Aquerón Partenopaeo se detuvo al entrar en la habitación de Kateri. Aunque era una casa modesta, resultaba muy acogedora.
Como su casa de Nueva Orleans.
Esbozó una sonrisa al pensar en su mujer y en su hijo. Estaba deseando tenerlos de nuevo en casa una vez que todo ese espantoso asunto se solucionara.
Si no acababan todos muertos.
Su madre estaría encantada de escuchar sus dudas. Pero no quería pensar en ella en ese momento. Debía encontrar la piedra del tiempo de Kateri y devolvérsela. El tiempo se acababa y las puertas que contenían el mal estaban casi transparentes a esas alturas.
—Joder, sí que hay piedras —murmuró al ver la colección de minerales de Kateri.
Había muchas más en cajas que almacenaba en el garaje y en un gran montón, colocadas en el porche trasero. En la vida había visto nada semejante.
Esa mujer estaba obsesionada.
—Ha pasado mucho tiempo, Aquerón.
Se quedó petrificado al escuchar una voz que hacía siglos que no escuchaba. Cuando se volvió, descubrió a la sabia curandera que había conocido la última vez que se vio obligado a detener el Apocalipsis.
—Ixkib. ¿Qué tal estás?
—No tan bien como me gustaría, pero me alegro de contar con tu ayuda, viejo amigo.
—Yo también me alegro de estar por aquí para ayudarte.
La mujer se echó a reír. Y así fue como supo que no se trataba de la verdadera Ixkib. Aunque eran idénticas, su risa no era la misma. El temor se apoderó de él.
—¿Quién eres?
—Me conoces.
Aquerón se devanó los sesos, pero le resultó imposible dar con su identidad.
—No, no te conozco. —Sin embargo, acababa de pronunciar esas palabras cuando comprendió que se equivocaba. Sí que la conocía—. Tiva.
La diosa que enredaba el tiempo. Mientras su hermano gemelo se aseguraba de que el tiempo transcurriera de forma ordenada, Tiva existía para destruir vidas.
Zev era el Tiempo.
Tiva era el Destiempo.
—Siempre has sido muy listo —dijo ella, que chasqueó la lengua—. Por cierto, gracias por conducirme hasta aquí. Te lo agradezco mucho. Jamás habría encontrado este sitio sin ti. —Se alejó para mirar en el interior de una de las cajas.
Ash la apartó.
—No puedo permitir que hagas eso.
Ella lo miró con cara de asco.
—No puedes detenerme.
—Ah, sí que puedo. —Ash sintió que su cuerpo comenzaba a brillar al liberar sus poderes divinos—. ¿Quieres que te lo demuestre?
Kateri estaba muerta de la preocupación por Ren. La inquietud no la abandonaba ni aún después de que se hubieran vestido con ropa normal y él le hubiera asegurado que se encontraba bien. Algo no encajaba.
Mientras él descansaba en su cama, Kateri se escabulló en busca de una taza de café. Se sentó a la mesa de la cocina con Cabeza, que había vuelto poco antes para informarles de que Sasha estaba recibiendo tratamiento para sus heridas y se recuperaría por completo.
Kateri colgó el teléfono y sonrió a Cabeza.
—Sunshine dice que todos están bien y que Rain la está desquiciando. Quiere que nos apresuremos y volvamos a casa antes de que se vea obligada a matarlo.
Cabeza se echó a reír.
Una vez recuperada la seriedad, Kateri se pasó una mano por el pelo.
—Sigo sin entender cómo es posible que me esté pasando todo esto. Entiendo que Sunny no es una india americana pura porque su madre no lo es, pero…
—Tu abuela era una mujer muy especial —la interrumpió Cabeza—. Mucho antes de que la historia se recogiera por escrito, se produjo una batalla feroz entre nuestros pueblos. Ahau Kin era el dios del inframundo y del tiempo, y tuvimos mucha suerte de no encontrarnos con él mientras estábamos en Xibalbá. Aunque es posible que a Ren le hubiera encantado su sangre. ¿Por qué arriesgarse? En cualquier caso, sabes de quién te estoy hablando, ¿verdad? Casi siempre aparece en el centro de nuestros calendarios.
—El dios con cabeza de jaguar. Ren ya me lo ha contado y me dijo que Ahau Kin fue el padre de los anikutani.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Cuando las demás tribus atacaron a la de Ren, enfurecieron a Ahau Kin de tal forma que los maldijo y los dividió para toda la eternidad. Su intención fue la de desterrar a la Humanidad de este plano de la existencia y enviarla al inframundo para no tener que verlos jamás.
Las palabras de Cabeza hicieron que Kateri recordara un suceso en particular. Un pueblo pequeño y oscuro, en llamas. Ahau Kin caminaba por el centro del lugar, asegurándose de que no había supervivientes.
De repente, vio a una muchacha que llevaba en brazos al hijo de su vecina en un intento por protegerlo.
El dios se acercó para matarlos, pero en vez de acobardarse, la muchacha se mantuvo firme.
—¡Lo que estás haciendo está mal! —le gritó sin miedo—. Se supone que debes ser mejor que nosotros, pero no lo eres, ¿verdad? Mi padre siempre decía que ser un imbécil con los demás no hace que uno se sienta mejor, y si ese es el caso, lo siento mucho por ti. Debe de ser espantoso ostentar todo el poder del universo y ser incapaz de enfrentar las cosas de otra forma.
Sus palabras dejaron pasmado al dios. Una humana insignificante se había atrevido a plantarle cara. Sin armas.
Con palabras.
Semejante valor y sabiduría procedentes de una muchacha tan oven y pura lo conmovieron. Despertaron su admiración y por ese motivo fue incapaz de matarla. En cambio, la tomó como concubina y juntos engendraron cien hijos y treinta hijas.
Por primera vez en la historia del universo, Ahau Kin fue verdaderamente feliz. Pero los actos que cometió en contra de los habitantes de la Tierra ocasionaron una fisura en el cosmos.
Un desequilibrio en las fuerzas, ya que la oscuridad había aumentado por culpa de su odio.
El mal invadió el mundo, devorándolo todo a su paso. Y fue directo a por la familia humana del dios.
Para salvar a los niños a los que tanto quería y evitar su muerte, Ahau Kin ahuyentó dicha oscuridad, la desterró al otro lado del cielo, donde el árbol de la vida servía de puente entre el mundo de los humanos y el mundo de la oscuridad. Allí fue donde desterró a la oscuridad para que no pudiera hacerle daño a su familia.
Sin embargo, la oscuridad era fuerte y se negaba a permanecer en ese lugar. Ahau Kin lo supo nada más sellar la puerta.
—A partir de este momento, siempre que el sol del solsticio de invierno pasa sobre el arquero celestial, las puertas del cielo se abren. —Kateri escuchó la voz de su abuela mientras le contaba la historia—. Y de esas puertas surge toda la oscuridad y todo el mal que esta conlleva, que descienden por el tronco del árbol sagrado para sembrar el caos en la Tierra y perseguir a los hijos de Ahau Kin.
