Casi un año después
—Bet’anya, queremos que nos saques de dudas.
Bethany se detuvo al entrar en el gran templo de Katoteros, en cuyo vestíbulo circular se alineaban las estatuas de los principales dioses. El suelo de mármol relucía y en su centro se podía ver el sol que era el emblema de Apolimia. Iba en busca de Arcón para decirle que aún no había encontrado ninguna pista de Apóstolos.
Sin embargo, antes de que pudiera llegar a la puerta de doble hoja que conducía al salón del trono, sus primos Teros y Fanen, los dioses del miedo y del pánico, la detuvieron.
—¿Qué duda?
—¿Es tu emblema o el de Artemisa?
El corazón le dio un vuelco al ver el colgante que le había dado a Estigio hacía tanto tiempo. Al principio creyó que sería otro, pero era imposible pasar por alto su propio hechizo. Aunque estaba muy debilitado por algún motivo que no entendía, todavía percibía parte de los poderes protectores de su padre.
—¿De dónde lo habéis sacado?
Teros se cruzó de brazos.
—Contéstanos primero.
Se acercó a él y fulminó a sus primos con la mirada.
—¿De dónde lo habéis sacado? —rugió. No era una pregunta. Era una orden.
Con los ojos como platos, Fanen retrocedió un paso.
—Tranquila, prima. Solo es un recuerdo que nos hemos traído.
—¿De quién?
—De un prisionero de guerra —contestó Teros por él.
—Y una leche es de un prisionero —se burló Fanen—. Fue un regalo del dios Apolo a la Atlántida. Un tributo, vamos.
Bethany cogió a Teros del cuello y lo sujetó con tanta fuerza que le dejó bien claro lo cabreada que estaba.
—Empieza por el principio y háblame del hombre al que se lo habéis quitado.
—¿Por qué…?
Lo interrumpió con una mirada letal.
—Como las próximas palabras que pronuncies no sean para contestarme, serán las últimas que salgan de tu boca. Y los dos sabemos que cuento con los poderes necesarios para cumplir mi amenaza.
Su primo tragó saliva con fuerza antes de contestar por fin sin titubear.
—Estigio de Dídimos. Como acto de buena fe hacia todos nosotros, Apolo se lo entregó a Arcón hace un año.
Todo empezó a darle vueltas. No podía ser verdad…
Sabía que no podía ser verdad. Si Estigio se encontrara en su plano o en la Atlántida, ella lo sabría.
¿O no?
—Estigio está en Dídimos —dijo.
—No… uno de los espíritus esclavos de Apolo está en Dídimos haciéndose pasar por él. El verdadero Estigio fue traído aquí el año pasado, mientras tú estabas en Egipto con tu padre y con tu tía. Hubo una gran celebración. Nos lo enviaron como un regalo y apareció desnudo en el centro del templo, a los pies de Arcón.
Bethany se apartó de sus primos mientras el dolor y el espanto la invadían al pensar en Estigio.
«Por favor, que sea mentira… Por favor», suplicó. Miró a los ufanos hermanos, que tenían la desfachatez de reírse por algo que a ella no le hacía ni pizca de gracia.
—¿Cómo habéis conseguido mi colgante?
Teros le dio una palmada a Fanen en el pecho.
—Te dije que era suyo.
Fanen no le hizo caso.
—Se lo quitamos a Estigio hace dos noches, justo antes de que lo condujeran a la arena para otro combate de exhibición. Se debatió como un poseso para conservarlo. Casi tuvimos que cortarle el brazo para quitárselo. Pero vamos, ya podrías agradecernos que te lo hayamos devuelto. —Señaló el amuleto con la barbilla—. Por cierto, ¿cómo lo consiguió él? ¿Se lo robó a uno de nuestros soldados durante la guerra?
Hizo caso omiso de las preguntas de su primo mientras intentaba encontrarle sentido a sus palabras.
—¿Arena?
Teros frunció el ceño.
—¿Eso es lo único con lo que se ha quedado?
Bethany lo agarró de la foremasta y lo pegó a ella.
—¿Qué arena, joder?
Los hermanos se miraron, boquiabiertos al escuchar su lenguaje, antes de que Teros contestara:
—El anfiteatro principal de la Atlántida. Lo sacan tres veces a la semana para que participe en juegos públicos y luchas. A veces lo torturan sin más por entretenimiento.
Con el estómago revuelto, Bethany usó sus poderes para trasladarse al anfiteatro principal de la Atlántida. Se tomó la molestia de adoptar la forma de una sirvienta apolita antes de entrar en los subterráneos del anfiteatro. Allí era donde retenían a los animales y a los hombres que iban a participar en los espectáculos. Al igual que a los prisioneros que serían ejecutados públicamente o que participarían en juegos en los que a veces podían conseguir su libertad.
—¿Y conseguiste tu pedacito de carne?
Se detuvo al ver a dos enormes luchadores que se dirigían hacia ella.
—No, pero sí conseguí un pedazo de su culito griego. No puedo creer que ese mierda comandara un ejército.
—Si no me falla la memoria, condujo el ejército que barrió al tuyo.
—Cierra la boca.
Sintió una arcada al escuchar su crueldad. Echó a andar por el pasillo por el que habían aparecido. Sabía de quién estaban hablando y sus palabras se le habían clavado como un millar de cuchillos.
«¿Me alejé de él y ha pasado esto?».
¿Por qué se alejó de él, dejándolo solo y desprotegido?
A su alrededor los prisioneros gritaban y pedían clemencia o comida mientras un guardia echaba agua en cuencos rotos y retorcidos antes de deslizarlos por las rendijas que había en la parte inferior de las puertas cerradas.
—¿Dónde está Estigio de Dídimos?
El guardia la miró con una ceja enarcada. Escupió al suelo, junto a sus pies, antes de limpiarse la boca con el dorso de la mano mientras la miraba con curiosidad.
—Hay un precio para esa información, y el precio depende de lo que quieras hacer con él.
—Quiero hablar.
El guardia se echó a reír.
—Nadie habla con él, niña. No soy tonto. Y no puedo dejar que le hagas sangre. Tiene que luchar hoy y he apostado dinero por él.
Bethany adoptó una forma divina para fulminar a esa alimaña con la mirada.
—¿Dónde está? —rugió.
El guardia se encogió de terror.
—Perdonadme, diosa. No me había dado cuenta de que uno de vosotros lo deseaba de nuevo. Está aquí. —Señaló una puerta a la derecha.
Bethany le quitó el cubo de agua, se acercó a la puerta y la abrió. Pero lo que encontró al otro lado la dejó paralizada mientras el espanto le inundaba el corazón.
Desnudo y sucio hasta cotas inhumanas, Estigio estaba encadenado como un animal. Tenía una gruesa argolla de hierro en el cuello, sujeta por una enorme cadena. Una cadena que seguía hasta los grilletes de sus muñecas y sus tobillos. De allí, la cadena se enganchaba a un sistema de poleas ubicado junto a la puerta y que limitaba sus movimientos por la celda. Dio un respingo al recordar lo mucho que odiaba que lo atasen.
Aunque fuera con un liviano velo.
Su cuerpo estaba cubierto de sangre, mugre, cortes y magulladuras.
Bethany se atragantó por las lágrimas. Su precioso pelo rubio estaba grasiento y pegajoso por la sangre y la suciedad.
Estigio se aferró a las cadenas que lo sujetaban al ver a su más reciente «visita» entrar en la oscura celda. Ya que seguía sangrando y dolorido por los dos últimos, sólo quería un momento para quedarse tumbado en la oscuridad e intentar olvidar lo que le habían hecho.
Sin embargo, esos cabrones avariciosos no le daban un solo momento de respiro.
Al menos esa visita era una rubia menuda que parecía desarmada. Dado que las mujeres atlantes carecían de la fuerza y de la resistencia de sus compatriotas varones, prefería su tortura, que solía consistir en bofetadas, arañazos y escupitajos. Solo eran peligrosas cuando estaban armadas.
Cuando la puerta se cerró tras ella, se agazapó en una pose letal, de modo que pudiera observarla y averiguar qué juego macabro se llevaba entre manos. Estaba mareado por el dolor y el hambre. Sacudió la cabeza en un intento por mantener la concentración. Tenía que lograrlo.
