22 de enero de 9529 a. C.

—¿Adónde se han llevado a Aquerón? —exigió saber Estigio mientras entraba en el gabinete de su padre.

El rey lo miró con el ceño fruncido.

—¿Cómo osas usar ese tono conmigo, muchacho?

«El castigo por golpear al rey es la muerte».

En momentos como ese, a Estigio le daba igual. Sobre todo porque su espalda, sus muñecas, su cara y un costado le indicaban sin lugar a dudas que habían apaleado con saña a su hermano. Pero demostrándole a ese viejo cabrón lo furioso que estaba no conseguiría lo que quería.

Aunque le costó lo suyo, moderó el tono de voz.

—¿Dónde está, padre?

—Abajo. Dijiste que lo querías en casa. Pues en casa está.

¿En los subterráneos? Era el único sitio que estaba «abajo».

—Yo no me refería a eso y lo sabes muy bien. —Estigio se volvió con la intención de liberar a Aquerón de inmediato.

—¿Muchacho?

Se dio media vuelta para mirar a su padre con un tic nervioso en el mentón. Aparte de liberar a su hermano, lo que más deseaba en ese momento era dejarle bien claro a su padre que no había ningún muchacho dentro del hombre que había sesgado cientos de vidas en la batalla luchando por ese reino.

—¿Sí, padre?

—Antes de que pongas en práctica la idea de anteponer tu voluntad a la mía o de que creas tener alguna influencia por el hecho de que mi ejército te considera un gran héroe de guerra al que quieren seguir… piensa bien lo que vas a hacer. Lo sé todo sobre tu putita egipcia y el lugar donde os encontráis. Hasta sé que le has comprado un sitio donde vivir. Te sugiero, si te importa su bienestar y su vida, que aprendas a controlar tu temperamento.

Estigio se quedó helado al escuchar cómo amenazaba a Bethany.

—No te atreverías.

Su padre enarcó una ceja.

—Soy el rey. Te convendría recordarlo. Haré lo que me plazca y tú harás lo que me plazca, o te demostraré el alcance de mi poder. Aunque detestaría quedarme sin heredero, todavía estoy en edad de engendrar otro. En fin… ¿adónde vas?

«No lo mates», se dijo, furioso.

—A montar a caballo.

—Buena decisión. Dale recuerdos de mi parte a tu bella amante.

Le costó la misma vida no matar a su padre en ese momento. Sin embargo, ¿de qué le serviría pasarse la eternidad en una celda o que lo decapitaran?

Tarde o temprano, el cabrón se moriría. Aunque no sería tan pronto como él deseaba.

Se detuvo al salir del gabinete para mirar a la guardia del rey. Lo acompañaban allá a donde iba. Aunque fuera a mear. Pasaban las noches junto a su cama. Aunque el rey estuviera fornicando. El único lugar que no pisaban era el gabinete de su padre, pero era imposible entrar o salir sin pasar por las puertas que ellos custodiaban. Si matara a su padre, los guardias lo descubrirían.

Malditos fueran todos.

Aunque no le importaba lo que pudiera pasarle a él, no quería arriesgar la vida de Bethany ni su felicidad. Por nada del mundo.

—Van a matarlos.

Estaba tan distraído pensando en Bethany que tardó un momento en darse cuenta de que Ryssa le había hablado.

—¿Cómo dices?

—¿Recuerdas a los senadores que te insultaron? Padre va a sentenciar a muerte a sus amigos para dejar bien claro que nadie puede difamar a su precioso heredero. He pensado que deberías saberlo, por si no te habías enterado.

Nadie se lo había mencionado.

—Deberías estar encantada.

—¿Porque padre demuestre semejante deferencia por ti? Pues no.

Las burlas de su hermana lo pusieron de peor humor.

—Recuerda que fornicaron con tu querido Aquerón. Me sorprende que no seas tú la que pida sus cabezas.

Ryssa lo fulminó con la mirada.

