Estigio abandonó el templo de Apolo con un nudo en el estómago mientras ofrecían a su hermana al dios. Pese a la opinión de Ryssa, no soportaba presenciar ese momento. Aunque la zorra se mereciera eso y mucho más.
Lo más asqueroso de todo eran las miraditas socarronas que Apolo le había echado durante la ceremonia. Al dios le parecía muy gracioso que trataran con tanta pompa el hecho de entregarle a Ryssa cuando era al príncipe a quien realmente deseaba.
Dio un respingo al recordar que Apolo se le había aparecido de repente en la parte trasera del templo, en la zona privada, y lo había estampado contra la pared justo antes de que comenzara la ceremonia.
—Príncipe, esta noche le toca a tu hermana, pero ten presente que cuando la bese, estaré pensando en tus labios. Será tu musculoso y duro cuerpo el que desee…
La oportuna llegada de su padre era lo único que lo había salvado de tener un recuerdo aún peor. Todavía sentía sobre él su asombrada mirada cuando los vio. Tras mirarlo a él, el rey miró a Apolo, que lo estaba aferrando por el quitón con las dos manos mientras lo mantenía inmovilizado contra la pared con una pierna entre sus muslos y la cabeza inclinada para susurrarle al oído. Semejante proximidad le provocaba escalofríos, de modo que él había vuelto la cabeza y tenía las manos pegadas a la pared.
El dios acabó riéndose suavemente junto a su oído mientras se frotaba contra su cadera para demostrarle lo cachondo que lo ponía. Después lo soltó y se alejó como si no hubiera pasado nada.
Estigio se apartó de la pared y enfrentó la mirada colérica de su padre.
—¿Has ofendido a Apolo, muchacho?
«No, pero él sí me ofende a mí», respondió para sus adentros.
—No, padre. —Se sorprendió al comprobar que le salía la voz sin titubear.
Con los ojos ensombrecidos por la ira, Jerjes acortó la distancia que los separaba.
—Como hagas algo para estropear las cosas, te juro que te desheredo y te dejo en la calle con el puto de tu hermano —masculló—. Si crees saber lo que es el sufrimiento, estás muy equivocado. No creas ni por un instante que Kreon o algún otro rey te acogerá en su reino. Si te repudio, ninguno de ellos osará dirigirte la palabra. Jamás.
Los celos de su padre lo dejaron anonadado. Aunque tampoco le importaba mucho. A esas alturas, todo le daba igual.
—Padre, te aseguro que Apolo no está enfadado conmigo. —En ese momento, le pudo la parte de sí mismo que no podía resistirse a la oportunidad de hacer rabiar a su padre y añadió—: Me estaba abrazando. Eso es lo que has visto. Me estaba diciendo lo mucho que desea pasar más tiempo conmigo de ahora en adelante.
—Bien. Asegúrate de que siga así.
Mientras su padre se marchaba hecho una furia, sintió el escozor de las lágrimas en los ojos. Pero lo más doloroso de todo no era que su padre vendiera alegremente a sus hijos a un dios en beneficio de su pueblo o por la paz. Lo más doloroso era que lo hiciese para poder alardear delante de los otros reyes y afirmar que Dídimos era la ciudad-estado bendecida por los dioses.
Incapaz de soportarlo más tiempo, se acercó hasta la pequeña botica especializada en hierbas y medicinas atlantes. Aunque detestaba el efecto que tenían las hierbas sobre él y había jurado no probarlas nunca más, necesitaba algo para sacárselo todo de la cabeza. Aunque fuera por un rato.
«¿Para esto maté a mi tío?», se preguntó.
Aunque tal vez por eso lo estuvieran castigando los dioses. Esa era la consecuencia de sus actos. Todas las cosas que había querido evitar con la muerte de Estes habían acabado sucediendo, y eran mucho peores de lo que se temía. Habían prostituido a Ryssa, y en su caso, en vez de sufrir una semana al año de violaciones, estaba a merced de Apolo cada vez que se ponía cachondo.
Sólo había mejorado la situación de Aquerón.
Caminó por el mercado con un palpitante dolor de cabeza en dirección a la botica.
En ese momento solo deseaba estar con Bethany. Ella aliviaría el dolor que abrumaba su corazón y lo haría olvidar por un rato lo mucho que odiaba su vida como príncipe. Pero no regresaría hasta dentro de una semana. Su familia había emprendido un viaje, privándolo del brillo de su sonrisa. La verdad era que no soportaba estar sin ella.
