Galen frenó a su caballo y sonrió.
—Qué bien huele el aire en Grecia… hemos vuelto a casa.
Estigio resopló al escuchar el inusual entusiasmo de Galen.
—Creo que la batalla te ha afectado el cerebro. Yo no huelo nada diferente.
—¡Por supuesto que huele distinto en Grecia!
—Tal vez me equivoque, pero me parece que el viento no se detiene al llegar a nuestras costas —se burló Estigio.
Galen chasqueó la lengua.
—Un héroe de guerra tan poco patriota… deberías avergonzarte.
Estigio meneó la cabeza mientras contemplaba las tropas que habían luchado con denuedo y les habían reportado un gran honor a toda Grecia y a sus distintas ciudades-estado. Sin embargo, portaba en su interior una oscuridad nueva para él. La guerra lo había cambiado. Aunque las experiencias vividas con Estes habían sido espantosas, así como las atrocidades que su tío había cometido, la guerra le había permitido ver una cara mucho más perversa de la Humanidad que lo había llevado a preguntarse si merecía la pena luchar. ¿Había algo por lo que valiera la pena salvar al ser humano?
«No luchas por ellos. Luchas por Beth y por su vida, sólo por ella», se recordó.
—¿Señor?
Volvió la cabeza y vio que Cayo se acercaba por su otro flanco.
—¿Sí?
—Hay una hospedería no muy lejos de aquí. Nos estábamos preguntando si podríamos acampar cerca esta noche.
—¿Todos os lo preguntáis? —Estigio miró otra vez a los soldados.
Cayo esbozó una sonrisa pícara.
—Señor, allí habrá mujeres y algunos llevamos demasiado tiempo sin…
Estigio intercambió una mirada guasona con Galen.
—Si eso es lo que queréis, ¿quién yo soy para negároslo?
Cayo soltó un grito de alegría y corrió a anunciarles las buenas noticias a los demás.
Galen suspiró.
—Lo que daría por ser otra vez tan joven.
—No eres tan viejo.
—Lo bastante —replicó Galen al tiempo que azuzaba a su caballo—. Bueno, ¿te apetece jugar a los dados esta noche en tu tienda mientras los demás disfrutan con las mujeres?
Estigio enarcó una ceja al escuchar la arrogante propuesta.
—¿Cómo sabes que no me uniré a ellos?
Galen resopló.
—Porque reconozco a la legua a un hombre que tiene una mujer en casa a la que ninguna otra podrá sustituir. Ni siquiera aunque lleve casi dos años sin verla.
Estigio contuvo una sonrisa por el hecho de que Galen lo conociera mejor que nadie. En parte se odiaba por ser tan transparente, pero también se alegraba de saber que al menos una persona lo veía tal como era y no tenía una imagen distorsionada de él.
—Jugaremos a los dados.
Galen soltó una carcajada.
—Estoy deseando poder vencerte de nuevo en algo.
Horas después, Estigio se encontraba en su tienda pensando en su preciosa Bethany mientras sus hombres se repartían entre el campamento y la ciudad donde se localizaba la hospedería. A su alrededor se escuchaba el jolgorio de los soldados. Sus risotadas se mezclaban con las voces que escuchaba en la cabeza hasta que apenas podía hilar dos pensamientos seguidos. Había demasiadas.
A solas, sentado a la mesa, se entretenía tirando los dados mientras esperaba a Galen. Se había quitado el amuleto de Bethany, aunque lo tenía al alcance de la mano. Lo cogió con una sonrisa y pasó el pulgar sobre el emblema del arco y la flecha grabado en la medalla de plata. Muchas mujeres de su edad eran devotas de Artemisa, conocida por ser una feroz protectora de las mujeres y de los niños. Él le rezaba para que protegiera siempre a su amada de todo mal.
Bethany era el único motivo por el que quería regresar a casa. Ella era lo único que deseaba.
—Pronto, amor mío. Y esta vez jamás me separaré de ti. —Cerró los ojos e invocó el recuerdo de su precioso rostro. Se le puso dura de inmediato al imaginársela bailando de nuevo para él. Al imaginársela abrazándolo mientras le hacía el amor con todo el deseo que almacenaba en su interior desde hacía dos años.
Alguien llamó al poste de la tienda.
Soltó el colgante mientras deseaba poder quedarse con Bethany en sus ensoñaciones un poco más y cogió el cáliz de vino.
—Adelante.
Por la puerta apareció un soldado ateniense que Estigio no había visto antes, liderando un grupo de soldados pertrechados con la misma armadura.
—¿Príncipe Estigio?
—¿Sí?
—Nos han comunicado que su ejército llegaría hoy y queríamos darle la bienvenida a su hogar.
—Gracias. —Estigio ladeó la cabeza y se percató de que el jaleo en el exterior había disminuido.
Tuvo un mal presentimiento mientras miraba de reojo sus armas y su armadura, situadas en el otro extremo de la tienda, cerca del jergón.
En ese momento cayó en la cuenta de que esos hombres deberían haber entrado acompañados por uno de sus dekarmatoli.
Estigio los miró con los ojos entrecerrados.
—¿Puedo hacer algo por vosotros?
—Pues en resumen, alteza… puede morir —contestó el líder, que se abalanzó sobre él de un salto.
Estigio se levantó de la silla. Tiró al suelo al primer soldado con el que se encontró, golpeándolo en el plexo solar. Mientras se zafaba del segundo, un tercero le clavó un puñal en el costado antes de que pudiera impedírselo. Siseó por el dolor y lo alejó de una patada. Sin embargo, ya era demasiado tarde. El primer soldado se había recuperado y lo apuñaló en la espalda.
Escuchaba el zumbido de su odio y su rencor en los oídos. Cayó al suelo mientras los soldados lo cosían a puñaladas. La sangre manaba de sus heridas hasta cubrirlo por completo.
El líder le asestó una patada en la espalda y lo miró con asco de arriba abajo.
—Un regalo de bienvenida, príncipe, de parte de los comandantes que no han ganado la batalla. Y por todas las vidas que has segado. —Acto seguido, el soldado le atravesó la mano con la que manejaba la espada con un puñal, clavándosela al suelo.
Se marcharon entre risotadas, dándolo por muerto.
Estigio comenzó a jadear mientras contemplaba el puñal tracio que tenía enterrado en la mano. Se estaba ahogando con su propia sangre. Después de todo lo que habían sufrido sus hombres y él, de todos los ataques enemigos a los que habían sobrevivido, eran sus propios aliados quienes los aniquilaban al llegar a sus costas.
Y no por la gloria ni por la familia.
Por la puta envidia.