Invisible a los ojos de los humanos que la rodeaban, Bethany atravesó el campamento griego en busca de Héctor. Aunque no paraba de escuchar su nombre, siempre se trataba de otro Héctor y no del suyo. Al parecer, era un nombre muy popular entre los griegos.
Frustrada y furiosa, se detuvo al llegar a la tienda del príncipe Estigio, que estaba custodiada por cuatro hombres.
¿En serio?, pensó. ¿Tanto lo odiaban los griegos?
Asqueada, echó un vistazo a los hombres que tenían que dormir al raso y que luchaban por él mientras el príncipe los usaba para trasladar comodidades desde su hogar, que llevaban a la espalda. Uno de esos porteadores tal vez fuera su amado Héctor. Hirviendo de furia por la pomposidad del príncipe, entró en la tienda y se quedó petrificada.
Ese no era el interior lujoso que había imaginado para un joven príncipe. La tienda estaba vacía salvo por una mesa donde se trazaban las distintas estrategias y se desplegaban los mapas, unas cuantas sillas plegables, una tina pequeña, el maniquí en el que dejaba la armadura y un simple jergón en el suelo.
Ni siquiera tenía almohada.
Estigio, que ya se había puesto la armadura negra, se estaba atando las grebas. Él solo.
¿Dónde estaban sus sirvientes?
Llevaba el pelo mucho más corto que cuando lo vio por primera vez, luchando junto a Atenea. Se lo había cortado tanto que ni siquiera se le veían los rizos rubios. Y ya no iba afeitado. El día anterior llevaba el casco puesto y no pudo ver la barba oscura que le cubría las mejillas, el labio superior y la barbilla. Olía a ungüento, sangre, cuero y caballo. Muy distinto del agradable olor masculino de Héctor.
No vio indicio alguno de miedo en el príncipe mientras se ponía la armadura. Solo un sereno tormento que le llegó al corazón. Sus ojos estaban velados por una agonía interior y por una inteligencia que pocos humanos poseían. Pese a su corta edad, parecía un hombre muy maduro.
Se percató de que al enderezarse el príncipe hacía un gesto y se llevaba la mano al costado herido. Tomó varias bocanadas entrecortadas de aire, tras lo cual lo soltó de golpe y se sobrepuso al dolor. Después cogió las espadas y las envainó. Sus bíceps, muy definidos, y sus hombros se tensaban con cada movimiento.
«¿Por qué me fascinas tanto?», se preguntó. No lo comprendía, sobre todo porque le había entregado su corazón a un muchacho cariñoso e inocente. No tenía sentido. Tal vez porque el príncipe y Héctor eran de la misma estatura. Y porque tenían voces parecidas…
Ambos eran rubios y musculosos.
Bethany contuvo el aliento, paralizada por la comparación.
«¿Eres mi Héctor?», se preguntó.
¿Sería posible?
No. Era imposible. ¿Por qué iba a fingir el príncipe que era el hijo de un mercader cuando estaba con una pescadora ciega? Un hombre de la posición de Estigio no habría tardado en dejarle clara su identidad. Y jamás se dignaría a pedirle a una plebeya que se fugara con él. ¿Por qué iba a hacerlo cuando tenía a sus pies el mundo en el que vivía?
Todos sabían lo mucho que el rey de Dídimos quería a su heredero. Así lo atestiguaban la calidad de la armadura y el caballo del príncipe.
Ningún sacerdote se atrevería a marcar el cuerpo de ese hombre ni a mancillar su belleza con un hierro candente.
Por no mencionar que ese bruto fuerte y feroz jamás cometería la torpeza de caerse de su caballo y de trastabillar a solas por el bosque hasta dar con el lugar donde ella pescaba. Su Héctor era indeciso y dulce. Tímido e inseguro. Los movimientos del príncipe no delataban inseguridad alguna. Era un hombre seguro de su papel y de su posición.
Feroz.
Nadie se atrevería a violarlo.
Además, Estigio jamás se rebajaría a pedirle permiso a una plebeya para besarla. La haría suya si le apetecía y retaría a cualquiera a que lo castigara por sus actos. Aunque el día anterior había rechazado su ofrecimiento cuando estaba en el cuerpo de la muchacha atlante, el magnetismo sexual que irradiaba dejaba bien claro que estaba muy versado en las artes amatorias. Posiblemente la muchacha no fuera lo suficientemente guapa para sus gustos.
O más bien se negaba a tocar a alguien de una posición social tan baja.
Ajeno a su presencia, Estigio tiró de las cuerdas de los brazales para ajustárselos. Tras rotar los hombros varias veces, cogió el casco y el escudo y salió de la tienda.
—¿Qué haces aquí?
Bethany miró hacia atrás y vio que Atenea la observaba.
—Vigilando a mi próxima víctima.
La diosa griega se echó a reír.
—No derrotarás a mi campeón. Está forjado con un acero que ni siquiera imaginas. Posee el corazón de un titán y la mente de un filósofo.
—Todos los mortales pierden la lucha en algún momento.
—También les pasa a algunos inmortales.
Bethany la fulminó con la mirada.
—Habéis traído a vuestro ejército a nuestras costas. ¿De verdad creéis que os vamos a permitir avanzar más?
La sonrisa burlona que esbozó Atenea hizo que Bethany deseara arrancarle el pelo a tirones a esa zorra.
—Que yo sepa, no nos habéis permitido avanzar libremente. Lo hemos conseguido luchando paso a paso. Y seguiremos avanzando. Los griegos adoran a mi príncipe elegido. Lo seguirán a cualquier parte.
—En ese caso, lo seguirán hasta vuestros Campos Elíseos.