Estigio abrió la puerta de su dormitorio y se encontró con Aquerón al otro lado. Soltó un suspiro aliviado.
—Gracias a los dioses que eres tú.
—¿Por qué has cerrado la puerta otra vez?
Se encogió de hombros ya que no quería contarle a nadie ni siquiera a Aquerón, la visita que el rey le había hecho aquella noche. Desde febrero se aseguraba de cerrar la puerta y bloquearla todas las noches para no recibir otra sorpresa desagradable.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Estigio en un intento por distraer la atención de su hermano de una pregunta que no pensaba responder.
—Te he traído el regalo de Estes. Te lo has dejado abajo. Después de lo del año pasado, quería asegurarme de que te quedaras con este.
Estigio aceptó el caballito de madera que Aquerón tenía en la mano y esbozó una sonrisa que no sentía.
«No te mereces nada hasta que aprendas a comportarte con educación y honor». Las crueles palabras de su padre aún lo atormentaban.
—Gracias, Aquerón.
Cruzó la estancia para dejar el caballito sobre el arca que tenía junto a la ventana, donde guardaba su colección. Después de la pesadilla del año anterior ya no sentía lo mismo por sus caballos de madera. En vez de ser una fuente de orgullo y de placer, le recordaban que su padre lo obligó a quemar el precioso caballo atlante que Estes le había regalado mientras le dolían las piernas por la paliza y el ego por haberse orinado encima. Y todo mientras Ryssa se reía complacida al ver que lo obligaban a destruir su regalo por haberla «insultado».
Suspiró y se alejó del arca.
—Un collar de perlas de parte de los dos.
Aquerón frunció el ceño.
—¿Qué?
Estigio también frunció el ceño.
—¿Cómo que qué? Me has preguntado qué le voy a regalar a madre por su cumpleaños.
—No, no lo he hecho. Pero estaba pensando en preguntártelo.
Estigio apretó los dientes al darse cuenta de que le había leído el pensamiento a Aquerón.
«A ver si tienes más cuidado», se dijo. Semejante desliz con otra persona podría ser fatal.
—Seguro que es porque somos gemelos. —Una excusa segura cuando estaba con Aquerón. Su hermano aceptaba la explicación sin ponerla en duda y sin malicia.
Cogió el cofrecillo de madera que tenía encima de la mesa y lo acercó a Aquerón.
—¿Quieres dárselo tú?
Su hermano negó con la cabeza.
—Será mejor que lo hagas tú. Creo que le gustará más.
Estigio preferiría no tener que verla. Su madre casi siempre lo miraba como si no existiera.
—¿Acabamos con esto de una vez?
—Como tú quieras.
«La verdad es que preferiría que me sacaran los ojos y me los dieran de comer», pensó Estigio.
Sin embargo, ser rey también consistía en hacer cosas que no se querían hacer sin quejarse y sin titubear. Con la cabeza en alto. La espalda erguida. Sin demostrar emoción. «Aunque sólo tengas siete años».
Estigio se pegó el cofrecillo al pecho, temiendo el resultado.
—A lo mejor está inconsciente y podemos dejárselo a una de sus doncellas.
Con la esperanza de que sucediera lo mejor, cogió a Aquerón de la mano y lo condujo por los pasillos del palacio hasta los aposentos de su madre.
Una vez en la puerta Estigio titubeó tanto que Aquerón lo rodeó y llamó en su lugar. Al cabo de un momento la doncella de mayor edad abrió y los miró con el gesto torcido.
Estigio hizo caso omiso de su desdén.
—Hemos venido para desearle un feliz cumpleaños a la reina. ¿Está despierta?
Sin mediar palabra, la doncella retrocedió y abrió la puerta lo bastante para permitirles el paso a ambos. Su madre estaba sentada en una silla junto a la ventana, con la vista clavada en el exterior.
Como no estaba seguro de su estado de ánimo, Estigio dudó. ¿Por qué le fallaban los poderes cuando más los necesitaba?
—¿Está sobria? —le susurró Aquerón al oído.
—No lo sé.
Su madre soltó un suspiro exasperado.
—Dejad de cuchichear. Si no os acercáis, ya podéis iros. A ser posible que sea lo último.
Estigio hizo ademán de marcharse.
Aquerón le dio un empujón para que avanzara.
«Gracias, hermano…», pensó.
De modo que cruzó la estancia y le ofreció el cofrecillo.
Su madre lo miró con el ceño fruncido.
—Feliz cumpleaños, madre —dijeron al unísono.
Una sonrisa muy infrecuente iluminó el rostro de la reina mientras aceptaba la caja y la abría para descubrir el collar de perlas que Estigio había comprado en el mercado. Con la esperanza de complacerla, había hecho un trueque con uno de sus caballitos tallados.
