Ren soltó un taco entre dientes. En su vida se había sentido tan inútil. Básicamente, eso resumía la situación en la que se encontraban y su incapacidad para salir de ese plano.
—Lo siento, Kateri.
—Oye… —Ella lo detuvo—. No tienes que seguir disculpándote por algo que se escapa a tu control. Lo solucionaremos.
—¿Cómo es posible que tengas tanta fe?
—¡Venga ya! Tú derrotaste a la muerte y volviste a la vida. Así que también debes tener fe. Sé que es así.
Sus palabras lo hicieron esbozar el asomo de una sonrisa. Sorprendido por la capacidad de Kateri para encontrar algo gracioso en cualquier situación por mala que fuera, miró esos preciosos ojos que tanto lo abrasaban.
«Aléjate de ella. ¡Ahora mismo!».
Por una vez, no escuchó a la voz de su conciencia. Sin darse cuenta de lo que hacía, la besó. El olor de su piel y el sabor de su boca lo pusieron a cien. Las cosas a su alrededor iban de mal en peor. Todo en general. Sus poderes principales no funcionaban. Los perseguían los demonios. El Primer Guardián había desaparecido. Habían capturado a Choo…
Y Kateri le parecía un trocito de paraíso en mitad del infierno. No tenía sentido. Debería aborrecerse por su incompetencia, pero cada vez que la miraba no percibía desdén ni odio. Sólo veía amistad. Amabilidad. Apoyo.
Lo peor de todo era el deseo que sentía por ella.
En vez de hacerle sentir que era un inútil por haberlos metido en ese lío, Kateri sonreía y hacía bromas para aliviar la tensión. No lo llamaba imbécil ni inútil. Ni le recriminaba que le hubiera metido en ese embrollo.
Conseguía que se sintiera como el hombre que siempre había querido ser. Como si tal vez, solo tal vez, tuviera algo de valor y de sentido común. Como si mereciera la pena estar perdida a su lado.
Se apartó de ella y enterró la cara en su cuello para poder oler los últimos vestigios de su perfume. El olor de la flor de valeriana siempre había sido uno de sus preferidos y en su piel…
Le hacía la boca agua.
Kateri abrazó a Ren con fuerza mientras sentía los latidos de su corazón contra los pechos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo tan cerca de un hombre. No once mil años, ni mucho menos, pero unos cuantos meses. Lo único que había compartido con Fernando era la filosofía de que el trabajo era lo primero, en cualquier circunstancia. De que aún quedaban muchos descubrimientos que desenterrar y muchos informes que escribir. Conferencias que organizar y niños a los que motivar. Nunca había conocido a un hombre que respetara todo eso. A un hombre que compartiera su agenda de trabajo.
«Eres geóloga. ¿Por qué narices tienes que trabajar por las noches y durante los fines de semana?».
La redacción de los artículos de investigación y la preparación de las clases no entendían de horarios y ocupaban gran parte de su tiempo. Por motivos que no comprendía, en más de una ocasión era la víctima de un salto temporal extraño. Se sentaba para preparar un artículo y cuando miraba el reloj, comprobaba que habían pasado cinco horas y que su teléfono sonaba con alguna llamada o vibraba con algún mensaje preguntándole que por qué no estaba en casa o donde supuestamente debería estar. Era como si el mundo se detuviera en cuanto empezaba a trabajar y ella fuera capaz de estar sentada durante horas sin levantarse de la silla y a veces incluso sin parpadear.
No obstante, la verdad era que ninguno de los hombres con los que había salido logró que mereciera la pena estar pendiente del tiempo para asegurarse de no llegar tarde a sus citas. Aunque en un principio le resultara divertido estar con ellos, al final todos acababan quejándose de su horario laboral, de sus extrañas creencias y de sus costumbres, hasta el punto de que la hacían salir pitando sin mirar atrás. Ni uno solo de ellos se había convertido en su prioridad.
Ren era distinto.
Comparadas con sus creencias, lo que ella creía parecía normal. Si le hablara de los Espíritus del Cuervo, en vez de reírse o de poner los ojos en blanco, seguro que Ren sabía de qué estaba hablando. Y el feldespato que le había dado ponía de manifiesto que comprendía su fascinación por las rocas y los minerales. Que percibía el poder que ostentaban y que sabía lo que significaba recurrir a una de ellas en plena crisis. Ren lo entendía.
Y sobre todo le resultaba fascinante. Todo lo que sabía. Las cosas que era capaz de hacer. Desde que estaban juntos no había pensado en el trabajo ni una sola vez.
De acuerdo, sí, estaba corriendo para salvar el pellejo, pero…
Ren se había hecho con toda su atención. Por él sería capaz de abandonar sus investigaciones sin pensarlo siquiera. Con tal de arrancarle una sonrisa genuina, sería capaz de llegar tarde a clase. ¿Estaba pirada o qué?
Apenas lo conocía y sin embargo… parecía que llevara años a su lado.
—¿Alguna vez me has visto en una visión?
Ren se apartó para mirarla. Le colocó una mano en el mentón y le acarició la barbilla con el pulgar. Al principio Kateri pensó que no iba a responder. Pero después de una breve pausa, lo vio asentir brevemente con la cabeza.
—¿Qué has visto?
Lo primero que recordó fue a Kateri matándolo. Por fin comprendía por qué nunca luchaba contra ella para defenderse.
Sin embargo, esos no eran los únicos sueños en los que aparecía.