Bethany sintió deseos de llorar cuando esos preciosos ojos azules se clavaron en ella. Por un momento creyó que iba a vomitar al ver la locura que los iluminaba. Lo habían reducido a un animal rabioso. Y lo peor de todo era saber que Epitimia lo había besado, de modo que le había otorgado un atractivo antinatural e irresistible. Incluso sucio, hacía que se le acelerase el corazón y que el deseo corriera por sus venas. Aunque lo habría sentido de todos modos, reconocía la mano retorcida de su prima.
—¿Estigio?
Él gruñó al tiempo que retrocedía y se internaba más entre las sombras.
Con movimientos lentos y medidos, le ofreció el cubo de agua. Aun así, él siguió retrocediendo.
Bethany lo dejó en el suelo, a su alcance, y después regresó junto a la puerta.
Sólo en ese momento él se acercó al cubo… a cuatro patas, como un perro apaleado. Se mostraba tan receloso y asustadizo que a Bethany se le partió el corazón. Estigio no dejaba de mirarla, como si esperase que fuera a hacerle daño mientras se acercaba al cubo. Cuando llegó a él, lo olisqueó y se mojó los dedos para poder saborear el agua. Satisfecho al comprobar que no estaba envenenada, exhaló un largo suspiro. Esos ojos azules no se apartaron de ella mientras recogía el agua con las manos y bebía como si llevara días sin haber probado una gota. No había ni rastro de buenos modales mientras bebía con avidez.
Alguien tosió en el pasillo.
Estigio se apartó del cubo de un brinco y regresó al rincón de la celda, donde se volvió a agazapar, dispuesto a luchar.
Bethany hizo aparecer una hogaza de pan con sus poderes. Con el pan por delante, se acercó a él. En esa ocasión se acercó lo suficiente para ver los profundos arañazos y cortes que tenía en la cara. La sangre y la suciedad incrustadas en su barba. Las feas y profundas heridas de armas, colmillos y garras en brazos, piernas, pecho, abdomen y espalda.
Por más espantosas que fueran sus cicatrices anteriores, no se podían comparar con lo que veía. ¿Acaso no le permitían luchar con armadura?
A juzgar por el estado de su cuerpo, tenía que enfrentarse a sus oponentes totalmente desnudo…
—No te haré daño —le dijo con suavidad. Cortó un trocito de pan para dárselo—. Toma.
La expresión recelosa de sus ojos le destrozó la conciencia. Aunque podía escuchar el rugido de su estómago, Estigio se negaba a aceptar el pan.
Cuando estuvo lo bastante cerca para tocarlo y él había llegado al límite de sus cadenas, Estigio la fulminó con una mirada rabiosa.
—Tranquilo. —Se deshizo del pan y sostuvo el colgante en alto para que lo viera—. ¿Quieres recuperarlo?
En cuanto Estigio lo vio, una solitaria lágrima se deslizó por su sucia e hinchada mejilla.
Y eso consiguió arrancarle a Bethany un sollozo.
—Extiende el brazo y te lo devolveré.
Estigio titubeó antes de obedecer y de acercarse lo justo para que ella sólo alcanzara su muñeca. Le tendió la mano derecha, llena de cicatrices y que todavía no podía abrir del todo por el ataque de los tracios, que se la clavaron al suelo con un puñal.
Sin prestar atención a las cicatrices, las postillas y las magulladuras de su brazo, Bethany le colocó el colgante alrededor de la muñeca y se lo ató muy despacio.
Acto seguido, Estigio regresó a gatas a su rincón y se acurrucó mientras acunaba con la mano sana el colgante, como si fuera un valiosísimo tesoro.
Cuando Bethany se acercó a él en esa ocasión, Estigio no se movió, se quedó muy quieto mientras respiraba de forma entrecortada y seguía acariciando su colgante con los dedos destrozados.
—¿Qué te han hecho? —musitó ella, que extendió una mano para apartarle el pelo de la apaleada cara. Teniendo en cuenta su estado, lo más apropiado sería preguntar qué no le habían hecho.
Estigio cerró los ojos y se protegió la cabeza con los brazos, como si esperase que ella lo abofeteara o le arañara. Y en ningún momento soltó el colgante que sujetaba con la mano buena.
Un gesto que le rompió un poco más el corazón. Le acarició el mentón en su afán por reconfortarlo.
—No.
Su susurro entrecortado la sorprendió.
—No ¿qué?
Vio que se le llenaban los ojos de lágrimas, pero Estigio no derramó ni una sola mientras apartaba la vista.
Bethany montó en cólera. No pensaba dejarlo allí para que lo tratasen de esa manera. Se puso en pie y destrozó con sus poderes las cadenas que lo sujetaban. En vez de mostrar alivio, Estigio se puso en pie para retroceder, para buscar algo con lo que protegerse. Lo vio recorrer la estancia con mirada frenética.
Y eso la cabreó todavía más. Aunque Apolo se había portado fatal, su propio panteón lo había traumatizado hasta lo indecible.
¡Malditos fueran todos!
Le tendió una mano a Estigio.
—No te haré daño. Bethany me ha enviado.
Por un instante él pareció tranquilizarse, pero después meneó la cabeza mientras la miraba con expresión agónica.
—Mentís.
—Te juro que no. Cógete de mi mano y te sacaré de aquí.
Estigio sabía que no debía confiar. Sólo le permitían salir para cosas espantosas. Era mejor que lo torturasen y lo violasen en privado a que lo hicieran en la arena, para que todo el mundo lo viera y vitoreara. Nunca pasaba nada bueno fuera de esa celda. Claro que tampoco pasaba nada bueno dentro.
Aunque al menos allí a veces lo dejaban tranquilo.
Ella hizo ademán de cogerle la mano.
Se apartó y miró la puerta que sabía que estaba cerrada con llave. Claro que podría ser peor, podría estar abierta, de modo que si salía al pasillo, lo tirarían al suelo, lo encerrarían en una jaula y después lo arrastrarían a la arena para luchar hasta que lo derrotasen y volvieran a castigarlo.
—Cógete de mi mano. Te prometo que te sacaré de aquí.
Sin embargo, no era tonto ni ingenuo. Le habían quitado esas cualidades a base de golpes hacía mucho.
—¿Y dónde me llevaréis?
—A un lugar donde pueda curarte antes de mandarte de vuelta a casa.
Y una mierda. Jamás volvería casa, y a esas alturas ya no quería hacerlo. Si su padre llegaba a enterarse de eso…
No. Sólo quería que lo matasen. Aunque eso era pedir una merced que ningún dios estaba dispuesto a concederle.
Los ojos de Bethany se llenaron de lágrimas al ver el recelo en esos ojos azules.
«¿Cómo he permitido que te hagan esto? ¿Cómo pude decir que te quería y marcharme sin siquiera molestarme en comprobar cómo estabas?», se preguntó.
La culpa la abrumaba.
—Puedes confiar en mí.
Estigio resopló al escuchar sus palabras como si le resultaran amargas. Pero como no le quedaba más alternativa, acabo cogiéndose de su mano.
Bethany lo llevó a su templo de Katoteros. Hizo aparecer una foremasta con sus poderes para cubrir su magullado cuerpo.
Estigio contuvo el aliento cuando la diosa lo invitó con delicadeza a seguirla a un atrio interior en cuyo centro había una enorme piscina.
—¿Quieres que te ayude a bañarte?
Negó con la cabeza. No quería que nadie lo tocase.
—Muy bien. Volveré enseguida con comida.
Con el estómago encogido por el miedo y el hambre, Estigio echó un vistazo a su alrededor a la espera de otra trampa. Tenía que serlo…
Sin embargo, el agua caliente lo tentaba. No recordaba la última vez que se había dado un baño de verdad, en vez de asearse con los cubos de agua helada que le tiraban encima. Hizo ademán de apartarse, pero la tentación de librarse de la suciedad fue irresistible.
«Sea como sea, van a joderme», pensó. Al menos se daría un pequeño lujo antes de que comenzara la siguiente tanda de golpes. Despacio y presa del pánico, se acercó a los escalones que se internaban en la cálida agua salada.