Para salvar a sus hijos y a aquellos que estos protegían, el dios arrancó un trocito de sol y lo encerró en una piedra especial. Cada vez que las estrellas se alineaban con el solsticio y la puerta se debilitaba, permitiéndoles abandonar su encarcelamiento, la Ixkib, la jaguar que descendía directamente de la esposa de Ahau Kin, debía usar dicha piedra para ahuyentar la oscuridad del mundo y encerrarla de nuevo, reiniciando de esa forma el calendario hasta la siguiente alineación estelar. Sin embargo, si sus hijos llegaban a extinguirse, también se extinguiría el mundo de los hombres.
Kateri era la última descendiente de dicho linaje. Su madre fue designada como la Ixkib. Y la oscuridad lo sabía. Había ido a por ella y la había matado.
De la misma forma que mató a su abuela. El intruso que se coló en su casa jamás fue encontrado porque fue un demonio quien la mató.
El único motivo por el que Kateri había sobrevivido fue porque su padre y su padrastro la mantuvieron segura y la ocultaron del mal que ansiaba su muerte. De no ser por ellos, habría muerto cuando era niña.
Gilipolleces. Jamás había querido creerlas. Pero a esas alturas sabía que todo era cierto.
Por eso jamás había estudiado historia maya. Su padre le había inculcado una aversión por dicha cultura, para mantenerla alejada de todo aquello que pudiera indicarles su paradero a sus enemigos.
Y su abuela, que sabía que algún día la piedra del tiempo le pertenecería, le enseñó a amar y a coleccionar piedras y minerales. La combinación de sus fuerzas mantenía protegida la piedra del tiempo, fuera del radar de aquellos que querían destruirla.
En su mente, Kateri vio exactamente la piedra que necesitaba. Qué absurdo no haberla reconocido de inmediato, pensó.
Su abuela siempre la llamaba «El Ojo del Sol», y aseguraba que era la piedra más poderosa de toda su colección. Era del mismo color naranja que la bandera cherokee con sus siete estrellas, una por cada tribu de la nación cherokee y el mismo número de las Pléyades, y una solitaria estrella negra situada en la esquina superior para simbolizar a aquellos que habían muerto trágicamente durante El Sendero de Lágrimas. La misma oscuridad contra la que debían proteger el mundo.
Por ese motivo, incluso la bandera de la paz mostraba la constelación Yonegwa, la Osa Mayor. Siete estrellas rojas sobre un fondo blanco.
Era una piedra que sólo se encontraba en México. Los ópalos de fuego mexicanos eran muy inusuales, pero de vez en cuando se descubría alguno que mostraba ese color, además del habitual de los ópalos negros y blancos que se descubrían en el resto del mundo.
De niña, Kateri solía creer que el ópalo de su abuela le sonreía. Que estaba intentando contarle un secreto.
Por fin sabía qué secreto era.
El ópalo de su abuela procedía directamente del sol. Una ironía en toda regla, teniendo en cuenta que formaba parte de un collar que a Kateri siempre le había recordado un sol de estilo maya…
Increíble.
Miró a Cabeza con el ceño fruncido.
—¿Qué tengo que hacer con ella?
—En la pared de una cueva que solo puede ver un Guardián, hay un mural donde están representados un Pájaro de Trueno y un colibrí. Tendrás que colocar el kinichi, el ojo del sol, en uno de sus picos, aquel en el que se encuentre el aliento del Pájaro de Trueno, para que pueda llevarla hasta el cielo y así ahuyentar a la oscuridad. Una vez logrado, la piedra regresará a tu poder.
—¿Y dónde se encuentra este mural?
—En el Valle del Fuego.
De ahí que la hubieran llevado a Las Vegas. El Valle del Fuego era el lugar donde su padre se refugió para sanar de las heridas resultantes de su batalla con Ren. En el corazón del valle existía una cueva que era primordial, ya que se encontraba en la intersección entre las puertas del mundo humano y las de aquellos planos que nadie quería que se abriesen.
La verdad, preferiría no creer en nada de eso.
Pero cada vez que ese pensamiento cruzaba por su mente, escuchaba la voz de su abuela: «No hace falta que creas en algo para que sea real».
Qué razón tenía su abuela cuando afirmaba tal cosa.
Kateri miró a Cabeza.
—¿Alguna vez te has sentido tan agobiado por la responsabilidad que lo único que te apetece hacer es acurrucarte en la cama y vegetar?
—Sí, pero me pasó en mitad de una batalla y no podía hacer realidad ese deseo. —Levantó la taza de café a modo de silencioso saludo—. Igual que te pasa a ti, bonita. No puedes perder el tiempo.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Puedo preguntarte algo?
—He bajado la tapa. Te lo juro.
La inesperada respuesta le arrancó una carcajada a Kateri.
—No, en serio. ¿Por qué hablas con acento mexicano si eres maya?
—Porque si usaba mi lengua materna, nadie me entendía salvo Aquerón y unos cuantos Cazadores Oscuros más. Así que aprendí a hablar español en México. Después pasé dos mil años en España y en Portugal antes de que me permitieran volver a mi hogar.
—¡Vaya! —exclamó—. Es increíble.
—Increíble no sé, pero largo sí. Al principio me costó mucho acostumbrarme. Las cosas allí eran muy diferentes. Tardé un mes entero en aprender a abrocharme correctamente los pantalones. Y pasé unos cuantos bochornos sobre todo cuando tenía que explicar por qué se me escapaban los daimons y yo acababa con los pantalones en los tobillos. Por desgracia, en aquella época no teníamos Google para buscar cómo se hacían las cosas. Fue un período muy, muy duro.
Kateri rio de nuevo. Cuando Cabeza bajaba las enormes defensas tras las que se protegía, era un tío muy simpático.
—Aprovechando que estás tan parlanchín, ¿por qué te llaman Cabeza? Necesito saberlo.
Él le regaló una sonrisa mordaz.
—Siempre digo que es por las cabezas que coleccionaba durante las batallas.
—Pero esa no es la verdad, ¿a que no?
Cabeza hizo un gesto negativo. Lo rodeó un aura de tristeza y guardó silencio unos segundos.
—Cuando era pequeño… tenía unos diez años, el padre de Chacu mató a mi hermano mayor. Fue una época sangrienta en Tikal. El Reino de la Serpiente nos atacaba constantemente. En uno de esos ataques, fueron tras un grupo de niños e hirieron a varios. Mi hermano mayor se quedó rezagado para concentrar el ataque enemigo y que los demás pudieran huir. Al final lograron salvarse, pero a mi hermano le costó la vida. Apenas tenía quince años y no duró mucho contra un grupo de guerreros experimentados. Esos cabrones le cortaron la cabeza y después jugaban a la pelota con ella. Cuando mi madre lo descubrió, se le partió el corazón de nuevo. Decía que era como si lo mataran otra vez cada vez que lo hacían. Decía que jamás podría dormir mientras siguieran deshonrándolo. No podía soportar verla sufrir de esa forma, así que un día me colé en la capital de su reino, encontré la cabeza de mi hermano y la llevé de vuelta a casa para que mi madre pudiera dormir otra vez.