—Te he visto con un vestido amarillo con colibríes estampados y un jersey también amarillo. Eras muy jovencita y llevabas lazos amarillos en el pelo. Estabas muy contenta por algo y abrazabas a un hombre mayor.
En los labios de Kateri apareció una sonrisa melancólica, que le recordó a la imagen que siempre veía de ella en sus sueños.
—El día que cumplí dieciséis años. Mi abuela me hizo ese vestido. Yo lo odiaba, pero no quería herir sus sentimientos, así que me lo puse.
—¿Y el hombre?
—Mi padre adoptivo. Me adoptó justo antes de que mi madre muriera. Por eso me apellido Avani. Era de Nueva Delhi y siempre bromeaba diciendo que no sabía cuál de los dos era más indio.
—¿Qué le pasó?
—Murió de cáncer mientras yo estaba en la universidad.
—Lo siento mucho.
Kateri tragó saliva para librarse del dolor que amenazaba con ahogarla. Lo quiso muchísimo y lo echaba de menos todos los días.
—Gracias. Era un buen hombre. Se casó con mi madre cuando yo tenía cuatro años y todo el mundo pensaba que era mi padre biológico.
—También te vi bailando con él cuando eras más mayor. Llevabas una falda corta de color azul y una camisa blanca.
Ella asintió con la cabeza.
—Un baile para recaudar fondos para una causa benéfica al que asistían padres e hijas que organizó su empresa.
Ren la miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué te echaste a llorar en mitad de una de las canciones? ¿Tu padre dijo algo que hiriera tus sentimientos?
—¡Dios, no! Acababan de diagnosticarle el cáncer y empezaron a tocar la canción de Bob Carlisle «Butterfly Kisses».
—No la conozco.
—Habla de una mujer y de su padre y… —Un sollozo la interrumpió.
—Tranquila —dijo Ren, que la abrazó de nuevo—. Lo siento mucho, Kateri. No pretendía hacerte llorar.
—No, no pasa nada. —Se sorbió las lágrimas—. Ojalá hubieras tenido un padre como él, Ren. Fue muy bueno conmigo. No pasa un solo día que no sienta su pérdida tanto como siento la de mi madre y la de mi abuela. Fui muy afortunada de tenerlo en mi vida. No te imaginas lo que quiso a mi madre. Siempre tenía una foto del día de su boda en su escritorio, y me pidió que cuando muriera, se la colocara en el pecho y le pusiera las manos sobre ella. Recuerdo que años después de la muerte de mi madre, le pregunté por qué no salía con mujeres. Me dijo que había encontrado a su alma gemela y que no tenía motivos para tratar de encontrar otra. Que ninguna mujer significaría nunca tanto como había significado ella y que en su corazón no había lugar para nadie más. Me dijo que educarme era un trabajo a jornada completa y que era lo único que necesitaba y quería.
Él carecía de experiencia para comprender a fondo el amor que Kateri describía.
—Me alegro de que fuera bueno contigo.
Ella comenzó a llorar con unos sollozos desgarradores.
«¿Qué he hecho?», se preguntó Ren, que se apartó y le tomó la cara entre las manos. En la vida se había sentido tan perdido. No había pretendido hacerle daño con el comentario. Por ridículo que pareciera, pretendía que se sintiera mejor. Tenía tan poca experiencia con las mujeres que no sabía cómo ayudarla. ¿Todas reaccionaban así?
¿Sería normal? ¿O la había herido con su ignorancia?
Porque Kateri seguía llorando como si algo se hubiera quebrado en su interior. ¿Qué podía decirle? Después de lo que acababa de pasar, le aterraba la idea de intentarlo siquiera.
—No me mires —gimoteó ella.
Ren la soltó e hizo ademán de volverse.
Ella se lo impidió y se arrojó a sus brazos. Ren se quedó pasmado. Muy bien. Quería que la abrazara, pero sin mirarla. Una reacción rara, pero en fin…
«Joder, Sundown, ¿dónde estás cuando necesito consejo?», pensó. Seguro que su amigo, ya casado, podía darle alguna pista.
Tal vez…
Se devanó los sesos en busca de algo que la reconfortara. El único recuerdo que tenía era el de las mujeres consolando a sus hijos cuando lloraban. Solían abrazarlos y mecerlos.
De modo que la cogió en brazos, caminó hasta un pequeño claro y se sentó con ella en el regazo. Le apartó el pelo de la cara mientras ella sollozaba contra su torso sin dejar de abrazarlo. ¡Uau! Todo eso por haber hecho un comentario inocente con la intención de animarla. Jamás lograría entender a la gente.
Jamás. Nunca había entendido a los demás.
De modo que la estrechó con fuerza y la acunó con suavidad, esperando que no los atacaran antes de que ella terminara de llorar.
Kateri detestaba haber sufrido ese arranque emocional. Era lo que peor llevaba. La mayoría de los días se sentía bien. Pero de vez en cuando, una imagen o un olor la asaltaban de repente, o escuchaba una canción, o veía algo que despertaba un recuerdo enterrado y la añoranza por su familia se adueñaba por completo de ella, con todo el sufrimiento que eso conllevaba. El deseo de tenerlos de nuevo a su lado era abrumador, igual que lo era la certeza de saber que jamás volvería a verlos. Era injusto. Otras personas disfrutaban casi toda la vida de sus padres. Pero ella no había podido hacerlo. Hasta la noche anterior, ni siquiera conocía a su padre biológico.
