29 de enero de 9528 a. C.

Mientras sus hermanos se reían al otro lado de la pared, Estigio se afeitaba y contemplaba sus demacradas y amoratadas facciones en el espejo. Parecía el mismísimo Hades recién salido del infierno. Aquerón pegaba bien para ser un cobarde. Le había dejado el ojo derecho amoratado y tenía un corte en la ceja.

Pero ¿qué más daba? Nadie iba a mirarlo. Ya no tenía a Bethany para que le acariciara la cara con suavidad y se preocupara por sus heridas.

Mientras se pasaba la hoja de afeitar por la barbilla, intentó alejarla de sus pensamientos por completo. Intentó dejar la mente en blanco.

Sin embargo, los recuerdos lo asaltaron. La vio tal cual estaba el día que le acarició la barbilla y frunció el ceño, desconcertada.

—¿Qué es esto?

—Una perilla.

Hizo un mohín muy tierno.

—Pues parece la barba de una cabra. ¿Cómo es posible que te guste tener ese aspecto?

—Creía que te parecía viril y sexy.

Bethany resopló hasta que él le enseñó qué uso podía darle a la perilla. Después de eso, se empeñó en que no se la afeitara nunca.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero parpadeó para deshacerse de ellas. La echaba muchísimo de menos. Sin embargo, lo peor era la ausencia de alguien con quien compartir unas risas.

Incapaz de soportarlo más, bajó la mano y se pasó la cuchilla de afeitar por el antebrazo, por una zona que quedaría cubierta por los brazales ornamentales de oro. Siseó por el dolor, y dejó que la sensación física enmudeciera la angustia mental a medida que se cortaba. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo hizo.

Desde que conoció a Bethany. Con ella no había necesitado la distracción que le proporcionaba el dolor físico.

Miró las cicatrices que tenía en los muslos y en los brazos, donde acostumbraba a cortarse cuando era joven… ansioso por evadirse del dolor de sus emociones y de sus pensamientos. Muchas de ellas apenas eran visibles, solo se apreciaban en verano, cuando el sol le oscurecía la piel.

De repente, llamaron a la puerta.

—¿Alteza?

Soltó la cuchilla de afeitar y abrió. Era uno de los escribas de su padre.

—Siento molestaros, alteza. Su Majestad ordena que acudáis a su gabinete de la planta baja de inmediato.

—Ahora mismo bajo. —Estigio cerró la puerta y acabó de vestirse, asegurándose de cubrir los cortes que se había hecho en el antebrazo con los gruesos brazales de oro, y después bajó para ver qué quería su padre.

El terror lo consumió nada más entrar en la estancia.

Esto no va a gustarte ni un pelo, muchacho —pensó su padre al tiempo que señalaba con una mano el sillón situado frente a él para que tomara asiento.

«Mierda», pensó.

En cuanto se sentó, los demás los dejaron a solas.

«Mierda, mierda».

Sin embargo, el semblante del rey era mucho peor que la celeridad con la que se habían marchado todos. La furia que irradiaba su expresión nunca había sido un buen augurio para él en el pasado.

—¿Sí, padre?

—¿Qué es esto que ha llegado a mis oídos sobre tu interferencia en la pensión de los soldados?

¿Interferencia? Sólo se había limitado a asegurarse de que se les pagaba lo que les correspondía.

—No estaban recibiendo lo que se les debía.

—Las pensiones solo son para las familias de los caídos en combate.

—Lo sé.

—Entonces ¿por qué has autorizado que se les pague a las familias de los que murieron en un prostíbulo?

—Porque…

—¡No hables! —rugió su padre—. ¡Limítate a escuchar!

«Pensaba que me habías hecho una pregunta…», replicó para sus adentros.

—¿No te has parado a pensar en lo que ese gasto supone para nuestros recursos?

Estigio mantuvo la mirada en el suelo.

—¿Lo has hecho? —insistió su padre.

—Me has dicho que no hable.

El rey le cruzó la cara.

—Debería mandarte azotar por hacer lo que has hecho a mis espaldas y por reducir mis fondos con semejante frivolidad. ¡Cómo te atreves! —gritó, furioso al tiempo que le asestaba una patada al sillón de Estigio—. ¡Levántate!

Él lo obedeció manteniendo una expresión circunspecta.

—Puesto que te parece muy gracioso gastarte mi dinero en semejante desatino, voy a vender tu granja y tu caballo.

La granja que él había comprado con un dinero que le había costado sangre, sudor y lágrimas… para Bethany.

Apretó los dientes, abatido por el dolor. Pero se esforzó para disimularlo. Sabía bien que no debía mostrar sus sentimientos.