Claro que al menos contaba con la compañía de Dynatos, que la seguía allá adonde fuera. Bethany siempre llevaba al enorme perro consigo a fin de que él estuviera tranquilo con la certeza de que el animal la protegería.
—Señor, por favor… ¿no puedo comprar la mitad de la hogaza?
Estigio se detuvo al escuchar la pregunta de la niña mientras pasaba por el puesto del panadero.
—¡Fuera de aquí! No quiero mendigos. O traes dinero o te largas. No vendo las hogazas por mitades.
—Pero no tengo bastantes monedas. Por favor. Es para mi madre. Está enferma y tiene hambre…
Estigio sintió que se le revolvía el estómago al ver que el hombre miraba a la niña con lascivia.
—Si quieres pagar con otra cosa, podemos llegar a un acuerdo, niña.
Horrorizada, la muchacha retrocedió y se dispuso a alejarse, pero se detuvo y cerró los ojos.
La ira se apoderó de Estigio al ver lo que la niña iba a hacer para alimentar a su familia.
Antes de que se acercara de nuevo al puesto, se interpuso en su camino e hincó una rodilla en el suelo para poder mirarla a los ojos.
—Coge lo que necesites, que yo lo pago.
El recelo que apreció en esos jóvenes ojos castaños le partió el corazón.
—¿Y con qué queréis que os pague, señor?
La pregunta y lo que implicaba lograron que se enfureciera con las Moiras por hacerle algo así a una criatura tan joven.
—Con nada. Te lo juro. —Le entregó una cesta—. Coge todo lo que tu familia necesite.
El movimiento hizo que reparara en el colgante dorado que la niña llevaba al cuello. La detuvo de nuevo y tiró del deshilachado cordón del que colgaba un anillo de oro.
El anillo de un soldado.
—Por favor, no me lo quitéis —susurró la niña—. Es lo único que me queda de mi padre.
Reconocer ese anillo fue como si le estamparan un puñetazo en el estómago. Conocía el emblema tan bien como conocía el suyo. El mismo que lucía un escudo que se mantuvo a su lado en incontables batallas.
—¿Cayo? ¿El hijo de Filoctes era tu padre?
—¿Lo conocisteis, señor?
La ira y la pena lo dejaron al borde de las lágrimas al recordar a Cayo y el generoso detalle que tuvo al regalarle la clámide.
—Debes de ser Helena.
La sonrisa que iluminó su cara hizo que pareciera la niña que aún seguía siendo.
—¡Sí que conocisteis a mi padre!
Estigio le devolvió la sonrisa.
—Sí. Me contó muchas cosas sobre ti y sobre tus hermanos. Sobre tu hermana pequeña, sobre tu madre y sobre lo mucho que os quería. —Soltó el anillo—. Fue un gran amigo. Vamos, Helena, coge todo lo que necesites o lo que quieras. Sin importar lo que cueste. De ahora en adelante.
Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas.
—Gracias, señor.
Estigio la besó en la frente y se incorporó mientras la niña realizaba las compras.
El panadero resopló mientras la veía llenar la cesta.
—No es tan bonita, señor.
Estigio se bajó un poco la capucha para enseñar la corona de oro de laurel que rara vez llevaba y enarcó una ceja con gesto regio.
El panadero se postró de rodillas.
—Alteza… perdonadme. No os he reconocido sin vuestra escolta.
Helena se quedó petrificada con los ojos abiertos de par en par.
—¿Sois el príncipe Estigio? —preguntó.
—Sí.
La niña hizo una reverencia que fue seguida de una genuflexión, tras lo cual hizo otra reverencia.
Estigio se echó a reír.
—No es necesario que me saludes con una reverencia, Helena. Tal como te he dicho, tu padre fue un gran amigo mío y os considero, a ti y a tus hermanos, como parte de mi familia.
Sus palabras la confundieron aún más.
Estigio se acercó a ella y le apartó un mechón de pelo oscuro de la mejilla.
—Piensa en mí como si fuera tu primo.
—Mi primo no me cae muy bien. Huele mal y me insulta.
—En ese caso, piensa en mí como en un primo que no huele mal y que no te insulta.
La niña asintió con la cabeza y se dispuso a finalizar las compras.
Estigio miró al panadero con irritación.
—Envía al palacio una nota a mi nombre con el importe de sus compras. En el futuro, cualquier cosa que ella o su madre necesiten y quieran, correrá de mi cuenta. ¿Entendido?
—Sí, alteza.
