—Has aceptado bastante bien tu matrimonio. ¿Debería preocuparme?
«Deberías si estuviera sobrio, viejo», pensó Estigio, que se encogió de hombros al escuchar la pregunta de su padre mientras se dirigían a la sala del trono.
—Es mi deber, ¿no? Casarme y engendrar un heredero en tu nombre y en el de Dídimos. Para esto me has adiestrado.
—Sigo sorprendido por tu buena disposición.
Estigio aminoró el paso cuando sintió que la marca de su espalda se calentaba hasta un extremo doloroso.
—Apolo —saludó su padre con jovialidad al dios cuando apareció delante de ellos—, me alegro de que os reunáis con nosotros para celebrar el compromiso.
—¿Compromiso?
—Estigio va a casarse con una princesa egipcia.
Apolo lo miró con expresión altiva y los celos que relampaguearon en sus ojos fueron inconfundibles.
—¿En serio? No me había enterado.
Estigio sabía que no debía pronunciar palabra alguna al respecto, ya que solo conseguiría cabrear a su padre o al dios.
—Pues sí —continuó su padre—. La novia llegó hace poco y estamos a punto de recibirla en la sala del trono. ¿Os gustaría uniros a nosotros?
—Por supuesto.
Mientras el rey se alejaba, Apolo interceptó a Estigio. La expresión del dios le dejó claro que la noticia le hacía tanta gracia como a él.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
—Unas dos semanas.
Apolo lo agarró de la muñeca y lo arrastró hacia una pequeña hornacina, donde lo estampó contra la pared y lo agarró del cuello.
—¿Se te ha olvidado quién es tu dueño?
Estigio mantuvo la vista clavada en el suelo.
—Tendrás que discutirlo con mi padre, ya que él cree que es quien tira de mi correa.
Apolo apretó con más fuerza.
—No te hagas el listillo conmigo, príncipe. No se me ha olvidado la última vez que te vi y la promesa que te hice.
¿Cómo se le iba a olvidar? Apolo le había prometido toda su ira. Pero eso no cambiaba la situación.
—¿Qué quieres de mí?
La expresión de Apolo se tornó lujuriosa.
—Ya sabes lo que quiero.
«Prefiero la muerte», pensó.
Estigio suspiró e intentó marcharse, pero Apolo lo estampó de nuevo contra la pared, con la fuerza necesaria para hacerle daño.
—No has aprendido cuál es tu sitio, ¿verdad?
—Ahora mismo mi sitio está al lado de mi padre. A menos que quieras que me den una paliza, en cuyo caso no estaré tan guapo para ti más tarde.
Apolo se echó a reír.
—Eres brioso. Pero ten cuidado. Incluso el mejor de los sementales debe ser domado.
Estigio se encendió de rabia cuando lo asaltaron los amargos recuerdos de cuando lo compararon con el semental real.
—También son famosos por desmontar a sus jinetes y matarlos.
—¿Me estás amenazando?
—Creía que hablábamos de caballos.
Apolo lo cogió de la barbilla y lo sostuvo contra la pared con mano firme, haciéndole daño.
—No creas ni por un momento que puedes amenazarme, humano.
—¿Estigio? ¿Dónde estás, muchacho?
Apolo miró por encima del hombro hacia el lugar del que procedía la voz del rey.
—Disfruta del resto del día, príncipe. Porque te aseguro que serán las últimas horas que tengas para ti solo en una temporada.
—Estoy deseoso de que llegue el momento.
—¿Estigio?
Apolo se apartó de él.
Tras enderezarse la ropa, Estigio se acercó a su padre, que lo fulminó con la mirada.
—¿Dónde estabas?
—Perdóname, padre. Tenía que encargarme de un asunto.
La expresión de Jerjes dejó bien claro que deseaba abofetearlo, pero que no se atrevía ya que le marcaría la cara y la princesa se percataría. Aunque le sorprendía que Apolo no le hubiera dejado los dedos grabados en el cuello.
Siguió a su padre hasta la sala del trono y se colocó delante de su asiento mientras su padre se sentaba en el trono. Estigio lo imitó y escudriñó la estancia en busca de Apolo. Sin embargo, no había ni rastro del dios.
Sonó una fanfarria al tiempo que se abrían las puertas y comenzaba la ceremonia. Un grupo de bailarinas dio paso a tres esclavos con baúles llenos de tesoros para el rey. Uno a uno, los esclavos llevaron los baúles hasta el estrado y los abrieron para que su padre viera el contenido. Sin embargo, no era eso lo que había llamado la atención de Estigio. En la puerta, dos enormes nubios sostenían sendos postes entre los que se extendía un lienzo casi transparente a través del cual se podía ver la silueta de la princesa. Caminaba con el porte de una reina mientras entraba en la estancia tras ellos.
En cuanto llegaron al trono, los hombres bajaron el lienzo para descubrir a una bellísima mujer unos años mayor que Estigio. Su piel oscura era inmaculada. Llevaba una peluca negra cuajada de turquesas y de oro, y los ojos pintados con kohl, de forma muy parecida a como se pintaba Bethany. Unos brazaletes con forma de serpiente se enroscaban en sus brazos, y la ajustada túnica de lino resaltaba el contorno de su cuerpo perfecto.
