10 de diciembre de 9532 a. C.

Era la guerra. La guerra total. Su padre acababa de recibir las noticias y Dídimos, junto con todas las ciudades-estado de Grecia, estaba reuniendo a sus tropas. Tenían que partir de inmediato.

Estigio suspiró al no ver a Bethany en su lugar de encuentro.

—¿Beth? —la llamó con la esperanza de que se hubiera alejado un poco, como solía hacer cuando no esperaba que él apareciera.

No obtuvo respuesta.

Joder.

Se marcharía al amanecer. Solo quería verla por última vez y decirle lo que estaba pasando. Claro que ella ya lo sabría. Todos eran conscientes de que los atlantes estaban reforzando sus ataques y que estaban decididos a conquistar Grecia. Planeaban asesinar a todas las familias reales que encontraran.

Sin embargo, a él no le preocupaba su familia.

—Lucharé por ti, mi Bethany.

Y se aseguraría de que Grecia no sucumbía al control atlante para mantenerla a salvo, sólo a ella. Los demás podrían irse derechos al Tártaro.

Miró el anillo que iba a regalarle. Un anillo que debería haberle dado al regresar de Halicarnaso, pero en aquel momento estaba mancillado por Apolo y quiso esperar para dárselo, de modo que la alegría de ver cómo lo recibía no se viera teñida por el brutal ataque del dios.

Aunque no sabía si ella lo encontraría, lo metió en el tronco del árbol junto al que se reunían, con la esperanza de que comprendiera que no podía esperarla.

Con el corazón destrozado por el tiempo que tardaría en verla, montó y se alejó.

Bethany quería ponerse a gritar. Llevaba muchísimo tiempo esperando, con la esperanza de que Héctor apareciera. Tras el feroz ataque que Apolo había organizado contra su propia gente y del que habían culpado a los atlantes, sabía que iban a enviar a Héctor a la guerra una vez más y quería verlo antes de que se marchara.

En esa ocasión lo marcaría para poder reconocerlo entre las tropas.

Frustrada, se arrodilló y empezó a golpear el árbol que tenía detrás. Pero después sus dedos rozaron algo. Frunció el ceño, se volvió y tanteó hasta encontrar el agujero en la base del árbol donde Héctor a veces le dejaba cosas.

No…

Se le llenaron los ojos de lágrimas al darse cuenta de que había estado allí pero que no lo había visto. Con el corazón en la garganta, sacó el cofrecillo y lo abrió, tras lo cual descubrió un anillo en su interior.

Desesperada por asegurarse de que procedía de Héctor, se lo llevó a su templo de Katoteros. Se mordió el labio y sacó el precioso anillo de oro del cofrecillo, un anillo adornado con un caballo alado, ya que le había dicho que le gustaban, aunque sin confesarle que tenía uno. Y en la cara interna del anillo, las palabras ΔΙΚΟΣ ΣΑΣ: «Siempre tuyo».

Había estado allí y ella había llegado tarde. El dolor la atenazó al darse cuenta de que tal vez no volviera a verlo.

«Por favor, lleva siempre mi colgante contigo. Por favor», suplicó.

¿Y si no lo hacía?

No, se negaba a pensar en eso. No podía. Si algo llegaba a pasarle…

Los griegos conocerían el infierno. Arcón no tendría que volver a preocuparse por el hijo de Apolimia. Ella sería quien destruyera ese mundo.

Pero ¿cómo encontrarlo?

Dado que se trataba de una guerra total, las tropas griegas se reunirían primero y después se dividirían. Algunos de los regimientos de Dídimos podrían encontrarse al sur. Otros al norte. O si había muchas bajas en el regimiento de Héctor, podrían asignarlo al de otra ciudad-estado. Le resultaría imposible averiguar a qué regimiento estaba asignado.

—Te encontraré, Héctor.

No sabía cómo, pero no descansaría hasta saber que estaba sano y salvo.

Y, sobre todo, protegido.