Estigio le quitó la cesta a Helena y le tendió una mano. Ella se mordió el labio y titubeó. Tras limpiársela en el peplo, aceptó la suya.
De camino a su casa, Estigio se percató de que la niña aminoraba el paso al acercarse a un puesto de fruta.
—¿Te gustaría comprar unas manzanas o unos higos?
La niña se mordió el labio otra vez.
—¿Puedo?
Estigio le soltó la mano.
—Por supuesto.
Tras gritar de alegría, la niña cogió una manzana y la sostuvo entre las manos con una sonrisa.
—Gracias, alteza.
Estigio pegó la cabecita de la niña a su costado. Ni siquiera se le había ocurrido pedir más fruta. Le compró un saco entero de manzanas antes de seguir caminando.
Tan pronto como llegaron a la destartalada casita donde vivían, sus hermanos dejaron de jugar en la calle y se acercaron a la carrera.
—¿Has traído pan? —preguntó el más pequeño.
El mayor miró a Estigio con recelo.
—¿Por qué habéis venido con mi hermana, señor?
—Es el príncipe —susurró Helena, aunque la escucharon todos—. Trátalo con respeto, Jasón.
Estigio hincó una rodilla en el suelo para que Jasón pudiera mirarlo a los ojos sin echar la cabeza hacia atrás. A sus nueve años, el niño mostraba indicios de que acabaría siendo tan corpulento y alto como su padre.
—Helena, no regañes a tu hermano por intentar protegerte. Es su trabajo, y tu padre estaría orgulloso de él si lo viera. —Le dio una manzana al niño—. Cayo era mi amigo y he venido para ver cómo está vuestra madre.
—Está muy enferma, alteza. —Filoctes miraba el pan con la misma mirada hambrienta que tenían Aquerón y él cuando eran pequeños.
Le entregó una hogaza.
A sus siete años, era la mitad de alto que su hermano.
—¡Gracias! —le dijo, y salió corriendo.
Helena abrió la puerta de su modesto hogar. Estigio la siguió hacia el interior, con Jasón pegado a sus talones. Aunque era espartano, el interior estaba limpio y ventilado. Pero no había comida y solo se veían unos cuantos ramilletes de hierbas secas colgados de la pared.
Estigio soltó la cesta y el saco de manzanas en la mesa que ocupaba el centro de la estancia. Helena cogió una hogaza de pan y lo acompañó hasta la estancia donde se encontraba su madre. Estaba acostada en una cama pequeña, al lado de un bebé.
Danae intentaba jugar con la pequeñina, pero estaba pálida y sudorosa. Era evidente que debería estar descansando y no atendiendo a su hija.
—¿Has conseguido…? —Dejó la pregunta en el aire al ver la lujosa ropa de Estigio y trató de incorporarse.
—Por favor, no lo hagas —le dijo él con delicadeza—. No he venido para incomodarte, Danae. Me he encontrado con Helena en el mercado y mi intención sólo es la de ver cómo le va a la familia de Cayo.
Danae sufrió un ataque de tos.
Estigio la ayudó a mantenerse erguida hasta que se le pasó. Su frágil y pequeño cuerpo ardía de fiebre.
—¿Has visto al médico?
—No, señor. —Respiraba de forma entrecortada y sus jadeos eran desgarradores—. No tenemos dinero para pagarle.
—No lo entiendo. ¿No tenéis bastante con la pensión de Cayo?
Danae frunció el ceño.
—Han cancelado la pensión. Vivimos del dinero que ganamos Helena y yo.
—¿Que la han cancelado? No lo entiendo. Cayo murió en la guerra.
A Danae se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Murió en un burdel. En los brazos de una prostituta. Cuando fui a solicitar la pensión, así lo anunció la guardia del rey delante de todo el mundo. Por eso no nos corresponde.
La crueldad de lo que le había sucedido a Danae le provocó una furia abrasadora.
—Yo estuve a su lado cuando pasó. Tu marido era uno de mis mejores soldados y no estaba con una prostituta. —Posiblemente eso fuera falso, pero su viuda solo necesitaba conocer el único hecho irrefutable—. Cayo os quería, a ti y a tus hijos, con toda el alma. Por eso conozco vuestros nombres y la edad de los niños. Hasta sé que la pequeña Elpis se llama así por tu madre. Cayo murió conmigo, después de participar en numerosas batallas representando a Dídimos y a su príncipe. Tu marido es un gran héroe y me encargaré personalmente de que te entreguen la pensión que te corresponde con todos los beneficios que tanto él como vosotros os merecéis.
