31 de octubre de 9529 a. C.

Aún débil y dolorido, Estigio se detuvo en la puerta de los aposentos de Ryssa. Tanto ella como su padre se encontraban abajo, con los sacerdotes y los consejeros, planeando su unión con Apolo.

Salvo por Galen y por los sirvientes que le llevaban la comida y la bebida, lo habían dejado a solas para que se recuperara. Aunque los primeros días tras recobrar la conciencia sus hombres fueron pasando todos por su dormitorio para desearle lo mejor, tanto él como Galen los habían convencido de que volvieran a casa con sus familias. Era mejor que emplearan su tiempo con la familia en vez de perderlo en los barracones.

Ese día por fin se encontraba lo bastante fuerte como para salir de la cama sin ayuda. Y había ido directamente a ver a su hermano.

Ryssa había ordenado que llevaran a Aquerón a sus aposentos y lo colocaran en su cama para poder ocuparse personalmente de sus cuidados. Aunque Estigio le agradecía que se preocupara de esa forma por su hermano, también estaba celoso. Ryssa lo había visto apaleado, quemado y casi muerto, y nunca lo había cuidado como cuidaba a Aquerón. De hecho, una vez que quedó claro que era Aquerón quien estaba en peligro y no él, no había vuelto a verla. Ryssa se había pasado el día entero pegada a Aquerón, y no se había interesado en lo más mínimo por su recuperación.

Claro que esa fue la actitud que le demostró tras volver a casa de la guerra. Ni siquiera le había preguntado por su salud ni se había interesado por sus heridas. Aunque estaba sangrando delante de ella.

«Así son las cosas», se recordó.

Su hermana jamás lo querría. Hacía mucho tiempo que había aceptado esa realidad.

Estigio maldijo en silencio al ver a su hermano. Siguiendo las «caritativas» órdenes de su padre, Aquerón estaba atado de pies y manos a la cama de Ryssa. Detestaba ver a una persona de esa forma… atado tal como Estes lo había atado a él.

Se imaginaba las pesadillas que estaba sufriendo su hermano.

Aquerón tenía un aspecto tan débil y pálido como el suyo.

Respirando despacio y con cuidado para no desmayarse, Estigio atravesó la estancia hasta llegar junto a la cama.

Aquerón lo miró con gesto desabrido, pero no dijo nada.

Estigio no podía culparlo. A él también le fallaban las palabras. ¿Qué podían decirse dos hermanos que habían sido separados por todo lo que les había sucedido? ¿Después de todos los horrores que habían sufrido juntos y separados?

Sin embargo, lo que más le impactó fue comprobar que la piel de Aquerón apenas estaba marcada. Salvo por la señal de la palma de la mano que lo identificaba como un esclavo, su cuerpo estaba perfecto, a diferencia del suyo. No había ni rastro de los abusos que había padecido. Y que él mismo había sufrido, latigazo a latigazo.

—¿Por qué me miras? —le preguntó Aquerón por fin—. ¿Tú también quieres follarme?

Estigio dio un respingo al reconocer la crueldad de Estes.

—No recuerdas que fui a la Atlántida, ¿verdad?

—Liderando un ejército que desembarcó en sus costas. Bien por ti, héroe.

Estigio hizo oídos sordos al hiriente sarcasmo.

—No, antes de eso.

—¿Te refieres a cuando fuisteis, me disteis una paliza de muerte y me dejasteis tirado en la calle para que volviera a prostituirme? Sí, hermano, lo recuerdo perfectamente.

No, Aquerón no recordaba las seis semanas que había pasado con él.

Algo bueno, pero también…

Quería que supiera lo que había intentado hacer por él. Quería que supiera que lo había querido hasta el punto de poner su propia vida y su libertad en peligro para salvarlo. Pero ¿para qué molestarse? Su hermano prefería odiarlo, y tal vez necesitara ese odio para salir adelante. Tal vez su ignorancia fuera más benévola que el hecho de que hubiera ido a salvarlo y hubiera fracasado. Si se concentraba en el odio, Aquerón se olvidaría de su propio dolor.

Porque era más fácil lidiar con el odio que con la culpa o con los remordimientos. Y con los recuerdos de algo que no se podía cambiar. Él lo sabía mejor que nadie.

Los turbulentos ojos plateados de Aquerón se clavaron en él.

—Te odio, asqueroso malcriado.

—Lo sé —susurró Estigio, apartando la mirada.