—Abusaron de él por tu culpa. Si no te odiaran tanto, jamás lo habrían tocado.

«Ryssa, ¿qué te he hecho para merecer esto?», pensó.

—¿Y qué crees que hice yo para que me odien tanto?

—Eres un déspota egoísta. Nos miras a todos como si fuéramos inferiores y nos hablas con desprecio.

¿Estaría tan loca como su madre?, se preguntó.

—Apenas hablo con la gente. Prácticamente no hablo con nadie, hermana querida.

Ryssa negó con la cabeza.

—Estigio, no te entiendo. Eres el único al que padre escucha. Podrías ayudarnos y te niegas a hacerlo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque tú mismo acabas de admitirlo. No dices nada. Jamás has levantado la voz para ayudar a Aquerón. De la misma forma que tampoco has tratado de evitar que padre me ofrezca a Apolo.

Ella era la ofrenda a Apolo…, pensó con sorna. Si supiera la verdad, se moriría.

O haría algo peor.

Se burlaría de él y se reiría a carcajadas.

Sin embargo, sabía que Ryssa no era tan caritativa como presumía.

—Dime una cosa, hermanita. ¿Qué te preocupa más? ¿La situación de Aquerón o la tuya?

Ryssa lo abofeteó.

Estigio la miró con los ojos entrecerrados.

—Ryssa, me estoy cansando de tus guantazos.

—Pues deja de ser tan idiota.

«Si tú dejas de ser tan zorra», replicó para sus adentros.

—Para que lo sepas —dijo al tiempo que se limpiaba la sangre de los labios—, tu padre me escucha tanto como te escucha a ti.

—Eres un mentiroso. Lo sé muy bien. Te da todo lo que quieres.

«Sí, claro…», pensó.

—Creo que te confundes, hermanita. La malcriada aquí eres tú.

—No. No lo soy. Vi lo complacido que estabas cuando anunciaron que iban a entregarme a Apolo. Podrías haber hablado a mi favor y sé muy bien que no lo hiciste. ¡Ni una sola vez!

—Tienes razón. No lo hice.

—¿Por qué no?

La verdad, no habría servido de mucho. Apolo era el instigador de la idea, y si él trataba de detenerlo, Bethany pagaría por su intromisión. Ya había matado a un hombre para proteger a Ryssa. No quería perjudicar a la dueña de su corazón por culpa de una zorra que se ofendía solo por verlo respirar.

Sobre todo porque su hermana no se preocuparía por Bethany. En absoluto. De modo que recurrió a lo único que podría conmoverla. Uno de los motivos principales que lo habían llevado a someterse a Apolo aunque la simple idea lo asqueaba.

—Por las caras de los hombres que he visto morir mutilados a manos de los atlantes. Si entregándote a Apolo logramos salvar a un solo soldado, estoy a favor.

—¿Así que te da igual que me usen como a una puta, siendo tu propia hermana?

No le daba igual. Pero su preciosa virginidad no era nada comparada con los horrores que había presenciado. Con los horrores que Aquerón y él habían sufrido. Tarde o temprano, la entregarían a alguien. Y aunque en el caso de Apolo no acabara convertida en su esposa, no la estaban vendiendo a un mercader rastrero.

Además, el destino de Ryssa con Apolo sería más benévolo que el que le esperaba a él. Al menos ella era una mujer. Cada vez que el dios se le acercaba se le revolvía el estómago por el asco. Si pudiera, lucharía con todas sus fuerzas para evitarlo.

Pero no podía. Por el bien de sus hombres, de su país, de su familia, de Galen y de Bethany debía someterse a los caprichos del dios sin importar lo que sintiera al respecto.

En la balanza estaba el bienestar común o el suyo propio…

—¡Di algo, egoísta! Ah, no. Si acabas de decir que no hablas… Por nadie. —Ryssa puso cara de asco—. A ti es a quien deberían atar de pies y manos y violarte hasta que pidas clemencia.

Estigio perdió la paciencia al escuchar un deseo que estaba harto de experimentar y vivir.