Kateri se llevó una mano al corazón con los ojos llenos de lágrimas.
—Qué horrible. Lo siento mucho.
Cabeza se encogió de hombros.
—Para mí fue horrible, sí. Para mi madre fue mucho peor. Yo perdí un hermano. Ella perdió un hijo. Muchísimo peor. —Carraspeó—. Mi tío estaba un poco loco. Así que empezó a llamarme Cabeza para celebrar mi valor y mi lealtad. Para recordarme, a mí y a los demás, que lo más honorable no es vivir de forma egoísta, sino correr riesgos para hacer felices a los seres queridos. Solía decir que ser un hombre no consistía en matar, en conseguir cosas, en demostrar tu valía o en seducir mujeres. Decía que ser un hombre consistía en estar dispuesto a dar la vida con tal de no ver a tu familia llorar o con tal de que no la humillaran.
—Tenía razón.
—Pues sí, la tenía. Por eso sigo llevando ese nombre todavía, en su honor.
—De ese modo lo honras a él y a toda tu familia.
Cabeza apartó la mirada, pero no antes de que ella atisbara la vergüenza que ensombreció su expresión. Estaba a punto de preguntarle el motivo, pero lo pensó mejor. Lo que hubiera sucedido en el pasado era una fuente de dolor para él. Agradecía muchísimo que sus poderes no se lo mostraran en una visión. Porque si un niño de diez años se había visto motivado a colarse en una ciudad enemiga para recuperar la cabeza de su hermano… debía de ser un pasado muy duro.
Y algunos recuerdos eran demasiado espantosos como para compartirlos.
—Creo que voy a ver cómo sigue Ren.
Él hizo un gesto afirmativo, pero no habló.
Kateri titubeó en la puerta y miró hacia Cabeza. Se había quitado el anillo que llevaba en el dedo meñique y lo estaba acariciando distraídamente. Mientras lo hacía, Kateri vio a una mujer preciosa. Menuda y muy dulce. Aunque no sabía quién era, lo dejó con sus recuerdos y se encaminó hacia la habitación de Ren.
Lo encontró dormido. Preocupada, se sentó en la cama y le puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre. En cuanto lo tocó, abrió los ojos, que todavía eran azules, y frunció el ceño.
—¿Cómo he llegado hasta aquí?
—¿No te acuerdas?
Ren trató de hacer memoria. Recordó que había visto a la Zahorí del Viento y después… nada.
—Nos estaban atacando. Eso es lo último que recuerdo.
—¿No te acuerdas de que atacaste a un dios y de que te bebiste su sangre?
Sus palabras hicieron que Ren diera un respingo.
—Dime que eso no es verdad.
Kateri asintió con la cabeza.
Ren sintió que se le revolvía el estómago. Eso era lo malo de beber sangre sobrenatural. Los efectos secundarios eran letales y la indigestión, brutal.
—¿Qué dios?
—Mierda… ¿Cómo lo llamó Cabeza? El que está casado con la diosa del suicidio.
La cosa empeoraba por momentos.
—¿Chamer?
—Ese.
Ren apretó los dientes.
—Buenos, al menos tardaré un tiempo en tartamudear.
Ella abrió unos ojos como platos.
—¿Beber sangre te ayuda a no tartamudear?
—Sí, una putada, ¿verdad?
—Bueno, no sé qué decirte.
—¿Cómo hemos vuelto? —le preguntó de nuevo, volviendo al tema inicial.
—Acojonaste al dios de tal manera que nos expulsó del inframundo y nos mandó aquí. Gracias, por cierto. ¿Quién iba a pensar que solo necesitabas hacer eso para liberarnos?
Ren pasó por alto su sarcasmo ya que su mente era un hervidero de pensamientos. El Espíritu del Oso debió de poseerlo, de ahí que hiciera lo que hizo. Sintió un nudo en el estómago por el miedo de que Kateri hubiera sido testigo de todo.
—¿Estaba…?
—¿Poseído? Si me lo preguntas, es por algo.
Estaba poseído y ella lo había visto todo. Joder. En ese momento se quedó petrificado porque recordó que Kateri lo había ayudado. De algún modo, había logrado sortear al demonio para llegar hasta él.
Igual que hizo su padre.
Bueno, no solo hizo eso. El Guardián le dio una buena paliza hasta conseguirlo. Así que prefería el método de Kateri. Sin embargo, le alegraba que su padre no hubiera intentado nada semejante. Que su padre lo abrazara como un amante era más asqueroso que la idea de beber sangre divina.
Con razón tenía la resaca que tenía.
Algo que no debería sentir si fuera un Cazador Oscuro.
—¿De qué color tengo los ojos?
—Son azules.
Joder, joder…
—Por cierto, cuando llevas la armadura demoníaca estás de muerte… —Kateri aspiró el aire entre dientes—. Madre mía, me pusiste a cien.
Ren ni siquiera recordaba haber usado sus poderes para cubrirse con la armadura.
—Mi nodriza me otorgó la habilidad de hacerla aparecer. Pero la armadura fue un regalo de mi madre.
—¿En serio?
Él asintió con la Cabeza.
—Después de mi muerte, Artemisa apareció con ella y me dijo que podía usarla con mis poderes demoníacos.
—Un buen regalo.
—Habría preferido contar con mi madre.
—Lo sé, cariño. —Se acostó a su lado y le colocó una mano sobre el corazón.
Ren cerró los ojos mientras su olor lo embriagaba de nuevo. Entre su olor y el roce de su mano, se le puso dura al instante. Pero lo peor eran las emociones que despertaba en su interior. Emociones que lo hacían desear estar con ella de esa forma para siempre.
Emociones que se descontrolaron cuando sintió que su aliento le rozaba un pezón mientras le acariciaba el pecho, trazando círculos con los dedos.
—Kateri, me estás matando.
Ella se incorporó para mirarlo a los ojos.
—No era mi intención, cariño.
No obstante, cuando bajó la mirada y vio sus pechos a través de la camisa, supo que se encontraba en estado terminal.
La sonrisa de Kateri se tornó seductora mientras descendía por su cuerpo dejando a su paso un reguero de besos. Ren sufrió una sobrecarga sensorial. ¿Por qué no pudo encontrarla cuando era humano? Su vida habría sido radicalmente distinta si se hubieran encontrado entonces.
Pero Kateri no había nacido todavía. No nació hasta muchos siglos después.
«¡Qué asco, soy un viejo verde!», pensó. Un viejo lo bastante viejo como para ser el tatarabuelo de Kateri un millón de veces.
Esa idea se desvaneció de inmediato en cuanto ella empezó a chupársela. Ren gimió al sentir el roce de su lengua, tras lo cual le colocó una mano en una mejilla. Le acarició la sien con el pulgar. Era tan guapa… Tan perfecta…
Y verla así, dándole placer…
«¿Cómo voy a dejarla marchar?».