—¿Por qué no me has dejado morir?

Estigio soltó una carcajada amarga al escuchar la acusación.

—Lo intenté. En serio, no hice nada para salvarnos.

—¡Mentiroso! ¡No es justo que vivas rodeado de lujos mientras yo’vivo en el Tártaro! ¿Por qué tú? ¿Qué te hace ser mejor que yo? Un par de ojos que me encantaría arrancarte.

Los pensamientos de Aquerón flagelaron la conciencia y el corazón de Estigio.

—Mi vida tampoco ha sido fácil, ¿sabes?

—¡Oh, alteza, perdonadme! ¿Ha quemado la cocinera la tostada esta mañana? ¿Estaba demasiado fría el agua del baño? ¿Se le olvidó al ayuda de cámara preparar la ropa adecuada?

Estigio se tensó, abrumado por su propio odio al ver que su hermano trivializaba de esa manera su vida y lo que él pensaba que eran sus problemas. Aquerón era como todos los demás. Haciendo suposiciones basadas en simples tonterías.

—¿Cómo te atreves a burlarte de mí sufrimiento? De no ser por ti, mi padre… —Se detuvo antes de admitir una verdad que llevaba clavada en el alma.

—¿Qué pasa con tu padre?

«Me querría», contestó para sus adentros.

En cambio, por culpa de Aquerón, el rey siempre se había mostrado receloso y distante. Jamás había estado seguro de su paternidad. Y aunque mimaba en exceso a Ryssa, cuando lo miraba a él siempre lo hacía con cierta reserva.

La misma reserva que albergaba en el corazón y con la que lo trataba cuando estaban a solas. Por eso jamás lo llamaba «hijo».

—Aquerón, tú fuiste quien nos traicionaste. No yo.

—Creo que he pagado con creces por ello. A1 fin y al cabo, estoy desnudo y atado a una cama y tú estás cubierto por una clámide bordada con oro. A ti te hacen reverencias y todos intentan complacer tus deseos.

Sí, esa era su vida…, pensó con sorna.

Todo lo contrario.

Estigio suspiró, cansado. No, ambos habían pagado. Con creces. Pero Aquerón jamás sabría la verdad, de la misma manera que tampoco la sabría Ryssa. Y eso que Ryssa había presenciado parte de su vida. Sin embargo, estaba convencida de que era a él a quien su padre prefería.

«La gente fabrica su propia realidad», recordó. Eso fue lo que le había enseñado Praxis hacía ya tantos años. Cien personas podían presenciar a la vez un acontecimiento y dar doscientas tres versiones distintas de lo sucedido.

«Todo pasa por el filtro de las emociones, joven príncipe, y las emociones cambian con el tiempo. Como rey, vuestro trabajo consistirá en escuchar todas las versiones de un asunto e intentar encontrar la verdad subyacente».

Había presenciado la veracidad de esas palabras muchas veces, mientras escuchaba junto a su padre las audiencias en las que los nobles y los ciudadanos se acusaban unos a otros. Había captado cómo se malinterpretaba el gesto más sutil.

El tono de voz.

Detalles que podían desatar una guerra.

Incluso entre hermanos.

No. Sobre todo entre hermanos.

Estigio desvió la mirada mientras las lágrimas amenazaban con ahogarlo. Quería recuperar a su hermano gemelo. Al hermano que le había dado la mano y había estado a su lado para soportar los horrores y el odio del mundo en el que vivían. Al hermano que se colaba a hurtadillas en su dormitorio y se acostaba con él, pegando la espalda y las plantas de los pies a las suyas. Quería recuperar al Aquerón que le pasaba las manzanas por el agujero en la pared que separaba sus habitaciones.

Pero ese hermano había desaparecido hacía mucho tiempo. No había ni rastro de aquel Aquerón que un día conoció. Y tal vez tampoco había rastro del Estigio que él había sido. La guerra y la vida lo habían cambiado por completo. Tal vez Aquerón tuviera razón al olvidar lo que habían sido.

«No se puede llorar la pérdida de algo que no se recuerda».

Aquerón lo miró con desdén.

—¿Cuándo me devolverán a rastras a ese agujero infecto… alteza?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Yo no he salido del mío.

Estigio se sorprendió al comprobar que la mirada candente que le dirigió Aquerón no le levantaba ninguna ampolla.

—¿Quién se está burlando ahora del dolor?