—Quedas despojado de tu graduación militar. Tu armadura, tu hoplon y tus espadas se vendieron esta mañana y han sido fundidos. Además, se te retira la asignación que recibías. Puesto que no puedo confiar en ti para que gastes el dinero con prudencia, te trataré como a Ryssa. Tendrás que suplicarme cada óbolo que necesites y yo decidiré si lo mereces o no. A partir de ahora aumentaré tus deberes diarios y pagarés con tu trabajo cada moneda malgastada en las pensiones que has autorizado de forma tan absurda. ¿Tienes algo que decir en tu defensa?

«No lo hagas. Mantente en silencio», se dijo.

Pero no pudo. El dolor era demasiado descarnado y estaba muy furioso. Miró furibundo a su padre al tiempo que se quitaba los brazales de oro y los estampaba sobre la mesa. Después se quitó la fíbula y la clámide, tras lo cual se descalzó.

El rey puso cara de asco.

—¿Qué estás haciendo?

—Quieres castigarme, ¿no? Me vas a despojar de todo lo que poseo por pagarles a tus soldados. Muy bien. Quédate con todo. Véndelo. De todas formas, no lo quiero. —Dejó que el quitón de seda cayera al suelo. Con los ojos clavados en los de su padre, se quitó el sello que llevaba en el dedo y lo dejó junto a los brazales.

Completamente desnudo y con el poco orgullo que le quedaba, se dio media vuelta y abandonó la estancia. Acto seguido y haciendo caso omiso de todo aquel que contemplaba boquiabierto las espantosas cicatrices y marcas que cubrían su cuerpo, se dirigió a la puerta del palacio y bajó los escalones.

Puesto que no tenía otro lugar al que ir y se encontraba demasiado mal como para caminar mucho, puso rumbo a los barracones. Por suerte, no había ni un sólo soldado de Dídimos.

Galen se puso en pie en cuanto lo vio acercarse al cuartel general.

—¡Por todos los dioses, hijo…! —Se quitó la clámide y envolvió con ella a Estigio—. ¿Qué ha pasado?

—Nada.

Galen frunció el ceño, pero no le preguntó nada más mientras lo acompañaba hasta una silla.

—Deberían darte unos puntos en la ceja.

—Lo sé. Pero no había nadie a quien pedírselo.

Galen le sirvió un cáliz de vino y se lo ofreció. Después fue en busca de ropa.

Estigio no pronunció una sola palabra mientras se vestía. Por desgracia, las sandalias de Galen eran demasiado pequeñas para sus enormes pies.

—¿Te parece bien que me quede contigo esta noche?

—Por supuesto. Sabes que siempre eres bienvenido cuando estoy aquí.

—Gracias, Galen.

—Hijo…

Estigio levantó una mano para silenciarlo.

—Me han despojado de mi graduación, Galen.

Su antiguo instructor lo miró, boquiabierto.

—¿Cómo? —le preguntó con incredulidad—. Esta mañana, cuando vinieron en busca de tus armas y de tu armadura, pensé que era porque querías lucirlas.

Estigio negó con la cabeza.

—Me han apartado del ejército. El rey ha vendido mi armadura y mis armas.

—¡Esto es indignante! ¿Por qué?

Estigio se negó a explicarle el motivo. Galen se sentiría culpable por su participación y él no tenía la culpa de nada.

—Eso no importa.

—Debería ir en busca de Bethany.

—Se ha ido, Galen. Me dejó… hace un tiempo. —Contuvo un sollozo al recordar la pérdida de lo único que le había importado en la vida.

Bethany y su caballo. Iba a echar de menos a Troyano. Aunque añoraría mucho más a Bethany, había compartido incontables momentos con el animal.

—¿Qué necesitas?

—Nada, Galen. Estoy bien.

—No estás bien, Estigio —lo contradijo, utilizando su nombre de pila—. Puede que sea viejo, pero no soy tonto.

—Y yo soy tonto, aunque no soy viejo.

Galen rio.

—Parece que te haya tragado Caribdis y que después te haya escupido. Acompáñame y descansa un rato en la cama.

Estigio estaba a punto de protestar, pero tenía fiebre y un fuerte dolor de garganta por el frío que había pasado la noche anterior después de la pelea con Aquerón. Tosió y siguió a Galen hasta sus aposentos.

Una vez que se acostó en la cama, Galen lo arropó con las mantas para que entrara en calor. Por extraño que pareciera, era la primera vez en su vida que alguien lo arropaba.

—Duerme si puedes. Dentro de un rato vendré para ver cómo estás.

—Gracias, Galen.

Estigio cerró los ojos e intentó conciliar el sueño, pero fue en vano. Escuchaba demasiadas voces y lo torturaban demasiados recuerdos. Los peores eran los recuerdos de una mano suave que le acariciaba el pelo y que jamás sentiría de nuevo.