Por malo que fuera, no quería imaginar cómo sería el dolor de no conocerlos siquiera. De ahí que se preguntara qué era peor: el hecho de no haber experimentado jamás el amor y no echarlo de menos, o el hecho de haberlo conocido, de saber lo que era sentirse querida y protegida, y verse de repente privada de ambas cosas.
Se cubrió los ojos con una mano y gimió, segura de que Ren la habría tomado por una desquiciada.
—Lo siento mucho, cariño. Es que los últimos días han sido espantosos. Estoy cansada. Estoy asustada y acababa de perder a un buen amigo justo antes de que sucediera todo esto.
Ren no dijo nada. Siguió acunándola.
Kateri frunció el ceño, se secó los ojos y lo miró.
—¿Estás bien?
Él asintió con la cabeza y le enjugó el resto de las lágrimas.
—¿Y por qué no me hablas?
El pánico demudó su expresión. Apartó la mirada como si tratara de dar con la respuesta adecuada.
—Ren, háblame.
Él hizo una mueca antes de decir por fin:
—Es que no quiero meter la pata y hacer que llores todavía más.
La dulzura y la inocencia de sus palabras le arrancaron otro sollozo.
—¿Lo ves? Otra vez lo he hecho. Lo siento, Kateri. No diré nada más. Te lo prometo.
Ella apoyó la cabeza en su hombro y le rodeó el cuello con los brazos.
—No eres tú, corazón. Tú no has hecho nada malo. En absoluto. —Lo estrechó con más fuerza, deseando ser capaz de hacerlo entender—. Eres un hombre maravilloso y…
Ren sabía que estaba hablando, pero no acababa de comprender lo que decía. No después de haber escuchado que lo llamaba «cariño» y «corazón». Nadie le había dedicado jamás un apelativo cariñoso. Hasta ese momento, lo más cerca que había escuchado era que lo llamaran «amigo» o «hermano».
Pero «corazón»…
Jamás se lo habían dicho.
—¿Me estás escuchando?
«Deberías decir que sí», pensó. Sería lo más acertado. Sin embargo, por algún motivo ridículo que no alcanzaba a entender, acabó soltando la verdad.
—Mmm… no.
—¿Por qué no me estás escuchando? —le preguntó ella con un brillo furioso en los ojos.
Ren abrió la boca para tratar de explicarse, pero no fue capaz de pronunciar palabra, ya que se atascó en la primera: «Yo».
«¿Por qué siempre me pasan estas cosas cuando menos me apetece parecer un imbécil?».
Esperaba que Kateri se enfadara. En cambio, lo besó hasta dejarlo sin sentido. Su beso lo excitó y se la puso muy dura.
Kateri se apartó.
—¿Qué intentabas decirme?
Un rubor intenso y abrasador cubrió la cara de Ren.
—No he escuchado nada después de que me llamaras «corazón».
Kateri le colocó una mano en una mejilla al percatarse de la angustia que asomaba a sus ojos. Le dio un vuelco el corazón. Dado lo que había visto de su vida, apostaría cualquier cosa a que era la primera vez que alguien le dedicaba una palabra cariñosa. Mientras que la mayoría de la gente crecía escuchando palabras como «cielo» o «vida mía», él no lo había hecho y se había mantenido tan apartado de los demás que ni siquiera las camareras lo habrían llamado de esa forma. Mucho menos alguien que lo quisiera.
—Conozco muy bien esa sensación que te embarga y te hace sentir que nadie se preocupa por ti. Que nadie te ve. Que nadie te conoce. Pero yo sí te veo, Ren. Y me preocupo por ti. Sé muy bien lo que es sentirse solo en el mundo. —Soltó una carcajada amarga al recordar algo que le había dicho Fernando sobre una de las inventoras más influyentes en el campo de la arqueología y de la antropología—. Margaret Mead dijo en una ocasión que una de las necesidades humanas más antiguas es tener a alguien que se pregunte si vas a volver a casa por la noche. —Le sonrió—. No hay nada más solitario que una casa vacía cuando te acuestas. He perdido a todos mis seres queridos y la idea de dejarte un sitio en mi corazón, de dejarle sitio a alguien, me pone los pelos como escarpias por el temor de sufrir otro golpe. Porque cada vez que uno de ellos me dejaba, parte de mí se iba con ellos a la tumba, y ya no sé lo que queda de mí. Pero estoy dispuesta a arriesgarme de nuevo… por ti.
Ren tragó saliva al comprender cuál había sido el detonante de sus lágrimas. Nadie le había dicho nunca nada tan bonito. Sus palabras le llegaron a un lugar que ni siquiera sabía que existía. Una parte de sí mismo a la que nadie había llegado nunca.
—Jamás te haré daño, cariño —susurró Kateri.
En ese momento lo conquistó por completo.
«Soy un imbécil de campeonato», se dijo.
En esa ocasión ni siquiera había echado un polvo y no debería permitirle que se acercara tanto a él, aunque de alguna manera Kateri lo había conseguido. Desconocía cómo había pasado, pero en realidad fue un caso perdido desde el momento en que le sonrió.
—¿Vas a decir algo?
Ren no se fiaba mucho de su voz. De modo que la besó despacio y con mucha ternura, saboreando cada roce de su lengua. Sin aliento, la dejó en el suelo y se colocó sobre ella. El placer fue tan intenso que lo cegó.
