30 de agosto de 9542 a. C.

—¡Está entrando ahora mismo!

Estigio se desentendió de sus estudios y miró a Aquerón, que se encontraba en la puerta y sonreía de oreja a oreja. No necesitó preguntar de quién estaba hablando. Debía de ser su tío Estes, que siempre los visitaba en esa época del año. Era el único acontecimiento que todos esperaban con la misma ansia.

Con el corazón tan desbocado por la emoción como lo tenía su hermano, Estigio miró a su tutor, el maestro Praxis.

—Señor, ¿se me permite salir? ¿Por favor?

—Por supuesto, alteza.

Estigio dejó el pergamino que estaba estudiando y corrió hacia Aquerón. Cogidos de la mano, atravesaron el pasillo y bajaron la escalera en dirección a la puerta principal, donde la servidumbre se había reunido para darle la bienvenida a su tío. Ryssa también se encontraba en los escalones, un tanto alejada de su padre.

La sonrisa de Estigio murió en sus labios por culpa del temor que lo invadió al mirar al rey. ¿Cómo lo recibiría este? Por algún motivo que no comprendía, era incapaz de escuchar sus pensamientos y la postura tensa que lucía en ese momento no le ofrecía el menor indicio del humor que tenía ese día.

Aquerón le soltó la mano y se acercó furtivamente a Ryssa para que su padre no se percatara de su presencia. ¡Cómo deseaba Estigio contar con la protección de su hermana! Sin embargo, Ryssa jamás aceptaba su compañía. Prefería mantenerse alejada de él.

Los músicos tocaron una fanfarria mientras su padre se volvía hacia él. Estigio se preparó para recibir el desdén del rey.

En cambio, su padre esbozó una sonrisa cariñosa al tiempo que le tendía la mano.

—Aquí estás, hijo mío. Estaba a punto de enviar a un sirviente a por ti. Ven a saludar a tu tío.

Tal vez su padre estuviera de buen humor…

Estigio aceptó la mano y sonrió, si bien por dentro estaba muerto de miedo. Su padre lo levantó en brazos.

«Será mejor que te grabes este momento en la memoria. A saber cuándo te abraza otra vez», se dijo.

Era cierto. Siempre intentaba recordar todos los momentos en los que sus padres le demostraban afecto. Era lo que le daba fuerzas para soportar sus crueles ataques y sus insultos.

Estigio colocó una mano sobre el hombro de su padre y cerró los ojos. Ojalá las cosas entre ellos fueran siempre así. Pero lo que más deseaba era que su tío Estes viviera con ellos. Su padre se mostraba más cariñoso y feliz cuando su hermano estaba cerca. Al igual que sucedía entre Aquerón y él, su padre y Estes compartían un vínculo especial. Un vínculo que fue evidente mientras su padre le frotaba la espalda y lo estrechaba contra su cuerpo, como si de verdad le importara.

No lo soltó hasta que el séquito de Estes se detuvo al pie de los escalones. Vestidos con relucientes armaduras doradas y vistosas capas rojas, el mismo color de los pendones, los hombres impresionaban tanto como el mismo Estes. Lo más sorprendente de todo era el enorme parecido que existía entre los hermanos. A simple vista ellos también parecían gemelos, aun cuando Estes era tres años más joven que el rey. Tenían la misma altura, la misma complexión, el mismo pelo rubio rizado y la misma barba.

Estes, pertrechado con la armadura, bajó de su carro de combate y, entre carcajadas, subió los escalones a la carrera para abrazar a su hermano.

—¡Jerjes! ¡No sabes cuánto te he echado de menos!

—¡Y yo a ti, hermanito! ¿Has tenido un buen viaje?

—Cualquier viaje que me acerque a mi familia es bueno, desde luego que sí. —Estes guardó silencio y miró a Estigio—. ¿Este es el bichito ya crecido y con la apariencia de un hombrecito? ¿Cuántos años tienes ya, niño? ¿Dieciocho? ¿Veinte?

—¡Seis, tío! —Estigio sonrió encantado y se lanzó a los brazos de Estes, que lo atrapó con una sonrisa y lo estrechó con fuerza—. Todavía no soy tan grande como tú, pero algún día…

—Seguro que acabas siendo más alto que yo, bicho. Sin duda. —Estes lo besó en una mejilla y lo abrazó con tanta fuerza que Estigio gimió. Su tío siguió subiendo los escalones con él en brazos y se detuvo al llegar junto a Ryssa y Aquerón.

