—Mira a esos desgraciados —le dijo Misos, el dios atlante de la guerra, a Bethany con desdén, mientras se unían a las tropas atlantes que se estaban preparando para atacar la colonia griega de Halicarnaso, una de las ciudades griegas más ricas. Los atlantes querían dejar bien claro a sus despreciables hermanos humanos por qué tenían que abandonar las costas de la Atlántida.
Aunque su objetivo principal era matar a cualquier príncipe griego lo bastante imbécil como para luchar.
Bethany detuvo su blanco caballo alado junto al de su bisabuelo. Su madre, Sinfora, la diosa de la pena, ya recorría el campo de batalla a la espera de los hombres que morirían ese día.
—¿Has escogido a tu campeón, tattas? —le preguntó a Misos.
El dios de la guerra la miró con una sonrisa.
—Zerilus. —El líder del ejército atlante. De casi dos metros y medio de estatura, era tan grande que se decía que un mandoble de su poderosa hacha podría cortar un árbol enorme—. ¿Qué me dices de ti, preciosa? ¿Quién es tu elegido?
Héctor. Pero no podía permitir que su familia supiera que su corazón estaba en el campamento enemigo, junto a un soldado raso.
De modo que escogió al atlante que menos daño podría causarle.
—Xan.
—El príncipe atlante… una buena elección, sí.
—Ahora, si me disculpas, tattas, me internaré entre las filas griegas para hacer mi trabajo.
Su bisabuelo se echó a reír.
—Asegúrate de avisarnos si te ve alguno de los dioses griegos. Cuanto antes comencemos la batalla, mejor.
Lo saludó con su espada e instó a Herita, su caballo alado, a dar media vuelta para alejarse de ellos e internarse en el campamento griego. En realidad, no iba para extender la desdicha y la infelicidad entre sus corazones como era habitual, sino para buscar al hijo de un mercader que llevaba su colgante en la muñeca.
«¿Dónde estás, Héctor?», se preguntó.
A decir verdad, estaba impresionada por el número de soldados. Los griegos habían reunido un ejército enorme en poquísimo tiempo. Se quitó el casco dorado para poder ver mejor las caras de los hombres que se preparaban para la inminente batalla.
A su derecha vio el pendón de Dídimos. Se dirigió a su campamento. Mientras examinaba la parte posterior, allí donde estaban los soldados rasos, la distrajo un destello rojo.
Atenea…
Percibía la presencia de esa zorra. Su enfrentamiento era legendario en todo el Mediterráneo. Y comenzó cuando Bethany, en el fragor de la batalla, atravesó el corazón del elegido de Atenea con una lanza.
«Vaya, ¿quién será el elegido al que voy a matar hoy?», se preguntó.
Bethany tomó tierra con su caballo y desmontó. Fue tocando a varios soldados griegos a medida que pasaba, de modo que sintieran al punto un miedo atroz y una tremenda angustia mental. No eran su Héctor. No eran lo bastante altos. De modo que le daba igual si caían o no.
Rodeó una tienda y se quedó helada al ver al infame príncipe de Dídimos, Estigio. Si bien había oído su nombre en incontables ocasiones, jamás lo había visto.
Un cretino arrogante. Esa fue su primera impresión al verlo pavonearse con una carísima armadura negra y su reluciente clámide roja, a lomos de un magnífico semental negro. Su cuerpo destilaba un orgullo majestuoso. Aun así, tenía un porte increíble mientras la ligera brisa le agitaba los rizos rubios, confiriéndole un aire extraño y juvenil. Unas cejas castañas enmarcaban sus inteligentes ojos, de un azul tan limpio que se asemejaban al color del mar Egeo por su claridad y su luminosidad.
Su expresión seria hacía que los pómulos resultaran más definidos y esculpidos. Puesto que era demasiado joven para tener barba, apenas lucía una sombra castaña en la parte inferior del rostro.
Era una criatura de gran belleza.
—Vuestro hoplon, joven príncipe.