Kateri sonrió cuando Ren abandonó sus labios para dejarle una lluvia de besos ardientes en el cuello. Si no conociera los motivos que explicaban su silencio, se sentiría ofendida. Pero no podía estarlo. Ren era un hombre parco en palabras. Se comunicaba a través de sus actos, no con la voz. En cierto modo, ella lo prefería así. Porque era imposible malinterpretar su ternura.
Ren le desabrochó despacio la camisa y después le pasó una mano por los pechos. Ella arqueó la espalda y gimió, maravillada por las sensaciones. El deseo que ardía en sus ojos mientras forcejaba para desabrocharle el sujetador la abrasó.
Kateri sonrió al percatarse de su confusión.
—Tiene cierre delantero.
Ren seguía sin comprender.
—Supongo que en aquella época no llevaban estos chismes, ¿verdad?
—No. Es como un rompecabezas.
Ella soltó una carcajada, le tomó las manos y le enseñó a desabrochar la prenda.
Ren contuvo el aliento con brusquedad al ver sus pechos desnudos. Había supuesto que su tamaño se debía a algún tipo de relleno, pero no era así ni mucho menos y aunque no tenía mucha experiencia en ese campo, sabía que estaba muy bien dotada.
—Eres preciosa.
Ella le cogió una mano entre las suyas y se la llevó a la boca para poder besarle los nudillos, que después procedió a mordisquear. Ren sintió un escalofrío. Tras devolverle la mano al pecho tiró de su cabeza para mordisquearle los labios. Si pudiera, moriría contento en ese mismo momento, por una sobredosis sensorial.
Kateri sintió el movimiento de los músculos de su cara cuando él apretó los dientes. Era el hombre más sexy que había conocido en la vida. Irradiaba fuerza y poder, unas características que, combinadas con su vulnerabilidad y su inocencia, lo convertían en una mezcla irresistible.
Ansiosa por complacerlo, le quitó la camisa por la cabeza y lo instó a colocarse de espaldas en el suelo. Se detuvo al ver las cicatrices y las heridas que le cubrían el cuerpo. Aunque la peor de todas era la que tenía en el centro del pecho. Una cicatriz circular, de bordes irregulares, más grande que su puño.
Colocó una temblorosa mano sobre su corazón para acariciar dicha cicatriz. En cuanto la rozó, sufrió una visión tan brutal y tan clara que la dejó pasmada. Ren y Coyote se encontraban en un prado, luchando junto al cadáver de un hombre que había sufrido tal paliza que le resultó irreconocible.
Coyote, cubierto de sangre de la cabeza a los pies, miró con cara de asco a su hermano, que a su vez estaba espantado por lo que su hermano había hecho.
—Es todo culpa tuya —masculló—. Por tu rencor y tus celos. ¿Por qué no podías alegrarte por mí? Aunque solo fuera una vez. ¿Por qué? Si nos hubieras dejado tranquilos, nada de esto habría pasado. No habría Espíritu del Oso. No habría necesidad de Guardianes y él… —señaló hacia el suelo con un cuchillo—, jamás habría venido aquí.
Ren no respondió. Tenía la mirada fija en el rojo de las manos de Coyote. Y de allí siguió hacia el suelo, donde…
Búfalo yacía muerto en un charco de sangre.
Kateri descubrió la identidad del hombre porque Ren lo conocía y estaba viendo la escena a través de sus ojos.
Este dio un respingo, asaltado por un dolor insoportable.
—¿Cómo has podido hacerlo? Era un Guardián. —«Y mi mejor amigo en este mundo», pensó. La única persona que le había sido fiel sin dudar.
Búfalo lo había acompañado incluso cuando el mal se había apoderado de su cuerpo y lo había servido por propia voluntad. Su amigo lo había protegido.
Y en ese momento estaba muerto, a manos de su propio hermano.
«Mi crueldad lo ha vuelto loco…», se dijo.
Su hermano era un hombre puro y decente hasta que él lo torturó.
«Yo soy el culpable. De todo».
Coyote escupió sobre el cuerpo de Búfalo.
—Era un malnacido y me robó el corazón de Mariposa.
Ren meneó la cabeza despacio, destrozado por la culpa y la pena.
—Los corazones no se pueden robar, Coyote, solo se pueden entregar.
Su hermano lo miró con desprecio.
—¡Te equivocas! Son tus celos los que hablan.
No era cierto. Ren había aprendido a desterrar los celos. Ya no sentía nada salvo culpa y remordimientos.
Pero era demasiado tarde. Había destruido todo lo bueno que había en su vida.
Todo.
Con el estómago revuelto se acercó a Búfalo y se arrodilló a su lado para susurrar una oración sobre su cuerpo.
Se oyó un chillido agudo.
Al levantar la cabeza, Ren vio que Mariposa corría hacia el difunto. Se abalanzó sobre su cadáver sollozando y presa de la histeria. Ni siquiera le prestó atención a la sangre que poco a poco le manchó la ropa y el cuerpo.
Miró a Coyote con el rostro demudado por la furia y el dolor.
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué me has hecho tanto daño?
Este torció el gesto.
—Tú me arrancaste el corazón.
—Y tú has matado el mío. —Se dejó caer sobre Búfalo y siguió llorando. Sus alaridos eran tan aterradores que Kateri sintió que se le erizaba el vello de los brazos.
Ren se puso en pie y la dejó con su dolor mientras se enfrentaba a su hermano.
Ese fue su error. No pensó en lo que sucedería si Mariposa gritaba su dolor a los dioses y a los espíritus. Si le permitía llorar su pena por haber perdido a Búfalo.
