13

—¿Kateri? ¿Qué pasa?

Aunque oía las preguntas de Ren, no podía contestarle. Era como si se encontrara varada entre dos mundos distintos, sin un ancla firme en ninguno de los dos, mientras un tropel de imágenes y acontecimientos inconexos le pasaban por la cabeza.

Al final, uno de ellos tomó forma. Urian, que iba vestido al uso de la época victoriana, se estaba alimentando de la sangre de una mujer. El placer que delataba su rostro era tal que resultaba repugnante.

Después la imagen cambió y lo vio vestido de manera moderna, con unos pantalones negros y una camisa del mismo color. Estaba rodeado por el fuego mientras trataba de salvar la vida de una preciosa rubia. La chica estaba aterrada mientras él le tendía la mano.

—Phoebe, confía en mí. No te dejaré morir. Te lo juro.

Después los vio a solas en un apartamento. Urian la abrazaba con tanta ternura que sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Phoebe se apartó de su pecho para alimentarse de Urian, que le ofreció una muñeca mientras que con la otra mano le acariciaba el pelo y le frotaba el cuello con la nariz.

—No he tomado mucha, ¿verdad? —le preguntó ella.

—No te preocupes por mí. Toma lo que necesites.

Kateri sintió el amor que existía entre ellos. Era tan fuerte que resultaba tangible.

Después los dejó y vio a Sasha en el Antiguo Egipto, librando una batalla feroz. Un clan de lobos contra un antiguo ejército griego. Kateri contuvo el aliento al reparar en lo joven que parecía. Aunque luchaba como los demás, su falta de experiencia era obvia.

Cuando uno de los soldados griegos se le acercó por la espalda blandiendo una lanza, un lobo se interpuso entre ellos, recibiendo el golpe fatal.

—¡No! —gritó Sasha, que corrió hacia el animal. Sin embargo, era demasiado tarde: había muerto al instante.

Todavía tenía al lobo entre los brazos cuando uno de los soldados se acercó y lo levantó agarrándolo por el pelo para arrojarlo a una jaula.

—Espero que te asen en una pira —masculló el soldado.

Las imágenes desaparecieron y otras muchas se sucedieron con rapidez, como si fueran flashes de luz. El movimiento le revolvió el estómago hasta que todo pareció tranquilizarse de nuevo.

En esa ocasión era Cabeza a quien veía, en la antigua Tikal.

Iba vestido como un guerrero maya, con la cara pintada para mostrar una máscara feroz, y lo atacaba un grupo de siete hombres liderados por un príncipe de Calakmul.

—Nos daremos un festín con tu sangre —gritó uno de los hombres.

Cabeza se echó a reír.

—Chacu, arrástrate de vuelta a Calakmul. Mientras viva, mi padre será el dueño de esta tierra y de la tuya.

El corazón de Kateri comenzó a latir con fuerza al comprender que ese Chacu era el mismo que la había atacado en el laboratorio. Con razón a Cabeza se le había ido la pinza. Su enemistad se remontaba a siglos atrás.

No obstante, las imágenes cambiaron de nuevo, haciendo que se sintiera como Alicia mientras caía por la madriguera del conejo. En esa ocasión jadeó cuando todo se estabilizó.

Coyote estaba con Búfalo en el mismo claro donde había visto el cadáver de este último después de que Coyote lo matara. Llevaba la misma ropa con la que había muerto. Le resultó extraño ver esa versión del vaquero. Aunque sus rasgos eran los mismos, Búfalo llevaba el pelo largo y no era tan musculoso como Sundown Brady. Ni tampoco irradiaba chulería o sentido del humor.

Búfalo echó un vistazo por el claro, confundido.

—¿Dónde está Makah’Alay? He recibido un mensaje según el cual necesita verme. No estará herido, ¿verdad?

En el mentón de Coyote apareció un tic nervioso.

—No, no está herido. Está más sano que nunca.

—Entonces ¿por qu…?

—Fui yo quien te envió al criado —lo interrumpió Coyote.

El ceño de Búfalo se acentuó.

—No lo entiendo.

—Búfalo, yo soy tu futuro jefe, no mi hermano. Te convendría recordarlo.

—¿Me estás amenazando?

Coyote resopló.

—¿Por qué voy a amenazar al hombre que se mantuvo de brazos cruzados mientras permitía que me torturaran?

—No sabía lo que él te estaba haciendo.

—Tampoco te molestaste en descubrirlo, ¿verdad?

