18 de febrero de 9527 a. C.

Estigio se llevó la clámide a la nariz y aspiró el olor de Bethany. Aún no asimilaba que hubiera regresado. Seguía esperando despertarse en algún momento y descubrir que todo era un sueño. Por primera vez en la vida ni siquiera le importó volver a casa. Todavía sonreía cuando llegó a los escalones de palacio, si bien los soldados que hacían guardia junto a la puerta no la abrieron. En cambio, lo agarraron por los brazos y lo arrastraron hasta el gabinete de su padre, donde lo obligaron a arrodillarse frente al furioso rey.

—Pad…

Jerjes le cruzó la cara con tal brutalidad que el dolor fue abrumador.

—¡No te atrevas a hablarme de nuevo, traidor!

Estigio se limpió la sangre de los labios mientras lo miraba con el ceño fruncido.

—Sé lo que hiciste anoche. ¡Maldito seas!

Aturdido, Estigio intentó pensar qué tenía de malo lo que había estado haciendo para que su padre estuviera tan enfadado. Había pasado toda la noche en la cabaña, con Beth.

Los dos solos.

—Será mejor que las próximas palabras que salgan de tu boca sean los nombres de tus cómplices.

«Me he perdido algo», pensó.

—¿Qué…?

Su padre le asestó otro revés.

—¡Sus nombres! ¡Ya!

—¿De quién hablas? —Estigio levantó las manos al ver que su padre iba a abofetearlo de nuevo—. Padre, por favor. No sé por quién me estás preguntando. ¿De qué se me acusa?

Las lágrimas brillaban en los ojos del rey.

—¡Me has traicionado!

—¿Cómo?

—¡Te vieron! Anoche. ¡Te escucharon maquinando mi muerte con tus amigos!

Estigio se quedó horrorizado. Aunque la idea de matar a ese cabrón se le había pasado por la mente en más de una ocasión, jamás sería tan tonto como para mencionarla en voz alta. ¿Se habría vuelto loco su padre?

Además, su lista de amigos se reducía a dos.

Galen y Bethany.

—¿Y te lo has creído?

En esa ocasión, cuando su padre hizo ademán de abofetearlo, Estigio lo tiró al suelo y lo inmovilizó.

Los guardias se acercaron para detenerlo. Con las habilidades que había desarrollado durante todo un año luchando contra los atlantes en la arena, agarró al primero de los soldados y lo desarmó, tras lo cual lo dejó sin conocimiento, y después estampó al segundo contra la pared de una patada. Acto seguido, desenvainó el puñal que el guardia tenía al cincho, se dio media vuelta y lo enterró en una de las losas del suelo, a escasa distancia de donde se encontraba la cabeza de su padre, que lo contemplaba boquiabierto.

Aunque ni siquiera jadeaba, Estigio se puso en pie y fulminó a su padre con la mirada.

—Si te quisiera muerto… padre, ya lo estarías. ¡Te habría matado con mis propias manos! Aunque sé que no me tienes en mucha estima, te recuerdo que soy tu protostratelates. Soy el único general griego que llevó a su ejército a la Atlántida y los habría obligado a postrarse de rodillas para rendirte honores a ti y a Grecia si no me hubieras ordenado regresar. Yo lo hice, padre. Solo. Suplica a los dioses que adoras y que yo detesto que jamás tengas que enfrentarte a mis habilidades a la hora de acabar con una vida. Te aseguro que no necesito ayuda para matarte. Pero no me interesa tu puta corona. Si me interesara, la habría cogido el día que atravesé las murallas de Dídimos al frente de mi ejército. —Retrocedió y extendió los brazos en cruz al tiempo que su padre se levantaba—. Pero no pienso discutir. Ya estoy harto de suplicar tu amor y todo lo demás. Si de verdad me crees culpable, ejecútame. Caminaré gustoso hasta el cadalso e inclinaré la cabeza para que caiga sobre ella el hacha del verdugo. Ahora mismo.

La mirada del rey, que respiraba con dificultad, volaba del puñal a Estigio una y otra vez.

—¿Cómo has podido? ¡Es piedra!

Estigio soltó una amarga carcajada.

—He machacado cráneos a través de cascos de hierro y bronce. He cercenado miembros con un solo mandoble y he hecho añicos escudos mucho más duros que la piedra.