—¿Quién sois, señor?
—Es el príncipe Estigio, mamá —susurró Helena.
Danae puso los ojos como platos.
—Alteza… —Aunque trató de levantarse, Estigio se lo impidió y la instó a acostarse de nuevo en la cama.
—Tranquila, no te alteres. —Miró a Helena—. ¿No hay nadie que pueda ayudaros hasta que tu madre se recupere?
—Yo me basto, alteza.
—Y haces una labor admirable. Pero sólo eres una niña y deberías estar jugando, no llevando esta carga tan pesada sobre los hombros. —Colocó una mano en la cabeza de Danae y le sonrió—. No permitiré que se trate de esta forma a la familia de Cayo. —Se puso en pie y cogió a la mujer en brazos.
—¡Alteza! —exclamó ella.
Estigio la acunó contra su pecho.
—Helena, ¿puedes coger en brazos a tu hermana y avisar a tus hermanos?
—Sí, alteza.
—Estupendo. Sígueme.
—Va a ordenar que nos castiguen… —pensó la viuda de Cayo.
—Por favor, Danae, confía en mí. Te juro por mi honor y por la corona que no os haré daño y que no permitiré que nadie os lo haga.
La mujer se relajó, pero el recelo aún teñía sus ojos. No protestó más mientras Estigio atravesaba la ciudad con ella en brazos, en dirección a los barracones del ejército.
—¿Alteza? —Galen se quedó petrificado en el pasillo al verlos entrar en el edificio principal.
—Es Danae, la viuda de Cayo, y estos son sus hijos. Los he traído a los aposentos de Cayo para que los cuiden hasta que se reponga.
Galen se acercó para coger a Elpis de los brazos de su hermana.
—¿Qué necesita que haga, señor?
—Manda llamar a mi médico para que la examine. Enviaré a unas cuantas mujeres para se encarguen de atenderlos, a ella y a sus hijos.
Danae jadeó cuando Estigio la dejó en la cama y se percató del tamaño de la misma, así como del esplendor de los aposentos de su marido. Acto seguido, Estigio cogió a Elpis mientras Galen encendía el fuego e iba a por agua.
Con los ojos aún más abiertos que antes por el asombro, Danae apenas atinaba a abrir y cerrar la boca, abrumada por un sinfín de emociones.
Los chicos comenzaron a corretear de un lado para otro, gritando de alegría sin ser conscientes de que molestaban a su madre. Hasta que encontraron la lanza de Cayo.
Estigio se apoderó de ella en cuanto la cogieron de la pared, arrebatándosela a Jasón de las manos.
—Es mejor esperar hasta que seas mayor para sacar las armas. —Estaba a punto de moverse para retirar la lanza cuando sintió algo cálido que se extendía por su costado. Frunció el ceño y miró al bebé que llevaba en ese brazo. La niña le sonrió y le colocó una mano húmeda en la cara—. A ver… Galen. Esta suelta líquido.
Galen se echó a reír.
Danae chilló, espantada.
—¡Lo siento muchísimo, alteza!
—¡Bah! —exclamó Galen—. No es lo peor que le han echado encima, ¿verdad?
—La verdad es que no, pero… —Dejó a Elpis en los brazos de Galen—. Me temo que carezco de experiencia en este tipo de lides domésticas. Nunca he visto un pañal ni sé cómo se le pone a una persona tan diminuta.
La niña chilló mientras enterraba los deditos en la barba de Galen, al tiempo que pataleaba de felicidad.
La sonrisa de Galen se ensanchó.
—Yo, por el contrario, tengo suficiente experiencia poniendo pañales y lo haré en su lugar.
Estigio devolvió la lanza a la pared y se percató de que la pobre Danae estaba muy abochornada por el comportamiento de sus hijos.
—Danae, tranquila. No pasa nada. Yo también fui un niño y por más que mis padres y mis tutores lo intentaron, me temo que no consiguieron que aprendiera a comportarme con educación.
A la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Gracias, alteza, pero dudo mucho que fuerais un niño tan maleducado.
—Créeme, lo era. Todavía llevo las cicatrices que lo atestiguan. —Se volvió hacia los niños. Necesitaba llevárselos al exterior para que su madre pudiera descansar—. A ver si adivináis lo que tengo para vosotros.
—¿El qué? —preguntaron al unísono.
—Un patio enorme para que juguéis todo lo que queráis. —Los acompañó al exterior mientras Helena ayudaba a su madre.