Pero no era Bethany.
Y su cuerpo no reaccionó al verla. No como lo hacía cada vez que pensaba en la mujer que había despreciado su corazón sin miramientos.
Se obligó a sonreír mientras se ponía en pie. Con el corazón destrozado, bajó del estrado para cogerle la mano y besársela.
Los labios de la princesa esbozaron una lenta y seductora sonrisa.
—Gracias a los dioses que eres guapo. No me importaría en absoluto darle un bocadito a esos brazos…
El alivio de los pensamientos de la princesa casi le arrancó una carcajada.
—Bienvenida, princesa.
—Y gracias a los dioses que tienes una voz varonil y grave en consonancia con el resto de tu persona.
Sin soltarle la mano, ella le hizo una breve genuflexión.
—Alteza.
Los padres de la princesa se acercaron a continuación para conocer al rey, que procedió a darles permiso a Estigio y a Nefertari para que dieran un paseo, con una guardia egipcia, por los jardines.
Estigio entrelazó las manos a la espalda mientras ella abría la marcha.
—He oído que sois un héroe de guerra, príncipe Estigio.
—Sólo un soldado.
—¡Ah! —Era imposible pasar por alto la decepción de su exclamación.
Tras eso se produjo un incómodo silencio entre ellos mientras paseaban. A Estigio no se le ocurría qué decir. Cosa rara, ya que nunca había tenido ese problema con Bethany. Siempre habían podido hablar largo y tendido de cualquier tema.
—¿Habéis tenido un viaje agradable? —le preguntó.
La princesa recorrió el jardín que en otro tiempo fue el preferido de su madre.
—Sí.
Otro silencio incómodo.
Nefertari se detuvo para mirarlo.
—No habláis mucho, ¿verdad?
—No.
—Eso no es especialmente malo… Aun así, propongo que nos quitemos un peso de encima.
—¿De qué se trata?
Ella extendió los brazos y le bajó la cabeza a fin de besarlo. Estigio cerró los ojos y se dejó llevar, aunque sin ponerle pasión. Cierto que su cuerpo había reaccionado, pero no era lo mismo que cuando abrazaba a Bethany. No sintió la abrumadora necesidad de aspirar su aroma. De yacer junto a ella y de quedarse con ella toda la eternidad.
Sólo era un cuerpo.
Nefertari se apartó con una sonrisa satisfecha.
—Sois aceptable.
—Mi padre se alegrará de saberlo.
—¿Y vos no os alegráis, príncipe Estigio?
No. Pero no quería herir sus sentimientos.
—Por supuesto, princesa. Sois bellísima.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Os molesta que sea egipcia?
—En absoluto. ¿Os molesta a vos que yo sea griego?
—Creía que me iba a molestar. Pero no… y habláis el egipcio muy bien. Vuestro acento y vuestra voz me resultan muy agradables.
Se alegraba de saber que no resultaba del todo repulsivo.
—¿Habláis griego?
—Un poco, pero no demasiado bien. ¿Me ayudaríais a aprender?
—Por supuesto. —Así tendrían algo de lo que hablar además del tiempo.
Ella suspiró.
—Bueno… Estigio —dijo, abandonado toda formalidad—. ¿Qué cualidades esperas que tenga tu esposa y tu reina?
—Ninguna en concreto.
Eso la sorprendió tanto que se quedó boquiabierta.
—¿Ninguna?
—Me gustaría caerle bien, pero salvo eso, no se me ocurre nada más. ¿Tienes una lista?
—Por supuesto. Espero buena educación y que se me valore por encima de todo, así como que se valore por encima de todo a mis hijos, en todo momento. Aunque acepto que tengas amantes y posiblemente más esposas, no vivirán en nuestra casa. Puedes visitarlas en la ciudad o donde quieras alojarlas. Pero como tu primera esposa, no las quiero ni ver ni quiero que estén cerca de mis hijos. Quiero que mis hijos aprendan egipcio además de griego, y que adoren a mis dioses. Espero que se construya un altar para mis dioses en mi ala de palacio y que mis sacerdotes personales tengan sus aposentos con acceso total a los míos.
En ese momento fue Estigio quien se quedó boquiabierto.
—Si bien no me opongo a tener sirvientes griegos —continuó ella, ajena a la incredulidad de Estigio—, también quiero seguir contando con mis sirvientes egipcios. Espero que me avises por la mañana si quieres pasarla noche conmigo. No me acostaré contigo si estás borracho y tendrás que bañarte antes de compartir mi lecho. He traído conmigo un perfume que tendrás que usar para dichas ocasiones. No puedes levantarme la voz ni exigir que pase todo el tiempo contigo. Requiero al menos unas cuantas horas para mí sola. Prefiero que sea por la mañana, pero puede cambiarse si es necesario.
—Lo has meditado a fondo, ¿verdad?
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Te burlas de mí?
—No, era una broma.
—No me gustan las bromas. El humor me resulta ofensivo.
Estupendo. Nada de risas.