Bethany entrecerró los ojos al ver que Atenea, disfrazada de soldado raso, le ofrecía el escudo rojo a su campeón, que no tenía la menor idea de que la diosa griega pensaba cabalgar con él hacia la batalla.
«¿Este es tu elegido? ¿En serio? ¿Un príncipe arrogante sin experiencia en combate?».
Se habría echado a reír de no ser tan triste.
El príncipe saludó a Atenea con una inclinación de cabeza y aceptó el escudo, adornado con un fénix negro, una corona griega de laurel y la frase «Yo defiendo» grabada. El peso del hoplon hizo que los músculos de su brazo resaltaran aún más. Le dijo algo a la diosa que hizo que esta sonriera.
Atenea le ofreció el casco negro.
El príncipe se lo colocó con una mano antes de coger su xiphos. Qué pena tener que matarlo, pensó ella. Semejante belleza era inusual entre los humanos.
Ojalá Atenea hubiera escogido a otro…
Suspiró por el desperdicio e hizo aparecer su arco con sus poderes, que armó con una flecha. Apuntó al corazón del príncipe.
Justo cuando disparó, el príncipe azuzó a su caballo para que se pusiera en marcha.
«¡Joder!», pensó. La flecha pasó junto a los flancos del animal y se clavó en un poste de la tienda.
En cuanto lo hizo, Atenea se volvió para fulminarla con la mirada.
Bethany le hizo un gesto soez a la diosa griega. Llamó a su caballo, lo montó y se alejó volando antes de que Atenea pudiera devolverle el ataque.
La batalla estaba a punto de comenzar.
Con el corazón en la garganta, Bethany miró hacia las filas griegas y rezó para que Héctor estuviera a salvo.
—¿Y bien? —le preguntó Diafonia a Bethany cuando regresó a su lado—. ¿Los has agitado?
—No tanto como de costumbre. Vi al campeón de Atenea y estuve a punto de acabar con él. Pero la zorra me descubrió.
La diosa de la discordia le dio unas palmaditas en el hombro.
—No temas, primita. El día no ha hecho más que empezar. Esta noche nos emborracharemos con la sangre de los griegos caídos. —Diafonia extendió sus alas y se abalanzó sobre los soldados, acompañada por su hermano Pali, el dios delos conflictos. Ambos hermanos solían mezclarse con sus enemigos para provocar su ira y crear confusión.
En ocasiones como esa Bethany echaba de menos a Apolimia. La diosa de la destrucción siempre había sido su mejor aliada durante el combate.
En fin, tenían que librar una batalla y ella tenía que matar al príncipe de Dídimos.
—Prepárate, Hades. Estoy a punto de mandarte a la flamante mascota de Atenea.
Voló para colocarse junto a Xan y mantuvo su brazo firme a lo largo de todo el día mientras mataba a un griego tras otro.
Hasta que por fin vio de nuevo al joven príncipe de Dídimos.
Había desmontado en algún momento de la batalla y luchaba a pie junto a sus hombres, pero Atenea no estaba por ninguna parte.
Bethany se tomó un momento para admirar la brutal elegancia y belleza de su arte. Alguien había adiestrado bien al príncipe. Pese a su juventud, luchaba como un soldado veterano. Sin miedo. No titubeaba al atacar ni al defender. Se enfrentaba a cada enemigo sin pestañear y sin mostrar cansancio. De hecho, parecía ganar fuerza con cada oponente.
Increíble. Estaba bañado de sangre, que chorreaba por su armadura y por su piel, pero seguía luchando con una agilidad y una destreza macabras.
—¡Estigio! —El repentino grito de Xan la sorprendió. No tenía la menor idea de que su príncipe conociera al campeón de Atenea. Y a juzgar por la rabia de su tono, no eran amigos.
Xan corrió hacia el príncipe, abriéndose paso con su espada para apartar a cualquiera que se interpusiese entre ellos.