Sin embargo, sabía muy bien que no podía mantenerla a su lado. No cuando era un demonio. No cuando era el esclavo del Espíritu del Oso. Tendría que encontrar el valor necesario para alejarse y seguir viviendo la eternidad sin ella.
La simple idea le provocó una punzada en las entrañas. Por primera vez en su vida se imaginaba envejeciendo al lado de otra persona. Se imaginaba con una familia…
Durante su etapa mortal, esas ideas eran conceptos lejanos e indefinidos. Pero en ese momento los veía con una claridad meridiana y la mujer con la que se veía compartiendo la vida era Kateri.
El Espíritu del Oso había encontrado un nuevo infierno al que enviarlo.
Kateri titubeó porque sintió que Ren se tensaba. Temerosa de haberle hecho daño, se apartó y vio que lucía una expresión muy erótica. Feroz y sensual. La instó a subir de nuevo por su cuerpo hasta que estuvo tendida sobre él y le dio el beso más increíble de su vida. Sintió el roce de sus colmillos en los labios mientras le enterraba las manos en el pelo para aferrárselo con los puños sin hacerle daño. Era como si estuviera tratando de devorarla. El beso la dejó sin aliento y sin fuerzas.
Mientras rodaba con ella para invertir sus posiciones, usó sus poderes a fin de desnudarla. Los músculos de sus brazos se tensaron mientras le lamía una oreja con tal maestría que Kateri creyó ver estrellas. Sus manos parecían tocarla por todos sitios a la vez, explorando y acariciándola, aumentando el placer hasta hacerla perder el sentido.
Ren se incorporó para mirarla a los ojos un instante antes de penetrarla.
Cuando lo hizo, Kateri gritó por la maravillosa sensación de sentirlo tan adentro. Ren se mordió el labio inferior y comenzó a mover las caderas, hundiéndose en ella hasta el fondo. Nadie le había hecho el amor de esa manera, pensó ella. Como si fuera el aire que respiraba.
Ren bajó el torso, le frotó una mejilla con la suya y la estrechó con todas sus fuerzas. No quería dejarla marchar. No quería apartarse jamás de sus brazos.
Por primera vez en su vida comprendía lo que significaba pertenecer a otra persona. En cuerpo y alma. Haría cualquier cosa por ella. Se arrastraría desnudo sobre un lecho de cristales en la fosa más profunda del infierno con tal de hacerla sonreír.
Cuando Kateri se corrió entre sus brazos, gritando su nombre, Ren descubrió un paraíso cuya existencia desconocía hasta ese momento. Un paraíso que sabía que jamás volvería a pisar.
«¡Esas zorras de las Moiras!», pensó.
Pero también era culpa suya, por ser tan imbécil y haber destrozado su vida de esa manera.
Cerró los ojos con fuerza y se corrió, estremeciéndose sin dejar de abrazarla. Kateri le pasó las manos por la espalda mientras le acariciaba el cuello con los labios, atormentándolo con una tierna lluvia de besos.
—Ren, ¿estás bien?
«No», contestó para sus adentros. Una vez que desapareciera de su vida, jamás estaría bien.
Pero no podía decirle eso.
—Estupendamente. ¿Y tú?
—Estoy preocupada por ti. Percibo algo, pero no sé lo que es.
—Se llaman «nervios».
Ella resopló.
—Esos los conozco muy bien. Aparecieron todos juntos en pandilla la semana previa a la lectura de mi tesis.
Ren no replicó a la broma mientras se apartaba a regañadientes de ella y se colocaba de espaldas. Kateri se acurrucó contra él y suspiró, satisfecha.
Así que eso era lo que se sentía llevando una vida normal, pensó.
Jamás lo había experimentado con anterioridad. ¿Cómo podía un hombre disfrutar de algo tan valioso y desear todavía más?
Kateri observó las emociones que cruzaban por el rostro de Ren, deseando poder identificarlas. Lo único que tenía claro era que estaba preocupado por algo.
Muy preocupado.
—Bueno… —dijo, alargando la palabra—. Si sobrevivimos a todo esto, ¿qué pasará con nosotros?
—Retomarás tus clases y…
—No. No me refería a nosotros como dos personas separadas. Me refería a nosotros como pareja.
Ren dio un respingo, asaltado por un repentino dolor. Nunca había tenido pareja. Nunca había tenido una mujer que quisiera compartir un futuro con él.
Era algo que ansiaba con locura… con desesperación.
«Si tuviera mi alma, la vendería para poder seguir a tu lado…».
Algo tan imposible como que los cerdos volaran. Tragó saliva para deshacer el nudo que sentía en la garganta. Aunque no quería estropear el momento, se veía obligado a destrozar el único corazón que lo había querido en la vida.
«Soy un cabrón».
—No somos una pareja, Kateri. Nunca lo seremos.
Ella contuvo el aliento mientras recibía el impacto de esas palabras como si fuera una patada en los dientes.
«¿Es que no te lo esperabas? ¿Por qué te sorprendes tanto?», se preguntó.
Ren era un guerrero inmortal. Ella era una geóloga. Además del sexo de alto voltaje, ¿qué otra cosa tenían en común?
Nada de nada.
Ren le ladeó la cabeza para que lo mirara a los ojos.
—¿Estás bien?
Ella asintió, renuente a delatar lo mucho que le dolía su rechazo.
—Sí. Ren, soy una adulta. No soy una de esas románticas bobaliconas que espera un anillo de compromiso solo porque nos hemos acostado. Al menos no he sido un rollo de una noche. —Se levantó para ir al cuarto de baño.
Él apretó los dientes al ver el dolor que se reflejaba en sus ojos.
«Eres la única mujer a la que he querido en la vida», dijo en silencio.
Era la única mujer a la que querría en la vida.
Pero el amor no era para las criaturas mestizas como él. No debería serlo. Había destruido demasiadas vidas. No se merecía la felicidad después de habérsela arrebatado a tantos otros. Ni siquiera merecía la breve felicidad que había conocido junto a Kateri.
Se colocó un brazo sobre los ojos e intentó desterrar sus emociones y sus pensamientos. En cambio, rememoró un momento de su adolescencia y de la de Coyote.
—¿Te has enterado? Choo Co La Tah va a casarse.
Ren frunció el ceño al escuchar a su hermano.
—¿Ya?
Este asintió con la cabeza.
—Sus padres lo han arreglado todo. Me han dicho que la novia es muy guapa. No tanto como lo será la mía, estoy seguro, pero me alegro por él.
—Creo que… que… que hay cosas más im… im… importantes que el aspecto.
Coyote estalló en carcajadas.
—No… no… no pienses tanto, Makah’Alay. Es vergonzoso. ¿Existe algo más importante que el aspecto?
Ren detestaba que Coyote se burlara de él. Si ya resultaba doloroso cuando lo hacían los demás, en el caso de su hermano era mucho peor. Renuente a que siguiera burlándose de él, se encogió de hombros.