A lo mejor podía sobornar a Aquerón para que se suicidara y así ambos se librarían de su desdichada vida…
—Lo tendré en cuenta. ¿Qué más, princesa?
—Espero contar con una residencia independiente y aposentos para mí sola, disponibles en todo momento. Me reservo el derecho de negarte el acceso a mis aposentos si haces algo que me desagrade o por cualquier otro motivo. Y no puedes obligarme. Además, no te recibiré cuando me encuentre enferma o cuando tenga mi período. Si bien comprendo que quieras pegarme de vez en cuando, solo podrás usar las manos. Y no podrás tocarme mientras esté embarazada. Una vez que dé a luz, necesitaré seis meses antes de volver a tu cama. Espero tierras como regalo por cada hijo y joyas por cada hija. Tienes que celebrar festejos por el aniversario de mi nacimiento y declararlo una festividad sagrada.
—¿Mando llamar al escriba para que tome notas?
—Te he dicho que no me gustan las bromas.
—Lo he dicho en serio. No me gustaría olvidarme de ninguna de tus exigencias, princesa.
—No te preocupes. Ya las tengo redactadas, y traducidas al griego. —Hizo una pausa para mirarlo—. ¿Quieres negociar las condiciones? ¿Para qué? Se notaba que eran muchísimo más importantes para ella que para él.
—La verdad es que no.
—¿Eso quiere decir que las aceptas?
—Por supuesto.
—Bien… quería un marido dócil al que controlar. Me alegro de saber que eres un debilucho —pensó ella mientras lo miraba con una sonrisa, justo antes de echar a andar.
Estigio sintió un tic nervioso en el mentón al ver cómo se desentendía de él, como si fuera una mierda.
—Por cierto, Nefertari, pienses lo que pienses de mí, no soy un pusilánime. El motivo de que no negocie no es que sea débil, sino que me importa una mierda y que creo que no merece la pena discutir tus infantiles condiciones. Pero sí que tengo una condición para ti: tengamos los hijos que tengamos, serás una madre cariñosa con ellos pese a lo que puedas sentir por mí. Jamás los amenazarás ni les levantarás la mano. Porque si lo haces, morirás… a mis manos.
La princesa lo miró boquiabierta mientras se daba media vuelta y regresaba al palacio. Sin hablar con nadie, volvió a sus aposentos para estar solo.
Se sirvió una copa de vino y abrió el saquito de hierbas para echárselas en la bebida. Con el corazón en un puño, se miró la cicatriz que su padre le dejó en el brazo de pequeño y después miró el colgante de Bethany que llevaba en la muñeca. Debería cortarlo y tirarlo al fuego, pero era incapaz de deshacerse de ella con la misma facilidad con la que ella había desaparecido.
Claro que ese parecía ser su destino: querer a mujeres que no lo soportaban.
Menos con Nefertari. Jamás se profesarían amor alguno. Sólo los uniría el deber real y la obligación.
Y días interminables de desdicha.
Mucho tiempo después Estigio intentaba respirar pese al palpitante dolor de cabeza que le estaba provocando la marea de gente que, en principio, había acudido para darles la enhorabuena a Ryssa y a él. En realidad, habían ido para ver al dios Apolo, así como para beber y comer los manjares que hacían circular un sinfín de sirvientes.
Nefertari estaba sentada a su lado, pero podría congelar los océanos con las miradas tan gélidas que la princesa le dirigía. Aun así, tenía que reconocerle el mérito. Se le daba tan bien como a él esconder sus sentimientos. Juntos podrían convencer a sus padres y a los invitados de que eran una pareja feliz.
Una ilusión que se vería reforzada si no escuchara los pensamientos de la princesa.
Su padre se puso en pie. Estigio se obligó a sonreír y ayudó a Nefertari a levantarse mientras Apolo, que se encontraba al otro lado de su padre, hacía lo propio con Ryssa.
El rey levantó su cáliz.
—Os agradezco que hayáis venido para celebrar conmigo las buenas nuevas. Un rey no recibe todos los días noticias tan afortunadas. Brindemos en honor de mis dos hijos. De Ryssa, la consorte humana del dios Apolo, que espera su primer hijo. Y de Estigio, que va a casarse con la princesa egipcia Nefertari. ¡Que los dioses los bendigan y bendigan nuestra tierra!
Mientras Estigio bebía un sorbo, sintió una malevolencia tan fuerte que llegó a ahogar el resto de voces que lo atormentaban.
Aquerón. Levantó la vista y vio a su hermano escondido en las sombras, fulminándolos con la mirada.
«Hermano, puedes quedarte con todo esto con mi bendición», pensó Estigio.
La rabia de Aquerón aumentó cuando el rey se inclinó para besar a Ryssa y después a Estigio.
—Por mis amados hijos —prosiguió el rey—. Que vivan muchos años.
La multitud estalló en vítores. Estigio mantuvo la mirada clavada en su hermano. Sabía muy bien lo que sentía Aquerón. Él sentía el mismo dolor cada vez que escuchaba a sus hermanos reír a través de las paredes de su dormitorio.
Era un dolor sangrante. Sin embargo, la diferencia era que con Ryssa, el afecto no era falso.
Era real.