Cuatro años después
Con un hondo suspiro, Estigio siguió examinando la mercancía del vendedor en busca de algo que pudiera gustarle a su hermana. Por desgracia, Ryssa poseía todas las cosas imaginables.
Se fijó en un collar y titubeó.
—Alteza, no tenéis suficiente dinero para pagarlo.
Estigio se estremeció al escuchar el desdén con el que le había hablado su ayuda de cámara, que se regodeaba por el hecho de poder decirle algo así. En voz alta. Algunos clientes que se encontraban cerca rieron entre dientes al escuchar el comentario.
Estigio gruñó y se apartó del collar. Detestaba sentirse avergonzado. Bastante lo sufría con su hermana, su madre, sus tutores y sus instructores. Sólo le faltaba que otro sirviente lo humillara también en público.
Aunque le había pedido un préstamo a su padre, el rey se había negado en redondo.
«Si quieres más dinero, trabaja duro para conseguirlo».
Una empresa difícil dada la pesada carga de sus estudios, de las audiencias reales a las que debía asistir, de su entrenamiento militar, de las lecciones de estrategia y de las obligaciones religiosas.
Por si fuera poco, además trabajaba veintidós horas semanales.
Aunque rara vez le pagaban por ello.
—Alteza, aquí hay otras mercancías más baratas que seguro podéis permitiros.
Estigio se encogió al escuchar el tono altivo de su sirviente.
Renuente a que siguiera avergonzándolo, se marchó sin mediar palabra.
Su ayuda de cámara lo siguió con el mismo porte altivo.
—¿Alteza? ¿Habéis…?
—Márchate —le soltó Estigio tan pronto como salieron de la tienda—. Vuelve al palacio ahora mismo, sirviente. Ya te he soportado bastante por hoy.
—¡Estigio! —exclamó Ryssa, que daba la casualidad de que pasaba por la calle en ese mismo momento.
«¡Por todos los dioses! ¿Por qué?», pensó él.
Estigio ni siquiera la miró, pues no estaba dispuesto a claudicar en ese asunto. Como si no fuese suficiente con las humillaciones y las burlas de los demás. No pensaba tolerar que los sirvientes se rieran también de él en público.
—El guardia me acompañará. Tú te marchas. ¡Ahora mismo!
El ayuda de cámara lo miró furioso, pero se vio obligado a obedecerlo.
Ryssa agarró a Estigio del brazo, clavándole las uñas de tal forma que cuando las apartara le dejaría la marca.
—¡Has sido muy grosero!
¿Y agarrarlo del brazo en público no lo era?, pensó.
—Suéltame —masculló.
Ryssa lo aferró con más fuerza.
—A padre le dará un ataque si te ve sin tu ayuda de cámara.
—Tengo a los guardias.
Ryssa lo alejó de un empujón.
—De acuerdo. Espero que te pille, monstruo. Te lo mereces. —Y sin más palabra, se volvió hacia su escolta y se marchó.
Estigio se frotó los arañazos que le había hecho con las uñas. La verdad, a esas alturas no le apetecía comprarle un regalo. Pero si no lo hacía, su padre se enfadaría.
Al fin y al cabo, era lo que se esperaba.
«Será mejor que me dé prisa», se recordó.
Ryssa no tardaría mucho en contarle a su padre lo sucedido. No le cabía la menor duda. Siempre lo hacía. Con el corazón desbocado por el temor de que lo pillaran en público sin su sirviente, entró en la tienda más próxima, donde solía comprarle regalos a su padre.
Le sorprendió encontrar al maestro Praxis en el interior. Pero claro, puesto que a esa hora supuestamente debería estar en clase con él, era lógico que el hombre aprovechara el tiempo libre para hacer recados.
Su tutor lo saludó con una inclinación de cabeza.
—Príncipe Estigio… ¿Cómo ha ido la búsqueda del regalo?
—Infructuosa de momento, señor. Pero espero encontrar algo aquí.