Comprobó la solidez del primer escalón, ya que esperaba que se hundiera o que algo saliera del agua para atacarlo. Pero no pasó nada. Inspiró hondo, dejó caer la foremasta y se introdujo en el agua muy despacio.
Apenas empezaba a relajarse cuando la mujer volvió.
Se alejó hasta el otro extremo de la piscina y se pegó contra la pared de modo que pudiera tenerla siempre a la vista mientras ponía una mano en el borde. Por si acaso.
Bethany tuvo que parpadear para contener las lágrimas al ver cómo la observaba Estigio, como si esperase que lo atacara. Dejó la bandeja con la comida no muy lejos de él y después se marchó en busca de los útiles de aseo.
Cuando volvió, se percató de que Estigio solo había cogido la manzana. La estaba frotando e inspeccionando a conciencia. A continuación, lo vio clavarle los dientes de modo que podía mantener una mano en el borde de la piscina y la otra libre.
Bethany destapó los botes para mostrarle los jabones, los aceites y las sales, tras lo cual cogió una cuchilla y un espejo y le dejó los útiles a su alcance. Retrocedió para sentarse en su diván blanco.
Cuando la vio sentada, Estigio siguió comiendo de su manzana. Y mientras tanto sólo apartaba la mirada de ella para escudriñar las sombras de tanto en tanto.
Cuando terminó con esa única pieza de fruta, dejó el corazón de la manzana en la bandeja y cogió la cuchilla.
Fascinada, lo vio afeitarse sin usar el espejo. Jamás había visto a un hombre hacer algo así. Pero mientras se aseaba, iba dejando al descubierto las pruebas de lo que le habían hecho. Vio cicatrices recientes, magulladuras y heridas en lugares que le provocaron unas ganas enormes de dar caza a quienes le habían hecho daño y hacerles pagar.
Hizo aparecer con sus poderes una toalla y ropa limpia.
Cuando se movió para acercarse a él, Estigio se alejó al otro extremo de la piscina.
—Aquí te dejo una toalla, unos pantalones y una foremasta. —Soltó las prendas y retrocedió una vez más.
Y sólo en ese momento Estigio salió del agua.
Mientras se vestía, Bethany apartó la mirada de su espalda; estaba magullada, ensangrentada y cubierta de cicatrices recientes. ¡Cabrones! ¿Cómo habían podido torturarlo de esa manera?
Cuando lo miró de nuevo, Estigio examinaba con el ceño fruncido su emblema en la espalda de la foremasta.
—¿Qué pasa?
—¿Es vuestro? —le preguntó él entre dientes.
—Sí.
El miedo y la rabia oscurecieron sus ojos al tiempo que soltaba la foremasta y buscaba una escapatoria.
—No pasa nada.
Estigio comenzó a jadear con más fuerza.
—Me odiáis. Habéis intentado matarme muchas veces. Pusisteis precio a mi cabeza.
—No… En realidad, sí. Pero ya no.
Sus palabras lo confundieron todavía más.
—Es el mismo emblema labrado en el colgante que te dio Bethany. Míralo.
Cuando lo hizo, Estigio frunció el ceño.
—Soy su diosa protectora. No sabía que tú eras su Héctor. De haberlo sabido, jamás habría intentado hacerte daño. Te lo juro, Estigio.
Vio que se le llenaban los ojos de lágrimas mientras acariciaba el colgante.
—¿Sabéis cómo está? ¿Se encuentra bien?
—Sí.
Estigio tragó saliva con fuerza, soltó el colgante y recogió la foremasta. Se movía con gestos lentos, como si estuviera dolorido, y eso le retorció el corazón. No era el guerrero y el amante elegante que había conocido. Era una criatura a la que habían apaleado hasta casi matarla y a la que habían mantenido como si fuera un animal durante demasiado tiempo.
—¿Te gustaría comer algo más?
La hambrienta mirada de Estigio le encogió el corazón, pero lo vio negar con la cabeza.
En ese momento se percató del motivo.
—No está drogada.
Se levantó, se acercó a la bandeja y comió un poco. A continuación, se sirvió vino y tomó un sorbo.
Estigio seguía sin querer probar bocado.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Ya he caído antes en esa trampa. Tendréis que pensar en otra.
En ese instante Bethany se dio cuenta de que Estigio seguía teniendo la cuchilla en la mano y de que la observaba con expresión suspicaz, como si esperase que fuera a atacarlo.
—¿También vais a violarme?
Hizo una mueca al escucharlo.
—No.
Estigio la acusó con la mirada de mentirosa y traicionera. Pero lo peor de todo fue la agonía y el cansancio que vio en las profundidades de sus cristalinos ojos mientras continuaba escudriñando las sombras.
—No soy tonto. Sé que no me habéis traído aquí y me habéis invitado a asearme para tratarme bien. ¿Dónde están los demás?
—No hay nadie más.
—¡Basta de mentiras! —rugió él—. Sólo me laváis cuando vais a pasarme de unos a otros. Prefiero que hagáis lo que queráis hacerme y que dejéis de fingir amabilidad. —Volvió a escudriñar las sombras—. ¿Arcón o Asteros están observando? ¿Está Ydor por ahí?
Dio un respingo al escuchar la confirmación de que su familia era tan depravada como los griegos.
—No hay trucos ni trampas, Estigio. Te lo juro.
Sin embargo, él no pensaba creerle, y la verdad era que no podía echárselo en cara. Su familia lo había abandonado. Los dioses lo habían abandonado.
Ella lo había abandonado.
En ese momento necesitaba descansar. Pero sabía que no podría relajarse después de todo lo que le habían hecho. ¿Cómo iba a relajarse? Le habían hecho pasar una tortura que nadie debería experimentar.
Y ella no podía mandarlo de vuelta a casa hasta que descubriera qué estaba haciendo Apolo en Dídimos. ¿Cómo conseguía mantener en secreto la esclavitud de Estigio, por más indiferente que fuera su familia?
Utilizó sus poderes para provocarle cierto grado de sopor, hasta drogarlo.
—Suelta la cuchilla, Estigio.
Lo vio titubear antes de obedecer.
—Cógete de mi mano.
Una vez más intentó resistirse, pero no pudo. Al final, Bethany lo cogió de la mano y lo llevó a su dormitorio. Aunque no podía oponerse ni luchar contra sus deseos, sintió el pánico de Estigio, ya que le asustaban sus intenciones. Le quitó la foremasta y lo metió en la cama.
Se inclinó sobre él y lo besó en la magullada mejilla.
—Duerme tranquilo, príncipe. Nadie va a hacerte daño.
Estigio intentó resistirse mientras respiraba con agitación, pero al final se le cerraron los ojos y se relajó. Mientras dormía, Bethany escuchó cómo le rugía el estómago por el hambre.
Lloró en silencio mientras acariciaba con una mano las nuevas cicatrices que lucía en el torso y en los brazos. Mientras acariciaba las marcas de dedos, los cortes y las magulladuras, algunas recientes y otras casi curadas, que daban fe de la pesadilla que había vivido.
Solo.
Que Apolo se lo hubiera entregado a sus enemigos, que no sólo querían vengarse de él sino también de su pueblo…
¿Por qué había hecho algo tan cruel ese cabrón retorcido?
En el fondo, se culpaba a sí misma de la situación. Se había alejado de él y había continuado con su vida.
Aunque eso no era del todo cierto. Lo había echado de menos en todo momento, razón por la cual no había comprobado cómo estaba. Tenía demasiado miedo de volver a verlo. Porque en el fondo de su corazón sabía que si lo veía, no sería capaz de dejarlo en paz.
Y había estado en lo cierto.
Había sido el peor año de su vida. Todos los días se levantaba pensando que sería más llevadero que el anterior, pero en realidad era más duro. Saber que Estigio estaba ahí fuera y que no podía verlo…
Había sido un infierno.
Arrojó al viento el sentido común y se metió en la cama para acurrucarse junto al único hombre al que había amado. Y a cada cicatriz que veía, se odiaba todavía más por haber permitido que le hicieran eso.
Él jamás la habría dejado de forma voluntaria para que sufriera así.