Rodeado por el fragor de la batalla, Estigio ensartó al soldado contra el que luchaba; apenas había recuperado el aliento cuando una sombra oscureció su campo de visión. Levantó la cabeza justo cuando bajaba un hacha. Levantó el escudo y jadeó por el feroz golpe que le entumeció todo el brazo y lo postró de rodillas. Fue tan fuerte que un trozo de madera de su hoplon cayó al suelo.
Tras arrancar el hacha de su escudo para asestar otro golpe, su atacante gritó, frustrado. El gigante le quitó el casco y lo tiró al suelo. De alguna manera, Estigio se las apañó para no soltar el hoplon, pero tuvo la sensación de que le habían arrancado el brazo.
Rodó para atacar y consiguió golpear con los pies la cara de Xan. Por un instante se quedó sin respiración al recordar las manos de ese cabrón en su cuerpo mientras se reía a su oído y se burlaba de él.
Xan entrecerró los ojos.
—Me debes una, putita. Tu vida por la de Estes.
Tal como Galen le había enseñado, apretó los dientes para no responder al insulto. «Nunca dejes que el enemigo se te meta en la cabeza, muchacho. Las emociones te matarán», le había dicho su mentor.
No se trataba de rabia, de ego o de miedo. Estaban en una guerra. Fría. Brutal.
Definitiva.
Un error y podría perder un brazo.
O la cabeza.
La concentración y la habilidad eran lo único que lo mantendría vivo y de una pieza. Y si bien sabía que no podía morir, no le apetecía vivir mutilado.
Xan volvió a atacar con el hacha. Dado que conocía la fortaleza de sus hachazos y sabía que no podría repelerlos demasiado tiempo, Estigio soltó el hoplon y se abalanzó sobre su adversario, clavándole un hombro en el estómago y tumbándolo de espaldas, un movimiento que lo desarmó, ya que el hacha cayó al suelo detrás de Estigio, sin hacerle daño.
El príncipe atlante lo agarró mientras caía, dejándolo tirado sobre su cuerpo.
—Muchacho, si querías chupármela, solo tenías que pedírmelo.
Estigio intentó zafarse de él, pero Xan lo rodeó con sus enormes brazos y lo sujetó con fuerza. Los recuerdos lo asaltaron, sumiéndolo en el pánico, mientras intentaba no gritar.
—Creo que te haré prisionero en vez de matarte, principito, y así podrás ser mi tsoulus particular hasta que desgaste ese prieto culo tuyo. Luego te venderé a un estercolero para que se divierta.
Para espanto de Estigio, Xan bajó una mano y se la tocó por debajo de la armadura.
—Solo a los pusilánimes griegos se les ocurriría mandar a sus putitos a la batalla.
La rabia cegó a Estigio. Algo se quebró en su interior, liberando una rabia brutal. Tras soltar un grito de batalla nacido de una vida llena de humillaciones, Estigio se revolvió en los brazos de Xan y le clavó el kopis en el costado.
Xan lo soltó con un alarido.
Sin embargo, Estigio no le dio cuartel y siguió apuñalándolo una y otra vez, hasta que dejó de moverse. Con el corazón desbocado y los brazos y las piernas temblorosos, se apartó de ese cabrón y contempló la palidez de su cuerpo y sus ojos vidriosos.
—Por Aquerón —musitó.
Y por sí mismo.
Bethany se apartó del griego al que acababa de matar y se quedó helada al ver a su elegido muerto en el suelo. Totalmente anonadada, observó boquiabierta cómo el príncipe griego recogía su escudo del suelo y pasaba al siguiente adversario.
¿Qué había sucedido? Su campeón nunca había sido derrotado. Jamás. Por eso había dejado de prestarle atención y se había dedicado a matar a otros soldados.
—Una lástima, amiga mía —le dijo Atenea a Bethany tras aparecer a su lado—. Ahora ya sabes por qué he elegido a un soldado tan joven. No tiene miedo y es osado. Infatigable.
Bethany se volvió para asestarle un puñetazo a la diosa, pero Atenea ya había desaparecido.
«Muy bien, zorra… Ahora vas a descubrir lo que es el poder».