—Si me permitís ayudaros…
Estigio le sonrió.
—Con gusto, maestro Praxis. De otra forma, no llegare a tiempo para el banquete en honor de mi hermana.
Su tutor le devolvió la sonrisa.
—En ese caso, disfrutaremos de una lección de economía.
Estigio estaba muy agradecido por su ayuda.
El mercader salió de la trastienda con un anillo para el maestro Praxis.
—Saludos, príncipe.
—Saludos, maese Claudio —replicó Estigio, que comenzó a deambular por el establecimiento para echar un vistazo a los collares mientras su tutor realizaba su compra.
—Veo que no habéis venido a comprar un regalo para Su Majestad —dijo el mercader en cuanto se acercó para ayudarlo.
—Cierto, señor. He venido a comprarle algo a mi hermana.
—Ah. Su Alteza estuvo aquí hace un rato. —Sacó un par de peinetas adornadas con perlas. Eran muy bonitas y llevaban un grabado muy complicado—. Son piezas únicas. Le gustaron mucho, pero dijo que tendría que consultarlo con vuestro padre.
Estigio se mordió el labio.
—¿Cuánto cuestan?
—Para vos, alteza, un tetradracma.
—Un poco caro, ¿no? —comentó el maestro Praxis, que se acercó a ellos.
—Son las perlas, las más delicadas que existen. Y el oro y la plata. Además de la calidad de la orfebrería. Es inigualable.
Estigio suspiró al tiempo que se ruborizaba por el bochorno.
—Me temo que no tengo esa cantidad.
—¿Cuánto podéis gastaros? —quiso saber el comerciante.
—La mitad de lo que pides. —Había llevado todos sus ahorros, incluyendo el dinero que había guardado para comprarse un juego de dados la semana siguiente, con ocasión de su cumpleaños.
—¿Os interesaría hacer un trato?
Estigio titubeó y acabó asintiendo con la cabeza.
—El dinero que lleváis consigo más… la fíbula.
El precio que le pedía maese Claudio hizo que se le encogiera el corazón. La fíbula, el broche prendido en el quitón, era un regalo que el rey le hizo el año anterior y se encontraba entre sus más preciadas posesiones. Se mordió el labio, indeciso.
El maestro Praxis frunció el ceño.
—Es un precio elevado, alteza. ¿Le gustaría a vuestra hermana un brazalete?
Ryssa tenía cajones llenos de pulseras.
—¿De verdad le han gustado las peinetas? —le preguntó al comerciante.
—Os lo aseguro.
Estigio echó un vistazo a su alrededor, pero no vio nada tan bonito.
Y si no contentaba a Ryssa, su padre montaría en cólera.
«Un rey debe sacrificarse por el bien de los suyos».
Era lo que se esperaba de él.
Miró al maestro Praxis.
—El bien común es preferible al bien individual.
Sin embargo, le encantaba su fíbula.
Y detestaba a su hermana.
Acarició el broche, que era la única pieza ornamental propia de un adulto que poseía.
«Debemos malcriar a nuestras mujeres, muchacho. Una mujer feliz es sinónimo de un hogar feliz. Y un hogar infeliz nos empuja a la bebida».
Sintió un nudo en el estómago por la pérdida, pero asintió con la cabeza mientras se quitaba el broche. Tras entregárselo al mercader junto con las monedas, maese Claudio hizo que su aprendiz colocara las peinetas en un cofrecillo.
—Alteza, su hermana estará encantada —le aseguró.
El maestro Praxis parecía tan encantado con la compra como lo estaba Estigio.
—Gracias —replicó él, que cogió las peinetas y se marchó.
El maestro Praxis lo siguió.
—Alteza, ¿os gustaría que os acompañara hasta el palacio?
—Sí, por favor. Gracias, maestro.
Mientras caminaban, su tutor repasó la lección de filosofía que había sido suspendida ese día a fin de que Estigio pudiera atender sus otras obligaciones.