Ryssa tenía el pelo tan largo que le llegaba hasta la cintura, conformando lustrosos tirabuzones. Vestida de color púrpura, era la muchacha más guapa que había en toda Grecia… Ojalá su personalidad fuera tan agradable como su aspecto.

—¡Vaya, mi preciosa Ryssa! Cada vez que te veo estás más guapa.

Ella se ruborizó y se acercó para abrazarlo.

—Me alegro de verte, tío.

Estes dejó a Estigio en el suelo justo cuando se percataba de la presencia de Aquerón.

—Y el pequeño Aquerón… tú también has crecido mucho. Apenas os reconozco. Ven y dame un abrazo.

Aquerón se lanzó a sus brazos y lo estrechó con fuerza.

—¿Has estado peleando otra vez con los atlantes?

Su tío siempre los entretenía con los relatos de gloriosas batallas contra sus enemigos. Estes, un strategos legendario e invicto, era uno de los soldados más respetados de todo el mundo.

—Últimamente no. Por desgracia, estamos tratando de sellar la paz con ellos.

—¿La paz? —preguntó Jerjes con desdén—. Eso es imposible tratándose de los atlantes.

—Es tu opinión, hermano, pero los demás reyes griegos lo están intentando. Me han nombrado embajador y debo ir a la Atlántida para negociar el tratado de paz.

Eso pareció satisfacer mucho a su padre.

—Bueno, si alguien es capaz de sellar la paz con esos idiotas eres tú, hermano. Y ahora pasa para que podamos ponernos al día.

Estes besó a Aquerón en una mejilla y lo dejó en el suelo junto a su hermano.

—Chicos, tengo unos regalos especiales para vosotros, así que recordádmelo más tarde.

Jerjes puso cara de asco.

—¿Por qué mimas a ese si no es uno de los nuestros?

Estes le acarició la mejilla a Aquerón.

—Es un niño guapo, Jerjes. De no ser por estos ojos tan raros, sería imposible distinguirlo de Estigio.

Aquerón dio un respingo al escuchar esas palabras, que Estigio sabía que le hacían mucho daño. Estaba a punto de acercarse para consolarlo, pero Ryssa levantó a Aquerón en brazos y lo estrechó contra su cuerpo. Aquerón apoyó la cabeza en uno de sus hombros y cerró los ojos. Antes de que Estigio pudiera moverse, su hermana entró en el palacio y su padre se marchó con Estes en dirección a su gabinete.

Estigio se quedó solo y los observó marcharse. Se habían olvidado de él.

Otra vez.

Era una ocurrencia de lo más habitual. Suspiró y entró con la intención de retomar sus estudios. Otros niños de su edad se reunían para estudiar, pero su padre no quería que se viera retrasado por los más torpes. Lo más importante en el caso de Estigio, un futuro rey, era aprender de memoria todos los conocimientos que fuera capaz de abarcar. Por tanto, contaba con los mejores tutores que su padre había encontrado y se esperaba de él que les sacara el máximo partido y no perdiera el tiempo. Si no lograba avanzar al paso marcado por su padre, tanto los tutores como él sufrían el más severo de los castigos. De modo que sus tutores, temerosos de que el rey los castigara, le imponían un ritmo brutal y tenía que esforzarse mucho a fin de no sufrir primero el castigo de sus tutores y después el castigo de su padre. El rey les había dado carta blanca para que convirtieran su vida en un infierno si hacía algo que ellos no aprobaran.

«Muchacho, serás el responsable de todos los habitantes del reino. Debes aprender a concentrarte y a reflexionar para solucionar los problemas más complicados y sortear los obstáculos. No le dejaré mi trono a un insensato».

Dado que su padre había heredado el trono a una edad muy temprana, no le importaba que Estigio aún fuera un niño. Si algo le pasara al rey, él ocuparía el trono de inmediato. Algo que podría pasar dentro de veinte años o al día siguiente. En el caso de que sucediera la segunda posibilidad, era crucial que contara con la instrucción adecuada y que estuviera listo para asumir sus responsabilidades como monarca.

«El heredero no tiene tiempo para jugar ni para perseguir fines pueriles. Todos los hombres, mujeres y niños de este reino tienen los ojos puestos en ti, porque tú eres el garante de su bienestar y de su futuro. Dídimos lleva miles de años siendo la ciudad-estado más importante de Grecia. Nadie la ha derrotado jamás. La casta de Aricles es la más antigua de todas y le ha dado al mundo incontables héroes a lo largo de las generaciones. Con el favor de los dioses, seguiremos siendo los mejores. No permitiré que mancilles nuestro imperio o que ensucies el nombre de nuestros antepasados. Cuando la gente te mire, no verá al príncipe Estigio. Verá al hijo de Jerjes de la casta de Aricles. Cada palabra que pronuncies, cada uno de tus actos, recaerá sobre mí, y he trabajado mucho para lograr mi intachable reputación como para que tú o cualquier otro la eche por tierra».