Jamás habría desaparecido deliberadamente de su vida…
Era una diosa. Sabía lo solo que estaba, y ¿qué había hecho?
Lo había dejado desprotegido en un mundo que lo odiaba.
—Lo siento mucho, Estigio. —Sin embargo, eso no hacía desaparecer las cosas tan horribles que había soportado y a las que había sobrevivido por culpa de su desalmada negligencia—. Conseguiré que todo se solucione. Cueste lo que cueste.
Aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo. Apolo se pondría furioso cuando descubriera que se había llevado a Estigio. Técnicamente, el dios olímpico seguía siendo su dueño.
Saber que su propio panteón había participado en las torturas…
Que habían permitido que lo retuvieran en la Atlántida y lo torturasen por diversión.
Bastaba para que se aliara con Apolimia.
«¡Malditos seáis todos por lo que habéis hecho!», pensó. ¿Cómo podían ser tan crueles?
En ese instante tomó una decisión: no pensaba ayudarlos a dar caza a Apóstolos. Que se fueran todos al infierno.
Se lo merecían por lo que le habían hecho a un hombre decente cuyo único crimen había sido el de luchar por su pueblo en una guerra que los atlantes habían empezado.
Lo abrazó mientras deseaba poder borrar todos los recuerdos de su mente. Sin embargo, no contaba con esos poderes.
Y por primera vez en un año se sintió feliz al percibir su almizcleño olor masculino, adormilada por la calidez de su duro cuerpo. Sólo quería escuchar las palabras que Estigio le repetía cada vez que se separaban durante un largo período de tiempo: «Te he echado de menos con cada latido de mi corazón».
Aunque seguramente ya nunca volvería a pronunciarlas. ¿Y cómo culparlo? Lo había traicionado de la peor manera posible.
«¿Tú serías capaz de perdonar algo así?», se preguntó.
No, no podría. Por nada del mundo.
Era algo inconcebible, cruel. Cerró los ojos, le acunó la cabeza y colocó una mano sobre la espantosa herida que tenía en la mejilla.
—Nadie volverá a hacerte daño, akribos. No lo permitiré.
Estigio inspiró hondo y después suspiró.
«Estoy soñando», se dijo. Aunque se moría de hambre, estaba muy calentito y cómodo. Además, sentía unas dulces curvas contra el cuerpo y percibía el olor a eucalipto y a azucena que anhelaba más que cualquier otra cosa en el mundo.
Las lágrimas le provocaron un nudo en la garganta mientras esperaba que todo desapareciera y volviera a descubrirse en su inmundo agujero, encadenado a la pared.
Estaba pensando en eso cuando el cuerpo que tenía al lado lo hizo rodar y le clavó una rodilla en la entrepierna.
Siseó de dolor y abrió los ojos, momento en el que se topó con unos ojos dorados con motitas verdes que parecían tan asombrados como lo estaba él. Se quedó un buen rato sin poder moverse, a la espera de que ella se desvaneciera.
—¿Beth?
Bethany estaba paralizada por el feroz anhelo que la consumía. Se había quedado dormida junto a Estigio… de modo que habría adoptado su verdadero aspecto.
Y dado que se encontraban en su templo, podía ver.
«Debería irme», se dijo. Pero no podía. Esos ojos azules la tenían inmovilizada.
—Hola —murmuró.
Estigio la miró como si fuera el último bocado de la tierra y él llevara más de un año sin comer. Antes de poder moverse, la besó.
Bethany gimió por su maravilloso sabor. Estigio la hizo rodar hasta quedar tendida de espaldas, momento en el que el beso se tornó abrasador y amenazó con dejarla sin sentido. Siempre se le había dado muy bien besar, pero ese beso…
Comparados con él, los demás parecían castos.
Estigio cerró los ojos al sentir que la lengua de Bethany jugueteaba con la suya, mientras su olor se le subía a la cabeza y lo embriagaba.
«Sabes que no es real. Que es una trampa…».
Sin embargo, conocía bien su sabor. Su olor. Su forma de abrazarlo. ¿Cómo iba a ser una trampa? Enterró la cara en la curva de su cuello y dejó que la pesadilla de ese último año se desvaneciera. Era maravilloso tenerla entre sus brazos. Se estremeció cuando ella acarició su entrepierna.
—Te he echado de menos —le susurró Beth al oído.
—Con cada latido de mi corazón —le susurró él a su vez.
Bethany sollozó mientras él se pegaba a su cuerpo. Sintió que Estigio le chupaba un pezón y enterró los dedos en su pelo dorado.
—Por favor, dime que eres real. —La ronca súplica se le clavó en el alma.
El sentimiento de culpa fue tan brutal que la dejó sin aliento.
—Soy real.
Estigio apoyó la cabeza en su abdomen y la abrazó. Sus ardientes lágrimas, derramadas en silencio, le quemaron la piel. La abrazaba como si le fuera la vida en ello. Como si ella fuera valiosísima.
Acto seguido, extendió un brazo para cogerle una mano y ponérsela en la mejilla. La expresión de su cara mientras se deleitaba con su caricia casi le rompió el corazón.
Hasta que se apartó de ella y retrocedió.
—Mátame… por favor.
—Estigio…
—¡No eres mi Beth! —rugió.
Y otra lágrima resbaló por su mejilla. Tras echar la cabeza hacia atrás, soltó un alarido de dolor.
—¡Querías destrozarme, cabrón hijo de puta! ¡De acuerdo! ¡Me rindo! —gritó, tras lo cual susurró—: Me rindo. —El dolor que se reflejó en su cara al mirarla la destrozó—. Por favor, no me hagas esto. Prefiero que me des una paliza o que me violes a que uses a mi Beth contra mí. —Extendió el brazo hacia ella, pero se contuvo y apretó el puño. Saltó de la cama y se tiró al suelo, donde se hizo un ovillo. Se cubrió la cabeza con las manos.
Bethany se arrodilló a su lado y le acarició el pelo.
—Estigio… soy yo.
Él se negó a mirarla.
—No. Mi Beth no me llama Estigio… ella no me odia. —Envolvió el colgante con una mano y empezó a sollozar como si tuviera el corazón tan roto como ella—. Por favor, no mancilles lo único bueno que he conocido en la vida. Haré cualquier cosa que me pidas. Pero no mancilles su recuerdo. Es lo único que me queda.
—De acuerdo. —Le dio un beso en la cabeza y se apartó de él—. Descansa. Volveré después.
Estigio se arrastró por el suelo y se acurrucó en un rincón como un perro apaleado.
Bethany se puso en pie despacio mientras su furia se triplicaba. Aún lo veía como había sido: orgulloso, feroz, desafiante.
Protector.
Y en ese momento estaba completamente destrozado.
«Es culpa mía», se dijo. Todo. Sabía lo aislado que estaba. Sabía que estaba dispuesto a renunciar a todo lo que tenía, incluso al trono, para vivir con ella, una plebeya ciega.
Sin embargo, por el bien de su propia familia, por el bien de su gente, ella lo había dejado marchar. Había antepuesto a todos los demás y ¿cómo se lo habían pagado?
Habían violado y destruido lo único que había querido en la vida. Lo habían despedazado y se habían reído mientras lo hacían.
La rabia le nublaba la vista cuando fue en busca de Arcón. Lo encontró solo en su templo, usando una esfora en sus intentos por localizar a ese niño que a esas alturas ella esperaba que lo matase.
Se obligó a adoptar una expresión tranquila y se acercó despacio a él.
—¿Sabías que el príncipe Estigio estaba en Aeryn?
—¿Cómo? —No le estaba prestando atención—. ¿Qué has dicho?
—Te he preguntado si sabías que el príncipe Estigio era prisionero de la reina atlante.
Arcón resopló con desdén.
—¿Has estado debajo de una piedra o qué? Hace meses que se convirtió en la mayor atracción.
—No he estado metida debajo de una piedra. He estado buscando al hijo de Apolimia.
De hecho, se había esforzado por permanecer lejos de la Atlántida para no pensar en todas las veces que había intentado matar a Estigio mientras él invadía su tierra natal. Gracias a los poderes de su padre, no había logrado cometer el peor error de su vida.
Arcón por fin levantó la vista para mirarla.
