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10 de diciembre de 2012

Las Vegas, Nevada

3.00 h de la madrugada

—Las plumas se están formando en el cielo y la Luna Fría está al caer. Pronto Padre Serpiente abrirá los ojos y con ellos las siete puertas.

Ren ladeó la cabeza y miró hacia abajo al escuchar la voz de Choo Co La Tah, con su fuerte acento británico, que rompió la solemnidad de la noche. El Guardián estaba sentado, escuchando el silencio que lo rodeaba. Las plumas eran las del tocado de la constelación de la Serpiente, la misma que regía su calendario ancestral. Cuando dicho tocado se encontraba en su máxima expresión y se alineaba con el solsticio de invierno, las puertas entre ese plano y los demás se abrían. Y el mal que había sido expulsado no solo por su pueblo, sino también por los pueblos de los otros continentes, se extendía por el mundo.

Faltaban once días.

El 21 de diciembre. A las 11.11 de la mañana. En ese preciso instante el corazón del universo atravesaría el árbol de la vida. La cabeza, el corazón y el cuerpo estarían alineados por primera vez en siglos.

¿Podía ser más perfecto? Si alguien dudaba del equilibrio y de los ciclos del universo, eso bastaría para convencerlos de que si bien todo parecía ser fruto de las coincidencias, no lo era. Nadie, salvo el Gran Creador, podría haberlo planeado todo tan bien.

Once días para el Reinicio.

Ren escuchaba el tictac del reloj. Cada latido de su corazón los acercaba más a lo inevitable. Los acercaba más al infierno.

«Un buen momento para llamar diciendo que estoy enfermo y no ir a trabajar», pensó.

Ojalá pudiera. Sin embargo, semejantes lujos estaban reservados para los humanos, no para los seres inmortales como él. Para las criaturas como él nunca había días de baja, ni siquiera uno de vacaciones. Ganaran, perdieran o empataran, lucharían hasta el amargo final y se llevarían a tantos enemigos por delante como pudieran.

«Unidos luchamos. Y unidos morimos».

Para un inmortal, la muerte era muchísimo más aterradora que para un humano. Cuando uno moría sin alma, padecía una agonía terrible durante el resto de la eternidad.

El infierno sería un camino de rosas comparado con la existencia que le esperaba si moría.

Ren le hizo una respetuosa inclinación de cabeza a Choo Co La Tah.

—He estado observando las señales. —Mientras lo hacía, había tenido una visión que aún lo atormentaba. Podía verla con claridad incluso con los ojos bien abiertos. Podía sentir su presencia como si estuviera allí, a su lado.

Sin embargo, no sabía quién era. Una mujer menuda con el valor de una criatura mítica que lo había buscado a través de la oscuridad. La había visto vestida con pieles amarillas y el pelo castaño oscuro trenzado y adornado con plumas blancas. Al igual que hiciera la diosa que le había arrebatado el alma, la mujer se había arrodillado junto a él mientras yacía en el suelo, herido. Su dulce voz lo había calmado mientras cantaba en una lengua que llevaba dos mil años sin escuchar de labios de una mujer.

La muerte se había negado a soltarlo hasta que ella le colocó una mano menuda en su mejilla ensangrentada. Tras inclinarse sobre él, la mujer siguió cantando, derramando su aliento sobre su piel. Su cálida caricia y su reconfortante voz desterraron el dolor que sentía hasta que solo fue consciente del calor de su piel contra su cuerpo. Esos ojos no se apartaron de los suyos mientras lo besaba suavemente en los labios. Fue un beso tan delicado que le pareció la caricia de las alas de un colibrí.

—He venido a por ti —le susurró la mujer un segundo antes de que lo apuñalara en el corazón. Mientras el dolor lo atravesaba, ella se echó a reír y lo abandonó para que muriera solo.

Apenas había salido del trance que supuso esa visión cuando Choo Co La Tah apareció en su patio trasero. Desde entonces, llevaba media hora observando el cielo con actitud solemne, en busca de alguna señal que desmintiera lo que sabía que se avecinaba.

«Nadie puede parar un tren», se dijo. Como mucho, se acababa sangrando sobre las vías en el intento.

Ren se puso en pie muy despacio, pero siguió en mitad del patio antes de volverse hacia el ancestral ser inmortal. Siglos atrás, habían pertenecido al mismo clan. Choo Co La Tah fue en otro tiempo el mejor amigo de su hermano, su consejero más fiel.

Sin embargo, las cosas cambiaban. Al igual que las personas. Con demasiada frecuencia uno se daba cuenta de que la persona con quien más relación se tenía era a la que menos se conocía de todas. Y tal como Ren había aprendido por experiencia propia, un amigo impregnado de maldad era lo peor del mundo. Si bien los enemigos podían herir el cuerpo, un amigo malvado hería el corazón y la mente… y ambas cosas podían resultar letales.

