13 de diciembre de 9529 a. C.

Estigio estaba sentado junto al trono de su padre, a quien le encantaría darle una buena paliza. Durante los dos últimos días la espalda le ardía sin cesar, y todo porque Aquerón se había atrevido a acompañar a Ryssa al templo de Apolo, a petición de su hermana, para asistir a la ceremonia en la que se uniría al dios. Ryssa siempre se había preocupado mucho por su adorado Aquerón, pero no dejaba de poner al imbécil en peligro.

Y encima se atrevía a llamarlo a él egoísta.

Estúpida kuna. Ella sí que lo era, ya que sólo se preocupaba por sí misma.

Apretó los dientes e hizo una mueca cuando el dolor lo asaltó de nuevo, por lo que tuvo que enjugarse el sudor de la frente. Estaba a punto de cabrear a su padre pidiéndole que lo disculpara cuando se abrieron las puertas y los guardias arrastraron a Aquerón al interior de la estancia.

Estigio contuvo una maldición al ver que obligaban a Aquerón a postrarse de rodillas delante del trono de su padre.

«¿Qué has hecho ahora? ¿Te han pillado hurgándote la nariz?», se preguntó.

—Como ordenó, majestad, no ha salido de su habitación —dijo el guardia que estaba a la izquierda de Aquerón con voz firme—. Nos hemos asegurado de ello.

Aquerón fulminó a Estigio con la mirada, como si él fuera el culpable de su repentina aparición en la sala del trono.

«No me fulmines con esos ojos plateados. Hermano, te liberaría en un abrir y cerrar de ojos si pudiera», pensó.

El rey puso cara de asco mientras miraba a Aquerón.

—¿No estabas en la plaza hace un rato, teritos?

Estigio apretó los dientes al escuchar el insulto que significaba «despojo».

Sin embargo, reconoció el mérito de la expresión de su hermano, ya que miró a su padre con gesto desafiante y malicioso. Era una mirada que conocía bien, ya que él mismo la usaba para mirar al rey cada vez que tenía ganas de suicidarse.

«Con razón padre me abofetea», se dijo.

Tuvo que contenerse para no aplaudir a su hermano.

—¿Por qué iba a estar en la plaza, padre? —preguntó Aquerón con temeridad.

Estigio hizo una mueca, consciente de lo que sucedería tras ese comentario. Era la misma sentencia que él siempre recibía por su estupidez verbal.

—Treinta y seis latigazos por su insolencia. Después devolvedlo a su habitación.

Khalash! El rey se comportaba con coherencia, desde luego que sí.

Aquerón cerró los ojos mientras los guardias lo levantaban del pelo y lo arrastraban hasta una puerta que daba a un pequeño patio.

«Gracias, hermano», pensó Estigio, que estuvo a punto de exclamar por el dolor cuando el primer latigazo golpeó la espalda de Aquerón. Se acumuló más sudor en su frente mientras se obligaba a permanecer inmóvil, a no reaccionar.

«Piensa en Bethany. Piensa en…», se dijo.

Otro feroz latigazo lo azotó.

Se aferró a los brazos del trono hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Se le revolvió el estómago.

—¿Os encontráis bien, alteza?

Fulminó con la mirada al consejero que había hablado. «Maldito seas por fijarte, Joram», pensó. Inclinó la cabeza hacia él.

—Una antigua herida de guerra.

Por una vez, su padre pareció preocupado.

—¿Necesitas un momento?

«Necesito que dejes de machacar a mi gemelo, imbécil».

Comenzó a jadear mientras intentaba mantener la compostura. Lo último que necesitaba era añadir más dolor al que ya sentía.

—Sería de agradecer, sí, pero no es necesario.

Su padre levantó la mano para que llevaran el siguiente arcón, pero se detuvo.

—Continuaremos después del almuerzo.

Loados fueran los dioses.

Se secó la frente y miró a su padre con los ojos entrecerrados. Así que el cabrón era capaz de ser compasivo. Una novedad en toda regla.

—Gracias, padre.

No se movió hasta que el rey, los consejeros y los guardias abandonaron la estancia.

Contuvo otro gemido mientras escuchaba los latigazos que su hermano recibía en el patio. Enterró la cabeza en las manos y deseó saber qué hacer para que ambos salieran de la situación en la que se encontraban.

«Mata a tu padre».

La repentina idea hizo que diera un respingo. ¿Cómo iba a hacerlo? Todavía le remordía la conciencia por la muerte de Estes, por más merecida que esta fuera. Y aunque su padre era un cabronazo, siempre hacía lo que creía que era mejor. Estuviera bien o mal. Lo sabía bien porque podía escuchar los pensamientos de ese imbécil.

No, por más que Jerjes lo cabreara, jamás podría matarlo.

Seguro que había otra forma de acabar con toda esa locura y necesitaba dar con ella.

Deprisa.