23 de mayo de 9531 a. C.

Hefestión, el mensajero de los dioses atlantes, abrió de golpe la puerta del salón principal de Katoteros.

—¡La Coalición Estigia ha llegado a nuestras costas!

Bethany dejó de leer la maravillosa carta que Héctor le había dejado en el tronco del árbol a través de un mensajero. Los demás dioses entraron en acción de inmediato. Hefestión iba de camino a avisar a los que no estaban presentes, pero ella lo agarró de un brazo y lo detuvo.

—¿Qué ha pasado?

—Acaban de desembarcar en la playa de Ena. Si no los detenemos ahora y los obligamos a regresar a Grecia, podrían llegar a la ciudad y conquistarla.

La simple idea de que un ejército griego pisara su amada nación hizo que Bethany lo viera todo rojo. ¡Cómo se atrevían!

—¿Quién lidera las tropas?

—Estigio de Dídimos.

«Vaya, cómo no…», pensó.

El perro de Atenea cuyo nombre habían usado para bautizar al ejército griego. La Coalición Estigia. Cegada por la furia, Bethany hizo aparecer su armadura, su caballo y su arco. Esa vez le daría una lección a ese cabrón. En Grecia sus poderes estaban limitados aunque cabalgara con el ejército atlante, pero en su tierra…

El príncipe Estigio sentiría la fuerza de su ira ese día y desearía haberse quedado en su casa.

Exhausto por la batalla, Estigio se limpió la sangre de la cara mientras observaba cómo su ejército avanzaba desde la playa donde habían desembarcado. Aunque el combate había sido feroz, habían vencido a las tropas atlantes que defendían la isla más alejada. Casi todos los soldados atlantes yacían muertos en la arena. Sin embargo, un reducido contingente había huido hacia el interior para poner sobre aviso a la población.

—¡Fortificad la zona! —les ordenó a sus comandantes.

Necesitaban estar listos para cuando llegara el siguiente asalto. Era imposible que los atlantes les permitieran avanzar sin enzarzarse en una lucha brutal a cada paso del camino.

Estigio dio un respingo, asaltado por el dolor del costado. Joder… el amuleto de Bethany solo lo protegía de las armas. No de los palos de madera rotos o de la imbecilidad. Durante la lucha del día anterior se había tropezado con un palo. Y de alguna forma había logrado introducirse por los laterales de la coraza hasta clavársele en las costillas.

La herida le ardía horrores.

Mientras trataba de desterrar el dolor fue en busca de su caballo pero se detuvo al ver unas hogueras al norte, no lejos de la playa, en uno de los pueblos. Al principio pensó que se trataba de la población, que de esa forma intentaba avisar a aquellos que vivían en el interior. Hasta que vio los pendones griegos pinchados en la arena frente al pueblo.

Mierda…

Sus hombres estaban saqueando sin permiso.

—¡Galen! —gritó—. Necesito mi dekarmatoli. Rápido.

La dekarmatoli estaba conformada por los diez hombres que su antiguo instructor había seleccionado personalmente y a los que les había encomendado la misión de proteger a Estigio a toda costa. Tras lo sucedido en Halicarnaso con Apolo, Galen lo protegía con uñas y dientes.

En ese momento, Estigio necesitaba hombres leales que aplastaran la rebelión antes de que se extendiera.

Montó a lomos de Troyano y se dirigió al pueblo al galope.

Bethany hervía de furia cuando usó sus poderes para aparecer en la aldea dela playa de Ena, cuyos habitantes llevaban un buen rato implorando la ayuda de los dioses. Mientras el resto del panteón apoyaba al grueso de las tropas atlantes, ella había decidido ir al pueblo para investigar qué sucedía.

La aldea había servido de refugio a los soldados atlantes heridos en la batalla. Unos soldados que en esos momentos yacían muertos a los pies de la estatua del bisabuelo de Bethany, asesinados por las tropas griegas.

Bethany levantó la mano, dispuesta a enviarlos directos a su amado Hades.

—¡Alto! —ordenó una voz estentórea y ronca que los detuvo a todos.

Incluso a ella.