En cuanto vieron el tamaño del campo de entrenamiento, los niños echaron a correr, persiguiéndose el uno al otro. Estigio se detuvo para verlos jugar y luchar con despreocupación. Sin embargo, no veía a dos hermanos de pelo oscuro. Se estaba viendo jugar con Aquerón.
Todavía recordaba las carcajadas mientras se perseguían y corrían con abandono. Recordó cómo Aquerón lo tiraba al suelo.
«¡Yo te derribaré antes!».
«¡Ja! Tienes la misma fuerza que Ryssa».
Hermanos… para siempre.
La pena le provocó un nudo en la garganta. Daría cualquier cosa porque Aquerón lo mirara otra vez con algo que no fuera desprecio y odio.
Pero ¿cómo culparlo?
El odio era mutuo.
Nada lograría unirlos de nuevo. Lo que habían separado sus crueles palabras y las acciones de los demás jamás podría unirse otra vez. Era demasiado tarde para lograrlo. Suspiró, arrepentido, y volvió a los aposentos de Cayo. Danae estaba dormida y Helena jugaba a hacerle cosquillas a Elpis. Se acercó a Galen, cuya mirada le indicó que estaba pensando en su hija y en sus nietos.
—He dejado a los niños en el patio.
—Buena idea.
—Eso pensé. —Le hizo un gesto a Galen para que saliera al pasillo—. ¿Sabes que han denegado las pensiones de todos aquellos que murieron en la emboscada?
Galen se quedó boquiabierto.
—¿Cómo?
Estigio asintió con la cabeza.
—Por eso los he traído. No tienen dinero.
—No tenía la menor idea. Te lo aseguro.
Estigio apretó los dientes.
—Yo tampoco. Debería haberlo comprobado. Pero supuse que…
—No puedes culparte.
Sin embargo, lo hacía. Él había sido el comandante del ejército. Era su trabajo comprobar que sus hombres y sus familias disponían de todo lo que necesitaran.
—¿Te encargarás de organizarlo todo? Quiero que reciban lo que se les debe.
—Desde luego. Me encargaré personalmente.
—Gracias. —Hizo ademán de marcharse hacia el palacio, pero Galen se lo impidió.
Al mirarlo, vio que tenía los ojos clavados en el sitio donde Elpis le había manchado el quitón. Antes de percatarse de sus intenciones, Galen lo estrechó entre sus brazos con fuerza. Al cabo de un momento, se apartó y lo besó en ambas mejillas, tras lo cual le aferró la cara entre sus callosas manos y lo miró a los ojos con seriedad. Después le dio unas palmaditas que más bien parecieron bofetones.
Sin embargo, Estigio sabía que lo hacía con cariño.
—Yo también te quiero, Galen.
—¿Qué estás diciendo? ¡Por favor! Pareces una vieja. Fuera de aquí, antes de que me ofenda… y saque la espada.
Estigio se rio.
—Sí, señor.
—Yo también te quiero, hijo, más de lo que imaginas.
Estigio sonrió mientras los pensamientos de Galen le templaban el corazón y lo dejó para que cuidara de la familia de Cayo hasta que él le enviara ayuda desde el palacio.
Al pasar junto a la despensa retrocedió y entró para coger una bandeja de fruta. Acto seguido, la llevó al campo de entrenamiento donde los niños seguían jugando a matarse el uno al otro como solo dos hermanos sabían hacer.
—¿Chicos?
Ambos se giraron al escucharlo. Tras levantar la bandeja para que la vieran, la soltó en un banquito de madera. Los niños se acercaron entre chillidos de alegría.
Estigio cogió una manzana mientras reía y los veía atacar la fruta como una plaga de langostas. Le dio un mordisco a la manzana y se marchó, no sin antes ponerse la capucha como era su costumbre cuando caminaba a solas.
La sonrisa desapareció de su rostro en cuanto salió de los barracones y puso rumbo a «casa».
Bethany frunció el ceño mientras seguía al príncipe colina arriba, en dirección al palacio de Dídimos. Arcón la había enviado para supervisar si Apolo cumplía su parte del acuerdo. Sin embargo, desde que vio al dios griego estampando a Estigio contra la pared del templo y se percató de la vergüenza y del sufrimiento que embargaban al príncipe, la atormentaban sus ojos azules.
Lo peor era la culpa que sentía por haberle dicho a Apolo que podía quedarse con un hombre que no quería saber nada de él. Una culpa que se había triplicado al escuchar las crueles palabras que el rey le había dirigido a su hijo y presenciar el estoicismo con el que Estigio se enfrentaba al desapego que le demostraba el egoísta de su padre.
