3 de septiembre de 9530 a. C.

Exhausto y dolorido, Estigio yacía en el jergón, en su tienda. El médico acababa de cambiarle las vendas y lo había dejado para que descansara. Sin embargo, esa noche era incapaz de relajarse o de dormir. Lo torturaban miles de imágenes del ataque, de la batalla y mil cosas más que no quería recordar.

Le resultaba difícil respirar. Una parte de sí mismo deseaba salir corriendo como un loco, dando alaridos en la oscuridad. Pero ¿qué pensarían los hombres que le habían confiado sus vidas?

Tembloroso y abatido, se incorporó y se acercó danto tumbos a su mesa. Tras servirse un cáliz de vino, lo apuró de un trago y se sirvió más.

Escuchaba a sus hombres, furiosos, en el exterior. Culpaban a los reyes del ataque que habían sufrido. Si no lo hubieran obligado a volver tan pronto, esa noche estarían celebrando la victoria en la Atlántida, no sufriendo esa derrota en casa.

A manos de sus compatriotas.

Sin embargo, no sabían por qué los habían obligado a volver.

A menos que fuera para asesinarlos.

Algo que no podía ser cierto. Claro que, tal como Galen solía decir, las guerras solo eran discusiones entre varios viejos que alardeaban de sus ajadas proezas mientras enviaban a sus hijos a morir en su lugar. Y si bien había ciertas ideas políticas por las que merecía la pena matar, ninguna de ellas bastaba para entregar la vida.

Aunque ya no estaba tan seguro de eso último.

Enfadado y molesto, clavó la vista en la mano herida, la mano con la que empuñaba la espada, mientras recordaba a los hombres que habían luchado a su lado.

No, no estaba de acuerdo con Galen. Había ciertas ideas políticas por las que entregaría la vida, pero jamás mataría por defenderlas. Ni tampoco le pediría a otra persona que lo hiciera. La vida era demasiado valiosa.

Sólo empuñaría una espada para defender a Bethany o a Galen. A nadie más. Por nada más.

—¿Por qué estás tan triste, principito? Acabas de volver a casa. Deberías estar eufórico.

Estigio se quedó helado al escuchar la voz que más odiaba. La respiración se le aceleró un poco más al descubrir que Apolo se encontraba al otro lado de su mesa.

—¿Qué haces aquí?

—He venido a darle la bienvenida al victorioso príncipe de Dídimos. ¿No se supone que es eso lo que debo hacer?

Estigio siseó al sentir que la marca de su espalda se calentaba hasta abrasarlo. Se puso en pie de un brinco, pero Apolo se trasladó con sus poderes y apareció justo delante de él. El dios levantó una mano para tocarle la cara.

Estigio retrocedió para alejarse de él.

—No seas así, príncipe.

Estigio consideró la idea de llamar a su guardia, pero a saber lo que podría hacerles Apolo. Dos de ellos ya habían sido asesinados en su propio hogar. El resto había sobrevivido a duras penas.

No sacrificaría a ninguno más.

—Quiero que me dejes tranquilo.

Apolo se echó a reír.

—Ni hablar. Verás, habéis vuelto a casa porque tu padre y los otros reyes griegos tienen la intención de ofrecerme a tu hermana como ofrenda virginal.

Puesto que sabía que su mente estaba abotargada por el dolor y por el vino, Estigio pensó que había malinterpretado lo que Apolo acababa de decir.

—¿Cómo?

El dios asintió con la cabeza y esbozó una sonrisilla socarrona.

—Es cierto. Quieren poner fin a la guerra con la Atlántida y que la paz vuelva a sus tierras. Para mantenerme contento y asegurarse de que favorezco a Grecia por encima de la Atlántida, van a entregarme a Ryssa como amante.

Genial. Si la idea no fuera tan espantosa, se habría echado a reír. Había matado a su tío para salvar a su hermana de una violación solo para que su padre la prostituyera entregándosela al ser que él más odiaba.

«¿Para qué me molesté siquiera?», se preguntó.

Apolo desapareció y volvió a aparecer justo detrás de él. Tras abrazarlo por la cintura, lo estrechó contra su cuerpo y se inclinó para olerle el cuello.

Estigio intentó liberarse, asqueado, pero el dios se lo impidió.

—Para que te quede claro, Ryssa no es a quien de verdad deseo. —Los colmillos del dios crecieron mientras le acariciaba el cuello con la nariz—. Ansío a alguien más robusto y satisfactorio.

—¡Suéltame!

Apolo le pasó los colmillos por la yugular y ejerció la presión suficiente para hacerle daño, pero no para que brotara la sangre.

—Príncipe, me darás lo que quiero —le dijo—. He visto lo mucho que aprecias a tus hombres, sobre todo al anciano que tanto te mima. Así que sé sincero contigo mismo y conmigo. ¿Qué valoras más, tu precioso culito o el de ellos?

Pese al terrible dolor que le provocaba, Estigio reanudó sus intentos por zafarse del dios.

—¡No seré tu puto! He oído muchas cosas sobre lo que les sucede a tus amantes descartados.

El dios se echó a reír mientras le acariciaba la espalda allí donde lo había marcado a fuego y donde el soldado le había clavado el puñal, en el centro del odiado sol.

—Eso no es nada comparado con lo que les sucede a los que me rechazan. ¿Recuerdas lo que te dije cuando estabas en el templo de Dioniso? Tarde o temprano, todo el mundo se prostituye por algo. Si no me aceptas, me encargaré de que el resto de tu ejército sea aniquilado por los enemigos que aún te siguen con la intención de rematar el trabajito que dejaron a medias. Tu precioso reino acabará asolado, ese viejo al que quieres morirá y tu hermana será instruida y vendida en el mercado como una esclava sexual. El dios olímpico colocó la mano sobre la marca que lo distinguía como tsoulus y presionó sobre ella, haciéndole saber que la había visto la última vez que estuvo con él.

—Y una vez que haya destrozado sus vidas, te llevaré al Olimpo y haré que nos sirvas a todos, junto al príncipe Ganímedes. Así que básicamente o te prostituyes para mí cuando me apetezca y donde me apetezca, y sin que nadie sepa lo que sucede entre nosotros, o te ofreces a todos los dioses del Olimpo y te pasas la eternidad escuchando cómo los escribas griegos relatan tu historia por los siglos de los siglos, como ejemplo aleccionador de lo que no se debe hacer.

Estigio apretó los dientes al escuchar sus opciones.

—¿Cuál es la tercera opción?

—No hay tercera opción. Si intentas suicidarte… En fin, te aconsejo que no lo hagas. —Apolo lo besó en la nuca mientras le acariciaba los testículos—. Bueno, principito, ¿qué has decidido? Y que no se te olvide que, en cualquier caso, yo salgo ganando.