Con Galen a su lado, Estigio contempló con expresión decidida cómo sus hombres embarcaban en las naves que los llevarían a las costas de la isla principal de la Atlántida.
En breve zarparían. Al anochecer, desembarcarían y cuando por fin llegara el nuevo día, la Atlántida sería suya y todos los atlantes se doblegarían ante su Coalición Estigia…
—¡Príncipe Estigio!
Se volvió al escuchar el grito del emisario que entró al galope en el campamento. El muchacho detuvo el caballo y saltó de su montura. Se acercó a él a la carrera e hincó una rodilla en el suelo antes de entregarle un pergamino.
«Joder, esto no me gusta un pelo…», pensó.
Mucho menos teniendo en cuenta la expresión del muchacho y sus prisas. Presa de un miedo más atroz que el que había hecho que el muchacho azuzara su caballo, cogió el pergamino y vio los seis sellos reales de las ciudades-estado más importantes con las que se habían aliado. Entre dichos sellos se encontraba el de su padre. A lo largo de esos veintiún meses su padre no le había mandado ni una sola misiva. Y tampoco había recibido un documento oficial tan importante.
Sentía en lo más profundo del alma que su día estaba a punto de arruinarse.
Desenrolló el pergamino y lo leyó. Y se fue quedando helado a medida que leía cada palabra. No… no después de haber llegado tan lejos y de poder tocarlo con los dedos.
«¡Esos imbéciles hijos de puta!», pensó.
—¿Ha sucedido algo, señor? —preguntó Cayo.
Estigio cerró la boca.
—Nos ordenan volver a Grecia. —Enunció cada palabra con un malestar patente.
—¿Qué? —bramó Galen.
Estigio le pasó el pergamino.
—La decisión de los reyes es unánime. Quieren que volvamos a Grecia. Inmediatamente. Tenemos que abandonar todas las campañas. Si continuamos, nos acusarán de traición.
Galen se quedó rezagado y comenzó a maldecir, indignado, mientras Estigio les comunicaba sus nuevas órdenes a los comandantes.
Seguía sin poder creerlo, pero dado que todos los reyes griegos habían tomado la decisión de cesar las hostilidades, no le quedaba alternativa. Si continuaba, matarían a todos sus hombres.
Y a sus soldados les hizo la misma gracia que a Galen o a él.
Sus protestas fueron tan unánimes como la decisión de los reyes de detener el ataque…
—No es justo que nos castiguen porque el resto de las tropas griegas están compuestas por una panda de incompetentes y de inútiles. —Ese fue el pensamiento más generalizado.
Estigio estaba de acuerdo con sus hombres, pero no podía decirlo en voz alta.
—Somos soldados y debemos obedecer las órdenes.
Aunque les doliera tanto como una patada en los huevos.
—Pero al menos podréis volver a casa con vuestra familia —añadió a modo de consolación.
Esas palabras les arrancaron vítores a sus tropas desmoralizadas. A decir verdad, él se moría por volver junto a Bethany. Habían pasado casi dos años desde la última vea que sintió su mano en la cara. Desde que vio sus dulces ojos dorados mientras lo recibía con los brazos abiertos.
Con suerte no habría encontrado otro amor durante su larga ausencia.
Mientras volvía a su tienda, sintió que la marca del sol que llevaba en la espalda se calentaba hasta arderle en la piel. Se quedó de piedra.
¿Estaba Apolo en la tienda? ¿O tal vez se trataba de otro demonio? ¿Por qué si no reaccionaría así la marca? Echó un vistazo a su alrededor y desterró el miedo. Volvían a casa. ¿Por qué iban a atacarlo en ese momento?
Claro que ¿por qué hacían los dioses todo lo que hacían?
—Os odio, cabrones —masculló, pensando en los dioses—. Lo único que habéis hecho es joderme a vida. Ojalá desaparezcáis todos.
Y ojalá no tuviera que ver a otro dios en carne y hueso mientras viviera.