—Pero cuando practicabas…

—Lo hacía contra un viejo veterano al que quiero mucho. Un hombre al que jamás haré daño. —Hizo un gesto hacia el puñal y después señaló al gigantesco guardia que en esos momentos se estaba levantando del suelo—. Ya sabes por qué fueron tan generosos contigo el rey Kreon y los demás. No tienen miedo de ti, padre. Están aterrados de vérselas conmigo en el campo de batalla, porque yo no temo a la muerte ni mucho menos te temo a ti. Esa es la soberbia por la que Apolo me ha castigado. Estoy harto de que tú y los demás me peguéis y me amenacéis. Mátame o libérame. Decídelo ahora mismo para ponerle punto final a esto de una vez por todas.

Su padre meneó la cabeza con incredulidad.

—¿Quién eres?

—Ni yo mismo lo sé la mitad de los días, joder. —Tomó una honda bocanada de aire—. En cuanto a lo que hice anoche, he estado con mi amada Bethany dos días enteros hasta que he vuelto a caballo y estos dos guardias me han arrastrado hasta aquí. No voy a permitir que ni tú ni nadie la despertéis para interrogarla. Puedes creerme o no. Si no te fías de mi palabra, es mejor que te olvides de mí para siempre. —Miró a los guardias, que lo contemplaban asombrados mientras se frotaban allí donde los había golpeado—. Bueno, ¿qué decides, padre? ¿Me voy a la cama o al cadalso?

—Te vieron.

Estigio resopló.

—Que yo sepa no soy el único con esta cara, ¿verdad?

Tan pronto como lo dijo, Estigio se estremeció.

«Mierda… ¿cómo se me ha ocurrido decir eso?».

Su padre soltó un furioso alarido y después ordenó a seis guardias que fueran en busca de Aquerón y lo llevaran al salón del trono. Acto seguido, salió en tromba del gabinete.

«¿Qué he hecho?», se preguntó. Como estaba demasiado cansado para pensar con claridad, ni siquiera se había planteado cuál sería la reacción de su padre ante la posible culpabilidad de Aquerón.

«Por favor, que sea culpable. Por favor, que sea culpable…» suplicó.

Siguió repitiendo la letanía mientras seguía a su padre por el palacio. El rey entró en el salón del trono con una furia palpable y esperó a la llegada del hijo que realmente no podía soportar.

Con el estómago revuelto, Estigio se sentó abrumado por la culpa. ¿Qué probabilidad había de que Aquerón hubiera conspirado de verdad contra el rey?

Era posible. Su hermano tenía más motivos que él para odiarlo.

Sin embargo en cuanto vio la expresión aterrada de Aquerón escuchó sus confusos pensamientos, comprendió que no era así.

«Joder…», pensó.

Acababa de arrojar a la hoguera a un inocente. Aquerón estaba encadenado. Los guardias lo obligaron a arrodillarse delante del trono de su padre mientras Ryssa entraba llorando y con la cara enrojecida para defender al único hermano al que amaba.

Sin perder la actitud desafiante que lo caracterizaba, Aquerón los fulminó con la mirada.

—¿Por qué estoy aquí?

Su padre se levantó y rugió:

—¡No consiento que cuestiones mis órdenes, traidor!

Estigio apretó los dientes, furioso.

Anonadado, Aquerón no fue capaz ni de parpadear.

—¡Padre! —exclamó Ryssa—. ¿Te has vuelto loco?

En respuesta, Jerjes le dio un revés a Aquerón.

—¿Dónde estuviste anoche?

Estigio se obligó a no reaccionar al sentir el impacto del golpe en la mejilla y en el ojo.

Aquerón jadeó por el dolor.

Estuve con Artemisa —pensó, y Estigio se quedó petrificado al escuchar dicho pensamiento.

«Mierda». ¿Aquerón y Artemisa? Con razón Apolo se la tenía jurada a su hermano. Por fin entendía el motivo de la rabia y de los incoherentes sermones que habían precedido algunos de sus más encarnizados ataques contra él.

Esa era la causa de la locura de Apolo, más que la actitud desafiante que él le había demostrado.

«Aquerón, idiota. ¿Te has tirado a la hermana “virgen” de Apolo? ¿De verdad?», pensó. ¿Se habría vuelto loco?