—Por desgracia, ya no es tan brioso como cuando nos lo trajeron, pero si quieres disfrutar de él, todavía da para unas risas.
Sintió un nudo en el estómago al escuchar las crudas palabras.
—¿Qué le habéis hecho?
Arcón se acomodó en el trono mientras pensaba la respuesta.
—Apolo lo estuvo pasando de mano en mano por el Olimpo hasta que Atenea lo descubrió y le puso fin. Después nos lo trajo para que nos divirtiéramos.
Esas palabras la golpearon con fuerza.
—¿Qué clase de divertimento?
—¿Qué crees que le hemos hecho? Condujo un ejército que invadió nuestra tierra y mató a nuestros ciudadanos y a algunos miembros mortales de esta familia. No podíamos permitir que se fuera sin castigo. En cuanto nos aburrimos de él, se lo mandamos a la reina como un regalo de Apolo, y esta lo llevó a la arena para que luchara y fuera el protagonista de otros entretenimientos muy creativos a fin de que su pueblo y sus soldados pudieran dar rienda suelta al resentimiento que tienen contra él y contra los griegos.
—¿Y nadie en Dídimos se ha dado cuenta de su ausencia?
—No. Apolo se ha encargado de todo.
¿De verdad quería saber más de lo que le habían dicho los graciosos de sus primos?
—Se ha encargado de todo. ¿Cómo?
Arcón se encogió de hombros.
—Ni lo sé ni me importa. ¿A qué viene el interrogatorio?
—Me he enterado hoy mismo de que estaba aquí.
—Ah. En fin, si tienes la oportunidad, lo mismo te apetece asistir a la lucha de esta tarde. Incluso tan hecho polvo como está, consigue mantener a raya a sus enemigos hasta que lo obligan a caer en una trampa o sueltan a los perros y a los felinos para que lo tiren al suelo. Es muchísimo más gracioso de ver cuando sabes que no puede ganar de ninguna de las maneras. Pero sigue intentando ganar. La verdad, es muy raro. Los humanos y los apolitas también hacen apuestas sobre cuánto va a durar. Al final dejan que los espectadores decidan cuál será el castigo por sus crímenes.
—¿Cómo lo castigan?
—O lo sentencian a ser apaleado o a ser violado ceremonialmente para la diversión de los espectadores.
Se quedó sin aliento. De golpe. Le costó la misma vida no atacar a Arcón.
—¿Y te parece aceptable siendo un hombre que se negó a hacer daño a los civiles inocentes? ¿Un hombre que usó sus propias tropas para asegurarse de que no había violaciones mientras los ejércitos griegos estaban aquí?
Arcón se encogió de hombros con indiferencia.
—Nuestro pueblo es quien decide su castigo. No yo. No voy a interferir en su diversión después del pánico que les provocó.
—¿Y cuánto crees que durará su castigo?
—Habla con su dueño. Te repito que no voy a intervenir por un griego de mierda que no me importa.
«A mí sí me importa…».
Bethany contó hasta diez y se obligó a marcharse antes de ceder a la tentación y lanzarle una descarga astral a Arcón.
Se dirigió a Dídimos para comprobar qué había pasado durante ese año de extrema imbecilidad. ¿Cómo era posible que Estigio llevara un año desaparecido de su casa y que nadie se hubiera dado cuenta?
Sí, estaba rompiendo un montón de pactos, tratados y acuerdos, pero a esas alturas ya no le importaba. Ansiaba derramar sangre…
Echó a andar hacia el palacio, pero se detuvo. Galen sería el único que lo habría echado de menos. Si alguien sabía que Estigio había desaparecido, sería su único amigo y mentor. De modo que se dirigió hacia los barracones y encontró al viejo en sus aposentos.
Adoptó la forma de un soldado y entró.
—¿Dónde está el príncipe Estigio?
Galen exhaló un suspiro cansado.
—No lo sé. Hace muchísimo tiempo que no lo veo.
Bethany utilizó sus poderes para instarlo a decir lo que pensaba.
—¿Estás bien, maese Galen?
—La verdad es que no, pero no estoy preocupado por mí. El príncipe no está bien desde que esa mujer lo dejó.
—¿En qué sentido?
Galen suspiró de nuevo.
—Sé que la guerra suele cambiar a la gente y que perder a un ser querido… pero no es el mismo muchacho al que adiestré. Es como si estuviera poseído por algo. Como si un demonio controlara su cuerpo. Pero no puedo decir una sola palabra al respecto. No quiero que lo devuelvan al templo de Dioniso. No después de lo que le hicieron la otra vez.
En ese momento Bethany supo lo que había hecho Apolo. Pero no el motivo. Más enfurecida si cabía, dejó a Galen y fue al palacio en busca de «Estigio», al que encontró riéndose con un senador. «Él» percibió sus poderes de diosa extranjera de inmediato y la miró.
Bethany le indicó con un dedo que se acercara.
El «príncipe» se disculpó con su interlocutor y se reunió con ella en el pasillo. En cuanto quedaron fuera de la visión de los demás, Bethany agarró a Poine, el espíritu griego de la venganza, y la estampó contra la pared.
—¿Por qué te estás haciendo pasar por el príncipe?
Poine se encogió de hombros.
—Apolo me dijo que lo hiciera mientras el príncipe recibía su castigo.
—¿Por qué?
—Soberbia.
¿Soberbia? ¿En serio? Para los dioses olímpicos era el peor pecado que un mortal podía cometer, pero no se imaginaba a Estigio, que era muy humilde, creyéndose un dios o creyendo estar por encima de uno.
—Explícate.
—Supongo que Apolo se sintió ofendido, ya que fue él quien me llamó.
A cada palabra que escuchaba, Bethany se enfurecía más.
—¿Y dónde está Apolo?
Poine se encogió de hombros.
Bethany la agarró de la garganta y volvió a estamparla contra la pared.
—Ve a buscarlo. Estaré en el templo que tiene en la ciudad. Y si aprecias tu vida, no fingirás ser Estigio ni un día más.
—¿Cómo has dicho?
—Dame una excusa, zorra asquerosa. Ahora mismo estoy dispuesta a enfrentarme a todos los olímpicos y a los titanes, y a echaros encima a un montón de cabrones egipcios. Mejor todavía, ¿qué crees que diría el pueblo griego si le cuento que sus dioses han permitido que uno de sus más venerados héroes fuera castigado injustamente durante todo un año por sus enemigos? ¿Cuántos conversos crees que conseguiría para mi panteón?
—No te atreverías…
—Te lo digo en serio, no me toques las narices. Ve en busca de tu amo y tráemelo deprisa.
Bethany se teletransportó al templo de Apolo… algo que constituía un acto de guerra.
Y se trataba de una guerra que se moría por empezar, aunque tuviera que luchar ella sola.
Asqueada, deambuló por la nave principal y miró con desdén el altar en el que las personas hacían ofrendas a Apolo para obtener una benevolencia de la que ese imbécil carecía por completo.
—¿Qué haces aquí?
Bethany se volvió para mirarlo.
—Me alegro muchísimo de que no me hayas hecho esperar.
Apolo la fulminó con la mirada.
—Tendríamos que reunirnos en la Atlántida. No aquí.
—Si lo sintiera, me disculparía. Pero tal como están las cosas, sólo he venido a decirte que he liberado a Estigio del agujero inmundo en el que lo dejaste.
Apolo meneó la cabeza.
—No puedes hacerlo. No es tuyo.
—Tengo entendido que lo regalaste.
—Pero no a ti.
—Se lo dejaste a mis hermanos para que lo atormentaran —le recordó—. Puedo acogerlo después de eso.
—No a menos que quieras una guerra.
—¿En serio? —Fulminó a Apolo con una mirada desdeñosa—. ¿Empezarías una guerra por un simple mortal?
—¿Por qué no? Las he empezado por cosas más insignificantes. Además, no ha aprendido su lección.
—¿De qué lección se trata?
Los ojos de Apolo refulgieron por la rabia.
—De postrarse ante sus dioses y demostrarnos el debido respeto.
Soltó una carcajada amarga al escucharlo.
—¿Te has vuelto loco? Casi lo has matado. Apenas es humano después de todo lo que le has hecho pasar.
