Un año después
Estigio alzó la vista del mapa que estaba estudiando al escuchar una fanfarria en el exterior. Pero ¿qué…?
Sabía que su padre no se dignaría visitar un campamento militar, mucho menos uno emplazado fuera de sus fronteras. Y menos aún en esa época del año. Intrigado, salió para investigar el motivo del alboroto y se quedó petrificado al ver que sus hombres habían rodeado la tienda.
¿Se habrían amotinado?
Como no fuera por las deplorables condiciones higiénicas con las que contaban, algo de lo más inaguantable…
Porque el olor que los acompañaba era peor que el de los caballos. Imposible estar limpio durante una guerra…
Sus hombres vitorearon.
—¡Feliz cumpleaños, príncipe Estigio! —gritaron al unísono, y volvieron a vitorear.
Estigio frunció aún más el ceño.
—Gracias, pero no es mi cumpleaños.
—Lo sabemos —dijo Cayo, el comandante de una de sus unidades de caballería, mientras se acercaba a él—. Pero nos hemos enterado de que fue hace unas semanas y no nos había dicho nada.
La mirada de Estigio voló sobre los hombres del campamento.
—No soy el único que ha visto cómo pasaba el día de su cumpleaños en el campo de batalla.
Sus hombres se arrodillaron ante él.
Anonadado por completo, ni siquiera supo cómo reaccionar ante la inesperada muestra de respeto. La verdad era que lo habían puesto nervioso.
Cayo se puso en pie y le entregó una clámide roja muy bien doblada.
—No es mucho, señor, pero es lo único que hemos podido adquirir sin quebrar las reglas de conducta que habéis impuesto. Fuimos juntos a comprarla al establecimiento de un mercader en la ciudad por la que pasamos ayer.
Consternado por semejante muestra de consideración, Estigio estrechó la prenda contra su torso.
—Gracias. A todos. Es el regalo más generoso que he recibido y lo atesoraré como tal.
Cayo lo saludó.
—Sabemos que ha tenido que realizar muchos sacrificios por nosotros, y también sabemos que nos paga un extra de su sueldo, por lo que apenas percibe compensación alguna. Aunque ha tratado de ocultarlo, lo hemos visto vendiendo sus posesiones para comprarnos medicinas y provisiones siempre que las hemos necesitado, aunque se las niega a sí mismo si andamos cortos de ellas. Lo que hace por nosotros no ha pasado desapercibido, al contrario. No hay un solo rey o príncipe que se hubiera mantenido a nuestro lado durante estos dos años sin marcharse a casa de vez en cuando para disfrutar de unos días de descanso. Por eso lo respetamos y lo seguimos.
—¡Por eso y por la gloria de las victorias que hemos logrado! —gritó uno de los hombres.
Los demás estallaron en carcajadas.
Abrumado por su amabilidad, Estigio tragó saliva.
—Ojalá los dioses nos sigan bendiciendo con la victoria.
—Que los dioses nos bendigan —repitieron sus hombres, tras lo cual comenzaron a corear su nombre.
Los soldados se incorporaron, uno a uno, y a medida que lo hacían, lo saludaban con una reverencia.
Profundamente conmovido, Estigio aguardó con paciencia y habló con cada uno de ellos.
Galen fue el último en acercarse a él.
—¿Te encuentras bien?
—El hombro me está matando —contestó en voz baja mientras sonreía a los últimos soldados, que ya se alejaban—. Y me vendría muy bien una silla.
Galen rio al tiempo que levantaba la lona de la tienda para dejarlo pasar.
—Pasa y siéntate, muchacho.
Estigio lo obedeció, tras lo cual dejó la clámide con cuidado en la mesa. Acto seguido, gimió mientras se sentaba y después suspiró. Ese mismo día, durante la batalla, una patada lo había arrojado contra una lanza partida que lo había herido en una axila.
La próxima vez que Bethany le diera un amuleto, se aseguraría de que lo protegiera de los objetos de madera.
Y de la torpeza.
—¿Les has dicho que mi cumpleaños ya pasó? —quiso saber Estigio.
Galen se encogió de hombros.
—Se lo mencioné de pasada a Cayo hace tres días. No sabía que iban a hacer algo así.
Estigio sintió el escozor de las lágrimas en los ojos al pensar en un regalo inesperado que significaba mucho para él. Claro que no iba a permitir que Galen lo viera llorando como si fuera una vieja.
—Espero que no les dijeras mi edad.
—No soy tan tonto, hijo. Aunque saben que eres joven, no necesitan saber lo verde que está su victorioso y apreciado líder. De averiguarlo es posible que salieran corriendo de vuelta a casa entre alaridos.
Algo muy probable.
Dieciocho. Recién cumplidos. Aunque se sentía como un anciano.
Estigio cambió el tema de conversación tras beber un sorbo de vino.
—¿Has tenido noticias de tu Antígona? —Ese mismo día había llegado un emisario y era muy raro que no llevaran consigo un mensaje o un regalo de parte de la hija de Galen.
Su lugarteniente se sacó un colgante hecho con conchas marinas de debajo de la coraza y se sentó junto a Estigio para mostrárselo de cerca.
—Mi hija y mi nieta me han enviado esto. Se encuentran bien y están deseando verme de nuevo, con barba canosa y todo. ¿Hay noticias de tu familia?
—Todos están bien —supuso Estigio.
En realidad, no lo sabía. Nadie se había puesto en contacto con él, ni siquiera su padre. Suponía que si Dídimos era invadido o algo les sucedía, le llegarían las noticias.
Pero, día tras día, las misivas que le entregaban los emisarios procedían de otros comandantes militares y de otros reyes, y estaban relacionadas con la guerra, no eran cartas cordiales donde le desearan lo mejor. Sinceramente, le gustaba pensar que pese a su ceguera y de haber sabido su verdadero nombre, Bethany le habría enviado regalos. Tal vez lo había intentado incluso.
Al menos eso esperaba y le gustaba creer.
Renuente a pensar que hubiera encontrado a otro en su ausencia, Estigio señaló con la barbilla la mesa donde habían desplegado los mapas.
—Estaba revisando nuestros avances. Dentro de cuatro días deberíamos llegar a la isla central de la Atlántida.
—El emisario me ha dicho que están preparando las embarcaciones. Nuestros hombres están deseando bailar en el templo de Apolimia, en la capital.
A lo largo de los últimos meses habían conquistado seis de las islas exteriores y aún estaban en su poder gracias a los refuerzos griegos que habían ido llegando mientras las tropas de Estigio avanzaban hacia la capital atlante. Era el único que había logrado tener éxito frente al enemigo. El resto de las tropas griegas, según los mensajes que recibían, sufrían derrota tras derrota en su tierra natal.
Pero si Estigio y su ejército conquistaban la capital atlante y entraban en el palacio, ganarían la guerra pese a las pérdidas que hubieran tenido las restantes tropas. Estaba deseando que llegara ese momento.
—¿Has estado alguna vez en la capital atlante, muchacho?
Estigio intentó no pensar en la última vez que había visto a su hermano y en las cosas tan espantosas que se habían dicho el uno al otro.
—Sí.
—¿Es un lugar tan avanzado como dicen?
Otra cosa en la que no quería pensar.
—Sí.
Galen lo miró por encima del mapa.
—¿De verdad crees que podemos ganar esta guerra?
—Lo creo, sí.
Porque tenía la intención de vengarse de un buen número de aristócratas atlantes rebanándoles el pescuezo.
Tanto en el nombre de Aquerón como en el suyo.