Sin embargo, ya era demasiado tarde. Alrededor de los árboles se levantaron unos vientos atronadores que soplaron entre los presentes, agitando las pieles que los cubrían. Los vientos se unieron y formaron a dos heraldos que tocaron sus cuernos para anunciar a la criatura más temida de todas.
El Espíritu Vengador. Algo que solo podía ser convocado por los gritos desgarradores de una mujer a la que habían maltratado y que quería vengarse de quienes le habían hecho daño.
Era un ser de apariencia espectral completamente blanco: el pelo, la piel y las facciones esqueléticas. También eran blancas las plumas y las pieles que llevaba. El único toque de color lo ponía el collar de cuentas azul oscuro alrededor de su cuello.
—¿Por qué me habéis llamado? —exigió saber.
Mariposa alzó la vista. Su hermoso rostro estaba tan demudado por el dolor que en ese momento parecía una anciana. El cabello se agitaba a su alrededor mientras los miraba con furia.
—Coyote ha matado mi corazón. Quiero el suyo como pago de lo que me ha quitado.
El Espíritu Vengador le hizo una reverencia antes de volverse hacia los hombres. Su rostro cambió; ya no era el de un anciano con cabello ralo, sino el de la personificación del mal. Abrió la boca y sus facciones se alteraron, alargándose hasta que el labio inferior tocó el suelo. Kateri contempló la transformación aterrada. La escena era más terrorífica que cualquier película de Wes Craven…
De su boca salió un águila gigante con un guerrero montado en su lomo. Este levantó su lanza.
Ren retrocedió, apartándose de Coyote, y se preparó para la lucha.
Con un grito que clamaba venganza y que sacudió los cimientos de la Madre Tierra, el guerrero dirigió su lanza al corazón de Coyote.
Aunque Ren se había apartado, en un abrir y cerrar de ojos se encontró justo en el lugar que un momento antes ocupaba Coyote, que a su vez estaba en el lugar de su hermano. Incapaz de reaccionar y de alejarse de allí, la lanza se clavó en el pecho de Ren, atravesándole el corazón. El impacto lo lanzó por los aires y lo clavó contra un árbol.
El dolor se apoderó de su cuerpo mientras intentaba respirar. La boca se le llenó de sangre. Se le oscureció la visión. Se estaba muriendo. Después de tantas batallas, de tantas peleas…
Iba a morir por culpa de una traición artera.
Por la crueldad de su hermano.
El guerrero que montaba el águila viró y regresó volando a la boca del Espíritu Vengador. Y se marcharon tan rápido como habían llegado.
Ren, que respiraba de forma entrecortada, miró a su hermano.
—Te habría entregado mi vida si me la hubieras pedido.
—Me enseñaste a coger lo que quería. —Coyote acortó la distancia que los separaba y le quitó el collar que llevaba al cuello, el que contenía su sello de Guardián: un Pájaro de Trueno de turquesa. A continuación, soltó el saquito que Ren llevaba al cinturón, donde guardaba su magia más potente y sus piedras—. Y quiero ser el Guardián.
De la boca de Ren brotaba un hilillo de sangre. Su condición de Guardián había sido lo único bueno que le había pasado en la vida, lo único bueno para lo que lo habían elegido. Lo único que le había proporcionado un mínimo de orgullo y que había logrado que se sintiera merecedor de otra cosa que no fuera desdén y odio.
—No fuiste el elegido.
—Ni tú. En el fondo no te eligieron. El Guardián te dio el puesto por lástima. —Coyote lo miró con desprecio al tiempo que apretaba el collar de Ren en el puño—. Jamás has merecido llevarlo. —Cogió la lanza y se la clavó todavía más. Soltó una carcajada triunfal cuando Ren se atragantó con su propia sangre.
Tras un último jadeo, Ren se quedó en silencio.
El orgullo que Coyote lucía en la cara al mirar a Mariposa era repugnante.
—Ahora soy un Guardián. Ya puedes volver a quererme.
Mariposa torció el gesto, asqueada.
—Jamás podría quererte después de lo que has hecho. Eres un monstruo.
Coyote la cogió del brazo, obligándola a levantarse.
—Eres mía y jamás te compartiré. Prepárate para nuestra boda.
—No.
Él la abofeteó.
—No discutas conmigo, mujer. Tienes que obedecerme.
La soltó tan rápido que ella cayó sobre el cadáver de Búfalo, sobre el que permaneció llorando hasta que no le quedaron más lágrimas.
Seguía allí cuando las doncellas fueron a buscarla a fin de vestirla para Coyote.
Al atardecer, este regresó a por ella. Pero antes de que pudiera comenzar la ceremonia que los uniría, el Primer Guardián, el padre de Kateri, apareció en el claro. Sus ojos oscuros irradiaban furia mientras los miraba con un odio manifiesto.
—He venido para reclamar la vida del responsable de la muerte de dos Guardianes.
Coyote jadeó, aterrado. Su mente funcionaba a toda prisa, intentando pensar en algún truco que salvara su vida. Y aunque la magia de su hermano era poderosa y le había permitido a Ren luchar contra el Guardián durante un año y un día, él no era el dueño de dicha magia. No bastaría para salir con vida del enfrentamiento.
El padre de Kateri se acercó a ellos con paso decidido y ademanes que prometían venganza. Cogió el Puñal de la Justicia de su cinturón y sin titubear lo clavó en el corazón de quien había provocado tanto sufrimiento.