Intrigada, Bethany observó con el ceño fruncido al príncipe de Dídimos, que bajó de un salto de su caballo y caminó furioso y sin contar con escolta alguna hasta los cadáveres, que estaban siendo saqueados por los griegos.

¿Estaba loco?, se preguntó.

Ese grupo de soldados griegos no procedía de Dídimos. No le guardarían el menor aprecio al joven príncipe ni le mostrarían respeto alguno. Sus expresiones desdeñosas lo dejaban muy claro.

Con una mirada furibunda en sus ojos azules, Estigio fue directo hacia dos soldados que acababan de sacar a rastras de su casa a una jovencita. Sus intenciones eran más que evidentes, a juzgar por el vestido desgarrado de la muchacha.

—¡Soltadla! —les ordenó.

En vez de obedecerlo, el soldado más corpulento rodeó la cintura de la joven con un brazo.

—Es botín de guerra, alteza —replicó, pronunciando el título con asco.

—Es una persona, no un objeto. Suéltala o te arrepentirás.

—¿Ah, sí? ¿Hará que sus hombres me azoten? —Se echó a reír—. Soy tracio. No nos arrodillamos ante la corona de Dídimos y no tememos a vuestros hombres.

Los tracios que lo acompañaban vitorearon sus palabras.

Impávido, el príncipe se acercó como un feroz depredador, consciente de las espadas que lo rodeaban pero sin demostrar temor alguno.

—En ese caso, ha llegado la hora de que me temáis a mí.

Todos se echaron a reír al escuchar las arrojadas palabras del príncipe.

Con la intención de ver mejor la escena y de asegurarse de que la aterrada muchacha no sufría daño alguno, Bethany poseyó su cuerpo. Nada más hacerlo, sintió la brutal presión de las manos del soldado, que en ese momento enterró la cara en su cuello.

—Para ser una puta atlante huele muy bien. Estoy seguro de que encontraremos a una para usted, señor. Ahora regrese con sus hombres y déjenos hacer a los que tenemos la edad suficiente para disfrutar del vello púbico.

La mirada celestial de Estigio no flaqueó mientras extendía un brazo. Al cabo de un instante, el soldado soltó a la muchacha y se desplomó. Acababa de morir… con un pequeño puñal clavado entre los ojos.

Bethany se quedó boquiabierta.

¿Estigio había matado a uno de sus compatriotas?

¿Para proteger a los atlantes?

Mientras desenvainaba la espada, el príncipe la instó a colocarse a su espalda.

—Vuelve con tu madre. Rápido.

Atónita por el perfecto atlante que hablaba, Bethany lo obedeció y observó fascinada cómo el príncipe defendía al enemigo frente a sus propios hombres.

Los tracios lo atacaron.

Acabó con seis de ellos antes de que llegaran refuerzos que lo apoyaron contra el resto de los furiosos tracios. Los recién llegados no tardaron en reducirlos y hacerlos retroceder.

Estigio agarró al soldado que había ayudado al que yacía muerto a sacar a rastras a la muchacha de su casa.

—Dile a tus tracios que no hemos venido a violar a las esposas, a las hermanas y a las hijas de los atlantes. Nuestra lucha es contra la reina atlante, contra sus soldados y contra sus dioses. No contra sus mujeres o sus niños. Cualquier griego que desafíe mis órdenes será castrado y sacrificado al dios atlante Dikastis, para purgar los crímenes cometidos contra su pueblo.

—¿Cree que ellos serían tan benévolos con nuestras mujeres?

Estigio lo alejó de un empujón.

—Por eso estamos en suelo atlante, para luchar contra ellos antes de que lleguen a nuestras costas. Estamos aquí para proteger a nuestras familias de los tratantes de esclavos atlantes, y no avergonzaré a nuestros inocentes mancillando y asesinando a los inocentes atlantes. Vete y avisa a tus hombres.

El príncipe regresó junto a Bethany, a la cabaña donde la muchacha se había escondido con su madre y sus hermanas.

