Aunque era más de medianoche, Estigio no conciliaba el sueño, como de costumbre. De niño, las voces de su cabeza le impedían descansar. En ese momento eran su conciencia y los recuerdos más recientes los que lo atacaban con brutalidad. Detestaba todo lo que la guerra lo obligaba a hacer para proteger a sus soldados y a su gente.
Todo.
Se llevó las manos a la cabeza y deseó estar con su Bethany. El recuerdo de sus dulces caricias y de su olor le arrancó una inusual sonrisa y lo llevó a preguntarse cómo estaría. Se preguntó si había encontrado la carta que mandó dejar en su lugar de encuentro. Y si en ese momento dormía en brazos de Morfeo.
—¿Estigio?
Abrió los ojos y vio que Galen entraba en la tienda.
—¿Sí?
—Acabo de enterarme de que los tracios están enfadados, pero que de momento se comportan.
Estigio suspiró, cansado.
—Dime la verdad. ¿Qué les ha sentado peor: no poder violar a todas las mujeres que encuentren o que un niño les dé órdenes?
Galen resopló.
—No veo a niño alguno entre nuestros veteranos.
Estigio lo saludó alzando el cáliz con un gesto sarcástico.
—Ambos sabemos que no debería liderar a los hombres en la batalla. Los tracios tenían razón. Carezco de experiencia para hacerlo.
Tras resoplar de nuevo, Galen se sentó en una silla junto a Estigio y le dio otro sorbo al vino que había estado bebiendo antes.
—Ningún otro comandante nos habría llevado tan lejos con tan pocas bajas. Mira tu historial. Dime un solo hombre que haya pisado siquiera suelo atlante con un ejército invasor, de cualquier país extranjero. —Hizo una pausa—. Sólo hay uno: Estigio de la casta de Aricles, príncipe de Dídimos.
Tal vez, pero estaba harto y cansado de la sangre y de tener que ver cómo sus hombres, jóvenes y viejos, eran despedazados. ¿Y por qué? ¿Por poder? ¿Por dinero? ¿Por gloria?
¿Qué sentido tenía cuando solo hacía falta un óbolo para pagar a Caronte el viaje final?
Cada decisión que tomaba, acertada o no, acababa con alguien muerto. Con alguien llamando a su madre, a su esposa o a uno de los dioses… Con ellos quemando el hogar y las posesiones de otra persona hasta que solo quedaban cenizas. Una vida de recuerdos y de trabajo para construir algo que quedaba destruido por la guerra en un instante.
Estigio se frotó los ojos e intentó desterrar las imágenes que se negaban a dejarlo en paz tanto como se negaban las voces. Daría lo que fuera por disfrutar de unos momentos con Bethany para que ella desterrase las pesadillas con sus besos y le diera algo hermoso que poder mirar.
Algo hermoso a lo que aferrarse.
Galen se inclinó hacia delante.
—¿Qué tal tu costado?
—Como mi cabeza: duele.
Su antiguo instructor le miró la mano con la que sostenía el cáliz.
—¿Aún no te pones el sello?
Estigio se miró los dedos desnudos y se encogió de hombros.
—¿Para qué? Si caigo, no valgo el precio de un rescate. ¿Por qué iba a volver a casa cuando los hombres que luchan bajo mi pendón serían asesinados o vendidos como esclavos por nuestros enemigos? Mejor reunirme con ellos en la muerte o en la esclavitud que vivir en paz sabiendo que no pude mantenerlos a salvo. —Se sirvió más vino y después le indicó a Galen si quería más, pero este declinó la oferta. Suspiró y comenzó a juguetear con la flauta que había estado tocando su mentor—. Dime, Galen, ¿cómo puedes dormir por las noches? Yo no he visto nada comparable a las batallas en las que tú has luchado y comandado. Por favor, explícame cómo hacer las paces con mi conciencia.
Galen exhaló un suspiro entrecortado.
—Es duro. No voy a mentirte. Además, yo me alejé de todo esto demasiado tarde.
—¿A qué te refieres?
Galen extendió una mano hacia el plato de aceitunas que había en el escritorio de Estigio y cogió un puñado.
