23 de enero de 9529 a. C.

Estigio hizo una mueca al detenerse delante de la celda en la que habían metido a Aquerón. Lo peor de todo era que escuchaba el miedo y la angustia de los pensamientos de su hermano. La comprensible rabia con la que maldecía a toda su familia.

Pero sobre todo escuchaba el odio inmerecido y la hostilidad que sentía por él, cuando había intentado ayudarlo en todo momento.

«A la mierda…», pensó.

A sabiendas de que tenía las manos atadas en lo concerniente a su hermano y sintiéndose culpable por preferir salvaguardar a Bethany, Estigio abrió la minúscula rendija situada en la parte inferior de la puerta y metió la cesta que había llevado. Pan, vino, queso y los higos azucarados que tanto le gustaban a Aquerón cuando eran niños. No intentó hablarle. No había necesidad. Mejor hacerle creer que Ryssa le había llevado la comida.

Al fin y al cabo, ¿qué podía decirle? ¿Tal vez «Lo siento, hermano, no puedo ayudarte»? ¿O a lo mejor «Aunque te quiero, quiero más a otra persona»?

Eso no mejoraría la situación, y lo entendía. De estar en el lugar de Aquerón, él también se odiaría.

Con el corazón destrozado, apoyó una mano en la puerta y apretó los dientes para reprimir la frustración y la impotencia. Sin embargo, lo que más le dolía era saber que él podría estar en esa misma celda.

Y tal vez debería estarlo.

Lo único que lo había salvado del destino de Aquerón eran sus ojos. Era tan ridículo que se habría echado a reír si no le doliera tanto.

«Algún día, Aquerón, cuando sea rey, te liberaré. Y nadie volverá a hacerte daño. Te lo juro por lo más sagrado. Te compensaré por todo».

Por desgracia para su hermano, ese día todavía no había llegado.