Eso explicaba el dolor tan insoportable que había sentido en la entrepierna y que de vez en cuando todavía sufría.

Estigio estaba cautivo en la Atlántida cuando sintió que alguien lo castraba. Literalmente. Habría jurado que alguien lo abría en canal.

Alguien había castrado a Aquerón. O bien Apolo o bien alguno de sus seguidores.

«¿Cómo has podido ser tan tonto, hermano?».

Aquerón lo miró y la condena que vio en sus ojos lo abrasó.

—En mi dormitorio.

Su padre volvió a abofetearlo.

—Mentiroso. Hay testigos que aseguran haberte visto en un prostíbulo, tramando mi asesinato.

Aterrado por la posibilidad de que alguien descubriera que sentía los golpes que Aquerón estaba recibiendo, Estigio se cubrió la cara con las manos a fin de ocultar la sangre que manaba de sus labios.

—Yo no he sido —aseguró Aquerón, con voz trémula por el miedo.

Su padre le asestó un nuevo revés antes de decirles a los guardias:

—Torturadlo hasta que decida confesar la verdad.

Aquerón comenzó a negar la acusación a gritos mientras luchaba contra los guardias que lo tenían sujeto.

—¡Padre, no! —Ryssa se adelantó.

El rey la miró con gesto feroz.

—Esta vez no podrás salvarlo. Es culpable de traición y no permitiré que eluda el castigo.

Estigio gruñó para sus adentros, torturado por una intensa agonía.

«¿Por qué no he mantenido la boca cerrada?».

Porque estaba cansado y harto de todo.

«¿Cuándo voy a aprender?».

Aquerón, de nuevo reducido por los guardias, enfrentó su mirada con la respiración alterada.

—¿Cómo es posible que trames la muerte del hombre que adora el suelo que pisas? Yo vendería mi alma por tener una mínima fracción del amor que tú desprecias. ¡Maldito seas, Estigio, maldito seas!

Estigio dio un respingo al escuchar los pensamientos de su hermano. Si supiera la verdad…

Pero Aquerón jamás le creería. Al igual que los demás, pensaba que tenía una vida idílica y perfecta. Algo que nadie tenía.

Nadie. Ninguna vida se libraba del sufrimiento o de la pena. Los dioses no eran tan benévolos con nadie. Jamás. Todo parecía hermoso desde el exterior. Pero la vista interior no era la misma. Como cuando eran pequeños y él envidiaba la vida que su hermano llevaba con su tío Estes en la Atlántida.

Sí, era envidiable…

Sacaron a rastras a Aquerón de la sala del trono.

—¿Qué has hecho, Estigio?

Cerró los ojos al escuchar la silenciosa recriminación de Ryssa. Al igual que Aquerón, pensaban que él era el traidor y que quería endosarle la culpa a su hermano.

«Soy tan inocente como él», pensó.

Aunque Ryssa jamás le creería, como su padre tampoco creería a su hermano. Menudo desastre de familia.

Pero esa no era su mayor preocupación. Alguien le había mentido a su padre porque ni Aquerón ni él eran culpables. Alguien los quería muertos a todos. La ira se apoderó de él mientras echaba un vistazo por la estancia. Debía de ser uno de los senadores que contemplaba la escena en silencio. Nadie más tendría un motivo para mentir de esa manera sobre él.

Salvo Apolo. ¿Sería eso a lo que se refería cuando lo amenazó con joderle la vida?

Estuvo a punto de caerse del trono cuando sintió el primer latigazo en el pecho. Gracias a los dioses, su padre estaba distraído con el berrinche de Ryssa.

Su hermana se acercó a él hecha una furia.

—Suplicaré que la ira de todos los dioses del Olimpo caiga sobre ti, hermano. Y tengo la intención de reírme a carcajadas cuando te encadenen a una roca y te arranquen ese corazón traidor que tienes.

—Yo también te quiero, ovejita.

Si las miradas mataran, en ese momento habría caído fulminado al suelo.

Le dolía todo el cuerpo mientras el látigo seguía torturando a Aquerón. Miró de reojo a su padre, que parecía haber envejecido de repente. Por eso precisamente no ansiaba la corona. El rey ni siquiera se fiaba de la palabra de su hijo.

Siempre recelaría.

Y él no podía hacer nada para solucionarlo.