No solo era la diosa de la ira y de la desdicha. También era la diosa atlante de la caza.
Bethany usó sus poderes para hacer aparecer su arco y sus flechas y fue en pos de Estigio. Antes de que acabara la lucha, se bañaría en su sangre. Apuntó a su cabeza y disparó.
Justo cuando la flecha estaba a punto de clavarse en su cabeza, el príncipe levantó su escudo como si supiera que se acercaba y la interceptó.
No…
¿Cómo era posible?
Lo intentó de nuevo. En esa ocasión, el príncipe esquivó la flecha, y la siguiente que disparó la cortó con su espada.
Lo protegía alguien más poderoso que Atenea. Con un poder muy antiguo…
¿Un ctónico?
Si no fuera algo imposible, habría dicho que se trataba de un poder primigenio. Pero nadie malgastaría sus poderes con un príncipe humano tan joven. Aunque fuera tan guapo.
Llamó a su caballo y se reunió con su bisabuelo para ir en pos de Estigio y acabar con su pútrida existencia.
Los brillantes ojos verdes de Misos se abrieron por la sorpresa al verla aparecer tan de repente.
—¿Qué haces?
Señaló a Estigio.
—A ese le quiero muerto.
—Seguro que es el de Atenea.
—¡Mátalo, tattas!
Su bisabuelo la miró con una sonrisa.
—Como quieras, preciosa.
El príncipe Zerilus rugió al ver a su primo Xan muerto en el suelo y a Estigio alejándose de su cadáver. Dispuesto a vengarse, el gigante atlante avanzó en línea recta hacia el príncipe de Dídimos.
Estigio supo que algo malo estaba a punto de suceder al ver que los hombres que lo rodeaban se apartaban, incluido el atlante contra quien luchaba. El soldado prácticamente huyó de él.
«Esto no me gusta un pelo», pensó.
Se volvió y vio a un hombre gigantesco que corría hacia él como un elefante en plena estampida.
«Joder…».
De repente, volvió a sentirse como un niño de doce años mientras Galen le lanzaba golpe tras golpe y él yacía impotente en el suelo, incapaz de contener el ataque.
El gigante le lanzó la jabalina. Estigio la esquivó, pero le pasó tan cerca del cuerpo que le rozó el bíceps. Apenas tuvo tiempo de levantar el hoplon antes de que el gigante lo golpeara con su espada, con tanta fuerza que creyó que le había roto el brazo. No, no roto…
Destrozado.
Estigio siseó y se apartó rodando antes de comprobar que podía mover el brazo.
Podía, pero le dolía bastante.
El gigante atacó de nuevo. Estigio se apartó y golpeó el brazo extendido de su oponente con el xiphos. Su rival lo esquivó con su propia espada.
Tras girarse, Estigio retrocedió un paso. El gigante respiraba con dificultad, entre jadeos. Esa era la clave para sobrevivir. Si bien el hombre era increíblemente grande, también era mucho mayor y se estaba cansando. Si lograba mantenerse lejos de sus golpes y cansarlo un poco más, podría vencerlo.
Pero solo tendría una oportunidad. Si fallaba…
Estaría poniendo a prueba su supuesta inmortalidad una vez más.
Agachó la cabeza, se abalanzó contra su rival y después retrocedió, haciendo que su oponente se inclinara demasiado rápido hacia él. Al hacerlo, se percató de que todos los hombres que los rodeaban habían dejado de pelear para observarlos.
«Genial. Espectadores para presenciar mi humillación y mi probable muerte. Justo lo que quería… Hagas lo que hagas, viejo, no me tires al suelo y me metas mano delante de todos antes de matarme», pensó.
Su peor miedo, además de perder la cabeza, era que alguien hubiera visto a Xan tocándolo.
Estigio arqueó la espalda cuando el gigante lanzó un mandoble que casi logra su objetivo. Después levantó su xiphos. El atlante retrocedió un paso y le clavó en el costado el escudo redondo, más pequeño que el suyo. El repentino dolor le nubló la vista.