Mariposa trastabilló hacia atrás mientras la sangre empapaba su vestido y manchaba sus trenzas. En vez de reflejar dolor, suspiró, aliviada. La sangre manaba de su boca cuando se volvió hacia Coyote.
—Ahora estaré con mi amado. Para siempre entre sus brazos —dijo cayendo al suelo, donde murió con la más hermosa de las sonrisas en los labios.
Con la confusión pintada en la cara, Coyote meneó la cabeza.
—No lo entiendo.
El padre de Kateri se encogió de hombros.
—Ambos habéis sido el instrumento que ha matado a Búfalo. Pero Mariposa fue la causa. De no haber nacido, tú no le habrías arrebatado la vida al Guardián. Ella es la responsable de su muerte y de la muerte de Makah’Alay. —Una vez dichas esas palabras, desapareció.
—No, no, no. Esto no está bien. No debía terminar así. —Coyote se pasó las manos por el pelo y se acercó a su único amor para acunarla entre sus brazos por última vez. Era muy pequeña y delgada. La sangre de Mariposa manchó la vestimenta ceremonial mientras lloraba su pérdida.
Porque la había perdido.
Mariposa no lo esperaría al otro lado. El dolor que le provocó esa idea lo destrozó. Ella estaría esperando a ese malnacido de Búfalo. A un hombre que había ocasionado un sufrimiento infinito, que lo había apartado de su padre y de su pueblo.
No. No era justo que ese malnacido la tuviera. No después de haber soportado la tortura y el dolor para regresar a su lado y tomarla como esposa.
«¡Os maldigo a todos!», pensó.
Echó la cabeza hacia atrás y gritó de rabia. No, no terminaría así. Había sido un buen hombre. Un hombre decente. Obediente. Toda su vida. Y los demás habían matado esa parte de él, uno a uno.
Primero Makah’Alay, luego Búfalo y, por último, Mariposa.
Le habían destrozado la vida. No pensaba permitirles que disfrutaran de la eternidad juntos. No después de haber asumido la posición de Guardián, que implicaba la soledad eterna.
Metió la mano en el saquito de Ren e invocó a los elementos más fuertes.
—Te maldigo, Búfalo —masculló entre dientes—. Vivirás mil vidas y jamás serás feliz. Caminarás por la tierra y todos los que deberían cuidarte te traicionarán. No habrá un lugar al que puedas llamar hogar. No durante tu vida humana. Y jamás tendrás a mi Mariposa. —Sopló la magia que ostentaba en la palma de la mano y la esparció por el aire para que llegara hasta los espíritus que harían cumplir su maldición. A continuación, miró la serena belleza de Mariposa. Tan tierna… Tan dulce… La idea de maldecirla le revolvía las entrañas. Pero ella lo había rechazado. Lo había traicionado—. Como pago por lo que me has hecho, nunca te casarás con aquel del que estás enamorada. Morirá cada vez que vaya a tu encuentro y te pasarás la vida llorándolo una y otra vez. No habrá paz. No hasta que me aceptes tal como es mi derecho. Y si te casas con otro, jamás confiará en ti. Jamás serás feliz en tu matrimonio. No mientras lleves sangre humana en tus venas. —Metió la mano en el saquito en busca del resto de la magia de su hermano y la esparció por el aire.
—¿Sabes lo que has hecho?
Coyote miró a Choo Co La Tah, que se acercaba hacia él.
—He saldado una deuda.
El Guardián se echó a reír.
—Ese tipo de magia siempre se revuelve contra aquel que la posee. Quien siembra vientos, recoge tempestades.
—¿Ah, sí?
Choo Co La Tah señaló el cielo y los árboles.
—Ya conoces la ley. No se debe hacer daño, pero tú has infligido un gran daño hoy.
—Ellos me lo hicieron a mí primero.
Choo Co La Tah suspiró.
—Y tú acabas de plantar las semillas de tu propia destrucción. Cuando maldices a dos personas juntas, las vinculas. Si unen sus fuerzas, podrán romper la maldición y matarte.
Coyote resopló con gesto burlón.
—No sabes lo que dices.
—Arrogancia, esa es la primera causa de muerte tanto entre los reyes como entre los vasallos. Cuídate de su afilada hoja. A menudo suele herir a la persona que la empuña más que a los demás.
Coyote restó importancia a las palabras de Choo Co La Tah. No le interesaban. Ya no sufriría más. Había sufrido bastante. Había llegado la hora de vengarse.
Y se aseguraría de que los demás pagaran. Eternamente.
Kateri se apartó al percibir el odio de Coyote. Una entidad malévola que era una bestia en sí misma. Dejó dicho odio en el pasado y alzó la vista para mirar a Ren, que la estaba abrazando.
—¿He hecho algo mal? —le preguntó él con el ceño fruncido—. No te habré hecho daño, ¿verdad? —La preocupación que irradiaba su voz la conmovió.
¿Cómo era posible que no hubieran valorado a una persona tan dulce?
—No, cielo. No has hecho nada mal. Es que acabo de sentir el odio que tu hermano te profesa. Una sensación tan horrible que me ha dejado atontada por un momento.
Ren estaba a punto de hablar, pero ella se lo impidió poniéndole un dedo sobre los labios.
—No digas que tú eres el culpable. Has sufrido mucho más que él. Sin embargo, eres humano. Jamás has abandonado esa parte de ti mismo.
—No siempre ha sido así.
—Estabas poseído. Eso es distinto.
