—¿Beth? —dijo Estigio mientras recorría la propiedad.
A esas alturas debería haber regresado. Pero no había ni rastro de ella. El collar que le había comprado a modo de bienvenida seguía en su cofre, sobre la mesa. Sin tocar. Como lo estaba la caña de pescar y todo lo demás.
Con el corazón destrozado, azuzó a Troyano para que diera media vuelta y fue hacia el arroyo, donde se produjeron sus primeros encuentros.
Tampoco estaba allí. No había ningún mensaje esperándolo en el árbol. Era como si Bethany no hubiera existido jamás.
¿Dónde podía estar?
—¡Bethany! —gritó con fuerza, al borde de las lágrimas.
¿Por qué no había insistido en que le dijera el nombre de su padre?
«No te caería bien, Héctor», le había dicho ella.
Puesto que él mismo se había mostrado renuente a hablarle de su familia, había respetado el deseo de Bethany de mantener la privacidad de la suya. Pero en ese momento…
No tenía pista alguna para buscarla.
«¿Dónde estás?», se preguntó de nuevo.
¿Le habría pasado algo? ¿Estaría enferma? ¿Lo necesitaría?
Abrumado por un sufrimiento atroz, dejó que las lágrimas resbalaran por sus mejillas. Bethany le había prometido que se verían de nuevo ese día y hasta la fecha no había faltado a su palabra. Jamás.
Todavía no era tarde para que apareciera.
Se obligó a calmarse y volvió a la cabaña, donde encendió el fuego y se dispuso a esperar. Bethany aparecería. Lo haría.
Sin embargo, a medida que pasaban las horas y que el cielo se oscurecía, el miedo lo abrumó. Aunque sabía que era inútil, pasó la noche en la cabaña, esperándola. Al llegar el mediodía del día siguiente y ver que aún no había rastro de ella, supo que había pasado algo.
Aunque no sabía qué podía ser.