—Gracias. —Le dio un abrazo frío y sin sentimiento.
Con los ojos como platos, Estigio miró a Aquerón, que estaba boquiabierto. Antes de darse cuenta de lo que pensaba hacer su hermano, Aquerón dio un paso al frente.
—Feliz cumpleaños, madre. —Aquerón hizo ademán de abrazarla.
Gritando por la rabia, su madre lo abofeteó con fuerza.
—¡Aléjate de mí, monstruo asqueroso!
Estigio comenzó a sangrar por la nariz como si fuera una fuente, con la mejilla, la cabeza y el ojo doloridos. Joder, para ser una borracha su madre pegaba bien fuerte.
La reina siguió chillándoles mientras ellos corrían hacia la puerta y se alejaban por el pasillo. No se detuvieron hasta llegar al final de la escalera.
Entre jadeos, Aquerón se volvió para mirarlo.
—¿Por qué me hacen eso?
—No lo sé. Están locos.
—¡En nombre de Zeus! ¿Qué te ha pasado?
Estigio dio un respingo al escuchar la furiosa voz de su padre y procedió a limpiarse la sangre de la cara. Se estremeció al ver las manchas rojas en su quitón blanco. Pocas cosas molestaban más a su padre que verlo desaseado en público.
—¿Le has pegado? —acusó su padre a Aquerón.
Su hermano negó con la cabeza.
—¡Mentiroso! —Hizo ademán de aferrarlo del brazo.
—¡Padre, no! —Estigio se plantó delante de él para que no atacara a su hermano.
Aquerón esquivó las manos de su padre y subió la escalera volando para quitarse de en medio.
El rey hizo ademán de correr tras él, pero Estigio lo agarró del brazo y se lo impidió.
—No ha sido él, padre. Sólo es otra hemorragia nasal. Me pasa constantemente.
—¿Jerjes?
Estigio apartó la mirada de su padre y vio que su tío se acercaba a ellos.
—Por favor, tío, dile que Aquerón no me ha hecho daño. No es nada.
Estes miró con escepticismo a Estigio y luego miró al rey.
—Pues a mí no me parece «nada», muchacho. De hecho, tienes una herida bastante fea en la cara. Es evidente que alguien te ha pegado.
—No ha sido Aquerón. —Estigio soltó a su padre para poder pellizcarse la nariz y contener la hemorragia—. Me pondré bien, padre. Siento mucho el jaleo. —Con la esperanza de haberle proporcionado a Aquerón el tiempo necesario para esconderse, los dejó y se dirigió a su habitación para limpiarse la nariz y cambiarse de ropa.
Apenas había terminado de vestirse cuando escuchó que Aquerón y Ryssa empezaban a gritar. En nombre de todos los dioses, ¿qué pasaba?
Por regla general, era él quien gritaba con Ryssa. No era propio de Aquerón enfadarse con su hermana. Sin embargo, en cuanto salió de su dormitorio se dio cuenta de que se trataba de algo muchísimo peor que una pelea entre hermanos…
Varios soldados arrastraban a su hermano por la escalera en dirección a la puerta principal. Aterrado, Estigio corrió hacia ellos. No los alcanzó hasta llegar al camino. Intentó llegar hasta su hermano, pero su padre lo retuvo mientras Estes se llevaba a Aquerón en brazos.
Estigio fulminó a su padre con la mirada.
—¿Qué pasa?
—Estes se lo lleva para vivir en la Atlántida.
Ese fue un golpe todavía más duro que el que seguía resonando en su mejilla.
—¿Qué? ¡No! ¡No!
Estigio intentó soltarse de las manos de su padre a fin de alcanzar a su hermano, quien a su vez se retorcía contra Estes con la misma fuerza.
—Es lo mejor. Representa un peligro para todos nosotros, sobre todo para ti.
¿Por qué eran tan idiotas? Su hermano era el único que jamás le haría daño a conciencia.
—¡Aquerón! ¡Por favor, padre! ¡No me quites a mi hermano! ¡Por favor!
—¡Estigio!
Aquerón tenía los brazos extendidos hacia él mientras Estigio hacía todo lo que estaba en su mano por alcanzarlo.
Nadie les hizo caso. Ni se apiadaron de ellos.
Con el corazón destrozado, Estigio se debatió contra su padre mientras veía cómo su tío y su hermano se alejaban hasta perderse de vista.
Y mientras se alejaban, supo que Estes no sólo le había quitado a su hermano.