Jamás olvidaría la lástima y la compasión que había vislumbrado en sus ojos cuando vio cómo entregaban a su hermana al dios. La lástima fue tan intensa que incluso llegó a pensar que acabaría vomitando al salir del templo cuando fue evidente que ya no pudo aguantarlo más.
Ese despliegue de compasión la intrigaba.
Sin embargo, había sido la actitud mostrada con la familia del soldado muerto lo que la había instigado a seguirlo. ¿Qué príncipe se habría dignado llevar en brazos por toda la ciudad a una mujer enferma?
Cada vez que recordaba el momento en el que la niña se orinó encima de él, esbozaba una sonrisa. No por la humillación que el príncipe hubiera podido sentir, sino por la amabilidad que irradiaba.
No, no era amabilidad.
Era bondad.
Por no mencionar la actitud informal y relajada con la que lo trataba Galen, algo que evidenciaba cuál era el verdadero carácter del príncipe. Como también lo evidenciaba ese afán porque sus hombres, tanto los vivos como los muertos, fueran tratados como merecían. Entre esos hombres por los que se preocupaba se encontraba el dueño de su corazón.
«Me he precipitado al juzgarte…», pensó.
Sin embargo, lo peor de todo era que lo había perjudicado. Se lo había ofrecido a Apolo sin pensar siquiera en las consecuencias que eso pudiera acarrearle a él.
«Me he comportado como una zorra».
Ansiosa por enmendar su error, lo siguió y se percató de que su humor se iba agriando a medida que se acercaba a su hogar. Cuando atravesó las puertas del palacio, la agonía que brillaba en esos ojos azules era tan palpable que la dejó sin aliento.
Una vez dentro de los muros de palacio, lo vio cerrar los ojos y fue testigo del cambio que se producía en su comportamiento. El príncipe enterró sus emociones al tiempo que mantenía la cabeza en alto. Cuando se bajó la capucha, su masculina belleza la asombró aún más que antes.
Había desaparecido el hombre dulce y cariñoso que les había llevado una bandeja de fruta a los niños mientras estos jugaban; el hombre que no había protestado al ver que un bebé le manchaba su lujosa ropa. En ese momento era de nuevo el príncipe arrogante de porte erguido y mirada velada.
Ese era el hombre que había visto en la guerra.
Sus rasgos eran perfectos. Carecían de defectos. Su expresión, gélida y distante. La capucha le había alborotado el pelo, y algunos rizos cubrían la corona dorada y le caían sobre la frente, otorgándole un aspecto juvenil muy tierno a su porte, una mezcla abrumadora de guerrero feroz y príncipe orgulloso.
En cuanto a su cuerpo…
Aunque Héctor era el dueño de su corazón, no podía menos que admirar al príncipe. Era un espécimen masculino impresionante, y se recreó la vista mientras él enfilaba un pasillo y llamaba a una puerta.
La abrió una sirvienta muy joven cuya expresión se iluminó por la emoción, como si estuviera acostumbrada a que el príncipe fuera a buscarla.
—¿Sí, alteza? ¿Qué se os ofrece? —Su expresión dejaba bien claro lo que por su parte estaba dispuesta a ofrecerle.
Estigio retrocedió, como si el interés de la muchacha lo incomodara.
—Necesito que envíes a tres mujeres a los barracones. Hay una mujer enferma con sus hijos y necesita ayuda hasta que se recupere.
La muchacha puso cara de asco.
—La princesa Ryssa no lo aprobará, y ella es la única con autoridad para asignar nuestras tareas.
Su negativa pilló a Bethany desprevenida.
Sin embargo, el príncipe parecía acostumbrado.
—¿No hay ni una sola mujer decente entre vosotras dispuesta a ayudar a la viuda de un héroe?
La sirvienta se acercó a él con descaro y le colocó una mano en el pecho.
—Depende de la recompensa, alteza.
La expresión del príncipe se tornó gélida. Sin mediar palabra, se dio media vuelta y enfiló otro pasillo. No obstante, se detuvo como si hubiera cambiado de opinión.
Tras ponerse de nuevo la capucha, salió del palacio y se dirigió otra vez a la ciudad.
Presa de la curiosidad, Bethany lo siguió hasta una casita situada no muy lejos del mercado. El príncipe llamó a la puerta y al cabo de un momento abrió un hombre corpulento.