Aquerón y Ryssa eran muy afortunados. Su padre no los veía como una extensión de sí mismo. Si hacían algo mal, el rey no lo consideraba una afrenta a su buen nombre. Asistían juntos a clase y sus estudios avanzaban a un paso mucho más lento, dirigidos por las mujeres que conformaban el séquito de Ryssa. Estigio los escuchaba reír a veces a través de las paredes, mientras a él sus tutores lo martilleaban sin piedad.

Aunque Praxis al menos no era muy severo. Tenía más paciencia y era más comprensivo que los demás.

«Alteza, aún sois muy joven. Sé que es duro para vos pasar horas sentado, concentrado en los estudios. Vamos a tomarnos un descanso para que podáis asimilar los conocimientos antes de comenzar con la siguiente lección».

A veces llevaba dulces para que Estigio comiera mientras trabajaba.

Al llegar a la escalera, vio a su madre esperando entre las sombras. Su madre, que era una versión envejecida de Ryssa, había sido una beldad en su juventud. Sin embargo, el exceso de alcohol ingerido a lo largo de los años había ajado su belleza y parecía más vieja que Jerjes.

Por un instante, Estigio creyó que estaba sobria. Pero según se acercó a ella, el hedor que emanaba lo dejó sin aliento.

—¿Cuál de los dos bastardos eres? —masculló la reina.

—Estigio, madre.

Furiosa, lo miró con los ojos entrecerrados como si no lo creyera.

—¿Dónde está el otro?

—Con Ryssa.

Sus labios por fin esbozaron una sonrisa.

—Mi preciosa Ryssa… iba a visitarme esta mañana. —Echó a andar hacia la escalera, pero se tambaleó.

Estigio se acercó para ayudarla. Al principio, su madre rehuyó su contacto, pero se relajó al cabo de un instante y aceptó apoyarse en su hombro a fin de subir la escalera sin correr el riesgo de caerse y hacerse daño.

—¿Quién acaba de llegar? —preguntó mientras enfilaban el pasillo en dirección a sus aposentos.

—El tío Estes.

—Bien. El viejo escatófago estará contento unos días.

Estigio no replicó, pero le alegró que su padre no estuviera cerca para escuchar a su mujer llamándolo «comemierda». Sin duda lo ofendería muchísimo.

Tras acompañar a su madre hasta sus aposentos, entró y la ayudó a sentarse en el taburete del tocador. Se estaba alejando cuando su madre extendió un brazo y lo acercó de nuevo tirándole del pelo.

—Madre, por favor. Me estás haciendo daño. —Trató de zafarse de su mano, pero lo tenía bien agarrado. Parecía contar con la fuerza de las Erinias.

—No sabes lo que es el dolor —se burló ella—. No sabes lo que es dar a luz a un bastardo desagradecido seguido de otro de su misma ralea. Y que después el amor de tu esposo se convierta en odio por culpa de ambos. Eso sí que duele. Pero tú… tú eres el precioso y amado heredero que él tanto adora. Ya solo te quiere a ti.

Era muy gracioso, porque Estigio no lo veía del mismo modo. No cuando su padre censuraba todo lo que hacía. Por cada elogio que recibía, Jerjes se aseguraba de que recibiera al menos tres críticas.

Su madre aflojó los dedos, pero no lo soltó.

—Tienes el pelo como tu padre. Me encantaba acariciárselo por las noches. En aquel entonces era solo mío y él me quería. Habría hecho cualquier cosa por mí. Por las noches, estaba deseando acostarse conmigo. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¿Por qué tuvisteis que nacer? —Mientras sollozaba, le tiró con fuerza del pelo y le asestó un bofetón—. ¡Fuera de mi vista! ¡Me das asco!

Estigio salió de la habitación tan rápido como pudo. Le ardía la mejilla por el bofetón de su madre. Sabía muy bien que no debía dejarla sola en semejante estado. Su padre se enfadaría muchísimo si se enteraba de que la había abandonado cuando era evidente que necesitaba a alguien que le hiciera compañía. Se limpió las lágrimas de camino a la antesala donde se reunían las doncellas de su madre para coser y chismorrear.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó con muy malos modos la doncella más entrada en años en cuanto lo vio en la puerta—. Su Majestad me ha dejado muy claro que no tienes permitida la entrada en esta parte del palacio. No quiere verte.