—Mi padre cultivaba una granja diminuta. Yo detestaba el trabajo como no te puedes ni imaginar. Todos los días juraba que me iría de ese estercolero sin importarme lo que tuviera que hacer o a quien tuviera que matar. Y un día vi un ejército que atravesaba nuestro prado trasero. Las armaduras relucían bajo el sol y los soldados parecían dioses orgullosos. Antes de pensármelo mejor, corrí hacia ellos y me uní a sus filas. Pero nada, ni las matanzas de otoño ni la mesa del carnicero, me había preparado para el horror y la brutalidad de la vida como soldado. —Tragó saliva—. Aun así, para mí era preferible a la granja que tanto odiaba. La fama y la gloria, y sobre todo el dinero y las mujeres, me mantuvieron distraído mucho tiempo. Y un día, mientras mi ejército atravesaba otro campo perdido, vi a la mujer más hermosa creada por los dioses. Su radiante sonrisa me deslumbró incluso más que las armaduras cuando era un muchacho, de modo que me detuve en el acto para hablar con ella. —Hizo una pausa para deleitarse con el recuerdo de su mujer—. Me dio dos buenos hijos y dos preciosas hijas. Y mientras yo estaba en la guerra, ella enterró a nuestra hija menor por unas fiebres y a uno de nuestros hijos, que se partió el cuello al caerse de un árbol. Todavía me odio, y seguiré haciéndolo hasta el final, por dejarla sola para que tuviera que lidiar con eso en mi ausencia. —Las lágrimas brillaban en sus viejos ojos grises—. Mi primogénito me siguió a la guerra y yo estaba muy orgulloso. —Se le quebró la voz por el amor paternal—. Mi Filipo era un león en el campo de batalla. Alto, fuerte, respetuoso y glorioso. Lo miraba y daba las gracias a los dioses por la benevolencia de haberme concedido un hijo tan magnífico. ¿Quién era yo para merecerlo cuando a otros padres les quitaban tantos hijos? —Galen tragó saliva, se secó los ojos y carraspeó antes de continuar—: Pero llegó el día que todos los padres temen. Recuerdo perfectamente aquel momento, mientras yo caía al suelo en plena batalla. Me quedé tendido pensando que había llegado la hora de que Átropos cortara mi hilo. Filipo gritó y corrió hacia mí para salvarme. Y justo al llegar a mi lado vi que su cabeza salía volando por un certero hachazo. —Se pasó una mano por la boca mientras la rabia relampagueaba en sus ojos—. Ruego a los dioses, joven príncipe, que nunca conozcas el horror de buscar entre los cadáveres el cuerpo mutilado de tu hijo. No hay mayor pesadilla, y me atormenta incluso cuando estoy despierto. —Haciendo gala de una enorme fuerza de voluntad, inspiró hondo y controló sus emociones—. Después de que mi Filipo cayera en una batalla en la que no deberíamos haber luchado, rompí mi xiphos y juré que jamás volvería a responder a la llamada de Ares. Había terminado con él y con Atenea. De modo que me retiré a la granja que tanto odiaba de niño y pasé los mejores años de mi vida con mi dulce Thia. Vi a nuestra última hija crecer y convertirse en la mujer más guapa del mundo y deseé poder ofrecerles más a mi preciosa Antígona y a sus hijos. Después, un día llegó otro soldado a mi puerta y me dijo que el rey quería que adiestrara a su mocoso. Me reí en su cara. Pero no me reí del dinero que me ofreció. —Tras saludarlo con la copa, Galen sonrió—. ¿Cómo despreciar la proposición? Además, me daba la oportunidad de machacar al hijo malcriado del hombre que me había ordenado luchar en la innecesaria batalla que le costó la vida a mi hijo.
Estigio resopló y bebió un sorbo de vino.
—Te alabo por la maestría, maese tutor. Cada vez que bajan las temperaturas, siento algunas de tus mejores lecciones en mis huesos, sobre todo en la muñeca.
Galen lo miró con expresión maliciosa.
—Nada más verte te odié con toda mi alma. Allí estabas, sin apenas llegarme a la cintura, con la armadura de un niño, pero muchísimo mejor que las armaduras con las que yo había luchado por tu padre y mejor que la que llevaba mi Filipo cuando murió al servicio de un rey al que le importaba bien poco su vida o su muerte. Tenías la cabeza bien alta, con una arrogancia innata que me ofendió en lo más profundo. Y me entraron ganas de estamparle un puñetazo a tu bonita y mimada cara.
—Si no recuerdo mal, lo hiciste. Y después me diste una patada en el culo que me lanzó de lleno a un montón de estiércol, con mi mimada cara por delante.
Galen se echó a reír al recordarlo.
—Y no le dijiste ni una sola palabra a nadie. Te levantaste, cogiste tu espada de entrenamiento y me miraste como si hubieras caído en un lecho de rosas. Embadurnado de mierda.
—Era tan tonto que creía que te caía bien y tenía miedo de lo que harías si te cayera mal.
Galen meneó la cabeza.
—Te conozco mejor de lo que crees. Pero tardé bastante en deshacerme de mi odio y ver que lo que había tomado por arrogancia y desdén era en realidad arrojo y rebeldía, un intento por mantenerte firme contra todos los que estaban decididos a verte caer y por hacer lo correcto para el prójimo, aunque te costara carísimo. Fue ese niño, que ya entonces contaba con el corazón de un hombre, el que me enseñó a respetar una corona que había llegado a despreciar. Una corona a la que juré no defender jamás. Perdona mis palabras, joven príncipe, pero sigo odiando a tu padre y siempre lo haré. No le importan los que luchan por él, los considera insignificantes. Pero tú… es y siempre será un honor luchar a tu lado contra cualquier enemigo. En mitad de una batalla no te quedas en la retaguardia para ordenarles a los demás que mueran por ti. Vas en cabeza, y te he visto, una y otra vez, atacar a hombres muchísimo más fuertes y grandes con tal de proteger a tus soldados. Te he visto llevar en brazos a soldados heridos, sin importar que sean aristócratas o de origen humilde, para ponerlos a salvo sin consideración por tu bienestar, incluso hoy, cuando te han herido de gravedad.
—Y yo veo las caras de todos a los que no he podido salvar. Las caras de aquellos que me miran a los ojos cuando los mato. ¿Quién soy yo para erigirme como su ejecutor?
—Eres Estigio de la afamada casta de Aricles, el príncipe heredero de Dídimos. Y un día serás rey. ¿Quién mejor para ocupar el puesto de rey que un hombre consciente de que no es un dios y que conoce el valor y el sacrificio de aquellos que lo sirven y protegen a su pueblo?
—No me siento un príncipe, Galen. —Se sentía como un puto cansado.
—Eso es lo que te convierte en el más indicado para llevar la corona de tu padre.
Estigio soltó una carcajada amarga.
—Ojalá pudiera verme a través de tus ojos. —Él sólo veía sus defectos y sus limitaciones.
Para su asombro, Galen tiró de él hasta que sus mejillas se tocaron y le dio un abrazo paternal. Después le besó la cabeza y lo soltó. Tras dejar el cáliz de vino en el escritorio de Estigio, cogió la flauta.
—Deberías dormir. El amanecer traerá más lucha para nuestras espadas.
Y más sombras fantasmales para atormentar su conciencia…