—Darian —lo saludó Estigio con un deje amistoso en la voz al tiempo que le tendía una mano.
El tal Darian sonrió y aceptó el apretón.
—Señor, ¿nos envían de nuevo a la guerra?
—No. Por suerte, hemos dejado eso atrás. Pero… necesito pedirte un favor.
—Para usted lo que quiera. Ya lo sabe. —Abrió la puerta del todo—. ¿Le gustaría entrar?
Aunque Bethany esperaba que el príncipe rehusara la invitación, asintió con la cabeza.
—Será un honor conocer a tu familia —dijo.
Bethany mantuvo su forma invisible y siguió a los hombres hasta el acogedor interior de la casita, llena de mujeres y de niños.
—¡Gia! Este es el príncipe Estigio, el hombre que me salvó la vida tres veces y me libró de las espadas enemigas.
Estigio se puso a la defensiva al oír el comentario.
—Yo no diría tanto, pero es un placer conocerte, Gia. Darian me había dicho que eras muy hermosa y veo que no exageró en absoluto.
La mujer estaba totalmente muda por el asombro y aturdida al encontrarse delante del príncipe.
—¡Niños! —exclamó Darian—. Venid a conocer al hombre que llevó a vuestro padre en brazos hasta su caballo y lo puso a salvo mientras él se aseguraba de detener a todo el ejército enemigo.
Estigio levantó las manos.
—Eso sí que no lo hice.
—Puede que no detuviera a todo el ejército, pero sí que me puso a salvo y me subió a su caballo mientras él se quedaba luchando.
—Es posible que eso sí lo hiciera —replicó Estigio con una sonrisa tímida—. Pero sólo porque sabía lo mucho que deseaba regresar con vosotros.
Darian le dio una palmada en la espalda.
—Bueno, señor, ¿a qué debemos el honor?
—La familia de Cayo necesita ayuda.
El rostro de Darian perdió el buen humor.
—¿Qué pasa?
—Su viuda está muy enferma. La he dejado con Galen, a ella y a los niños, y después me acordé de que mencionaste que tenías unas cuantas hermanas que buscaban trabajo como acompañantes y cuidadoras.
—Las enviaré para allá de inmediato.
—Gracias. —Estigio sacó el monedero.
—No, el dinero no es necesario. Cuidamos de los nuestros.
Estigio lo obligó a coger el monedero.
—Sí que lo hacemos, Darian. Por favor, acéptalo como pago por sus servicios.
El soldado titubeó antes de asentir con la cabeza.
—Gracias, señor.
—Gracias a ti, hermano. —Estigio lo abrazó—. Están en los barracones, en los aposentos de Cayo. Me encantaría quedarme, pero será mejor que regrese para asistir al banquete de mi hermana porque no quiero que mi ausencia los ofenda, ni a ella ni a mi padre.
—Nuestros mejores deseos para la princesa y el rey.
—Se los haré llegar. Si necesitas algo, avísame o díselo a Galen de inmediato.
Darian se disponía a despedirlo con un saludo militar, pero se lo pensó mejor y acabó dándole un abrazo fraternal al príncipe.
Estigio se lo devolvió, tras lo cual se dirigió a la puerta. Estaba a punto de marcharse cuando la hija pequeña de Darian, una niña que tendría unos seis años, se le acercó corriendo.
—¿Alteza?
Estigio se acuclilló a su lado.
—¿Sí, Eleni?
Bethany se quedó tan asombrada como lo había estado al comprobar que conocía los nombres de los hijos de Cayo.
—Gracias por traer a mi papá a casa. —Se acercó a él para abrazarlo.
Estigio le devolvió el abrazo y la besó en la cabeza.
—De nada, akribos.
Bethany sintió un escalofrío en la espalda cuando lo escuchó decir eso. Conocía ese tierno tono de voz.
Conocía esas palabras.
No…
«Es imposible».
Con el corazón desbocado por el miedo, lo siguió después de que saliera de casa del soldado y lo observó comprar hierbas que ella conocía muy bien. ¿Por qué querría un príncipe comprar raíz de nyx y onero? Ambas eran potentes. Y combinadas podían ser letales.
Estigio no habló con nadie durante el camino de vuelta al palacio, donde la servidumbre se apresuraba a llevar a cabo los preparativos para recibir a los invitados. Nadie le prestó atención al príncipe mientras subía la escalera hacia sus aposentos.
Una vez dentro y después de guardar las hierbas en un arca situada junto a la cama, Estigio se quitó la corona y la dejó sobre el saquito de hierbas. Acto seguido, se quitó la clámide y fue en busca de un quitón limpio.