Estigio hizo caso omiso de su tono ponzoñoso.

—La reina está en sus aposentos y te ordena que vayas.

La mujer pasó a su lado sin decirle ni una sola palabra. Las demás lo miraron como si fuera un gusano inmundo. Siempre lo miraban de esa forma cuando no lo acompañaba su padre. Detestaba que lo hicieran. Detestaba que consiguieran que se sintiese como si fuera un gusano inmundo.

Levantó la barbilla y su mirada furiosa recorrió a las doncellas.

—Soy vuestro príncipe y heredero. No podéis mirarme a los ojos sin permiso —les recordó—. Tal vez ordene que os azoten por esa insolencia. —Cerró con un portazo y se volvió, momento en el que descubrió a Ryssa en el pasillo, tras él.

Su hermana lo miró de arriba abajo con una expresión más denigrante si cabía que la de las doncellas.

—Eres un tirano despreciable. Te crees mucho mejor que los demás, pero no lo eres, ¿sabes? Sólo eres un cerdo malcriado que no significa nada sin su padre. Espero que algún día recibas tu merecido.

La sinceridad de la mirada de Ryssa y la crueldad de sus palabras le destrozaron el corazón. ¿Por qué no podía, aunque solo fuera una vez, decirle algo agradable?, se preguntó. ¿Qué le había hecho? Nada. Ya estaba cansado de sus insultos.

—¡Cállate, kuna! ¡Ojalá estuvieras muerta e incinerada!

Ryssa lo agarró de un brazo y lo zarandeó.

—¿Cómo te atreves a hablarme con ese tono y a usar esa palabra tan fea?

—¡Estigio!

La voz furiosa de su padre le provocó un estremecimiento. Seguro de lo que sucedería a continuación, se zafó del apretón de Ryssa y pasó a su lado de camino a la escalera, desde donde vio que su padre se encontraba abajo, junto con su tío Estes.

Fabuloso. Su padre seguro que hacía un numerito para pavonearse delante de su hermano pequeño.

—¡Ven aquí, muchacho!

Estigio bajó la escalera con el corazón desbocado por un miedo que no se atrevía a demostrar.

—¿Sí, padre?

—¿Qué te digo siempre sobre el respeto que merece tu hermana?

«Es la única princesa del reino. Y como tal, debemos cuidarla como a un tesoro…».

Era injusto. Si Ryssa estuviera en su lugar, protestaría y le contaría a su padre lo que había sucedido de verdad. Sin embargo, sabía por experiencia que si hacía eso empeoraría las cosas. Los hombres no se quejaban, sobre todos los reyes. Aceptaban las consecuencias de sus actos y mantenían la cabeza bien alta pasara lo que pasase.

Sin embargo, Estigio no era rey. Todavía no lo era. Y tampoco era un hombre.

—Empezó ella, padre.

Jerjes lo agarró del brazo por el mismo sitio que lo había hecho Ryssa, de modo que hizo una mueca.

—¡Cómo te atreves! ¡No le faltes el respeto a tu padre y mucho menos a tu rey! —masculló—. ¡Jamás! —Le tiró del brazo y lo arrastró hacia la habitación de la guardia, en dirección al puesto del Verdugo Real.

El verdugo se puso en pie de inmediato y ejecutó una reverencia nada más verlos.

Su padre lo empujó en dirección al corpulento hombre, a quien Estigio odiaba con todas sus fuerzas.

—Veinte azotes, y diez más si se mueve o llora.

El verdugo asintió con respeto.

—¿Se me concederá inmunidad, majestad?

—Sí, por supuesto.

El verdugo miró a Estigio con sus ojos negros.

—¿Alteza?

Le resultaba extremadamente irritante tener que garantizarle la inmunidad a la persona que estaba a punto de azotarlo. Sin embargo, puesto que la agresión a cualquier miembro de la familia real se pagaba con la muerte, el verdugo debía obtenerla antes de castigar al príncipe aunque estuviera cumpliendo las órdenes del rey. Si Estigio no se la otorgaba, su padre incrementaría el castigo.

—Sí, te la concedo —susurró.

—Cuando acabes, llévalo a su habitación y encárgate de que se quede en ella hasta mañana sin consuelo.

—Sí, majestad.

Estigio observó cómo se marchaba su padre, dejándolo a solas con el gigante. Le temblaban los labios por el afán de contener las lágrimas. Para las ofensas menores, las que nunca cometía, contaba con la presencia de un muchacho que recibía los azotes por él. Sin embargo, si hacía algo que se considerara un insulto personal hacia algún miembro de la familia, debía sufrir el castigo en persona, a diferencia de Ryssa. La princesa jamás recibía azotes. Era demasiado preciosa y delicada. Además, no era un hombre ni estaba siendo educada para convertirse en rey.