Cansado y dolorido, contuvo un gemido al sentir el último latigazo.

—Padre, ¿se me permite un poco de tiempo para lavarme y cambiarme de ropa?

El rey asintió con la cabeza.

Estigio se estremeció al experimentar un nuevo dolor. Decidido a no revelarlo, se acercó a su padre antes de abandonar la estancia.

—¿Quién me ha acusado?

—Te lo diré en cuanto lleguemos al fondo de todo este asunto.

Estigio apretó los dientes, enfadado.

«¿No confías en nosotros, en tus propios hijos, pero confías en un mentiroso?», quería preguntarle.

¿Por qué le sorprendía esa actitud de su padre?

Porque esperaba algo mejor de él. Siempre lo había esperado. Pero el rey siempre lo había decepcionado.

Muy bien. No podía hacer nada al respecto. Asqueado, se marchó a sus aposentos y cada vez que lo asaltaba el dolor se maldecía a sí mismo un poco más. ¿Cómo había podido cometer la torpeza de incriminar a Aquerón? Pero claro que no había tenido tiempo de reaccionar y además sufría de una importante falta de sueño.

«¿Cómo te saco de esta, hermano?».

Decidido a intentarlo, Estigio fue a salir para averiguar quién lo había acusado.

La puerta estaba cerrada.

«Pero ¿qué…?».

La aporreó con todas sus fuerzas.

Nadie contestó. Y lo peor era que de repente se sentía tan cansado que no podía mantener los ojos abiertos. Bostezó e intentó enfocar la mirada. Fue inútil. En un abrir y cerrar de ojos cayó desplomado al suelo.

Sentado en su trono del Olimpo, Apolo asintió con la cabeza en dirección a Poine y Eris, que lo habían complacido con la maravillosa crueldad que habían cometido contra Estigio y sus hermanos. Claro que eran expertas en eso.

En separar a las familias.

—Buen trabajo… —las elogió Apolo con una sonrisa—. Y ahora rematadlo.

Ambas se marcharon de inmediato.

Dioniso esperó hasta que estuvieron a solas para hablar.

—Una pregunta, hermano. ¿Por qué odias tanto al príncipe de Dídimos?

Apolo apretó los dientes.

—Estigio ha sido una espina clavada en mi costado desde el día que nos presentaste. ¿Qué mortal se atreve a desdeñar el afecto de un dios?

—Uno corto de entendederas, eso seguro. ¿Y al otro que has torturado?

Apolo titubeó. Aunque confiaba en su hermano, no estaba dispuesto a que todos descubrieran la existencia de la «mascota» de su hermana. Por más que ansiara hacer sufrir a Estigio por sus desprecios, deseaba mucho más tener el corazón de Aquerón en la mano por haberse atrevido a tocar a Artemisa y mancillarla con su inmundicia. Por desgracia, no podía matar a un gemelo sin matar al otro, y eso provocaría una guerra con su hermana para la que no estaba preparado. Necesitaba a esa zorra con vida. De manera que se decidió por otra explicación.

—Un daño colateral.

Dioniso enarcó una ceja al escucharlo.

—¿Castrar al muchacho es un daño colateral? Joder, recuérdame que no te cabree nunca.

Apolo lo miró con sorna.

—No iba a castrar al hermano con el que me acuesto, ¿no? Eso aguaría la diversión.

Dioniso meneó la cabeza.

—Eres cruel, hermano. Muy cruel.

—¿Eso lo dice quien provoca la locura como forma de castigo? Yo no los hago asesinar a sus propios hijos ni arrancarse partes del cuerpo para después comérselas.

—Como tú mismo dirías, mantener a los humanos a raya es nuestra obligación moral.

Pues sí que lo era. Y él no había acabado con los gemelos de Dídimos. Todavía no. No hasta que Aquerón comprendiera que debía dejar tranquila a su hermana y que Estigio aprendiera a satisfacer sus deseos con una sonrisa.

Ryssa regresó aterrada a su dormitorio y dejó a un lloroso Apolodoro en brazos de la niñera. ¿Qué podía hacer?

A diferencia de su padre, sabía muy bien quién era el verdadero traidor. Si un testigo había visto a alguien alto, rubio y que se parecía a Aquerón, había visto a Estigio. No podía ser otro. Aquerón no ganaría nada matando al rey, salvo obtener venganza, y no era el tipo de persona que buscara la venganza porque sí.

