Estigio se despertó con náuseas. De nuevo. Llevaba días sin sentirse bien y sabía el motivo. Aquerón había dejado de comer. Aunque se había encargado de que le llevaran comida a la celda, su hermano había elegido un suicido lento.
Los síntomas habían empeorado durante la última semana, de tal forma que se había planteado la posibilidad de decírselo a su padre, aunque al final se lo había pensado mejor.
No le arrebataría eso a Aquerón. Su hermano quería ponerle fin a su sufrimiento. Lo menos que podía hacer era permitírselo. Aunque doliera horrores.
De modo que no había dicho nada. Ni siquiera a Bethany. En cambio, había pasado casi todo el día anterior con ella, a sabiendas de que Aquerón no tardaría mucho en matarlos a ambos.
Meneó la cabeza, tratando de despejarla. Fue inútil.
Cogió el cáliz de vino, descartando la comida. Por más que comiera, aún seguiría hambriento y los calambres seguirían encogiéndole el estómago. Como siempre sucedía cuando su hermano pasaba hambre.
—¿Estigio? ¿Me estás escuchando?
Parpadeó y enfrentó la gélida mirada de su padre.
—¿Sí, padre?
Ryssa torció el gesto.
—No ha escuchado una sola palabra, padre. Hace oídos sordos a nuestras palabras, como siempre.
—Te he preguntado que qué te parece que vistamos a tu hermana de amarillo y oro para ofrecérsela a Apolo.
—Claro. —El cáliz se le cayó de la mano.
—¿Estigio?
Aunque escuchó a su padre, fue incapaz de responderle. Se le doblaron las rodillas y acabó golpeándose contra el suelo.
Su padre y los sacerdotes corrieron para ayudarlo. Aunque le hablaban, no los entendía ni tampoco podía responderles. Estaba tan débil que ni siquiera podía mover una mano.
Su padre se quedó lívido mientras lo levantaba en brazos y lo llevaba hasta su cama. Por un instante, Estigio imaginó que su padre lo quería. Pero sabía que no era cierto. Nadie podía hacer las cosas que su padre había hecho si se preocupara por su hijo. Era imposible.
El cabrón ni siquiera lo llamaba «hijo», a menos que estuviera hablando delante de otra persona. El rey jamás había usado un término cariñoso para referirse a él. A diferencia de lo que hacía con Ryssa, su precioso tesoro.
Estigio parpadeó despacio mientras los amargos recuerdos se agolpaban en su cabeza.
Ryssa se acercó a su cama, se sentó y lo tomó de la mano. Salvo para abofetearlo, nunca se había dignado tocarlo.
Jamás.
«Definitivamente, me estoy muriendo», pensó.
Pensamientos y voces se mezclaron en su cabeza, pero los desterró para poder concentrarse en la imagen de Bethany cuando el día anterior le entregó el collar de oro que le había comprado. Su sonrisa fue como el sol que iluminaba el mundo después de un día de lluvia.
Más tarde, mientras cantaba con su dulce y preciosa voz y tocaba el tambor, bailó para él al son de los cascabeles que tintineaban cada vez que movía las caderas y los brazos. No había nada más hermoso sobre la faz de la tierra.
Cómo desearía estar entre sus brazos en ese momento, escuchándola tararear con su dulce voz. Pero jamás vería de nuevo su cara. Jamás volvería a sentir sus delicadas caricias sobre la piel.
Angustiado al saber que la había perdido para siempre, cerró los ojos y se entregó a los dioses a los que tanto odiaba.