Puesto que el verdugo había recibido la doble inmunidad, se deleitaría azotándolo. Siempre lo hacía. Aunque no llorara ni se quejara, siempre recibía el castigo mayor que hubiera impuesto su padre. Y todo porque ese hombre, al igual que Ryssa, lo consideraba un mocoso malcriado que necesitaba que le bajasen los humos.

«Te crees mucho mejor que los demás. Pero no lo eres, gusano. Solo eres el hijo de un hombre rico. El hijo de una puta borracha que se acostó con un dios».

Con una carcajada expectante, el verdugo lo llevó hasta el cuarto reservado exclusivamente para los castigos de Estigio, y lo instó a inclinarse sobre el banco de los azotes. Después le colocó un trozo de cuero entre los labios para que lo mordiera y contuviera los gritos, a fin de que su dolor no molestara a los demás o avergonzara a su padre. Acto seguido le ató las manos al otro extremo del banco para que no pudiera huir y le desnudó las nalgas.

Estigio apoyó una mejilla sobre la fría piedra e intentó ser valiente. Lo intentó. Sin embargo, en cuanto sintió el roce de la vara de madera en los muslos y se percató de lo gruesa y dura que era, se orinó encima al pensar en el dolor que estaba a punto de sufrir.

—Menudo rey vas a ser… —se burló el verdugo mientras lo golpeaba con todas sus fuerzas.

Horrorizado, Estigio contuvo los gritos todo lo que pudo, pero al final resultó que era tan inútil como todos creían. No pudo evitarlo, sobre todo porque el verdugo no se dio mucha prisa. Al contrario, esperaba a que el entumecimiento del azote pasara antes de darle otro, para que así sintiera bien el dolor.

Al menos eso lo ayudaba a no pensar en los moratones que tenía en el brazo y en la mejilla. Seguramente debería sentirse agradecido por ello.

Cuando el castigo por fin acabó, el verdugo lo llevó a su habitación y lo encerró en ella. Los sirvientes ya habían estado allí para llevarse las sábanas y las almohadas de la cama. Sólo quedaba esta y el orinal.

Cansado y dolorido, cojeó hasta la cama, pero ni siquiera podía tomar impulso para subirse a ella. De modo que se tumbó en el suelo de piedra mientras deseaba ser el hijo de otra persona. Detestaba ser un príncipe. Todos esperaban mucho de él, y además lo despreciaban por ser lo que era.

Hasta su hermana y su madre.

Ansiaba poder ser como los demás niños y salir a jugar aunque solo fuera una vez. Ansiaba que los otros niños lo recibieran como a un compañero de juegos más y que no salieran corriendo al verlo, por miedo o por odio. Mientras ellos jugaban con abandono, él tenía que aprender a hablar, leer y escribir atlante, griego, acadio, egipcio, sumerio y un millón de lenguas más que ni siquiera le importaban. Otros niños podían participar en competiciones divertidas mientras que él debía aprender a manejar con destreza la espada y a planear complicadas estrategias militares, de mano de unos instructores que lo detestaban más que los demás. Dichos instructores no dudaban en tirarlo al suelo, y les encantaba verlo sangrar.

«Arriba, señor. En la batalla, estaría muerto o capturado. Debe luchar contra los más fuertes para lograr el respeto de sus soldados y que así estén dispuestos a poner sus vidas a sus órdenes. Nadie sigue a un cobarde, por más grande que sea la corona que lleve…».

«No se ría, no es propio de un rey. No sonría porque lo tomarán por un blandengue o por un imbécil. Debe mantener la compostura y la dignidad en todo momento. Jamás baje la guardia. Son sus súbditos, no sus amigos, y es su futuro rey. Que no se le olvide».

Ese tipo de sermón se repetía una y otra vez en su cabeza, acompañado de las voces de los dioses y de los terribles pensamientos de otras personas.

No le veía ningún beneficio a ser rey. No si para ello no se podía reír ni hacer… nada.

«Ojalá Aquerón fuera el heredero».

Sin embargo, la vergüenza lo abrumó nada más pensarlo. Jamás le desearía semejante sufrimiento a su querido hermano. Bastante tenía Aquerón con lo suyo.

—Algún día seré rey —sollozó, al tiempo que estampaba un puño en el suelo.

Y cuando lo fuera, las cosas cambiarían mucho para los dos. Nadie los haría sufrir de esa forma nunca más.

Ni siquiera su hermana.