Ren no estaba tan seguro. Sí, había permitido que el Espíritu del Oso se apoderara de su cuerpo, pero había sido consciente de lo que hacía. Y el Espíritu del Oso no moraba en su interior cuando mató a su padre.
Eso lo hizo por voluntad propia.
Miró la cicatriz que tenía cerca de la cadera izquierda, un recordatorio del momento en el que su padre estuvo a punto de destriparlo. Fue una pelea brutal. Pese a su edad, su padre era un guerrero muy capaz. Ren tuvo suerte de sobrevivir al enfrentamiento.
Fue la conciencia la que lo ayudó a separarse del Espíritu del Oso y a liberarse. Aunque fue muy difícil. Tardó semanas en recuperar su vida.
Y apenas hizo falta un segundo para que la perdiera de nuevo.
Cuando Kateri se tumbó sobre él, se quedó sin aliento al sentir sus pechos desnudos sobre el torso mientras ella le mordisqueaba el mentón. Perdió el hilo de sus pensamientos. Su cuerpo cobró vida al tiempo que la cabeza le daba vueltas por todas las sensaciones que ni siquiera recordaba.
Kateri se sentó a horcajadas sobre su regazo, poniéndosela todavía más dura. «Por favor, que no me humille», rezó en silencio. Presa del miedo ante la idea de no durar el tiempo suficiente para ella, la hizo rodar de modo que pudiera quitarle los zapatos y los vaqueros.
Se le paró el corazón al verla allí tendida, desnuda y con pose sensual. Separó las piernas para él y dobló las rodillas, ofreciéndole una vista maravillosa de esa parte de su cuerpo que ansiaba con todas sus fuerzas. Lo miró con una sonrisa cariñosa al tiempo que lo buscaba con las manos.
Quería decirle todo lo que significaba para él, pero su cabeza era incapaz de formular una sola palabra, abrumada como estaba por la pasión que le corría por las venas.
Kateri enarcó una ceja al ver que Ren titubeaba. Veía el deseo en sus ojos. Sin embargo, no hacía ademán alguno de tocarla. Se limitaba a recorrer su cuerpo con una mirada ardiente.
Al final, se acercó a ella como un depredador letal, a gatas. Agachó la cabeza y le acarició la pantorrilla con la cara, demostrando una ternura que le provocó un escalofrío. Sin dejar de mirarla, Ren extendió una mano para tocar esa parte de su cuerpo que se moría por sentirlo. El roce de su pulgar solo sirvió para acrecentar su deseo.
Al cabo de un instante sonrió cuando Ren usó ese mismo pulgar para separar su sexo, tras lo cual reemplazó dicho dedo con la boca.
Kateri gritó cuando el placer se apoderó de ella. Bajó una mano y le enterró los dedos en el pelo mientras él la atormentaba con la lengua. Para ser un hombre que llevaba once mil años de celibato, lo estaba haciendo fenomenal.
Ren cerró los ojos mientras se deleitaba con su sabor y dejaba que sus gritos lo envolvieran. Se enorgulleció de que ella disfrutara de sus caricias tanto como él disfrutaba acariciándola. Lo último que le apetecía era que lo comparase con otros amantes y se quedara corto de alguna manera.
Quería que estuviera más que saciada. Las manos de Kateri jugueteaban con su pelo, acariciándole el cuero cabelludo al tiempo que murmuraba palabras cariñosas. Y después, en un abrir y cerrar de ojos, se tensó y gritó al tiempo que su cuerpo se estremecía.
Sorprendido por lo rápido que se había corrido, esperó hasta que los espasmos terminasen para desabrocharse los pantalones. Cuando hizo ademán de quitárselos, ella se lo impidió.
Al principio, creyó que ella había cambiado de opinión, pero después Kateri lo instó a tumbarse de espaldas y se los quitó ella misma.
Se tomó su tiempo para disfrutar de la imagen de ese cuerpo desnudo y moreno. Jamás había visto a un tío tan cuadrado en la vida, salvo en las páginas de las revistas de culturismo. Estaba para comérselo. Aunque llegara a la cama lleno de arena o de cualquier cosa que hubiera comido, no le haría ascos.
Gimió y él la miró con una ceja enarcada. Con una carcajada, Kateri comenzó a ascender por su cuerpo, deteniéndose lo suficiente para lamerlo y torturarlo.
Ren gritó al sentir que se la acariciaba con la boca. La Zahorí del Viento nunca le había hecho eso. Con la respiración entrecortada, supo que lo había conquistado para siempre. Haría cualquier cosa por ella, tan solo por la bondad que le había demostrado. Cualquier cosa.
«Solo es sexo», se recordó.
Sí, pero ella no tenía por qué hacerlo. La delicadeza que demostraba era suficiente para poder aferrarse a la ilusión de que sentía algo por él. Daría cualquier cosa por hacer el amor con una mujer que gritara sobre su cadáver con el mismo dolor que había gritado Mariposa sobre el de Búfalo.
Como había gritado Abigail por Sundown.
«Parezco una vieja sentimental», se recriminó.
No obstante, acababa de pensar eso cuando recordó las palabras que le había dicho Kateri: «Una de las necesidades humanas más antiguas es tener a alguien que se pregunte si vas a volver a casa por la noche». Por mucho que odiara admitirlo, Kateri tenía razón. Mientras que la envidia era la raíz del mal, el amor era la fuente del bien. La envidia sacaba a relucir lo peor de la gente. El amor sacaba lo mejor. Fue la envidia lo que lo llevó a destruir a su propio hermano. Pero fue el amor de su mejor amigo lo que lo devolvió a la vida y lo convirtió nuevamente en un defensor.