Apolo no demostró arrepentimiento alguno.
—¿Y qué?
—Es un príncipe, Apolo. Un heredero. Uno de los tuyos.
—Y tanto él como su hermano han cometido la estupidez de pecar de soberbia.
Frunció el ceño al escuchar algo que Estigio nunca le había contado. En la vida.
—¿Hermano?
—Sí. El putito que se acuesta con mi hermana.
—Tú te estás acostando con la suya. ¿Qué problema hay?
Apolo envió una onda de poder por la estancia. Una tan violenta que le agitó el pelo.
—¡Problema! —rugió el dios—. ¡Son putos adiestrados!
—Pues desahógate con su hermano —replicó entre dientes.
—Ah, créeme que ya lo he hecho. Pero todavía no he terminado con él. No por los crímenes que Aquerón ha cometido contra mí.
—Pues mientras te diviertes vengándote del hermano, deja libre a Estigio.
Apolo la miró con el gesto torcido.
—No es asunto tuyo. ¿Por qué has venido? Cuando hicimos el trato, me dijiste que te daba igual lo que le hiciera a Estigio.
Y esas palabras se le clavaron como puñales. Había sido una tonta, una imprudente.
Por desgracia, no podía contarle a Apolo la verdad, porque de lo contrario usaría a Estigio contra ella. Algo que sería mucho peor para él.
De modo que se aferró a otro motivo.
—Eso fue antes de que lo trajeras a nuestra tierra. Ahora es asunto mío. Soy la diosa de la venganza y la justicia, y sé cuándo alguien merece que lo castiguen. Se comportó de forma honorable con nuestro pueblo. No permitiré que lo humillen en suelo atlante.
—De acuerdo, devuélvelo a casa. Lo humillaré aquí.
Precisamente lo que ella quería…
Iba a ser que no.
Bethany se mordió la lengua para no soltar una maldición al darse cuenta de la trampa en la que había caído. Pero no podía permitir que le hicieran más daño a Estigio. No después de lo que había pasado.
—Quiero que lo dejes tranquilo.
—Lo que haga yo en Grecia no es asunto tuyo.
—Y lo que yo haga en la Atlántida con tus apolitas no es asunto tuyo… Ah, y eso incluye a los apolitas que hay en Grecia… como tu hijo, Strykerio, y sus hijos.
El dios se quedó blanco.
—No te atreverías.
—Ponme a prueba, vamos.
Apolo gruñó.
—Estigio sigue siendo mío.
—Y yo quiero que lo liberes.
—No.
—¿No? —preguntó, incrédula.
—Me ha desafiado tres veces. Descaradamente, sin arrepentirse. No pienso tolerar que un humano haga algo así, de la misma manera que tú no lo tolerarías. Le dije cuando empezó todo que no me detendría hasta que me lo suplicara. Y no lo ha hecho. Hace tres días se rio en mi cara y se negó a humillarse. Me dijo que se lo estaba pasando en grande y que no tenía intención de suplicarme, así que por mí puede seguir disfrutando. —Apolo la fulminó con la mirada, como si fuera ella quien se hubiera reído en su cara—. ¡No le pondré fin hasta que me suplique como el gusano humano que es!
Bethany gruñó por la terquedad que ambos demostraban. Estigio no era de los que suplicaban, como era natural. Era un príncipe, un héroe.
—¿No lo has castigado bastante?
—Me dijo que me empleara a fondo. Me limito a concederle su deseo.
En ese momento le entraron ganas de estrangular a Estigio con sus propias manos por su obstinación. Sin embargo, su rebeldía y su fuerza eran algunas de las cualidades que más le gustaban de él.
Aunque no ese día en concreto. Ese día quería matar a Apolo y a Estigio.
Furiosa a más no poder, fulminó al dios griego con la mirada.
—Eres un imbécil insoportable.
—¿Y tú no? Vamos, Bet’anya, ¿cuándo te has apiadado de alguien al que tu panteón quería que castigaras?
—Pues lo he hecho, que lo sepas. No sigo las órdenes a ciegas.
—Enhorabuena, pero eso no cambia las cosas. Lo he marcado y marcado se queda.
—De acuerdo. Ahora imagínate a tu hijo y a tus nietos marcados… por mí. —Se volvió para regresar a casa.
—¿Qué? —bramó Apolo.
Lo miró con una sonrisa.
—Cuando estés dispuesto a negociar, dímelo.
—Cuidado con lo que pones en marcha, niña.
—Eres tú quien tiene que tener cuidado, niño. —Acortó la distancia que los separaba para que pudiera ver que hablaba muy en serio—. Y recuerda quién es mi padre. Tú dices que Isis es tu madre. Pero yo sé que no lo es. Set es mi padre, sin lugar a dudas, y a diferencia de tu debilucho panteón, ha matado y mutilado a otros dioses. Yo no solo he heredado parte de sus poderes, sino que también soy la niña de sus ojos. Su única hija. Cuando nací y Arcón se negó a permitir que me viera, emprendió una guerra en solitario contra los atlantes y les dio tal paliza que Arcón tuvo que concederle derechos de visita plenos cada vez que él quisiera. Y si bien no suelo ir con mis problemas a mi padre, lo haré en esta ocasión. ¿Estás preparado para eso, griego?
El brillo de los ojos de Apolo le dejó claro que estaba deseando estamparla contra una pared.
—De acuerdo. ¿Quieres que lo libere? Que se postre de rodillas y me suplique. Sólo entonces le daré la libertad.
—Júramelo.
—Te juro por el río Estigio que si se pone de rodillas y me suplica perdón, renunciaré a mi propiedad.
Bethany se despidió con un gesto de cabeza y regresó a los barracones, donde Galen estaba afilando su espada. En esa ocasión adoptó la forma de Atenea.
El soldado se arrodilló nada más verla.
—Señora.
Aunque detestaba el engaño, Bethany le cogió la mano y lo instó a ponerse en pie.
—Hay alguien a quien los dos queremos que nos necesita, Galen.
—¿Estigio?
Ella asintió con la cabeza.
—El hombre al que has estado viendo este último año no es él, sino un impostor enviado por los dioses para destrozar su vida.
—Lo sabía… sabía que mi príncipe nunca sería tan cruel y desalmado. —Resopló por la rabia—. El cabrón de Apolo.
—¿Lo sabías?
—Lo sospechaba. El dios ha atormentado al príncipe desde que Estigio mató a su nieto en combate.
—Y se ha vengado de la peor manera posible. Dado que Estigio no ha estado aquí y salvo nosotros tres nadie más lo sabe, no quiero devolverlo a palacio de inmediato. Necesita un lugar donde una persona de mi confianza lo ayude a reincorporarse a la vida en libertad. Y necesita tiempo para recuperarse físicamente de lo que le han hecho.
—Cualquier cosa por mi príncipe.
Agradecida por la actitud del anciano, lo saludó con una inclinación de la cabeza.
—Te lo traeré mañana, pero te lo advierto, ha cambiado mucho.
—Gracias, Atenea.
Tras darle unas palmaditas en el brazo, Bethany regresó a su templo.
Estaba a punto de entrar en el dormitorio cuando atisbó su reflejo en el mármol negro de las paredes del templo. A Estigio no le había gustado verla en su forma real y lo último que quería era hacerle más daño. Tragó saliva y adoptó la forma de una apolita rubia antes de abrir la puerta.
Al principio no lo vio. Después se percató de que la puerta del balcón estaba abierta, y así supo dónde se encontraba.
Abrió un poco más la puerta y lo vio sentado en un rincón, con las piernas dobladas contra el pecho, abrazándoselas. Con el aspecto más vulnerable que le había visto hasta el momento, Estigio observaba el valle y estaba tan inmóvil que parecía más una estatua que un feroz príncipe guerrero.
—¿Estigio?
Él no respondió, pero sí la miró. Se acercó a él despacio.
Aunque no se movió, Estigio la observaba con recelo.
—He hecho un trato en tu nombre con Apolo para que te libere. —Se arrodilló junto a él—. Quiere que se lo supliques. De rodillas. ¿Puedes hacerlo?
Estigio resopló con amargura, como si no le creyera.