Las peores sospechas de Bethany se confirmaron cuando lo vio quitarse el quitón que llevaba puesto.
Estigio era Héctor.
Atónita, se llevó una mano a la boca mientras sus ojos recorrían su cuerpo desnudo. Un cuerpo que conocía a la perfección. Conocía cada espantosa cicatriz que mancillaba el que debería ser el físico perfecto de un príncipe.
Respiraba entre jadeos, pero era incapaz de apartar la vista de él. Ya habría tiempo para enfadarse por las mentiras que le había contado. En ese momento, sólo quería llorar al ver exactamente el daño que le habían causado. Una cosa era sentir las cicatrices con las manos. Otra muy distinta, verlas y saber hasta qué punto lo habían maltratado y habían abusado de él.
Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando lo vio quitarse la greba de oro y quedó a la vista su amuleto, que aún llevaba enrollado en torno a la muñeca. Y no sólo quería llorar por el hecho de que lo conservara, sino porque lo vio llevárselo a los labios para besar su emblema con ternura.
Acarició con delicadeza el medallón, con expresión triste y apesadumbrada.
—Te echo de menos, Beth —musitó—. Por favor, regresa pronto.
Bethany estaba a punto de hacerse visible, pero se lo pensó mejor.
«¿Qué vas a hacer?», se dijo.
Héctor se enfadaría al descubrir que…
¿Que había mentido?
Él también le había mentido. No tenía sentido que le echara eso en cara.
Se acercó para consolarlo, pero se detuvo al ver que se daba la vuelta. Llevaba la marca de Apolo en la espalda. No era una marca pequeña. El dios le había marcado la espalda completa.
Se le formó un nudo en el estómago.
Los dioses no marcaban a los humanos a la ligera. Hacerlo era una señal de feroz posesión. Si un dios tocaba a un humano que había sido marcado por otro, era motivo para comenzar una guerra.
Y Apolo había reclamado a Estigio de forma ostentosa.
Los dioses atlantes la matarían si ponía en riesgo la alianza temporal o amenazaba el pacto con Apolo. El olímpico tendría todo el derecho a recurrir a la ayuda de los miembros de su panteón para luchar contra ella y contra Estigio.
Y Estigio sería quien más sufriría por haber permitido que otro dios lo tocara después de que Apolo lo hubiera reclamado. A los demás no les importaría que desconociera quién era ella en realidad. Era mucho más que una infidelidad.
«¿Qué he hecho?», se preguntó.
Aunque lo sabía muy bien. Había jugado cruelmente con una vida humana sin reparar en las consecuencias que podría acarrearle a él. Lo había hecho sin saber, sin sospechar siquiera, que el humano con el que jugaba era el mismo que llevaba en el corazón.
Dio un respingo, asaltada por los recuerdos. ¿Cuántas veces había apuntado a la cabeza de Estigio durante la batalla? Con razón había sido incapaz de matarlo. Su amuleto lo protegía y desviaba sus ataques. Los poderes primigenios que percibía en él eran los de su padre, los poderes que ella había invocado para mantenerlo a salvo.
En ese momento, Estigio/ Héctor ladeó la cabeza.
—¿Bethany?
Escucharlo pronunciar su nombre la destrozó.
Estigio se pasó una mano por el pelo.
—Debo de estar enloqueciendo. La siento a mi lado aunque sé que no está conmigo.
«Estoy aquí, amor mío», pensó Bethany.
Extendió una mano para tocarle un hombro, pero el emblema de Apolo fue como un mazazo.
Significaba la guerra.
Por un simple humano.
¿Cómo podía hacerles algo así a los suyos por un humano que estaría muerto dentro de unos años? No merecía la pena sacrificar miles de vidas por una sola.
Cuando empezó el juego sabía que no duraría. Sabía que al final tendría que alejarse de él y dejarlo para que continuara con su existencia mortal.
Había llegado el momento de hacerlo. Antes de que alguno de los dos ahondara en una relación que estaba condenada de antemano.
Además, se le acababa el tiempo para encontrar al hijo de Apolimia. Debía concentrarse en esa tarea y ayudar a los demás mientras Apolo se preparaba para reemplazar al panteón griego.
Se le llenaron los ojos de lágrimas al mirarlo por última vez. En esa ocasión, se marcharía y no lo vería nunca más.
—Adiós, Héctor —susurró antes de volver a Katoteros, el lugar al que pertenecía.