Coyote suspiró.
—¿Te imaginas lo que debe de ser tener todas las noches en la cama a una mujer que te pertenece? ¿A una mujer con la que puedas hacerlo durante toda la noche sin que te diga que no porque es tu esposa? Ah, perdona. Siempre se me olvida que sigues siendo virgen. Tenemos que solucionar ese problemilla. ¿Quieres ir otra vez al burdel?
Ren negó con la cabeza, espantado. La última vez que cometió ese error, la prostituta lo rechazó.
«No atendemos a retrasados mentales. Llévalo a otro sitio».
Durante las semanas posteriores al episodio, se vio obligado a soportar los comentarios de Coyote, que repetía sin parar que no sabía que las putas fueran quisquillosas y que debía de resultar horrible ser tan patético que ni siquiera podía comprar una puta durante una hora.
Coyote le dio una palmada en la espalda.
—Pobre Makah’Alay. Ten fe, hermano. Estoy seguro de que en algún lado hay una puta que te aceptará algún día.
Ren suspiró. A lo largo de los once mil años de su existencia solo había encontrado a dos mujeres que habían accedido a acostarse con él. Una había sido una zorra inmortal que le había robado su humanidad.
La otra era una mujer decente que le había entregado su corazón.
Ansioso por aliviar el dolor que le había ocasionado, se levantó y fue hacia el cuarto de baño. Se detuvo al escucharla llorar en la ducha. Sus sollozos lo golpearon con tanta fuerza que dejó de respirar durante un minuto.
Incapaz de soportarlo, se acercó a la ducha y descorrió la cortina. Ella jadeó y siguió llorando, pero con más sentimiento si cabía.
Ren la abrazó y la estrechó con fuerza.
—Te quiero, Kateri —susurró—. Eres la única persona que he querido en toda la vida. Vendería un riñón para comprarte unos zapatos y Vendería mi alma con tal de verte sonreír.
Kateri se estremeció al percibir la sinceridad de su voz. Ren hablaba en serio.
—Entonces ¿por qué has dicho que…?
—Porque no puedo estar contigo. Una vez que reiniciemos el calendario, debo regresar a mi puesto y tú… al tuyo.
—¿Por qué? Sundown era un Cazador Oscuro. Talon, también. Y ahora están casados. ¿Por qué no podemos estar juntos nosotros?
Porque ellos eran más afortunados que él. Y porque no habían vendido su libertad a cambio de recuperar la vida de su pareja.
—Por favor, Kateri, no llores. No soporto verte triste.
—Lo siento. —Ella retrocedió un poco para dejarle sitio en la ducha—. Yo también te quiero, lo sabes, ¿verdad?
Ren saboreó el regusto de esas palabras que jamás había pensado que podría escuchar. Eran incluso más bonitas cuando se pronunciaban de corazón.
Kateri se sorbió las lágrimas, enjabonó la esponja y comenzó a lavar a Ren.
—¿Tus ojos siempre han sido azules? —le preguntó mientras acariciaba con delicadeza el tatuaje del doble arco y la flecha que tenía en la cadera izquierda.
Él asintió con la cabeza.
—Durante mucho tiempo creían que estaba ciego. Tardé años en hacerles entender que veía perfectamente.
—Supongo que los has heredado de tu madre.
—Sí, y mi padre los odiaba. Decía que era como verla de nuevo y que mirarlos le ponía los pelos de punta por el asco. A veces me abofeteaba de buenas a primeras, solo por esa razón.
—¡Es espantoso!
Él se encogió de hombros.
—Lo creas o no, al final te acostumbras. Como sabes que te van a pegar por algo, cuando sucede ni te inmutas. Además, los bofetones no dolían tanto. Los prefería a sus insultos.
Kateri no imaginaba que la abofetearan por un rasgo físico con el que había nacido. Con algo que no se podía evitar.
Por algo tan bonito e inusual.
—Ren, creo que eres la persona más fascinante de este planeta.
Él frunció tanto el ceño que bien podrían haber sembrado maíz en los surcos que le salieron en la frente.
—¿Por qué?
Si no se lo hubiera preguntado con tanta duda y confusión, Kateri se habría echado a reír. Pero en realidad Ren no lo entendía.
—Naciste de dos culturas antiguas muy diferentes. Tu madre era una diosa, Ren. Una diosa griega que te quiso tanto que le pidió a otra diosa que te cuidara. Me dijiste que entendías a Apolimia. Aunque tu madre no intentó destruir el mundo por ti, tú eras su mundo. Te quiso tanto que el peor castigo que Zeus pudo imponerle fue exiliarla al cielo en forma de cometa para que jamás viera de nuevo a ese bebé que tanto quería. Y sí, tu padre era un capullo, pero también era el jefe de una tribu de guerreros legendarios. Tú fuiste uno de esos guerreros de los que todavía se habla con asombro y admiración. Lideraste un ejército. Sí, fue un ejército del mal, pero lideraste a un ejército de demonios. Por tus venas corre sangre demoníaca y ostentas sus poderes. Y luchaste contra mi padre durante un año y un día. ¡Ren, por Dios! Eres el hombre más fascinante que he conocido en la vida. Tu poder procede de tres culturas distintas. ¿Cuántos pueden decir lo mismo, eh? Es impresionante. Tú eres impresionante.
Esas palabras hicieron que a Ren se le acelerara el corazón.
No, no fueron las palabras. Fue la pasión con la que Kateri las pronunció. Porque todas y cada una de ellas eran sinceras. No las pronunció con intención de adularlo porque quisiera algo de él. Lo había dicho con sinceridad.
—Kateri, me encanta la imagen que tienes del mundo. —Pero sobre todo, le encantaba la imagen que tenía de él.
Mientras le enjabonaba el pecho, Kateri se detuvo para contemplar el colgante.
—¿De dónde ha salido? Antes no lo tenías.
Ren titubeó. No quería mentirle, pero no podía decirle la verdad ni mucho menos.
—Del mismo sitio que la armadura.
—Ah, pues es muy mono.
—Gracias —replicó con sequedad—. Justo lo que pretendía.
Ella soltó una carcajada al captar el sarcasmo.
—Lo siento. Pero que sepas que te queda muy bien, estás muy masculino.
Si ella supiera… pensó.
Jamás podría quitárselo y mientras lo llevara puesto, el Espíritu del Oso podría llamarlo estuviera donde estuviese.
En cualquier momento.
«Mientras lo lleves puesto, Kateri estará a salvo».
Eso era lo único que hacía soportable su esclavitud.
—Oye, Ren —lo llamó Sundown desde el pasillo—, ¿estás ahí?
—Ajá.
—¿Has visto a Kateri?
Ren esbozó una sonrisa torcida.
—Pues sí.
—¿Dónde está?
Abrió la boca para contestar, pero no supo qué decir. No quería avergonzarla. Seguro que a ella no le apetecía que supieran que se estaba acostando con él.