—Claro. ¿Por qué no? ¿Qué más da a estas alturas?
Extendió una mano para apartarle el pelo de la cara.
Estigio le cogió la mano e impidió que lo tocara. El desprecio y la vergüenza que vio en sus ojos azules le quemaron el alma.
—¿Qué precio debo pagar por vuestros servicios, señora? ¿También queréis follarme? ¿En público o en privado? ¿O preferís que os pague con sangre? Os ofrecería mi alma, pero ya está condenada.
No quería nada de eso. No era eso lo que echaba de menos.
—¿Qué me dices de tu corazón?
Estigio miró el colgante que llevaba enrollado en la muñeca e hizo una mueca.
—Lo entregué hace mucho tiempo y me lo destrozaron. No tengo nada más que ofreceros.
—¿Me concederías tu amistad?
Estigio parpadeó despacio antes de apartar la mirada.
—No comprendo esa palabra.
—¿No?
Lo vio menear la cabeza.
—Háblame de la mujer que posee tu corazón. ¿Podrías perdonarla por haberte hecho daño?
—Ya da igual.
No era cierto. A ella le importaba muchísimo.
—¿Por qué?
Estigio volvió a sumirse en sus pensamientos.
Bethany quería tocarlo, pero sabía que él no recibiría sus caricias de buen grado. No después de cómo lo habían usado todos.
—¿No vas a responderme?
—¿Qué queréis que diga, akra?
Dio un respingo al escuchar el término atlante para «ama y señora». Era el término que usaban los esclavos para referirse a sus dueñas.
—Sólo soy un puto, un perro. No le importo a nadie ni tengo sentimientos. —Su voz monótona le destrozó el corazón.
«A mí me importas…», pensó.
Miró las cicatrices que le cubrían todo el cuerpo. Las quemaduras que tenía en el costado izquierdo desde la axila hasta el muslo. La cicatriz irregular sobre su corazón que siempre besaba. Era la puñalada de su madre, después de que le llevara el regalo de su cumpleaños.
¿Cuántas veces le había dicho que nunca le haría daño? Y después le había hecho muchísimo más daño que todos los demás. Se había ido, abandonándolo, aunque sabía que no tenía a nadie más que lo quisiera y lo consolara.
«No tengo derecho a pedir perdón», pensó.
Había sido muy descuidada con el regalo más preciado del mundo: su corazón.
Una lágrima resbaló por su mejilla al recordar la primera vez que Estigio le dijo que la quería.
Sentada junto al arroyo, estaba apoyada contra él, entre sus brazos.
Estigio le había cogido la mano para dibujar con ella un ieb, un corazón egipcio, sobre su pecho.
—Héctor, ¿qué haces?
—Te entrego mi corazón, pero te pido que lo trates con cuidado. Está nuevo y sin estrenar.
—Eres muy tonto… Maravilloso, pero tonto.
—Mientras te haga sonreír, siempre seré un tonto para la mujer a quien quiero.
—¿Me quieres?
—Como la luna llena quiere a la noche. Siempre estaré ahí, pero solo brillo en tu presencia. Y da igual adónde vayas, te seguiré, aunque sea a millones de leguas de aquí. —Le retuvo la mano contra su pecho, para que pudiera sentir los latidos de su corazón—. Y esta parte de mí jamás pertenecerá a otra. Nunca doy regalos a la ligera y nunca acepto que me los devuelvan.
Parecía que hubiera pasado un siglo desde aquel día, y ni atinaba a imaginarse lo lejano que le parecería a él.
—¿Puedo traerte algo, príncipe?
Estigio frunció el ceño, como si no entendiera la pregunta.
—Si te trajera alimentos, ¿comerías?
Tampoco obtuvo respuesta. De modo que hizo aparecer con sus poderes un cuenco lleno de manzanas y lo colocó junto a él. Los agridulces recuerdos la asaltaron al pensar en la cantidad de veces que él le llevaba manzanas cada vez que se encontraban. Solía cortarlas con su cuchillo antes de dárselas para comer.
—¿Por qué te gustan tanto las manzanas?
Al principio no creyó que fuera a contestarle, pero después lo escuchó susurrar:
—Son fáciles de llevar.
—¿Es el único motivo?
Estigio tragó saliva, pero no la miró a la cara.
—De niño, mi padre me mandaba a la cama sin cenar cuando lo decepcionaba. Algo que sucedía a menudo. De modo que mi hermano me llevaba manzanas a escondidas antes de acostarse. Me recuerdan lo que es contar con alguien que te quiere.
Esas palabras le arrancaron un sollozo.
—Pero nunca hablas de tu hermano.
Estigio soltó una carcajada amarga.
—No tengo motivos. Ahora me odia.
—¿Por qué?
—Aquerón cree que porque él lo pasa mal, yo lo paso bien.
—¿Acaso tu hermano no ve la verdad?
—La gente se inventa su propia realidad, diosa. Odiamos y queremos por motivos que solo nosotros conocemos.
Y eso era lo que más había echado de menos de él. Su corazón y su inteligencia. Habían pasado buenos momentos hablando largo y tendido sobre las ideas y la naturaleza humanas. Sobre filosofía. Estigio podía hablar con ella en numerosos idiomas y cada vez que ella se trababa con una palabra griega, podía usar el egipcio o el atlante para que él se la tradujera.
—Aún no me habéis dicho vuestro precio, diosa.
Bethany usó sus poderes para hacer aparecer una bandeja con carne, fruta y pan, además de un cáliz de vino.
—Come por mí.
Aunque escuchaba los rugidos de su estómago, Estigio titubeó. Por todos los dioses, ¿qué le habían hecho a su comida para que tuviera tanto miedo de comer?
Una expresión resignada y triste veló sus ojos antes de que cogiera un trozo de venado y se lo comiera. En cuanto comprobó que era seguro comer, se olvidó de los buenos modales y devoró el resto de la comida. Bethany dio un respingo al ver a su refinado y distinguido príncipe comer como un animal famélico.
Estigio dejó la bandeja limpia. No quedó ni una migaja de pan.
—¿Quieres más?
Estigio negó con la cabeza antes de lamerse los dedos.
—¿Estás seguro?
Consciente de pronto de su falta de modales, Estigio cogió la servilleta y se limpió las manos y la boca. Parecía muy cansado y derrotado. Bethany se moría por abrazarlo y aliviar su dolor.
Estigio bostezó poco después, y Bethany frunció el ceño al captar un extraño brillo de…
—¿Qué es eso?
Él también frunció el ceño.
—¿El qué?
—Abre la boca de nuevo.
Cuando la obedeció, se le encogió el corazón. Alguien le había colocado una hilera de bolitas de plata en el centro de la lengua. Se le nubló la vista al verlas. Era una práctica habitual en la Atlántida con los esclavos sexuales.
—¿Quién te ha hecho eso?
La vergüenza que vio en los ojos de Estigio hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
—Apolo, cuando me llevó al Olimpo.
Las había sentido antes cuando se besaron y cuando él le lamió el pecho, pero no se había dado cuenta de lo que eran. Una vez que lo sabía, quería matar a alguien.
—¿Quieres que te las quite?
—Vuestros deseos son órdenes, akra.
Bethany le tocó los labios con los dedos y utilizó sus poderes para hacer desaparecer las bolas.
Estigio le cogió la mano y le olisqueó la muñeca.
—Oléis como mi Beth.
—Soy tu Bethany.
Él meneó la cabeza y la soltó.
Bethany suspiró, se puso en pie y le tendió una mano.
—Vamos, príncipe. Parece que estás a punto de desmayarte.
Estigio se levantó sin tocarla y la siguió de vuelta a la cama. Una vez allí, lo arropó y comenzó a cantar.
Estigio se llevó una mano al oído.
—¿Por qué os burláis de mí?
—¿Burlarme de ti? ¿Cómo?
—Por favor, devolvedme a la arena. Ya no quiero estar aquí.
Bethany no daba crédito.
—¿Prefieres estar encadenado como un animal a descansar en mi cama?
Él asintió con la cabeza.
—¿Por qué?
—No quiero que me recuerden lo que he perdido para siempre. Bastante atormentado estoy ya como para que me hagáis más daño. —La voz quebrada de Estigio se le clavó en lo más hondo al darse cuenta de que todo lo que hacía que le recordaba a ella le provocaba más dolor.