Para su más completo asombro, Estigio cogió una muñeca que yacía en el suelo en el exterior de la cabaña y después se arrodilló en el vano de la puerta al lado de la hermana pequeña de la joven, que no tendría más de diez años.

La niña, que se aferraba asustada a las faldas de su madre, lo miró mientras él le ofrecía la muñeca.

—No pasa nada, pequeñina —le dijo, usando de nuevo un atlante perfecto—. No hemos venido a hacerte daño, ni a hacérselo a tu familia. Tienes mi palabra.

La niña miró a su madre como si quisiera que esta le confirmara sus palabras.

Con los ojos como platos, la madre le quitó la muñeca de las manos y retrocedió para proteger a sus hijas.

Estigio inclinó la cabeza antes de ponerse en pie.

—Dile a los habitantes de la aldea que se reúnan en la plaza, y yo mismo me encargaré de que os acompañen al interior de la muralla para que estéis protegidos. Si alguien no puede caminar o viajar, avisad y lo llevaremos.

La mujer lo miró con recelo.

—¿Es una artimaña griega?

—Te juro por mi vida que no lo es. Por favor, buena mujer, apresúrate por el bien de tus hijas. No sé cuánto tiempo podrán contener mis hombres a los otros griegos si deciden contradecir mis órdenes. Debemos poneros a salvo.

Después se marchó para trasladar las órdenes a sus hombres, que actuaron como si fueran algo normal en él. Bethany no se dio cuenta de que estaba malherido hasta que lo vio trastabillar y aferrarse a su caballo para guardar el equilibrio. Por la pierna izquierda le bajaba un reguero de sangre.

Sin embargo, no permitió que nadie lo descubriera, porque se apresuró a limpiársela antes de subirse al caballo.

Fiel a su palabra, el príncipe acompañó a los habitantes de la aldea hasta un lugar seguro. Bethany jamás había visto nada semejante. Un griego capaz de matar a sus compatriotas para proteger a las mujeres y a los niños del enemigo…

Era algo insólito, sobre todo tratándose de un príncipe que no le había demostrado clemencia alguna al ejército atlante durante los meses que llevaban luchando. Si algo se sabía sobre Estigio, era que se mostraba inclemente y brutal en el campo de batalla. Su ejército era el único que los atlantes no habían podido vencer. Gracias a unas tácticas de combate diferentes de las que usaban el resto de las tropas griegas, había logrado llevar a cabo una campaña sangrienta y brutalmente efectiva.

Y aunque en ese momento se mostraba compasivo con las personas, Bethany sabía que en cuanto los habitantes de la aldea se marcharan, ordenaría a sus tropas que registraran las casas en busca de aprovisionamientos y que después las quemaran. Otro detalle por el que se le conocía.

Más intrigada por él que antes, Bethany se detuvo al otro lado de su caballo, aún en el cuerpo de la muchacha a la que había salvado. Una vez a su lado, alzó la vista y observó al príncipe mientras él dirigía la evacuación delos habitantes de la aldea.

Estigio lucía la misma pose arrogante y tensa que tanto la irritó el primer día que lo vio en Halicarnaso.

¿O no se trataba de arrogancia? Puesto que lo estaba observando desde cerca, atisbó el tormento y el dolor que moraban en sus ojos azules. La resignación y el agotamiento que lo hacían parecer mucho mayor. Y más vulnerable.

—¿Alteza?

Las emociones dieron paso a una expresión estoica cuando la miró.

—¿Sí?

Bethany le colocó una mano sobre la greba negra y dorada, y percibió exactamente dónde se localizaba su herida.

—Gracias por vuestra ayuda.

Él inclinó la cabeza con respeto.

Con un despliegue de atrevimiento, Bethany subió la mano hasta dejarla sobre los musculosos gemelos sobre los cuales se entrecruzaban las cuerdas que ataban la greba.

—Me gustaría ofreceros mis servicios para pagaros la amabilidad que me habéis demostrado.

El príncipe azuzó a su caballo para alejarse de ella.

—Aunque agradezco la oferta y me siento halagado, debo rechazarla.

Confundida, Bethany se alejó.

—¿Elea? —la llamó él.