Sin embargo, antes de dar con una respuesta adecuada, fue ella la que dijo:
—Estoy en la ducha con él.
—¡Vaya por Dios! Lo siento mucho. No quería molestaros. En absoluto. Ya os lo cuento después. No hace falta que os apresuréis ni mucho menos. Tomaos el tiempo que necesitéis. Nosotros… esto… nosotros vigilamos el fuerte. Me voy ahora mismo.
Ren se sintió fatal al escuchar que Ren se alejaba por el pasillo.
—Lo siento, Kateri. No pretendía avergonzarte.
Ella enarcó una ceja al escucharlo al tiempo que empezaba a acariciársela con una mano.
—No me has avergonzado, cariño. Me da igual que se entere. Si quiere, que lo grite desde el tejado.
Esa reacción era tan distinta de la habitual que Ren tardaría bastante en acostumbrarse.
Kateri se tomó su tiempo para enjabonarlo y lo hizo de forma concienzuda. Cuando acabaron, ya no quedaba agua caliente y en el exterior reinaba la más completa oscuridad. Ren no quería vestirse ni alejarse de ella, pero el fin del mundo no era algo que se pudiera aplazar.
Mientras se secaba el pelo con una toalla, fue hacia el salón, donde descubrió que Aquerón estaba con Urian, Sundown y Cabeza. No obstante, tardó unos segundos en reconocer a su líder, ya que se había cortado el pelo.
Eso sí que era aterrador.
—¿Qué te ha pasado? ¿Has perdido una pelea con unas tijeras o qué?
Aquerón puso los ojos en blanco.
—Joder, lo que me queda por aguantar hasta que me crezca… ¿Qué es más importante, el Apocalipsis o mi corte de pelo?
Kateri se detuvo en el pasillo al escuchar una voz ronca y desconocida cuyo acento jamás había escuchado. Así que ese era el misterioso Aquerón Partenopaeo que lideraba a los Cazadores Oscuros.
El hijo de una diosa que había estado a punto de destruir el mundo por lo que le habían hecho.
Entró en el salón muerta de la curiosidad y lo que vio la dejó pasmada. Aunque no sabía qué esperaba encontrarse, desde luego que no era lo que estaba viendo.
El Señor Maligno acababa de entrar en la casa. Se quedó boquiabierta al ver al tío tan altísimo que acababa de unirse al grupo. Debía de medir algo más de dos metros de altura, tenía el pelo negro y corto, y su cara parecía haber sido esculpida a la perfección en un bloque de granito. Lo rodeaba un aura tan siniestra y poderosa que Kateri sintió que se le erizaba el vello de la nuca y de los brazos.
Aunque los demás eran aterradores, ese tío los dejaba en ridículo, algo que no era nada fácil.
Aquerón la inmovilizó con una simple mirada y se acercó a ella como si fuera un depredador. Un logro en toda regla teniendo en cuenta que físicamente era guapísimo y parecía muy joven.
No aparentaba más de veinte o veintiún años y poseía una belleza espectacular… casi angelical. Salvo por el aura autoritaria que irradiaba todo su cuerpo. Sí, era un tío acostumbrado a guiar al rebaño y a pastorear a guerreros como Cabeza, Sundown y Ren.
Descubrió que no podía apartar la mirada de sus extraños ojos. Unos ojos cuyos iris plateados parecían girar y girar… y que delataban una amenaza letal.
Iba vestido de negro de los pies a la cabeza y llevaba las manos metidas en los bolsillos de un abrigo largo de cuero. De repente, sacó una mano y se la tendió.
Kateri dio un paso hacia atrás de forma instintiva.
Por suerte, el tío se lo tomó con buen humor.
—Doctora Avani, no voy a hacerle daño. Se lo prometo. Solo muerdo cuando me invitan a hacerlo.
Además, tenía modales.
Acojonante.
Cuando abrió la mano, Kateri descubrió el collar de su abuela.
Alucinada, lo miró a los ojos… y descubrió que tenía que echar la cabeza hacia atrás para lograrlo.
—¿Cómo has sabido dónde encontrarlo?
—Tengo mis recursos.
«Sí, estoy segurísima de que los tienes».
Cuando lo cogió de su mano, Kateri observó la piedra y reconoció lo que era por primera vez en su vida. La gruesa cadena de oro estaba forjada de manera que resultara más ligera de lo que parecía. Sin embargo, lo excepcional era el fuego que brillaba en el interior del ópalo. De niña desconocía lo inusual que era.
Como geóloga sabía que no había muchas piedras creadas con semejante perfección. La mayoría de los ópalos de fuego eran opacos, como cualquier otra piedra. Y pese al nombre que llevaban, debido a su color rojo o anaranjado, pocos tenían la mezcla de colores típica de otros ópalos. En todas sus investigaciones, nunca había visto otro con la mezcla de colores que tenía el de su abuela. Parecía un trocito del sol.
—Gracias —susurró.
Aquerón inclinó la cabeza.
—Por cierto, mi mujer no tenía ni idea de lo que significa la inscripción en el sello, según me ha…
—¿Tu mujer? —Kateri detestaba interrumpirlo, pero no le parecía lo bastante mayor como para…
En fin, ¿en dónde tenía la cabeza, rodeada como estaba por ese grupo de gente? Aquerón era un atlante más viejo que las piedras. Más viejo que el tatarabuelo de las piedras.
La interrupción no pareció incomodarlo.
—La doctora Soteria Kafieri Partenopaeo.
Su forma de pronunciarlo hizo que las palabras se deslizaran como chocolate caliente sobre la lengua. Esa pronunciación, sumada a su acento…
«¡La leche!», pensó. Seguro que su mujer lo obligaba a leerlo todo en voz alta, desde la etiqueta de las latas hasta las de las cajas de cereales, solo para oírlo hablar.
Lo malo era que con su acento, Kateri tardó un momento en entenderlo que decía. Hasta que por fin se le encendió la bombilla.
—Ah, la doctora Part… Parten… sí, ella. Una experta en la Antigua Grecia que sabe hablar muchas lenguas muertas. Fernando le envió por correo electrónico una foto de la piedra.
Aquerón rio y después asintió con la cabeza.
—La verdadera razón por la que me enamoré de ella. No solo pronuncia mi apellido sin tartamudear, sino que también lo deletrea sin confundirse.
Los hombres se echaron a reír, pero ella se sintió fatal.
—No pasa nada —la tranquilizó él—. Mi nombre de pila tampoco es fácil de recordar, por eso me suelen llamar Ash. Es más corto y sencillo.
Menos mal que se lo tomaba con sentido del humor, pensó Kateri.
—¿Reconoció la lengua? —le preguntó, tratando de desviar la conversación hacia un tema menos bochornoso.
—Es lemurio.
Era la última respuesta que Kateri esperaba oír.
—¡Venga ya! ¿En serio? —exclamó, tras lo cual meneó la cabeza—. No. Es imposible. Los científicos desmintieron el mito de su existencia hace mucho tiempo.
Aquerón sonrió, dejando a la vista parte de sus colmillos.
