3 de septiembre de 9530 a. C.

—Cuidado, bebe despacio.

Estigio gimió cuando alguien le levantó la cabeza y vertió un poco de agua en su boca. Después, la misma persona le bajó la cabeza, de modo que vio el rostro de Galen, que lo miraba con preocupación. Por supuesto, Galen era quien lo atendía. ¿Quién si no se iba a preocupar?

Su antiguo mentor tenía un corte profundo en la mejilla izquierda, pero por lo demás parecía intacto.

Estigio entrecerró los ojos por el dolor y por la luz que se filtraba a través de la gruesa tela.

—¿Los hombres?

—Han sobrevivido la mitad.

¿La mitad?

La mitad…

Hizo una mueca por el dolor de su pérdida. Esa noticia le hizo muchísimo más daño que los puñales que esos cobardes habían empleado para atacarlo.

—¿Habéis matado a los responsables?

—No a los suficientes. Conseguí capturar a uno de los hombres que te atacaron. Le hice sangrar y conseguí sacarle un poco de información a su lengua traidora.

—¿Y?

—Eran mercenarios. Las monedas que usaron para pagarles procedían de todas las ciudades-estado griegas, incluida Dídimos. Tú eras el objetivo principal. Nuestros hombres eran secundarios. —Galen le colocó algo en la mano que no tenía herida y se apartó—. Continuad —gritó.

La cama de Estigio fue levantada y reemprendieron la marcha. Galen lo había metido en una litera para llevarlo de vuelta a casa. Con una mueca de dolor, Estigio abrió la mano y vio el colgante de Bethany. Loados fueran los dioses, Galen lo había recuperado. Solo su mentor sabía que era importante para él.

Se lo llevó al corazón y cerró los ojos mientras pensaba en los hombres a quienes habían tendido una emboscada y habían matado. La rabia lo consumió por haber bajado la guardia. ¿Por qué no había estado más atento? ¿Por qué no iban armados? ¿Por qué les había dado permiso para celebrar?

Porque por fin habían llegado a casa, donde se suponía que estaban a salvo. Esas eran las personas por las que habían luchado, a las que habían protegido a costa de su sangre.

El dolor y la agonía desterraron la rabia. No se podía confiar en nadie. Su tío y su padre ya tenían que haberle enseñado esa lección.

Su propia madre.

¿Se revolvería Bethany contra él algún día? La idea lo dejó paralizado, pero se negaba a dejar que esas bestias destrozaran su fe en la única mujer a la que había querido.

Golpeó el marco de su litera. Un momento después, los hombres la dejaron en el suelo.

Pese al dolor, se sentó. Cuando hizo ademán de incorporarse, Galen apareció a su lado y lo miró con el ceño fruncido.

—¿Qué haces?

—No merezco que me lleven.

—Estigio…

—Bajé la guardia y mis hombres han muerto por ese error. No me quedaré tumbado para que me mimen cuando debería haber muerto con ellos.

—¡Estigio! —bramó Galen, pero él se negó a prestarle atención mientras se ponía en pie y hacía lo imposible por salir de la litera sin tambalearse.

—¡Mi caballo! —gritó Estigio.

Galen lo abrazó con fuerza.

—Sé el dolor que padeces, αγαπημένος μου γιός —le susurró a Estigio al oído. «Mi adorado hijo».

El término cariñoso hizo que se le formara un nudo en la garganta y se le llenaran los ojos de lágrimas. Era la primera vez en la vida que alguien lo había llamado así.

—Yo también he cargado con él —siguió Galen—, pero morir ahora no los traerá de vuelta.

«No voy a morir», pensó. Lo sabía con una certeza amarga. Y no iría a cuestas de unos hombres que estaban heridos y que también cargaban con la pena.

Un joven escudero le llevó a Troyano y lo mantuvo a su lado.

Estigio abrazó a Galen como si fuera su padre antes de apartarse.

—Mis hombres se merecen algo mejor.

Tras darle las gracias al niño que le había llevado el caballo, pasó por alto el asombro de los porteadores de la litera y de los demás soldados mientras montaba sin ayuda.

Se olvidó del dolor y azuzó su montura para dirigirse al frente de sus tropas; una vez allí, dio media vuelta al caballo para mirar a sus hombres de frente. Uno a uno, posó los ojos en las expresiones serias de quienes deberían regresar con gran ánimo. Y al mirarlos se percató de que Cayo no se encontraba entre los supervivientes.

Se le formó un nudo en el estómago.

Quería decir algo, pero las palabras le fallaron, de la misma manera que él había fallado a la hora de mantener a sus hombres a salvo.

De repente, sus hombres comenzaron a corear su nombre y a vitorearlo, y, como si fueran uno solo, clavaron una rodilla en tierra.

Estigio no lo comprendía. No se merecía ese honor después de que los hubieran diezmado en su propia casa.

—Hombres de bien —dijo, pese al nudo de su garganta—. Os juré a todos cuando dejamos Dídimos que nunca olvidaría el sacrificio que os estaba pidiendo. Que jamás sería caprichoso ni descuidado con vuestra seguridad, pero os he fallado a todos. Por eso os pido que me perdonéis.

Tersos, uno de sus consejeros, hizo avanzar su caballo.

—Señor, no nos ha fallado. Estábamos borrachos por la victoria cuando nos atacaron. Usted era el único hombre sobrio entre nosotros. Era nuestro deber proteger a nuestro futuro rey. Su padre nos azotará por la imprudencia que casi le ha costado la vida.

—Nadie será castigado por lo ocurrido —le aseguró Estigio—. Tenéis mi palabra. Ya habéis sufrido bastante. —Saludó a sus hombres con una reverencia—. Ahora, volvamos a casa, con nuestra familia, y recemos para no tener que volver a empuñar las espadas.