme y lo sabes. Pero jamás te lo permití. Te demostré quién era el mejor.

Ren meneó la cabeza.

—Lo que me demostraste fue que eras un niño llorón que exigía toda la atención posible aunque siempre te la daban a espuertas. Pero no era suficiente. Me he pasado años cargando con la culpa de lo que te hice, torturándome por ello. ¿Alguna vez te has parado a pensar en lo que me hiciste?

—Nunca te hice nada para merecer que me torturaras. Era tu hermano y te quería. Sí, vale, te gasté algunas bromas pesadas. Pero eso es lo que hacen los niños. No había malicia.

Ren meneó la cabeza. Los actos de Coyote siempre habían estado cargados de malicia.

—Me mentiste y me robaste todo lo que pudiste. Cuando no te parecía suficiente, me insultabas y te burlabas de mí por cosas que no podía evitar.

—¡Tú me torturaste, cabrón!

Ren agarró a Coyote del pelo y le dio un tirón hacia atrás.

—Quiero que veas el pasado tal como fue, no a través de tus ojos.

Regresó con Coyote a la casita que Ren usaba como su hogar. A diferencia de su hermano, que se había quedado con el palacio después de la muerte de su padre, Ren sólo necesitaba un lugar modesto donde vivir.

Sospechó de las intenciones de su hermano en cuanto lo vio entrar.

—¿Qué quieres?

—Los planes para casarme con Mariposa siguen adelante y te traigo mi ofrenda para que asistas. —Coyote sonrió con simpatía—. Echo de menos a mi hermano. Solíamos sentarnos a hablar todas las noches.

No. Ren se encargaba de limpiar y afilar las armas de Coyote, y de prepararle la cama mientras este hablaba de la última mujer con la que hubiera estado y de todos los cambios que realizaría cuando fuera jefe. «Makah’Alay, tráeme vino. Comida. Un orinal». Coyote lo trataba como si fuera un esclavo y se burlaba de él constantemente.

Sin embargo, Ren no recordó nada de eso cuando su hermano entró en su casa.

—Pensaba que estarías furioso conmigo por lo que le hice a padre.

—Me convertiste en jefe. ¿Cómo voy a enfadarme por eso? Si padre hubiera sido más fuerte, te habría matado en vez de que tú lo mataras a él. —Coyote le ofreció una jarra de vino—. Brindemos por tu victoria y por mi posición. —Le indicó a Ren que bebiera—. Tú primero.

Ren confió en él sin pensar. No obstante, el efecto del veneno fue casi inmediato y cayó desplomado al suelo poco después de beber la «ofrenda» de su hermano. Mareado y dolorido, gimió a causa de los calambres que sentía en el estómago.

—¿Qu… qu… qué?

—¿Qu… qué he hecho? Te he envenenado, imbécil. ¿De verdad pensabas que te iba a dejar vivir para que ocuparas mi lugar? No. —Coyote le asestó una patada y lo dejó tendido de espaldas en el suelo. Después, lo inmovilizó con una rodilla e hizo ademán de apuñalarlo en el corazón.

Sin embargo, el Espíritu del Oso no estaba dispuesto a perder a su anfitrión. El colgante rojo relució y Coyote fue incapaz de atravesarle la piel. Lo mejor fue que la piedra absorbió el veneno que corría por su cuerpo y, al cabo de un instante, Ren estaba de nuevo en pie.

Agarró a Coyote por el cuello.

—¿Cómo te atreves? —rugió.

—Suéltame.

—¿Para que puedas envenenarme otra vez?

—No. Voy a volver a todos en tu contra. No te servirá de nada ser un líder cuando todos estén muertos.

Ren frunció el ceño al escuchar el razonamiento psicótico de su hermano.

—¿Por qué ibas a hacer algo así?

—Porque si no puedo ser el jefe, no voy a permitir que lo sea el retrasado de mi hermano.

—¡No soy un retrasado!

Coyote lo miró con cara de asco.

—Eres tan retrasado que ni siquiera te das cuenta de lo idiota que eres.

Ren lo estampó contra la pared.

Aunque estaba cojeando, Coyote se atrevió a reírse de él.

—¿De verdad crees que tus hombres te siguen? Siguen al Espíritu del Oso. Makah’Alay es una broma. Se burlan de ti a tus espaldas.

Ren lo agarró de nuevo.

—Vamos, pégame. Te reto a que lo hagas. No eres lo bastante hombre. Los dos lo sabemos —dijo Coyote.

—¡Cállate!

Coyote se rio con más ganas.

—No me des órdenes. Me niego a seguir a alguien tan asqueroso y tan tonto que ni siquiera una puta deja que le toque las tetas. ¿Te acuerdas? Le ofrecimos cuatro veces el dinero que quería y ni siquiera te las enseñó. Pero yo me la follé hasta que gritó como una perra en celo, desesperada porque se la metiera.

Ren, cuya furia era tal que casi podía palparla, devolvió a Coyote al presente donde nuevamente se estaban enfrentando.

—Te burlabas de mí. Cada vez que estaba a punto de liberarte durante aquel año, abrías la bocaza, me amenazabas y después me insultabas.

—Eras un cobarde.

—Sí, era un idiota cobarde y patético que pensó que si te obedecía y te lamía el culo lo suficiente y sin quejarme, a lo mejor así conseguía que me quisieras. Pero lo que he aprendido de la hija del Guardián es que el amor no se gana así. El amor no es una obligación. La lealtad no se entrega por obligación de la misma manera que tampoco se entrega el corazón. El amor es una emoción que nace del respeto mutuo y de la generosidad. El amor no es cruel y no juzga. Nace del deseo de soportar el peor sufrimiento posible por el bien de los demás. Pero cuando es real, no hay sufrimiento. Pensar en la cara de la persona a la que quieres, en el olor de su piel, ilumina la oscuridad hasta tal punto que destierra todo lo demás.

Coyote se burló de él:

—Felicidades, Makah’Alay. Por fin has permitido que una puta te convierta en una mujer.

Ren lo alejó de un empujón. En ese momento, cuando estaba a punto de quitarle la vida, escuchó pasos que se acercaban a la carrera.

Coyote rio.

—Gracias por el emotivo discursito, hermano. Ahora, permíteme enseñarte cómo manejan los hombres estas cosas. Creo que no conoces a Chacu, mi nuevo amigo. Pero tal vez recuerdes a sus hombres, a los que encerraste en el infierno. Te aseguro que ellos sí que se acuerdan de ti.

«Mierda —pensó—. Lo siento, Espíritu del Oso».

Su hermano acababa de liberar al único ejército que podía matarlo.

Con piedra demoníaca o sin ella.