La vergüenza ensombreció los ojos de Búfalo.

—Jamás lo imaginé capaz de hacer algo semejante. En realidad, no era él mismo. Liberarlo del Espíritu del Oso estuvo a punto de costarle la vida al Primer Guardián.

—Es encomiable que lo sigas defendiendo. Muy tierno.

Búfalo se tensó al escuchar el insulto.

—¿Qué insinúas?

—Nada. Pero encuentro curioso que siempre te apresures a defender a un retrasado mental a quien nadie defiende. Dime la verdad, ¿no te cansas de besarle el culo a todas horas?

Búfalo dio un paso hasta él, pero se detuvo.

—No voy a dejarme provocar. Así que ya puedes desistir. Lo protejo porque estoy en deuda con él y jamás podré pagarle lo que hizo. Mi hermana y mi madre estaban a punto de morir de hambre hasta que él nos trajo comida. Ahora mismo no estarían aquí de no ser por Makah’Alay. Su generosidad se ganó mi lealtad eterna.

—Qué detalle por parte de mi hermano. Es una lástima que ya no le seas leal.

—¿Qué quieres decir?

Coyote se adelantó y se colocó justo frente a él. Tras mirarlo con desprecio de arriba abajo, dijo:

—Sabes muy bien de lo que estoy hablando. Te vi esta tarde.

La última frase hizo que Búfalo se quedara blanco.

—Ajá. Veo la culpa en tus ojos. Me has robado el afecto de mi futura esposa.

—Yo no he robado nada.

—¡Y una mierda! —masculló Coyote—. Por eso no me ayudaste cuando Makah’Alay me torturó. Esperabas que muriera para poder quedarte con ella y tener la conciencia limpia.

—Eso no es verdad.

—¿Ah, no?

Búfalo negó con la cabeza.

—Jamás quise amarla. Jamás. Ni ella tampoco quería amarme. Pero cuando desapareciste, Mariposa se negó a marcharse hasta cerciorarse de que estabas a salvo. Estaba muerta de preocupación por ti. Se pasaba horas y horas paseando de un lado para otro, llorando y suplicándoles a los espíritus que te devolvieran a casa sano y salvo.

Coyote lo miró con desprecio.

—Sí —dijo de forma sarcástica—, ya vi lo preocupada que estaba esta tarde cuando se arrojó a tus brazos con una pasión que a mí nunca me ha demostrado.

—Coyote, las cosas no son así. Ninguno de los dos pretendía hacerte daño. Todos los días lloraba hasta enfermar. Yo solo venía a asegurarle que seguías vivo y que regresarías pronto. Fuimos discretos y te respetamos. En todo momento.

Coyote le asestó un revés.

—¡Mentiroso!

Búfalo se limpió la sangre que brotaba de sus labios con el dorso de una mano y después se la lamió.

—Es cierto. Pero a medida que pasábamos más tiempo juntos, nos fuimos dando cuenta de que no podíamos vivir el uno sin el otro. Empecé a vivir solo para disfrutar de los momentos que podía ver su cara.

—¿Cómo crees que sobreviví a un año de torturas? —le preguntó Coyote entre dientes—. ¿Eh? Gracias a la certeza de que ella me estaría esperando cuando volviera. Ella era lo único a lo que podía aferrarme. Y tú me la has quitado. ¡Maldito seas!

¡Maldito seas!

—Tienes todo el derecho del mundo a enfadarte, pero… —Búfalo jadeó, interrumpiendo la frase. Trastabilló hacia atrás y vio la sangre que le manchaba la túnica. Se llevó las manos a la herida y miró boquiabierto a Coyote, que seguía apuñalándolo una y otra vez, preso de una furia feroz. Sus movimientos eran tan rápidos que no tuvo opción de defenderse. Sin embargo, consiguió mantenerse en pie de alguna manera mientras le aseguraba a su asesino—: Jamás la he tocado. Ella no te ha traicionado. Ni siquiera nos hemos besado.

—¡Te vi abrazarla!

Búfalo se tambaleó, pero logró recuperar el equilibrio.

—Un abrazo. Nada más. Nos estábamos despidiendo porque iba a casarse contigo por la mañana. Ya nos habíamos resignado a vivir separados. Ambos teníamos la intención de honrar sus votos matrimoniales. —Cayó de rodillas al suelo—. Coyote, el mal reside en tu corazón y jamás te permitirá ser feliz. Aunque siempre fuiste el hijo preferido, nunca has permitido que Makah’Alay recibiera una pizca de afecto por parte de tu padre ni tampoco el menor halago por parte de los demás.