Además, Aquerón jamás se habría mostrado en público sin la capucha, mucho menos en un prostíbulo. De haberlo hecho, seguiría allí, bocabajo y forcejeando para quitarse a la gente de encima.

—¿Qué has hecho, Estigio? —susurró, pese al nudo que tenía en la garganta.

¿Por qué había participado en un complot contra su padre? Aunque la respuesta era evidente. La historia de la Humanidad estaba plagada de hijos y hermanos que ansiaban más y que se mostraban dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguirlo.

Hasta matar a sus propios padres.

—Tengo que encontrar a Artemisa. —Nadie más podría salvar a Aquerón de semejante locura.

Corrió hacia la puerta para salir, pero antes de que llegara, los mismos guardias que se habían llevado a Aquerón entraron en sus aposentos.

—Alteza, el rey requiere vuestra presencia para interrogaros.

El corazón le dio un vuelco al escucharlo.

—¿Interrogarme? No puede ser.

Pero se equivocaba. La rodearon con sus musculosos cuerpos y sus aterradores cascos y la llevaron al gabinete de su padre, donde este la esperaba, acompañado por Estigio. Jamás había odiado tanto a su hermano como lo odiaba en ese momento.

Los miró con el gesto más gélido que fue capaz de componer.

—¿Qué significa esto, padre?

El rey parecía tan envejecido y agotado que sintió pena de él. Se enfrentaba a la peor forma de traición. Su rostro estaba demudado por la tristeza.

—¿Por qué me has traicionado, hija?

Ryssa frunció el ceño al escuchar la pregunta.

—Nunca he hecho nada para traicionarte, padre. Jamás.

El rey meneó la cabeza.

—Según un testigo que acaba de aparecer, anoche estabas con Aquerón mientras planeaba mi muerte.

Le lanzó una mirada asesina a Estigio. Él debía de ser quien los había acusado. No podía ser nadie más.

—En ese caso, miente de la misma forma que mienten al afirmar que vieron a Aquerón. Anoche estuve con Apolo. Invócalo si quieres confirmarlo.

Estigio se quedó blanco.

Así que Estigio también quería librarse de ella, pensó Ryssa. No comprendía lo tonto que era su padre en lo referente a Estigio. ¿Cómo podía estar tan ciego ante semejante alimaña egoísta?

El alivio relajó la tensión del rostro de su padre.

—Me alegro de que se hayan equivocado, tesoro. —Le acarició la cara con ternura—. La idea de que mi preciosa hija se revuelva contra mí…

¿Y no podía haberlo hecho su precioso hijo?

Miró de nuevo a Estigio, que tenía la vista clavada en el suelo.

—Aquerón es inocente.

—No, niña. Esta vez no. Hay muchos testigos que aseguran haberlo visto.

¿Por qué era incapaz de entender lo que intentaba decirle?

—Aquerón jamás iría a un prostíbulo, padre.

—Por supuesto que iría. Trabajó en uno. ¿Qué mejor sitio para él? Cualquiera menos ese. Su hermano detestaba el tiempo que se había visto obligado a prostituirse para conseguir comida y alojamiento.

—Padre, por favor. Ya lo has torturado suficiente. Libéralo.

El rey negó con la cabeza.

—Hay un nido de víboras a mí alrededor y no me detendré hasta averiguar los nombres de aquellos con los que ha hablado.

Se le llenaron los ojos de lágrimas al pensar en los horrores que debía de estar soportando su hermano. Por enésima vez. Sin merecerlo. ¿Por qué era su padre incapaz de ver la verdad?

—Los sacerdotes dicen que Hades tiene reservado un lugar especial en el Tártaro para los traidores. Estoy segura de que el nombre del verdadero traidor ya está grabado en la piedra mientras hablamos.

Estigio siguió eludiendo su mirada.

Así que Ryssa miró a su padre otra vez.

—A lo largo de todos estos años el único objetivo de Aquerón ha sido ganarse tu cariño, padre. Su única pretensión es que lo mires sin odiarlo aunque sea una sola vez. O que le dediques una palabra amable. Sin embargo, solo ha conseguido tu desdén y tu crueldad. Has destrozado a un hijo que siempre quiso amarte. Por favor, te lo suplico, libéralo antes de que ocasiones un daño irreparable.