El zumbido que tenía en los oídos era tan ensordecedor que solo escuchaba los desaforados latidos de su corazón.
El gigante soltó una carcajada y extendió el brazo para ensartarlo. En vez de repeler el ataque, Estigio levantó el brazo y dejó que el arma enemiga se colara entre su costado y el codo. Sin apenas darle tiempo a su adversario, bajó dicho brazo, inmovilizó el del atlante y dejó su propio xiphos en el suelo. Acto seguido, se sacó el kopis de la cintura con gran agilidad y se lo clavó al gigante en el costado, introduciéndolo entre las placas de su coraza de bronce.
El gigante jadeó, se tambaleó y agachó la cabeza lo suficiente para que Estigio pudiera golpeársela. Antes de que el atlante pudiera apartarse, Estigio le clavó el kopis en el cuello.
El gigante cayó al suelo como un tronco, arrastrando a Estigio con él. Durante un momento nadie se movió, hasta que Estigio recuperó el aliento y se apartó del cuerpo del gigante.
Las tropas griegas estallaron en vítores. Boquiabiertos y confusos, los atlantes siguieron paralizados.
Tembloroso por lo cerca que había estado de la muerte, Estigio cogió su xiphos y su hoplon y esperó al siguiente enemigo. Sin embargo, nadie parecía ansioso por enfrentarse a él. De hecho, los atlantes se estaban alejando como si los aterrorizara.
De repente, alguien empezó a gritar:
—¡Los atlantes se retiran!
Asombrado, Estigio levantó la vista mientras el grito se repetía entre sus filas y las cuadrigas y la caballería griegas pasaban junto a los hoplitas y los arqueros para perseguir a las tropas enemigas. Los atlantes corrían hacia sus naves para retirarse. No podía creerlo. Según tenía entendido, el ejército atlante jamás se había retirado de una batalla.
Hizo ademán de correr tras ellos, pero estaba demasiado cansado y dolorido. En realidad, solo quería dormir durante un mes seguido como poco.
Galen soltó una carcajada cuando se acercó a él y le dio una palmada en la espalda tan fuerte que Estigio se tambaleó.
—Has sobrevivido, muchacho. Y de una pieza, nada menos. ¡Bien hecho! ¡Muy bien hecho!
—Esto… gracias. Una forma genial de darme ánimos, viejo. —Estigio resopló y miró a Galen, pero hizo una mueca por el espantoso dolor de cabeza. Las voces de los dioses no le habían dado tregua durante la batalla y una en particular quería su sangre—. ¿Galen? ¿Conoces a una diosa llamada Bet’anya Agriosa?
—¿La diosa atlante de la ira y de la desdicha? Sí, joven príncipe. No la invoques jamás. Cuando se marca un objetivo, es incansable. ¿Por qué?
—Escuché que algunos soldados mencionaban su nombre y me resultó curioso.
—Sigue el consejo de un viejo perro de la guerra, hijo. Nunca pronuncies su nombre, ni siquiera en broma.
Estigio asintió con la cabeza y se dirigió hacia su tienda mientras intentaba desentenderse de las espantosas imágenes, de los horrendos sonidos y del hedor que lo rodeaban. Mirara donde mirase había hombres muertos o moribundos. Los gritos y los gemidos eran incluso peores que las voces de su cabeza. La tierra estaba saturada de sangre y de otras cosas en las que no quería pensar.
De hecho, tenía tanta sangre encima que chorreaba por su armadura e incluso le caía por la nariz. Claro que igual era suya. No tenía ni idea.
Mientras cruzaba el campo de batalla a pie, se dio cuenta de que no todas las voces que escuchaba estaban dentro de su dolorida cabeza. Los hombres que lo rodeaban coreaban su nombre.
Asombrado a más no poder, aminoró el paso, presa del miedo.
«¿Por qué corean mi nombre de esa manera?», se preguntó.
¿Había hecho algo mal?
Un emisario se acercó corriendo a él desde la izquierda y le hizo una profunda reverencia.