—En vez de protestar como una llorona, hermanita, te sugiero que hagas lo que hacemos los demás. Quítate la ropa, ponte de rodillas y deja que Apolo te la meta donde le apetezca.

Ryssa chilló y corrió en busca de su padre.

Estigio puso los ojos en blanco mientras echaba a andar hacia las caballerizas.

Bethany tarareaba por lo bajo cuando sintió un tirón en la caña de pescar. Antes de que pudiera recoger el sedal para descubrir qué había capturado, escuchó que un caballo se acercaba al galope tendido. No esperaba a Héctor. Normalmente le avisaba de sus visitas para no asustarla cuando llegara.

Dobló las rodillas, lista para ponerse en pie por si tenía que salir corriendo, y cogió su puñal mientras Dynatos se levantaba y comenzaba a gruñir.

—Beth, soy yo. —Era Héctor, después de todo.

Soltó el aire, aliviada, y le dio unas palmaditas en la enorme cabeza a Dynatos, que se tumbó de nuevo a su lado.

—Me dijiste que hoy no tendrías tiempo libre.

—Y no lo tengo… pero necesitaba asegurarme de que estabas bien.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué ha pasado?

—Nada.

—No me engañes. Lo percibo en tu tono de voz. ¿Qué te preocupa?

Héctor se sentó tras ella y estiró sus largas piernas, rozando las suyas. Tras abrazarla por la cintura, la estrechó contra su cuerpo y apoyó la frente en su coronilla.

—Sé que prometí no pedírtelo nunca más pero, por favor, fúgate conmigo.

—Cariño, no puedo.

Sus brazos la estrecharon con más fuerza.

—Me moriría si llegara a pasarte algo.

—No me pasará nada. ¿Por qué te preocupas tanto?

—Porque he visto lo peor de la humanidad. Lo que hacen los hombres cuando encuentran a una mujer hermosa a solas. Y aunque mataría a cualquiera que te hiciera daño, no quiero que tú sufras. Punto. Por mucho que lo intentes, es imposible olvidarse de esos momentos o de librarse del daño permanente que han ocasionado, un daño que te hace jirones el alma. —La besó en una mejilla—. A lo largo de mi vida solo he tenido una cosa que me importa de verdad, y precisamente ahora mismo está entre mis brazos. No soporto la idea de dejarte desprotegida. De que me necesites y no esté a tu lado para ayudarte.

El sufrimiento que destilaba la voz de Héctor la dejó con el corazón en un puño. Se echó hacia atrás y le tomó la cabeza entre las manos. Ojalá pudiera fugarse con él. Pero para hacerlo tendría que renunciar a su divinidad.

Y a la vista. Para siempre.

No, no para siempre. Durante la limitada vida humana. Una vida en la que estaría tan indefensa como Héctor pensaba que estaba. No podría hacerlo. No lo haría por un mortal, aunque lo quisiera tanto como quería a Héctor.

—Yo también te quiero, Héctor. Y jamás le había dicho esas palabras a un hombre que no fuera de mi familia. Pero no puedo irme contigo.

—Entonces prométeme una cosa.

—¿El qué?

Se quitó su amuleto de la muñeca y se lo colocó de nuevo en torno al cuello.

—No te lo quitarás nunca y si alguien trata de hacerte daño, lo matará.

—Preferiría que te lo quedaras tú.

—No puedo aceptarlo si tú te quedas sin protección alguna.

—Héctor…

—No voy a ceder en esto, Beth. Ni siquiera intentes discutir.

Estigio la estrechó aún más entre sus brazos. Se acercaba una fuerza malévola. Su instinto así se lo decía. Pero desconocía de qué se trataba.

En su caso, le daba igual. Hacía mucho tiempo que no se preocupaba por su propia seguridad. Sus temores estaban todos relacionados con una mujer.

Una mujer que ahora corría peligro. Si no quería marcharse con él, no le dejaba otra alternativa. Tenía que protegerla.

A toda costa.