Su padre se negó.

—Es la última vez que me traiciona.

—¿Que te traiciona? —repitió, horrorizada por la conclusión a la que había llegado su padre—. Padre, no puedes dar crédito a esa acusación. Lo único que ha intentado hacer es mantenerse alejado de ti. No cruzarse en tu camino. Se encoge cada vez que se pronuncia tu nombre. Si se te cayera la venda que llevas en los ojos, te darías cuenta de que jamás se relaciona con la gente y de que nunca te ha traicionado.

—¡Se prostituía! —bramó su padre.

—Era un muchacho que tenía que comer, padre. Repudiado por su propia familia. Traicionado por aquellos que debieron amarlo. Yo estaba allí el día que nació y recuerdo muy bien cómo todos le disteis la espalda. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas cuando le rompiste el brazo? Sólo tenía dos años y ni siquiera sabía hablar todavía. Levantó los brazos para abrazarte y tú lo apartaste con tanta fuerza que le rompiste el brazo como si fuera una rama. Y para colmo, cuando gritó de dolor, lo abofeteaste y lo dejaste allí tirado.

—Y por eso está tramando tu muerte, padre —intervino por fin Estigio con una voz nasal y aguda—. No permitas que una mujer te aparate del camino correcto. Las mujeres son nuestra debilidad. Se aprovechan de nuestro sentimiento de culpa y del amor que les profesamos. ¿Cuántas veces me has dicho eso? No debemos escucharlas. Porque piensan con el corazón, no con la cabeza.

La expresión de su padre se tornó pétrea.

—Esta vez no permitiré que se salga con la suya.

La ceguera de su padre hacia su propio hijo hizo que al final las lágrimas resbalaran por las mejillas de Ryssa.

—¿Esta vez? ¿Cuándo has permitido que Aquerón se salga con la suya en algo? —Parpadeó para librarse de las lágrimas mientras intentaba hacerlo entrar en razón—. Cuídate de la víbora que vive en tu casa. ¿No es otro de tus dichos, padre? —Le dirigió una mirada elocuente a Estigio—. La ambición y los celos son la base de la traición. Aquerón solo aspira a mantenerse alejado de ti, y en caso de que estuviera celoso de alguien, no sería de ti. Pero sí sé de otro que ganaría muchísimo con tu muerte.

Su padre le asestó un revés.

—¿Cómo te atreves a implicar a tu hermano?

—Te lo dije, padre. Me odia. No me sorprendería nada que ella también se hubiera acostado con ese puto —dijo Estigio.

Ryssa se limpió la sangre de los labios.

—En mi familia solo hay una persona que utiliza ese tipo de servicios: tú, Estigio. Me pregunto si el prostíbulo en el que vieron a Aquerón anoche no sería tu preferido… —Con eso, se dio media vuelta, abandonó la estancia y salió del palacio para ir en busca de Artemisa y detener esa locura antes de que fuera demasiado tarde y Aquerón muriera.

—¡Dejadnos a solas!

Aquerón apenas reconoció la voz de su padre debido al espantoso y palpitante dolor que lo embargaba. No había ni una sola parte de su cuerpo que se hubiera librado de la violación y la tortura. Le dolía incluso pestañear.

Una vez que los guardias se marcharon, su padre se acercó hasta la fría losa donde estaba inmovilizado.

Para su más completo asombro, el rey le llevó un cazo de agua. Aquerón se encogió pensando que iba a golpearlo con él.

Sin embargo, no lo hizo. Le levantó la cabeza y lo ayudó a beber. De no ser porque eso pondría en peligro a Estigio, el hijo amado del rey, sospecharía que pudiera estar envenenada.

—¿Dónde estuviste anoche?

Aquerón sintió que una solitaria lágrima le caía por el rabillo del ojo al escuchar la pregunta que le habían hecho una y otra vez. La lágrima aumentó el escozor de las heridas que tenía en la cara y le arrancó un jadeo entrecortado.

—Decidme lo que debo contestar, akri. Decidme lo que debo confesar para que no me hagan más daño.

Su padre soltó un alarido rabioso y golpeó el cazo contra la piedra, al lado de su cabeza.

—Quiero los nombres de todos con los que te citaste.