—¿Príncipe Estigio? Su Majestad, el rey Kreon, quiere verlo inmediatamente… sin dilación.
Pero estaba sucio. Cubierto de sangre, sudor y polvo.
Su padre ordenaría que lo azotaran a él o a cualquier soldado que se atreviera a aparecer delante de él de esa guisa.
Miró a Galen, que le guiñó un ojo antes de coger sus espadas, su escudo y su casco.
—Te llaman, muchacho. Es evidente que el rey necesita verte ahora mismo —dijo Galen.
Como no sabía qué esperar y estaba muerto de miedo, Estigio se limpió la cara y los brazos con su clámide lo mejor que pudo mientras seguía al emisario hasta el campamento más grande, donde el rey Kreon de Halicarnaso lo esperaba dentro de su lujosa tienda, atestada de aristócratas de las ciudades-estado y de comandantes de todas las unidades.
Genial. Un montón de espectadores para presenciar la humillación que lo esperaba. Joder… Los insultos de sus reuniones anteriores le pasaron por la cabeza.
«¿Jerjes nos manda a su mocoso para que lo cuidemos cuando tenemos que luchar? ¿En qué está pensando?».
«¿Dónde te has dejado a tu niñera, muchacho?».
«¿Tendremos que ayudarlo a eructar cuando beba vino?».
«¿Vino? Será leche. Esas mejillas sonrosadas son demasiado suaves para otra cosa».
«Pobre Galen. Ayer dirigía el ejército más fuerte de toda Grecia y hoy tiene que cambiarle el pañal al crío de Jerjes».
Uno de esos cabrones incluso le dio un tironcito de la oreja antes de decir: «Como me imaginaba… ¡Todavía lleva la placenta pegada!».
Con la cabeza bien erguida pese al pánico, Estigio entró en la tienda y atravesó las filas de esos cabrones que se habían burlado de él hasta llegar al trono del rey. Una vez allí, hincó una rodilla en el suelo y lo saludó.
—Majestad.
—Levántate, príncipe Estigio.
Se puso en pie. Adoptó la postura de un soldado, con las manos entrelazadas a la espalda, mientras esperaba a que el rey hablase.
«Por favor, dime que nadie vio que Xan me la agarraba antes de que matara a ese cabrón…».
¿O se trataba de algo incluso peor que eso?
—Mis observadores y mis generales me han dicho que le debemos esta victoria a tu espada y a la inspiración que tu valor le ha proporcionado a todos los que te han visto luchar sin flaquear.
¿Cómo?
Aturdido e incluso más nervioso que antes, Estigio miró a los hombres que se encontraban en la tienda. Hombres que se habían reído de él y lo habían insultado poco antes de la batalla, por no hablar del rudo trato del día anterior, cuando llegaron incluso a escupirle.
Y no para desearle buena suerte.
Sus pensamientos le resultaban tan abrumadores que no podía discernir ni uno solo. Varios de los presentes desviaron la vista, ya que no querían enfrentarse a su mirada ni por casualidad.
—Ha sido una batalla ganada por todos, majestad. No he luchado más que los demás.
El rey se levantó de su trono y se acercó a él.
—Sí, pero has sido tú quien ha derrotado sin ayuda a los dos comandantes más laureados y afamados del ejército atlante. Tú eres el único motivo de que se hayan batido en retirada.
Más confundido todavía, Estigio bajó la mirada, a la espera de que le dijera cómo había metido la pata y los había avergonzado a todos.
Kreon se plantó delante de él con el ceño fruncido.
—Tu padre es uno de los hombres más arrogantes y bravucones que conozco. Cuando me enteré de que hoy dirigías su ejército, dije unas cuantas cosas al respecto, y ninguna era halagüeña ni con tu padre ni contigo. A decir verdad, creía que Jerjes se estaba burlando de mí, como es habitual en él. Pero tal parece que los dioses han decidido rebajar mi arrogancia. Y no tengo palabras para decirte lo mucho que agradezco que Dídimos y tú acudierais hoy en nuestra ayuda, joven príncipe. Te devolveré a casa con regalos para ti y para tu padre. Ahora, ven. Te ofrezco mi baño privado y los servicios de mi esclava preferida.