Sorprendida por el hecho de que recordara el nombre de la muchacha, que su madre había usado hacía ya más de una hora, Bethany se detuvo para mirarlo.

—¿Sí, alteza?

—No permitas que nadie use tu cuerpo como moneda de cambio, mucho menos tú misma. Los beneficios serán momentáneos y no compensan la herida eterna que sufrirá tu alma. —Después se inclinó hacia delante y le arrojó un valioso broche.

Bethany lo atrapó en el aire y vio que llevaba el mismo emblema que su escudo, un fénix. El emblema de la Coalición Estigia.

Sin pronunciar una sola palabra más, Estigio se dio media vuelta y se encargó personalmente del traslado de una anciana inválida y de su nieta a la ciudad amurallada, situada en el interior de la isla.

Asombrada por esa inesperada muestra de sabiduría y de compasión, se unió al grupo para realizar el trayecto y ponerse a salvo. Parte de ella aún esperaba alguna sucia artimaña.

Mientras caminaban, buscó a su Héctor entre los hombres del príncipe. Sin embargo, eran miembros de la caballería, no había ni un solo soldado de infantería entre ellos. Otro honor inesperado para los atlantes, que estaban siendo escoltados por nobles griegos y por sus soldados de élite, no por campesinos.

Mientras lo observaba, percibió algo en el príncipe que le recordó a su amor, pero Héctor no estaría herido. No si llevaba su amuleto, tal como hacía la última vez que lo vio. No había motivos para pensar que se lo hubiera quitado. Además, Estigio parecía un poco mayor que su Héctor. Definitivamente era más serio y se mostraba más seguro de sí mismo. Héctor era tímido y reservado. Jamás se metería de lleno en un enfrentamiento con tan poca cabeza.

No, Estigio no era el hombre que la hacía arder de pasión.

Pero por fin comprendía por qué Atenea lo había elegido como su héroe. Era honorable, al contrario que muchos otros. Y trataba con respeto a aquellos que lo rodeaban, como si le importaran.

Aunque se tratase del enemigo.

Claro que sus buenas obras no cambiaban nada. Estaban en guerra y al final tendría que destruirlo por haberse atrevido a pisar sus costas y a matar a sus soldados. La compasión que había demostrado ese día le había otorgado un breve indulto mientras ella se encargaba de poner a salvo a sus fieles.

Al día siguiente, sin embargo, iría a por el príncipe sin misericordia.

Tras entrar en la ciudad amurallada, observó cómo Estigio trasladaba a la anciana hasta el templo de Agapa, el lugar elegido para cobijar a todo aquel que se hubiera quedado sin un hogar por culpa de la invasión enemiga. El príncipe dejó a la anciana al cuidado de una joven sacerdotisa, pero no antes de decir algo que le arrancó a la anciana una sonrisa y de alzar en brazos a la niña para sentarla al lado de su abuela.

La verdad, era sorprendente que los soldados atlantes no los atacaran ahí mismo. Sería la forma más sencilla de ponerle fin a la guerra.

Sin embargo, su gente no era tan traicionera como lo eran los griegos. Nunca lo habían sido. En cambio, honraron las buenas intenciones de Estigio y de sus hombres, y les permitieron poner a salvo a los aldeanos y marcharse sin recibir daño alguno.

Llegada la mañana entrarían en combate de nuevo.

Con ese pensamiento en mente, Bethany abandonó el cuerpo de la muchacha y fue en busca de su bisabuelo, que se encontraba en su templo, a poca distancia del de Agapa.

Los atlantes estaban invocando su nombre y haciendo sacrificios en su honor. Aunque no les hacía falta. Misos los habría ayudado de todas formas.

Invisible a los ojos de sus fieles, su bisabuelo le guiñó un ojo cuando la vio acercarse a él.

—¿Qué noticias traes?

—El príncipe griego está herido en el costado izquierdo. En la tercera costilla contando desde abajo. No será capaz de sostener el hoplon con ese brazo.

—Buen trabajo. Mañana lo veremos muerto y enviaremos a sus depravados griegos de vuelta a casa con el rabo entre las piernas.