—Muy bien, no cantaré. Te dejaré para que descanses en paz.
Aunque era más fácil decirlo que hacerlo. Porque Estigio no durmió plácidamente. Comenzó a retorcerse asaltado por las pesadillas. Eran incluso peores que cuando dormía en la cabaña con ella.
Y aunque le apenaba muchísimo presenciar su dolor, lo peor de todo fue escuchar la cantidad de veces que la llamaba en sueños. Incapaz de soportarlo, se sentó en la cama junto a él mientras dormía y mascullaba un desgarrador «Bethany».
—Tranquilo —le susurró al oído en un intento por calmarlo.
Utilizó sus poderes y lo despertó lo justo para que pudiera ver que era ella quien lo tocaba, pero no lo bastante para que la lucidez lo hiciera apartarla de su lado.
—¿Bethany? —murmuró su nombre como una plegaria.
Ella le colocó una mano en la mejilla.
—He echado de menos a mi Héctor.
Estigio cerró los ojos y enterró la cara en su pelo mientras aspiraba su olor. Se le puso dura al instante. Bethany se quedó de piedra al sentir su erección contra el muslo. Se le había olvidado lo grande que la tenía.
—Creo que tú también me has echado de menos.
Estigio le respondió con un beso tan ardiente que la dejó sin aliento y la desarmó. Desesperada por complacerlo, le mordisqueó el cuerpo desnudo. Le resultaba desconcertante poder ver ese cuerpo que conocía tan bien como el suyo propio.
O eso creía.
Frunció el ceño cuando acarició el escaso vello púbico y vio una marca que la enfureció hasta un punto insospechado. Con mano temblorosa tocó la marca de esclavo y tuvo que apretar los dientes. Ya era bastante malo que lo hubieran usado como a un puto, pero que además lo marcaran como tal…
Era una crueldad indescriptible.
«¿Por qué no me marché con él cuando me lo pidió hace tanto tiempo?».
Le habría ahorrado muchísima humillación y dolor. Muchísima desdicha. En ese preciso momento podrían estar en una casita en alguna parte, con un bebé…
Los tres solos.
En cambio, había escogido el deber y lo había dejado en manos de personas que no eran capaces ni de cuidar de un felpudo.
«¿Cómo voy a compensártelo?», se preguntó.
¿Acaso podría hacerlo alguna vez? No lo sabía, pero estaba decidida a intentarlo.
Estigio gimió cuando Bethany se la acarició con la boca. La cabeza le daba vueltas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que sintió sus maravillosas caricias. Muchísimo tiempo desde la última vez que una mano cariñosa lo había tocado. ¿Era real? Se lo parecía, pero era más probable que se tratase de un sueño.
Aunque necesitaba que fuera real. Solo por un instante.
«No me abandones de nuevo», suplicó.
Aunque Bethany lo había abandonado, la quería de vuelta con tantas ganas que cuando le quitaron su colgante fue como si le arrancaran un brazo. Nada le había dolido tanto en la vida.
Y mientras ella lo tocaba, los recuerdos acudieron en tropel. Algunos tan dolorosos que amenazaron con despedazarle el alma. Pero de alguna manera las caricias de Bethany consiguieron retenerlo en el presente y espantaron dichos recuerdos.
Por un instante se olvidó de todo salvo de aquellas valiosísimas tardes en las que no había sido el príncipe Estigio. En las que solo habían estado él y la hermosa mujer que lo había hecho reír en mitad del infierno más absoluto. La mujer que le había enseñado a sonreír y que le había dado un motivo por el que vivir.
La mujer que le había enseñado lo que eran la esperanza y el amor.
Apretó los dientes cuando el placer lo abrumó. Y aunque era maravilloso sentir sus labios, no quería eso.
—Abrázame, Bethany —susurró.
Ella ascendió dejando un reguero de besos por su cuerpo antes de pegarse a él. Estigio soltó el aire antes de sujetarle la cabeza y besarla.
Rodó con ella y la retuvo bajo su cuerpo mientras Bethany separaba las piernas. La cogió de la mano y le besó la palma al tiempo que la penetraba.
Bethany gimió por la maravillosa sensación. Había pasado una eternidad desde la última vez que lo había abrazado. A lo largo del último año no se había permitido recordarlo. Había sido demasiado doloroso.
Sin embargo, mientras lo miraba y lo sentía en su interior, mientras Estigio se aferraba a ella como si fuera lo más importante del universo, intentó recordar por qué había sido tan imbécil de alejarse de él.
¿Por qué había elegido cualquier otra cosa por encima de alguien que la quería tanto?
«No te merezco», pensó.
Siseó de placer mientras Estigio la penetraba.
—Te quiero —le susurró al oído.
Estigio se incorporó un poco para mirarla antes de colocarle una mano en la mejilla. Ignoraba que ella podía ver lo que nunca antes había visto mientras hacían el amor.
La ternura de esos ojos azules. El amor y el dolor. Todo eso la abrumó. Estigio se hundió hasta el fondo en ella.
—Nunca había sentido el calor del sol en la piel hasta que me tocaste —le susurró al oído—. Y sin mi Bethany, mi mundo está hecho de tinieblas.
Se le formó un nudo en la garganta al escucharlo.
—He echado muchísimo de menos a mi poeta.
Nadie le había hablado como él. Estigio podía ser muy tonto y torpe, pero al mismo tiempo muy elocuente y elegante. Eso era lo que más le gustaba de él.
Siempre era algo inesperado.
En ese momento su cuerpo explotó de placer. Arqueó la espalda y gritó mientras Estigio la embestía con más fuerza, prolongando el placer hasta que se reunió con ella. Con la respiración entrecortada, la abrazó con fuerza.
—Te quiero con todo mi corazón, Beth —le susurró mientras le dejaba una lluvia de besos en el abdomen.
Estigio suspiró y se quedó tendido entre sus piernas, con la cabeza sobre su vientre. Su respiración le hacía cosquillas en la piel, al igual que sus pestañas y su asomo de barba.
Al cabo de un momento se dio cuenta de que se había dormido. Con una carcajada, le acarició el pelo y pensó en el día que se conocieron, cuando él se quedó dormido en su regazo.
Sin embargo, Estigio siempre había podido dormir con ella. Gracias a las conversaciones que habían mantenido sabía que no dormía bien solo. Pero cada vez que estaban juntos, se quedaba traspuesto. Siempre la había conmovido que confiara en ella cuando no confiaba en nadie más.
Su sonrisa se desvaneció al ver la marca de Apolo en su espalda, así como el resto de las heridas y de las cicatrices. Estigio la odiaría si alguna vez se enteraba de que fue ella quien lo dejó expuesto a la crueldad de Apolo. Si se enteraba de que pertenecía al panteón que se había esforzado por humillarlo y castigarlo.
Pero ¿cómo culparlo? Debería haber luchado por él en vez de haberse marchado. Él habría luchado por ella con todas sus fuerzas. Jamás la habría abandonado. Por ningún motivo.
«No pienses en eso», se ordenó.
No podía cambiar el pasado. Pero sí podía asegurarse de que nadie volvía a hacerle daño. Y lo haría. Aunque tuviera que desafiar a todos los dioses del Olimpo y de Katoteros. Nadie volvería a ponerle la mano encima a su príncipe.
«Por favor, perdóname, Estigio».
Sin embargo, aún no sabía cómo regresar a su vida después de todo ese tiempo. ¿Qué sería más cruel? ¿Mantenerse lejos o volver junto a él y recordarle cómo lo había abandonado cuando más la necesitaba?
¿Cómo iba a confiar en ella de nuevo?
Además, ¿volvería a ser normal? Bajó la vista y lo observó mientras dormía. Incluso inconsciente, se aferraba a ella con desesperación. No había demostrado ni reproches ni reservas mientras le hacía el amor. Eso le daba esperanza.
Por supuesto, Estigio no había estado del todo consciente. Aun así, era una buena señal e indicaba que tal vez la recibiría con los brazos abiertos si volvía.
O tal vez la pusiera verde, como en el fondo sabía que se merecía.