—Aquerón, jamás me he burlado de tu dolor. Sólo de tu autocompasión.

—¿Y qué hay de la tuya?

—Supongo que los dos somos unos cabrones egoístas. Dos piezas que conforman una unidad.

—No formo parte de ti. No tengo ningún hermano y no tengo familia.

Estigio sintió que le aparecía un tic nervioso en el mentón al escuchar unas palabras que le resultaron más hirientes que las demás.

—Piénsatelo bien antes de trazar esa línea, Aquerón.

—Yo no la he trazado. Lo hiciste tú cuando permitiste que me llevaran de vuelta a la Atlántida.

«¡Serás cabrón!», pensó furioso. ¿Cómo se atrevía a echarle eso en cara?

—Intenté salvarte —masculló Estigio—. Te ofrecí una escapatoria y te negaste a marcharte conmigo.

—No. Querías hacerte el héroe. Querías rescatarme como si fuera un puto que tuviera que estarle siempre agradecido al príncipe por la buena acción realizada. Si de verdad hubieras querido ayudarme, te habrías opuesto a la voluntad de tu padre y no les habrías permitido que me llevaran de nuevo con Estes.

Por supuesto. Porque su padre hacía todo lo que él sugería… Las falsas percepciones de Aquerón eran similares a las de Ryssa.

—Si me hubiera puesto de tu parte entonces, te aseguro que habría sufrido el mismo destino que tú.

—Deberías haberlo hecho, cobarde.

Esas palabras avivaron su furia, que aumentó al contemplar el cuerpo perfecto de su hermano. Un cuerpo que no había sido torturado durante meses por los sacerdotes que trataban de exorcizar unos demonios que no existían mientras su padre seguía viviendo como si él no existiera. Un cuerpo que no llevaba la palabra «puto» marcada a fuego en dos lenguas y que no había sido marcado por un dios que lo deseaba y lo odiaba por ello.

Un cuerpo que había visto los horrores de las mutilaciones de la guerra mientras luchaba para salvar la vida. Que no había sostenido la mano de unos muchachos que deberían estar en su casa con su madre en vez de morir de disentería y de las terribles heridas provocadas por la batalla.

En vez de morir de hambre.

Sí, ser forzado a prostituirse era terrible…

Él lo sabía en la misma medida que lo sabía Aquerón. Pero las atrocidades que él había sufrido superaban con creces a lo que había experimentado su hermano. Aquerón no había visto los horrores que él llevaba grabados a fuego en la mente y en el corazón. No sufría las pesadillas que él veía… hasta con los ojos abiertos.

Aferró el mentón de Aquerón con una mano y lo apretó con fuerza, sin importarle el dolor que pudiera causarle.

—Conozco tus pesadillas, hermano. Agradece a los dioses que tú no conozcas las mías.

La desdeñosa mirada de Aquerón adquirió un brillo gélido.

—Pagaría cualquier cosa, aunque sólo fuera una vez, para ver cómo te inmovilizan y se follan esa boca tan arrogante que tienes.

Esas palabras, acompañadas por las brutales imágenes que Estigio siempre intentaba mantener enterradas, lo destrozaron. Ansió matar a Aquerón. Si llevara un arma encima, posiblemente lo hubiera abierto en canal. En cambio, atacó con lo único que tenía.

Las palabras.

—Y yo daría lo que fuese por ver cómo te dan por el culo hasta que la sangre te corra por las piernas y no puedas andar.

Aquerón se rio.

—Qué lástima que no estuvieras allí cuando pasó.

Estigio le asestó un puñetazo en las costillas con todas sus fuerzas y soltó una maldición al sentir el impacto en su propio cuerpo, que lo dejó sin aire en los pulmones.

—Ojalá los dioses te hubieran dejado morir.

Aquerón le escupió.

Estigio levantó la cabeza mientras se limpiaba el escupitajo de la mejilla y se volvió para marcharse.

Al llegar a la puerta, Aquerón lo golpeó con la peor crueldad que podía infligirle.

—Y mientras me daban por culo, Estigio, todos fingían que era a ti a quien se follaban hasta hacerte sangrar. Era tu nombre el que gritaban. Era a ti a quien insultaban cada vez que estaban dentro de mí, cada vez que les hacía una mamada hasta que se corrían en mi boca. ¡Incluyendo a Estes! Estigio, si crees que te odio, no sabes lo mucho que los demás desprecian hasta el aire que respiras.