¿Y qué pasaba con Coyote? Él quiso a Mariposa. Sin embargo, no hubo nada bonito en esa relación.
Eso no era cierto y lo sabía. Coyote no la había querido. La había deseado y había ansiado poseerla. Si de verdad se hubiera preocupado por ella, habría preferido verla feliz con Búfalo antes que triste a su lado. Ese fue el motivo por el que su propia madre liberó a su padre. Lo había querido tanto como para desear estar con él aunque fuera brevemente. Pero sabía que jamás sería feliz con ella. No mientras su corazón perteneciera a otra.
Por eso Choo Co La Tah había dado su bendición para que el amor de su vida se casara con su mejor amigo. Puesto que habían crecido juntos, Choo jamás le había hablado de sus sentimientos. Eran del mismo clan y el matrimonio entre ellos estaba prohibido. Aunque Choo soñaba con casarse, abandonó dicho sueño cuando ella conoció a otro y se enamoró de él.
Ese generoso sacrificio fue el motivo por el que el Primer Guardián eligió a Choo Co La Tah para que se convirtiera en uno de los Guardianes de las Puertas. Choo era capaz de dejar a un lado sus intereses en beneficio de los demás. Aunque los Guardianes competían entre sí para lograr el honor de obtener sus puestos, dichos competidores eran elegidos entre los guerreros que habían demostrado que sabían amar. Entre los guerreros que comprendían que el prójimo siempre estaba antes.
Ren fue la única excepción. El Primer Guardián le prohibió luchar para conseguir el puesto y lo eligió directamente por haber sido poseído por el Espíritu del Oso.
«Si alguien entiende la razón por la que el mal debe ser encerrado, es aquel que ha bailado con él durante un año. El único que ha probado su dulzura y que después ha soportado su amargo regusto».
Sin embargo, Ren no había conocido el sabor del amor. No hasta que miró unos ojos con motitas doradas que le recordaron a los del hombre que en otro tiempo quiso ser.
Se estremeció por completo mientras ella lo lamía por todos lados. Kateri se incorporó para mirarlo con la sonrisa más maravillosa que había visto en la vida. Después de colocarle en la posición adecuada, lo acogió en su cuerpo poco a poco. Ren gimió mientras se estremecía al sentir cómo lo rodeaba. Le costó la misma vida no correrse en ese mismo instante.
Kateri le cogió una mano y entrelazó sus dedos al tiempo que comenzaba a moverse sobre él con una sonrisa en los labios. Ren levantó las caderas, penetrándola hasta el fondo. Hasta ese momento no sabía lo que era sentirse aceptado. Sentirse querido. Pero al mirar a los ojos de Kateri, por fin vio la calidez del hogar. De pertenecer a otra persona además de pertenecerse a sí mismo.
Kateri observó las emociones que cruzaban por la cara de Ren. Hizo un mohín juguetón.
—Siento mucho haberte estropeado el récord.
Él frunció el ceño.
—¿Qué récord?
—El celibato más largo de la historia. Seguro que habrías entrado en el libro Guinness. Aunque dudo mucho que alguien intentara batirlo algún día.
Ren la recompensó con una carcajada ronca… que acabó con un gemido cuando se corrió en su interior. Mientras se estremecía a causa del placer, se hundió hasta el fondo en ella.
Cuando acabó, Kateri hizo ademán de apartarse de él para colocarse a su lado, pero él se lo impidió. Ese fue el único momento en el que ocultó sus emociones, mientras tomaba su cara entre las manos para besarla.
Una vez que se apartó de sus labios, le frotó una mejilla con la suya y le susurró al oído:
—No permitiré que te pase nada.
—Lo sé, cariño. Yo tampoco permitiré que te pase nada a ti.
Ren sonrió al escucharla. Por primera vez en su extremadamente larga existencia, se sentía unido de forma íntima a alguien. Y no sólo porque hubiera tenido visiones sobre su vida, ni por haber mantenido relaciones sexuales con ella, sino por el hecho de que creía en su promesa.
Creía en Kateri.
Sí, el mundo estaba a punto de acabar. Había echado un polvo y confiaba en la mujer con la que lo había hecho. Si eso no era una señal del Apocalipsis…
Kateri lo besó en la nariz antes de apartarse de él para vestirse.
Ren se puso la ropa despacio a sabiendas de que debían apresurarse. Sin embargo, no quería que el momento llegara a su fin. En su vida había conocido muy pocos momentos perfectos. Podía contarlos con los dedos de una mano. Y ninguno podía compararse en lo más mínimo con ese.
—¡Hala!
La voz sorprendida de Kateri hizo que Ren enarcara una ceja.
—¿Qué pasa?
—Me he roto una uña. —Levantó un dedo para enseñárselo—. Sé que es ridículo, pero me cabrea mucho. —En ese momento, la sonrisa que esbozaban sus labios se esfumó mientras lo miraba como si fuera un desconocido.
El temor le provocó a Ren un nudo en las entrañas. Seguro que no era nada bueno.
—¿Qué pasa? —le preguntó de nuevo.
—¿Por qué tienes los ojos azules? —quiso saber ella.
Ren se dispuso a hacer aparecer un espejo con sus poderes para comprobarlo por sí mismo. En cambio, hizo un descubrimiento aterrador.
No tenía poderes. Eso, sumado a los ojos azules, solo podía significar una cosa.
«¡Por todos los dioses, soy humano!».