—¡Cállate! —gritó Coyote mientras le asestaba una patada en las costillas—. ¡Muérete de una vez, inútil malnacido!

No obstante, Búfalo decía la verdad. Kateri vio las imágenes de cuando eran niños. Cada vez que alguien intentaba halagar a Ren, Coyote se interponía, de modo que era él quien acababa recibiendo el halago.

También los había visto de adolescentes. Ren estaba preparando su arco mientras Coyote alardeaba del banquete que iban a celebrar en su honor.

—¿Te lo puedes creer, Makah’Alay? Después de esta noche me considerarán un hombre.

—Pe… pe… pero tú no… no… no lo mataste.

—Eso da igual, ¿verdad? Padre dice que por culpa de tu retraso mental siempre serás un niño y que nosotros tendremos que ocuparnos de ti. Ahora me tratarán con el respeto que se le debe a un hombre. —Coyote corrió hacia Ren y se inclinó sobre su espalda para susurrarle al oído—: Será nuestro secreto. Tú matarás las piezas y yo las traeré.

La expresión de Ren puso de manifiesto que la idea no le gustaba en absoluto.

Coyote resopló.

—Deja de hacer pucheros como si fueras un niño. De todas formas nadie te creería si lo dijeras. Todos te consideran un incompetente. Así que ¿a quién le importa?

Kateri oía los pensamientos de Ren.

«A mí. Aunque solo fuera una vez, me gustaría que alguien me dijera que yo también he hecho un buen trabajo».

—¡Kateri!

Las imágenes se fueron desvaneciendo hasta que de repente se encontró mirando el rostro del hombre en el que se había convertido el niño.

—¿Por qué dejaste de tartamudear cuando te poseyó el Espíritu del Oso?

Ren la miró con el ceño fruncido.

—¿Cómo dices?

—Dejaste de tartamudear cuando te poseyó. ¿Formaba parte del trato?

Ren miró hacia los demás a fin de asegurarse de que nadie había escuchado su pregunta. Por suerte, estaban lo bastante alejados como para no oírla.

—Sí. Me lo devolvió cuando lo expulsé, pero para entonces había aprendido a controlarme y apenas se me notaba.

Y jamás tartamudeaba cuando hablaba con Búfalo.

Kateri dio un respingo al sentir un repentino dolor en la cabeza…

—Me duele la cabeza. Muchísimo.

Ren le pasó una mano con ternura por la frente. Su expresión preocupada la conmovió.

—Estabas llorando como si sufrieras una pesadilla. ¿Qué ha pasado?

Kateri se llevó una mano a un ojo y lo presionó para ver si así mitigaba un poco el dolor.

—Ven aquí.

Antes de comprender las intenciones de Ren, se encontró entre sus brazos.

—¿Qué estás haciendo?

—Sé que te duele la cabeza, pero creo es bastante obvio —contestó él.

Ella gimió, frustrada.

—A ver si así lo entiendes —dijo—. ¿Por qué me llevas en brazos?

—Porque no te sientes bien.

—La gente no suele coger en brazos a los demás por ese motivo.

Él le guiñó un ojo.

—Yo no soy como el resto.

Eso era cierto.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—Si te contesto que no, ¿me libraré de la pregunta? —replicó Ren.

Kateri sonrió.

—Por supuesto que no —respondió ella, que apoyó la cabeza en su hombro y se dispuso a disfrutar del consuelo de sentirse entre sus brazos—. ¿Cómo aprendiste tanto sobre el arte de la caza? —Le parecía imposible que los miembros de su clan le hubieran enseñado cuando lo despreciaban tanto.

—Artemisa es mi… a falta de un término mejor, diré que es mi madrina. Puesto que es la diosa de la caza, siempre he supuesto que fue un regalo por su parte.

—Mmm…

Ren tuvo que sostenerla con fuerza porque de repente el cuerpo de Kateri se quedó totalmente laxo entre sus brazos.

—¿Kateri? —la llamó al tiempo que la sacudía con delicadeza. Se le cayó la cabeza hacia atrás.

Estaba inconsciente.

El miedo se apoderó de él.

—¡Sundown!

Todos se detuvieron para mirarlo.

Jess corrió hacia él sin pérdida de tiempo.

—¿Qué pasa?

—No lo sé. Se ha desmayado.

Y al cabo de un instante dejó de respirar.