—No hay señales de la Protectora. —Choo Co La Tah observó las Pléyades, el lugar donde se emplazaba la primera puerta. Las mismas estrellas en las que Ren se había concentrado. Unas estrellas que ocupaban un lugar muy especial en su corazón—. ¿Y si ya está muerta?

—Un buen amigo me dijo una vez que no debía temer el futuro. De un modo u otro, acabaría llegando. El truco está en recibirlo con los brazos abiertos para no acabar con algo roto cuando me arrolle. —Choo sonrió—. Por aquel entonces era mucho más oven y muchísimo más flexible.

Ren se rio al escuchar al ser tan antiguo que físicamente parecía un hombre musculoso de treinta y pocos años. Vestido con un abrigo de ante y unos vaqueros, Choo llevaba la larga melena negra trenzada a la espalda, al igual que él, y en cada uno de sus ocho dedos llevaba un anillo de plata que protegía una piedra sagrada. Al igual que él, Choo fue en otro tiempo uno de los mejores guerreros de su clan. Habían luchado juntos y se habían enfrentado el uno al otro. Por irónico que pareciera, Ren fue el único capaz de derrotar a Choo Co La Tah.

Algo para lo que tuvo que hacer trampas.

Por suerte, Choo no era rencoroso.

O no lo era demasiado.

Ren cruzó los brazos por delante del pecho al percatarse de lo fría que se había vuelto la noche. Mientras meditaba, no le había prestado atención al descenso de la temperatura. En ese momento el frío viento del desierto se hacía notar.

—Además, deberíamos temer no tanto su muerte como la posibilidad de que su piedra haya caído en manos de algo que no debería tenerla.

Choo Co La Tah asintió con la cabeza, dándole la razón.

—Eso es lo que más temo. La ghighau ya debería haberse puesto en contacto conmigo. Dado que no lo ha hecho… —Su frustración era patente—. Ni siquiera sé quién es en esta vida.

Ren tampoco lo sabía. A fin de protegerla de todos los depredadores que la matarían de tener la oportunidad, los Espíritus jamás permitían que los Guardianes conocieran su identidad hasta que era necesario. Aunque los Guardianes eran inmortales, la Protectora no lo era. Era humana, y su piedra sagrada pasaba de madre a hija, junto con la historia de su deber más sagrado. Cada vez que llegaba el momento del Reinicio, la Protectora siempre enviaba un sueño a Choo Co La Tah para hacerle saber su identidad.

Con dos Guardianes muertos, los únicos que quedaban eran Choo y Coyote, el hermano de Ren, que estaban obligados a ayudarla a reiniciar el calendario y a mantener las puertas cerradas.

Un Guardián la protegería.

Su hermano, en cambio, la mataría.

Ren, que fue un Guardián hasta que su hermano le robó el puesto, se encontraba entre ambos. Aunque tenía la intención de luchar junto a Choo Co La Tah en la medida de sus posibilidades, no estaba seguro de poder enfrentarse a su hermano. Una parte de él seguía odiando a Coyote con tanta fuerza que le provocaba una tremenda amargura. Pero bajo ese odio yacía un sentimiento de culpa tan profundo que ni siquiera estaba enfadado con Coyote por haberlos torturado el año anterior, cuando lo capturó.

¿Cómo podía echárselo en cara cuando él le había hecho muchísimo más daño a Coyote?

Las traiciones eran algo complicado. Si las llevaba a cabo un desconocido, eran odiosas. Si las llevaba a cabo un amigo, dolían. Y si las llevaba a cabo un familiar…

Eran corrosivas.

Le dio una palmada a Choo Co La Tah en la espalda.

—Míralo por el lado positivo. Al menos nadie ha liberado a los anikutani.

—Todavía. Pero recuerda que aún nos quedan once días. Basta con una metedura de pata para deshacer todos nuestros esfuerzos por proteger este mundo, y no hay nada más peligroso que un capullo con una misión.

Ren resopló al escuchar semejante optimismo.

—Claro que lo hay, Choo.

—¿El qué?

—Un capullo con conexión a internet y seis latas de Red Bull.

Sin embargo y dejando a un lado las bromas, Choo Co La Tah tenía razón. Si durante el Tiempo sin Tiempo, alguien rompía el sello de piedra que mantenía encerrados a los hermanos de Ren…

Tendría que llamar al jefe y decirle que estaba enfermo.

Y encontrar un agujero en el que esconderse.

El simple hecho de pensar en su regreso le encogió el estómago y le puso el vello de los brazos de punta, como si su subconsciente quisiera advertirle de que ya era demasiado tarde para pensar en huir. Tenía la sensación de que habían roto el sello.

«Déjalo ya. Sólo es el viento».

Eso estaba claro. Pero la pregunta era: ¿el viento procedía del desierto?

¿O de los anikutani al ser liberados?