Aquerón ignoraba el nombre de los senadores. Rara vez se lo decían antes de acostarse con él.

Y Artemisa jamás hablaría en su defensa. Si hablaba con alguien de la relación que mantenían, las torturas de la diosa convertirían las que acababa de sufrir en un agradable masaje.

Negó con la cabeza.

—No me cité con nadie.

El rey lo agarró del pelo y lo obligó a mirarlo a los ojos.

—¡Maldito seas, dime la verdad!

Abrumado por el dolor, Aquerón se devanó los sesos en busca de una excusa que a su padre le resultara convincente, pero al igual que le había sucedido con el interrogador, solo se le ocurría la verdad.

—Yo no he hecho nada. No estuve allí.

—Entonces ¿dónde estabas? ¿Te vio alguien para que pueda confirmar tu paradero?

Sí, pero ella jamás hablaría. Si él fuera Estigio, si fuera un príncipe… la diosa no se avergonzaría de su relación. Pero Artemisa nunca se pondría de parte de un puto despreciable.

—Sólo tengo mi palabra.

Su padre soltó un furioso alarido. Alargó los brazos hacia él, pero antes de que pudiera tocarlo, se quedó petrificado.

Aquerón contuvo el aliento mientras intentaba comprender lo que acababa de pasar. Al cabo de un momento, Artemisa apareció a su lado.

El asombro le impidió hacer otra cosa que no fuera mirarla.

—Tu hermana me ha explicado las acusaciones que pesan en tu contra. No te preocupes, tu padre no recordará nada de esto. Ni tu hermano.

Tragó saliva e intentó comprender lo que le estaba diciendo.

—¿Me estás protegiendo?

Artemisa asintió con la cabeza. En un abrir y cerrar de ojos, se encontró en su dormitorio, curado por completo. Se quedó tendido en la cama, incapaz de expresar con palabras el inmenso agradecimiento que sentía. Sin embargo, nada mitigaba el dolor del calvario que había sufrido. Ni tampoco eliminaba el hecho de que Estigio estuviera planeando derrocar a su padre. A un padre que lo amaba más que al aire que respiraba.

¿Tan egoísta podía llegar a ser Estigio? Su padre lo adoraba… le daba todo lo que quería y sin embargo, no bastaba.

Estigio quería… No, Estigio lo exigía todo.

«¿Qué voy a hacer?», pensó.

Artemisa apareció a su lado. Le apartó el pelo de la cara con una expresión apesadumbrada en el rostro.

—¿Recordará Ryssa que estamos juntos? —le preguntó.

—No. De ahora en adelante no recordará que tú y yo nos conocemos.

Era lo mejor.

Contempló a la diosa, asombrado por lo que había hecho. Ciertamente no había dado la cara por él, pero lo había salvado. Era un avance significativo desde la última vez que lo dejó en manos de sus torturadores, cuando lo castraron.

—Gracias por intervenir.

La diosa le acarició una mejilla.

—Ojalá pudiera llevarte lejos de aquí.

Era la única que podría hacerlo. Pero el miedo de que la descubrieran con un puto desgraciado la paralizaba. Tal vez tuviera razón. ¿Por qué arriesgarse a la ruina por su culpa?

Él no merecía la pena.

La besó en los labios, pese al frío que lo consumía por dentro. No tenía ningún sitio a donde ir y estaba cansado de estar con gente que lo odiaba.

«Quiero morirme».

Sin embargo, cada vez que intentaba suicidarse, se lo impedían.

Por culpa del imbécil de su hermano.

De repente, la idea que había tenido lo dejó petrificado.

Estigio…

En un abrir y cerrar de ojos vio clara la solución a todos sus problemas. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? No era él quien tenía que morir.

Se apartó de Artemisa y la cogió de la mano.

—Deberías marcharte antes de que alguien entre y te descubra.

—Hasta mañana.

No, si se salía con la suya, no habría mañana.

—Hasta mañana.

Aquerón la observó mientras se desvanecía y, en cuanto desapareció, comenzó a planearlo todo.

Su padre se negaba a dejarlo morir mientras que su vida estuviera ligada a la de Estigio. Y Estigio estaba tramando la muerte de su padre.

La solución era muy sencilla.

Si mataba a Estigio, su padre estaría a salvo y él sería libre.

Paz. Por fin se acabaría su terrible existencia.