Estigio no daba crédito, estaba estupefacto. Tanto que le costó hablar.
—Gracias, majestad. Me honráis con vuestra amabilidad, y si bien estaré encantado de disfrutar de vuestro baño, debo rechazar a la esclava que me ofrecéis. Aunque estoy seguro de que es todo lo que decís y más, me espera una dama en Dídimos cuya confianza en mí no pienso traicionar… Espero que lo entendáis.
El rey sonrió y asintió con la cabeza.
—Le envidio a tu padre el heredero que ha educado. Y es un honor conocerte, príncipe Estigio. Ahora, disfruta de tu victoria esta noche y de las celebraciones que seguirán.
Bethany ansiaba sangre mientras se veían obligados a retirarse de la isla griega. Aún deseaba la muerte del príncipe Estigio, pero no podía demorarse en el territorio de otro panteón con sus poderes divinos. No a menos que estuvieran luchando.
¡Joder!
—¿Cómo es que nos han derrotado? —rugió Misos—. ¡Es la primera vez que nos derrotan!
Pali se estremeció, asqueado.
—¿Habéis visto al campeón griego? ¿A Estigio de Dídimos? ¿Alguien ha oído hablar de ese cabrón?
—Es muy joven —contestó Bethany—. Lo vi justo antes de que comenzara la lucha. Estuve a punto de matarlo… ¡Ay! —Le dolía haber fallado.
Varias veces.
«¡Maldito perro griego!».
Misos tiró el escudo.
—¿Es un semidiós? ¿Un crónico?
Bethany negó con la cabeza.
—Es un humano con armas humanas. ¿Cómo ha podido derrotar a los nuestros? Tienen poderes psíquicos… deberían haber aplastado a los griegos como si fueran hierba.
Diafonia se pasó una mano por su pelo oscuro.
—¿Por qué luchaba como un inmortal?
—A lo mejor lo entrenó uno —sugirió Pali.
Bethany apretó los dientes.
—Atenea luchó a su lado.
Misos resopló.
—Eso no nos había detenido antes.
Cierto. Bethany suspiró al recordar a su flamante campeón.
—Sólo es una batalla. Ha tenido suerte.
Misos los miró con los ojos entrecerrados.
—Será mejor que nos encarguemos de que al joven príncipe se le acabe la suerte.
Mientras se dispersaban para controlar el repliegue de sus tropas, Apolo se reunió con ellos.
—En nombre de Hades, ¿qué ha pasado?
Pali lo miró con sorna.
—Que nos han dado una paliza. ¿Qué has estado haciendo? ¿Durmiendo una siesta?
Apolo los fulminó con la mirada.
—¿Cómo vamos a invadir Grecia si nos echan de sus costas como si fuéramos niñitas?
—¿Vamos a invadir? —Misos miró al dios olímpico con desdén—. Tú no estás incluido, griego.
—Lo estoy mientras mi gente esté luchando y muriendo. ¡Sobre todo mi nieto! ¿Quién ha matado a Xan?
—El príncipe Estigio —gritaron al unísono.
Pali resopló.
—¿También estás sordo? ¿Acaso no has oído a tu gente coreando el nombre de ese cabroncete?
Los ojos de Apolo relampaguearon al reconocer el nombre.
—¿Ese imbécil era el príncipe heredero de Dídimos?
—¿Dónde has estado? —preguntó Diafonia—. Es evidente que no has presenciado la batalla.
—Claro que no. No podía permitir que Zeus o Atenea me vieran con nuestros enemigos. He aparecido en cuanto me enteré de vuestra retirada. Y debo añadir que las noticias me han dejado de piedra.
Misos se cruzó de brazos.
—Pues si quieres vengarte, ya puedes eliminar a tu príncipe de nuestros futuros planes de lucha.
Apolo esbozó una sonrisa perversa.
—No te preocupes. Me encargaré de él.