3 de febrero de 9541 a. C.

Ya entrada la madrugada, Estigio yacía en la cama intentando dormir, pero era imposible. Por si el dolor de cabeza no fuera suficiente, le habían dado una paliza a Aquerón por la terrible ofensa de mirar a los ojos a su padre cuando se cruzaron en un pasillo.

La espalda lo estaba matando por culpa de un dolor reflejo al de su hermano. No sabía cómo había conseguido aguantar toda la cena sin llorar y sin gritar. Una vez solo, por fin podía retorcerse y gemir sin temor.

«¿Por qué no me muero de una vez?», se preguntó.

Seguro que la muerte era mejor que vivir así. ¿Cómo se podía sufrir tanto sin acabar muerto o con la cabeza destrozada?

¿Cómo?

De repente se quedó sin aliento al escuchar que alguien se acercaba a su puerta. Se quedó helado. No podía ser Aquerón. Los dos sufrían demasiado como para abandonar sus respectivas camas.

La puerta se abrió y vio a su padre iluminado por el fuego de la chimenea. No podía ser nada bueno. Su padre nunca iba a verlo por la noche.

«¿Qué he hecho ahora?».

Una pregunta tonta. No había hecho nada. Lo correcto sería preguntar qué creía su padre que había hecho. Cerró los ojos con fuerza y fingió que dormía mientras rezaba para que su padre lo dejase tranquilo.

En cambio, su padre se sentó en el borde de la cama. Estigio contuvo el aliento, aterrado por lo que eso significaba. ¿Por qué había ido su padre a verlo? ¿Qué podía querer de él a esas alturas de la noche?

«No he hecho nada…», dijo para sus adentros.

Llevaba semanas comportándose a la perfección. Era Aquerón quien desafiaba las reglas. Claro que no podía culparlo. Los dos estaban hartos del trato que recibían.

Su padre enterró los dedos en su pelo. Tenía una mano tan grande que podía ceñirle toda la cabeza con la palma.

Estigio abrió los ojos de golpe, a la espera del dolor que estaba convencido de que llegaría.

Sin embargo, su padre comenzó a acariciarle los rizos rubios y a jugar con ellos, apartándoselos de la cara. Tal vez no estuviera enfadado con él, después de todo. Con esa esperanza, miró a su padre a los ojos, pero no se atrevió a pronunciar palabra. En su mirada vio una extraña ternura, mezclada con preocupación.

—Me recuerdas muchísimo a Estes cuando era pequeño. Las cosas que dices y que haces… me traen a la cabeza nuestra infancia y eso hace que lo eche mucho de menos. Esta era su habitación por aquel entonces… —Su padre le acarició la frente con el pulgar mientras sonreía por los recuerdos.

De repente le llegó el hedor del alcohol que destilaba el aliento del rey. Su padre estaba borracho.

Se mordió el labio y rezó para que no sufriera uno de sus legendarios arranques de cólera, habituales cuando bebía.

—Era mi único amigo y sigue siéndolo. No sabes lo que se siente al contar con un hermano como él. Un hermano en el que puedes confiar plenamente, ya que sabes que nunca hará nada para traicionarte.

Su padre se equivocaba. Aquerón era el mejor amigo que se podía desear. Ni siquiera Estes se le acercaba.

El rey se inclinó más hacia él y lo miró con los ojos entrecerrados al tiempo que le aferraba la barbilla. Comenzó a moverle la cabeza para poder examinar su cara desde diferentes ángulos.

—Te pareces a nosotros, pero… ¿eres mi hijo de verdad?

—Padre…

—¡No me hables!

Estigio apretó los dientes con fuerza, atenazado por el pánico una vez más. ¿Qué iba a hacer su padre?

El rey apartó la manta para poder inspeccionar con rudeza todo el cuerpo de Estigio.

—Pareces tan humano…

Quiso gritar por el dolor que lo consumía cada vez que su padre tocaba las zonas de su cuerpecito que reflejaban la paliza que le habían dado a Aquerón. Sin embargo, no dejó que entreviera el dolor que sentía, ya que no tenía motivos aparentes para ello.

El rey lo colocó de espaldas. Estigio apretó todavía más los dientes al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas. Tenía un motivo de peso por el que se había tumbado boca abajo. Con la respiración entrecortada, vio que se sacaba un puñal del cinto.

«¿Va a matarme?», se preguntó.

—Pero ¿eres humano? Tengo que saberlo.

Antes de que pudiera moverse o reaccionar de alguna forma, su padre le aferró un brazo con fuerza y le hizo un corte. Incapaz de reprimirse, Estigio lloró mientras la sangre brotaba de su brazo y empapaba las sábanas.

—¡Por la dulce Hera! —musitó el rey—. ¿Qué he hecho? —Aferró el brazo herido de Estigio en un intento por contener la hemorragia—. Lo siento mucho, Estigio. Perdóname, muchacho. —Con manos temblorosas, le cubrió la herida con un jirón arrancado de la sábana y después lo acunó entre sus brazos mientras Estigio sollozaba en silencio—. Tranquilo, pequeño. No pasa nada. No pasa nada…

No obstante, sí que pasaba, y Estigio lo sabía. Desde el momento de su nacimiento, había dudado de su paternidad. Si no lo hacía con palabras, lo hacía con expresiones hoscas que no ocultaba cuando se encontraban a solas.

—No es culpa tuya, muchacho. Es ese bastardo. Él tiene la culpa de todo. Él es el que me hace dudar de ti. Cada vez que veo su cara… me entran ganas de matar a alguien.

Pero no sólo era la cara de Aquerón. También era la suya.

Su padre le acarició la cabeza con una de sus grandes manos y le dio un beso en la frente y otro en la mejilla.

—Eres mi niñito. El heredero por el que recé y por el que hice sacrificios ante los dioses. Sé que lo eres. Sé que lo eres. —Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras lo miraba con recelo—. ¿Verdad?

¿Cómo contestar semejante pregunta cuando ni siquiera él estaba seguro? El rey sospechaba algo que él sabía que era cierto. Que tenía algo raro. Que no era normal. Aunque Aquerón tenía los ojos de un dios, él era quien padecía dolores por las heridas que recibía su hermano. Él era quien escuchaba los pensamientos de los demás. Escuchaba las voces de los dioses con muchísima más insistencia que Aquerón. Percibía las emociones de los demás y sus intenciones, incluso cuando intentaban ocultarlas, y sabía qué tiempo iba a hacer sin equivocarse.

Aunque lo peor de todo eran los espantosos dolores de cabeza que lo atormentaban en todo momento.

«A lo mejor no soy humano…», pensó.

A decir verdad, Aquerón parecía muchísimo más normal que él.

—¡Contéstame! —rugió su padre—. ¿Eres hijo mío?

Solo había una respuesta posible. Ya fuera correcta o no.

—Sí…

El rey apoyó la barbilla sobre su cabeza y lloró sin dejar de acunarlo. No lo soltó hasta que casi rayaba el alba. Después dejó a Estigio en la cama y lo arropó con las sábanas manchadas de sangre como si nada hubiera pasado. Tras besarlo en la frente, le dio un apretón en el hombro y lo dejó solo.

Asustado y dolorido, Estigio se miró el vendaje improvisado que su padre le había puesto en el brazo. Se lo apartó con mano temblorosa para confirmar lo que sospechaba, que la espantosa herida ya estaba cerrándose. Al final del día habría desaparecido casi por completo y apenas quedaría una cicatriz como señal.

«Soy tan humano como Aquerón», se dijo.

El rey lo mataría si alguna vez descubría la verdad.