Se lo había quitado todo…
Destrozado por la pérdida de Aquerón, Estigio abrió la puerta del dormitorio de Ryssa. Los sollozos de su hermana eran desgarradores. Llevaba muchísimo rato llorando y dando rienda suelta a la misma pena que sentía él. Pero en su caso, si lloraba por Aquerón como su hermana, su padre lo azotaría.
La desoladora soledad era espantosa. Era como si alguien le hubiera cortado un brazo para darle una paliza con él. Se sentía perdido y traicionado. Sin Aquerón, no tenía a nadie en quien confiar. A nadie con quien hablar. A nadie que lo abrazara o se asegurara de que estaba bien cuando se había hecho daño.
Estaba solo y absolutamente desesperado por aferrarse a algo, aunque eso significara abrazar a la hermana que lo odiaba.
—¿Ryssa?
Su hermana se apartó de la niñera que la había estado abrazando en un intento por reconfortarla. Tras tomar una temblorosa bocanada de aire lo fulminó con la mirada, como si él tuviera la culpa de que Aquerón se hubiera ido.
—¿Qué quieres, monstruo egoísta?
Estigio se mordió el labio, indeciso. Ryssa tenía unos cambios de humor muy bruscos. Pero ¿qué tenía que perder?
—Yo también podría ser tu hermanito… como Aquerón.
Ryssa torció el gesto mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—¿Tú? Tú tienes la culpa de que me hayan arrebatado a mi hermano. Que tengas su misma cara no significa que seas como él. Tú nunca podrás ser mi Aquerón. Sólo eres una copia barata de él. Quítate de mí vista. Me das asco. —Su hermana dio un alarido y enterró la cabeza en el hombro de su niñera. La anciana le dio unas palmaditas cariñosas, sin prestarle atención a Estigio.
—Pero yo también podría quererte, hermana. Si me dejaras.
Ryssa se levantó de golpe con un grito y lo cogió del brazo.
—No quiero tu amor, imbécil. No sabes cómo querer a los demás. Sólo te quieres a ti mismo. —Lo sacó a empujones de la habitación y le cerró la puerta en las narices.
A Estigio le temblaron los labios mientras miraba la puerta cerrada con lágrimas en los ojos.
—Podría aprender a querer si alguien me enseñara a hacerlo —dijo en un susurro.
Sin embargo, nadie deseaba quererlo. Lo tenía muy claro. La única persona que lo había querido ya no estaba. Se la habían arrebatado.
«No tengo a nadie», se dijo. Y detestaba estar solo. Los gemelos no nacían para estar separados. Sólo era la mitad de un todo.
Hermanos. Para siempre.
Ese era su pacto. Estigio se secó las lágrimas mientras se dirigía a la habitación de Aquerón. Pero allí no quedaba nada. Estaba vacía, al igual que su corazón y su alma. La única posesión que habían dejado olvidada era la almohada ajada de Aquerón.
Con el rostro húmedo por las lágrimas, se acercó a la cama y abrazó la almohada antes de marcharse a su propio dormitorio. Una vez allí y tras colocar la almohada de Aquerón en el suelo, junto a la pared, se mordió los puños para acallar los sollozos. Acto seguido se tumbó en el suelo con la espalda y los pies pegados a la pared, para fingir que era su hermano a quien tenía detrás. Sin embargo, la pared era muy fría y si bien la almohada olía a Aquerón, no era lo mismo.
No podía cogerle la mano ni murmurarle palabras reconfortantes. Sólo era una almohada.
Su hermano había desaparecido de su mundo. El dolor era tan agónico que no podía soportarlo. Era como si alguien le hubiera metido la mano en el pecho para arrancarle el corazón.
—¿Qué voy a hacer?
Miró los caballitos de madera y reparó en el que Aquerón le había llevado ese mismo día. La rabia hizo que lo viera todo rojo. ¿Cómo se atrevía Estes a darle un caballito y a llevarse a Aquerón? ¿Acaso creía que un ridículo juguete podría sustituir el amor de su hermano?
¿Lo creía?
Incapaz de soportarlo, corrió hacia el arca y destrozó los caballitos tallados. Los pisoteó hasta convertirlos en astillas. No quería volver a verlos. ¡En la vida!
Cuando llegó al último, se quedó inmóvil. Era el caballito que Ryssa le había regalado a Aquerón por su cumpleaños dos años antes.
«¿Me lo guardas, Estigio? Lloraría si se perdiera».
Lo cogió y lo acunó contra su pecho.
—No dejaré que le pase nada malo, Aquerón. Estará aquí cuando vuelvas. Te lo prometo.
Daba igual dónde vivieran o lo lejos que estuvieran el uno del otro, seguían siendo hermanos.
Para siempre.