—Sí, bueno, los científicos no lo saben todo, ¿verdad?
Cierto. Como por ejemplo lo que ella tenía delante. Un gigante oriundo de la Atlántida, acompañado por un vaquero, un príncipe maya que había aparecido con un licántropo, un vampiro que nació en la Antigua Grecia y un verdadero keetoowah cuya madre fue una diosa griega. En fin…
—Supongo que no —reconoció, devolviéndole la sonrisa.
—¿Has tenido algún problema para hacerte con la piedra? —le preguntó Ren.
Ash titubeó.
—Define «problema».
Ren soltó un taco.
—¿Qué ha pasado?
—Tiva. Esa zorra se ha escapado antes de tiempo y estaba dispuesta a usar la piedra para encerrar a su hermano. Por suerte, yo estaba más decidido que ella a impedírselo. Supongo que salió por una brecha en la primera puerta.
Ren y Cabeza se quedaron lívidos.
—¿Cuándo ha caído la primera puerta?
—Mientras estabais en el infierno maya. Por aquí hemos estado muy ocupados. Que los dioses se apiaden de nosotros si cae otra puerta más. Y puesto que no sois muy conscientes de lo rápido que pasa el tiempo en este plano… esta noche a las doce.
Ya podéis reiniciar el calendario, porque no estoy dispuesto a pasarme la eternidad arreglando los marrones que vais dejando por ahí. —Miró a Urian—. Y tú tendrás que mantenerte al margen.
—¿Por qué?
—Estás emparentado con un dios griego. Si pisas el Valle del Fuego, te arrepentirás de haber vivido los últimos minutos de tu vida.
Urian señaló a Ren.
—Él es mi primo.
—Pero también es keetoowah. Le permitirán la entrada. Es una excepción.
—Pues vaya fastidio. ¿Y si quiero ir a ver el paisaje?
—Haz una excursión online. —Ash miró a Ren—. Para ganar tiempo, he querido traer el kinichi, porque es una baliza para todo tipo de criaturas sobrenaturales con ganas de controlar el tiempo. —Se volvió para mirar a Kateri—. Tu abuela era una mujer poderosa si lo mantuvo oculto durante tanto tiempo. Estoy muy impresionado.
—Gracias. Era un ser excepcional.
Ash se apartó.
—Y con ese comentario, me largo para ayudar a mantener las puertas cerradas.
Justo cuando estaba a punto de hacerlo, se produjo un destello luminoso en la habitación.
Ren soltó un taco y agarró a Kateri para protegerla con su cuerpo. Sus ojos adoptaron un color rojo sangre y se cubrió de nuevo con la armadura. De sus manos surgieron dos bolas de fuego para enfrentarse a lo que suponía que sería un nuevo demonio.
Ash, Urian y Cabeza ni siquiera reaccionaron, al contrario que él. El primero se limitó a bajar uno de los brazos de Ren mientras le decía:
—Tranquilo.
—Es un demonio. De alto rango.
Ash lo miró con expresión apática.
—Sí, en fin. Para mí es como un dolor de muelas. —Después le preguntó al recién llegado—: ¿Qué quieres, Nick?
Kateri no estaba segura de lo que era ese tío. Medía por lo menos un metro noventa y llevaba tatuado un arco doble y una flecha en la mejilla izquierda, idéntico al tatuaje que Ren tenía en la cadera. Pero incluso con la marca, era guapísimo.
—Me han pedido que venga.
—¿Quién te lo ha pedido?
—Artemisa.
Ren intercambió una mirada socarrona con Kateri.
—¿Por qué iba a pedirte algo así?
En los labios del recién llegado apareció una sonrisa malévola y burlona.
—Al fin y al cabo, soy un mensajero. Para eso me crearon.
Su forma de decirlo hizo que Kateri sintiera un escalofrío y en ese momento vio la verdadera forma de Nick. Su piel debería ser negra y roja. Sus ojos, de un rojo reluciente. Llevaba una armadura dorada. En su forma verdadera, era un demonio alado. Un demonio de rango muy alto. Era el mal en estado puro y duro.
Kateri no confiaba en él.
Ash apoyó el peso de su cuerpo en un pie, adoptando una pose poderosa que ponía de manifiesto que no estaba de humor para tonterías. Porque sería capaz de mandarlo a otro plano de una patada sin pensarlo dos veces.
—Todavía no has respondido mi pregunta. ¿Qué haces aquí? Y deja los juegos de palabras. ¿Qué misión o qué mensaje te ha encomendado Artemisa?
—Debo proteger la sangre de Artemisa y asegurarme de que nadie abre las puertas esta noche.
Aquerón se quedó alucinado al escucharlo.
—¿De verdad? —preguntó, rezumando sarcasmo—. Yo diría que tienes cierto interés en que se abran.
Nick resopló.
—No me conoces tan bien como crees.
Aquerón miró a los demás.
—¿Os importaría dejarnos a solas, chicos?
Uno a uno, todos se marcharon.
Ash no dijo nada hasta que se quedó a solas con Nick y se aseguró de que nadie pudiera escuchar su discusión.
—Corta el rollo, chaval. Sé lo que quieres y por qué lo quieres, pero no puedes conseguirlo.
Nick puso los ojos en blanco.
—Ash, estoy cansado de discutir contigo. Sé lo que piensas de mí y me da igual. Pero voy a decirte unas cuantas cosas sobre mí que no sabes, señor Sabelotodo. Me has preguntado por qué estoy con Artemisa. Su templo es el único lugar donde Stryker es incapaz de ver a través de mis ojos. Bueno, si quiere, sí que puede ver, pero como la simple imagen de su tía le revuelve el estómago, me deja tranquilo en cuanto entro en el templo. De esa manera consigo un mínimo de tranquilidad.
Joder. Nick debía de llevarlo muy crudo si los berrinches y los cambios de humor de Artemisa eran su idea de la tranquilidad. Casi sentía lástima por el cajún.
—Hay formas de bloquearlo.
—No, no las hay. Porque lo ha entrenado tu madre. Gracias, por cierto. Podrías haber matado a Stryker, pero dejaste pasar la oportunidad.
Ash se encogió de hombros.
—También podría haberte matado a ti.
—No sabes lo mucho que te lo agradezco.
Ash dio un paso hacia él.
—Nick…
—Olvídalo. No tienes derecho a echarme un sermón. Trajiste de vuelta a Amanda y a Kirian. Pero dejaste que mi madre muriera.
Ash se estremeció al escuchar una verdad que le dolía tanto como a Nick.
—Lo sé. Pero, Nick, no pude traerla de vuelta. No pude.
—Porque ya no quería estar aquí. Lo sé. Estaba cansada de esta vida tan perra y le alegró morirse. Tú te compadeciste de ella y por eso la dejaste morir, para evitar que siguiera sufriendo. Gracias por ser tan considerado. Te lo agradezco muchísimo.
Ash captó la angustia que transmitían esas palabras. Una angustia que lo abrasó. En otra época Nick fue su mejor amigo.