Cuando llegaron al palacio, su padre lo esperaba en el vestíbulo con el ceño fruncido, una expresión que le provocó a Estigio un nudo en las entrañas.
—¿Dónde está tu ayuda de cámara?
—Lo mandé de vuelta al palacio hace un buen rato.
—Mírate. En público… avergonzándome. —Jerjes le arrancó la clámide, que Estigio se sostenía con una mano ya que carecía de broche que la sujetara—. ¿Dónde está la fíbula que te regalé?
Estigio intercambió una mirada con el maestro Praxis y le suplicó con la mirada que no le contara a su padre lo que había hecho. Si el rey se enterara de que había intercambiado el broche con un mercader de poca monta se enfurecería aún más.
—La he perdido, padre.
—¡Que la has perdido! —exclamó su padre, que soltó una maldición—. Sube a tu habitación y ponte presentable.
Estigio se encaminó hacia la escalera y vio a Ryssa en el pasillo, con expresión ufana. Estuvo tentado de arrojarle el regalo a la cara.
Pero el coste sería mayúsculo.
Estigio hizo caso omiso de su hermana y se dirigió a su dormitorio, donde lo aguardaba el ayuda de cámara. Mientras recolocaba su atuendo, el hombre se las arregló para pincharle y dejarle algún que otro moratón «sin querer».
El sirviente chasqueó la lengua al descubrir la ausencia de la fíbula y sacó del cofre de madera el broche de latón que Estigio había llevado cuando era pequeño. Acababa de colocarle de nuevo la clámide cuando el rey entró en el dormitorio.
—Déjanos a solas.
Estigio contuvo el aliento, aterrado por el tono de voz de su padre.
—Puesto que has demostrado ser un irresponsable, pienso enviar de vuelta al mercader tu regalo de cumpleaños. No tiene sentido regalarte algo hasta que no aprendas a valorar las cosas.
Estigio abrió la boca para protestar, pero se contuvo a tiempo. Su padre no lo escucharía.
—Sí, padre.
—El maestro Praxis te aguarda en tu gabinete. Te sugiero que no lo hagas esperar.
Con cuidado de no echar a correr, ya que eso era propio de campesinos, Estigio se dirigió al gabinete del fondo del pasillo, donde su tutor lo esperaba con expresión severa.
—¿Por qué no le habéis dicho al rey lo que habéis hecho con la fíbula, príncipe?
Porque un broche perdido sólo le costaría un regalo de cumpleaños. Un broche intercambiado le reportaría una azotaina brutal.
—Los trueques son propios de los campesinos. El rey habría montado en cólera de haber descubierto que fui de compras sin tener suficiente dinero.
—Alteza, el dinero que llevabais era más que suficiente. El coste de las peinetas era excesivo y me asombra que no le comprarais otra cosa a vuestra hermana.
Estigio soltó un suspiro frustrado y le explicó el dilema a su tutor.
—Si mi padre hubiera ido a la tienda para comprarlas, algo muy probable porque Ryssa es propensa a quejarse hasta la saciedad, y el mercader le hubiera dicho que las rechacé y compré algo más barato, aunque mi hermana hubiera dejado bien claro que las deseaba y que maese Claudio lo había puesto en mi conocimiento, me encontraría ahora mismo en un problema más grave. Aunque mi padre espera y acepta que Ryssa suplique dinero para comprarse joyas, yo no puedo hacerlo. Un príncipe siempre debe parecer rico y respetable. Esto —añadió al tiempo que señalaba la fíbula de latón— ha sido el mal menor.
Con el ceño aún fruncido, el maestro Praxis suspiró.
—Nuestra lección de hoy trataba sobre Escila y Caribdis, pero creo que debemos cambiar de tema. Ya conocéis de primera mano el dilema de veros atrapado entre la espada y la pared, y veros obligado a surcar las traicioneras aguas que las separan.