1 de febrero de 9528 a. C.

Estigio seguía muy enfermo por la pelea con Aquerón. Lo último que le hacía falta era que su padre lo convocara a su gabinete, sobre todo después de lo que había sucedido la última vez que estuvo allí.

Con un fuerte dolor de cabeza, se detuvo frente al escritorio del rey.

—¿Me has llamado?

Su padre le entregó al escriba que tenía a la izquierda el pergamino que acababa de firmar y desenrolló otro.

—Quería hacerte saber que he negociado un contrato matrimonial para ti —respondió su padre sin levantar la vista siquiera.

Atónito, Estigio se quedó helado un instante debido al inesperado golpe que suponía la noticia.

—¿Puedo saber con quién?

—Con una princesa egipcia. ¿Cómo se llama? ¿Ned… Nef… Nera…? —Rebuscó entre los documentos desplegados sobre el escritorio—. Ah. Aquí está. Nefertari. Llegará acompañada de su séquito dentro de dos semanas para que puedas conocerla. Si le resultas aceptable, se celebrará la boda. —El rey lo atravesó con una mirada malévola—. Y le resultarás aceptable, ¿entendido?

«No te preocupes, viejo. Te prometo que no la ofenderé», pensó.

—¿Algo más, padre?

—No. Eso es todo lo que tenía que tratar contigo.

Estigio se percató de la furia subyacente en las palabras de su padre y en sus pensamientos…

—Largo de mi vista antes de que ordene que te azoten.

Por irónico que pareciera, su padre estaba más enfadado con él que con Aquerón. Porque nunca había querido que Apolo descubriera su existencia. Sin embargo, una vez que el dios lo había descubierto, lo responsabilizaba a él de lo sucedido.

Que pensara lo que quisiera. Se dio media vuelta para marcharse, pero se estremeció al notar que comenzaba a sangrarle la nariz. Consciente de que era mejor que su padre no lo descubriera, regresó a sus aposentos y cogió un paño para contener la hemorragia.

En ese momento le dolía más lo poco que le quedaba de corazón que las consecuencias de la pelea con su hermano. Porque no quería casarse con una princesa.

Quería que Bethany volviera.

Incapaz de soportarlo, fue de nuevo en su busca. Sin embargo, el cofre que contenía el collar que le había comprado seguía donde lo dejó y no había ni rastro de ella. Por algún motivo que se le escapaba, Bethany no había regresado.

Tampoco había indicios de que alguien hubiera estado en el lugar donde se encontraban junto al arroyo. No habían dejado nada en el árbol. No había señales de la existencia de Bethany.

Abatido, volvió a la cabaña y abrió el cofre. En cuanto vio el contenido, su mundo quedó patas arriba.

Sobre el collar estaba el anillo que había aceptado de Kreon y que le regaló a Beth. El anillo que llevaba la última vez que la vio y con el que no paraba de juguetear dándole vueltas en el dedo.

¡Beth había estado en la cabaña!

Y esa era su forma de despedirse.

Dejó que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas mientras soltaba un alarido y volcaba la mesa, lanzando por los aires el anillo y el collar.

Al menos Beth le había hecho saber que se encontraba bien. Que no le había sucedido nada malo.

Había seguido adelante con su vida y lo había abandonado.

Muy bien. No hacía falta seguir buscándola. Todo había acabado.

No lo quería, de la misma forma que no lo querían los demás. No merecía ni su corazón ni su amor.

«No soy nada», se dijo.

Furioso y herido como nunca lo había estado antes, consideró la idea de quemar la cabaña. Pero fue incapaz de hacerlo. Tal vez acabara siendo el hogar de alguien que pasara por allí y necesitara un techo bajo el que cobijarse. Tal vez alguien pudiera encontrar la felicidad en ese lugar, aunque él no lo hubiera hecho.

Con el corazón destrozado, echó un vistazo a su alrededor y se marchó sin molestarse en cerrar la puerta.

Tras montar en Troyano, puso rumbo a la ciudad. Sin mirar atrás, se alejó del único lugar donde había sido feliz.

«¿Qué defecto tengo para que nadie me quiera? ¿Para que nadie quiera estar a mi lado? —se preguntó—. ¡Ya basta! Eres un príncipe. ¿Por qué vas a sentir lástima de ti mismo?».

Sin embargo, en el fondo era consciente de la verdad. No era un príncipe. Sólo era un puto agotado, y el único que quería relacionarse con él era un dios que le resultaba repugnante. No porque Apolo lo amara, sino porque ansiaba el poder que ostentaba cada vez que hacía sufrir a un miembro de la realeza griega y lo obligaba a suplicarle. Su relación se basaba en la dominancia y en la fuerza.

En el dolor. En la humillación y el sometimiento de Estigio al poder supremo de Apolo. Para el dios era como un juguete para un niño. Algo que usar y descartar, o que estrellar contra un mueble cuando su dueño estaba molesto por algo.

«Nadie me aprecia», se dijo.

Era inútil luchar contra esa realidad o llorar por ella. Se limitaba a constatar un hecho.

Y lo peor era que no podía cambiarlo.