No. Fueron mucho más que amigos. Nick era su hermano y detestaba verlo sufrir de esa forma.
—Tu madre te quería. Tú eras su vida.
—Parece que no. Pero ya lo he asimilado.
—Entonces ¿por qué quieres la piedra del tiempo?
Antes de que Ash pudiera reaccionar, algo que decía mucho de las habilidades de Nick, el cajún lo inmovilizó.
Ash estaba a punto de empezar una pelea, pero comprendió qué pretendía Nick. Aunque sus poderes le permitían ver el futuro, nunca podía ver las vidas de sus seres queridos. Sin embargo, Nick sí que podía usar sus poderes para que viera en qué iba a convertirse la suya.
Su futuro era aterrador. A través de los ojos de Nick, Ash vio su verdadera forma demoníaca y el ejército que lideraba para arrasar el mundo. El muchacho simpático que antes bromeaba con Ash había desaparecido para siempre. No quedaba ni rastro del chico que había logrado colarse en su corazón con sus tonterías y que le había enseñado tanto sobre la vida humana y lo que suponía el día a día de una persona normal. Joder, echaba muchísimo de menos su amistad.
—Aquerón, mi madre era lo único que me mantenía anclado a mi parte humana —gruñó Nick mientras seguía compartiendo su sangriento y brutal futuro con Ash—. Cada día que vivo sin ella pierdo un poco de humanidad. Ahora he perdido ese vínculo. ¿Lo entiendes? —Lo soltó.
Ash se esforzó por recuperar el aliento mientras las imágenes se desvanecían.
—Pensaba que me odiabas.
—Odio a todo el mundo, joder. ¿No lo entiendes? No puedo evitarlo. Bienvenido al club. Id pasando porque acabamos de abrir. —Miró a Ash de arriba abajo con desprecio—. Última hora, atlante: para mí no eres nada especial. El odio forma parte de mi persona, forma parte de lo que soy ahora. Es lo que rige mi vida. Menyara lo ha intentado todo, al igual que Artemisa. Pero nada funciona. Sin un ancla, no puedo detener la metamorfosis. —Hizo un gesto hacia la puerta por la que se habían marchado los demás—. ¿Tienes miedo de lo que hay detrás de las puertas? Yo me meriendo a demonios muchísimo más poderosos que los que están encerrados tras ellas. Cuando me convierta en el malacai, nada podrá detenerme.
—El sefirot.
Nick meneó la cabeza.
—He visto cómo lo mataba. Jared está muy debilitado por su pasado y por la culpa con la que carga. Por el peso de una conciencia que yo pierdo día tras día. ¿Qué va a pasar cuando yo no tenga pero él sí? —Se encogió de hombros—. No voy a contarte lo rápido que me lo cargo. Recuerda que es como mi madre. Quiere morir. Hace mucho que tiró la toalla con respecto a este mundo y todos los que lo habitan. Intentó incluso matarme para poder liberarse.
Ash tragó saliva al recordar el pasado. Nick tenía razón. Jared no lucharía y si no lo hacía…
Nick lo destruiría todo.
Aunque Ash estaba considerado como un dios del destino final, no era el único. Casi todos los panteones tenían uno. Su mutua existencia garantizaba el equilibrio. Pero Nick no era un dios. Aunque sus antecesores fueron creados a partir de la misma fuente de poder primordial que nutría a los dioses, la especie de Nick tenía como objetivo servir a la madre de Ash.
Es decir, acabar con el mundo.
Ash era la única persona que conocía los verdaderos orígenes y la misión de la raza demoníaca a la que pertenecía Nick. Mucho antes de que el mundo existiera, surgieron seis dioses de la fuente primordial. Tres se aferraron al bien y otros tres abrazaron el mal. Tres eran dioses dela creación, y tres lo eran de la destrucción absoluta.
Tras enfrentarse en la Primera Guerra que estuvo a punto de destruir el mundo y a toda la Humanidad, los dioses se sumieron en un largo sueño. Hasta que Nick obtuvo sus poderes de malacai de forma prematura. Eso despertó a dos de los dioses destructores. Noir y Azura.
En esos momentos intentaban encontrar a su hermana, Braith, sin saber que se hallaba presa en el inframundo atlante.
Sin saber que había dado a luz a un hijo…
—Nick, puedo ayudarte.
—Sí… devuélveme a mi madre.
Aquellos que no lo conocieran podrían pensar que se trataba del berrinche de un niño. Pero no era eso lo que motivaba a Nick, y Ash lo sabía muy bien. Nick era una criatura creada para destruir. Aunque sus poderes eran casi infinitos, tenían ciertas restricciones.
El malacai, la bomba nuclear del lado maligno, era una herramienta de aniquilación. No podía crear vida ni devolverla. Su fin era sesgarla.
Nick no podía viajar a través del tiempo sin un instrumento como la piedra del tiempo. Ni tampoco podía identificar a un dios a menos que lo enviaran a matarlo o este revelara su presencia divina. Aunque percibiera sus poderes sobrenaturales, era incapaz de identificar su verdadera naturaleza. Sin embargo, una vez que identificaba a uno, Nick era capaz de matarlo y apoderarse de sus poderes.
Y Artemisa lo había enviado para proteger a la Ixkib…
Ash se echaría a reír si no fuera tan típico de Artemisa. ¿Cómo era posible que a la hermana gemela de Apolo, un dios profético, se le diera tan mal predecir el futuro?
—Ahora no puedo devolverte a tu madre, pero si confías en mí…
Nick soltó una carcajada tan siniestra que le heló la sangre en las venas.
—¿Que confíe en ti? Mi padre confió en otra persona y mira cómo acabó.
Ash negó con la cabeza.
—La confianza no tuvo nada que ver. Tu padre murió porque engendró otro malacai. Si tú no hubieras nacido, él seguiría vivo.
—De todas formas, no me fío de ti.
—Vale, solo te pido que cejes en el empeño de matarme.
Nick suspiró y por un segundo volvió a ser el cajún borde al que Ash consideraba su amigo.
—No puedo prometértelo, colega, ¿es que no me has oído? Parece que no te has lavado las orejas hoy o algo. No puedo luchar contra mi verdadera naturaleza. Es como pedirle a la luna que no salga o al océano que se mantenga en calma. —Pronunció la siguiente frase enfatizando cada palabra—: Mi naturaleza es la muerte. Tú estás vivo. Ese hecho, independientemente de cualquier otra cosa, me hace desear matarte. Por eso necesito ayuda, pero no puedo ir a un psicólogo. Podría comérmelo y no me gusta la carne humana…
Ash ni siquiera quiso preguntarle cómo era posible que conociera el sabor de la carne humana…
—Artemisa sí que tiene posibilidad de sobrevivir si la ataco —siguió Nick.
—Sobreviviremos —le aseguró.
—Será mejor que tengas razón, Ash. Porque si no…
La madre de Ash ganaría por fin y el mundo de los hombres perdería la guerra.