—Sé que algo te preocupa, cariño. ¿De qué se trata?
Estigio suspiró mientras estrechaba el cuerpo desnudo de Bethany. Se sentía enormemente agradecido por poder pasar esos escasos y preciosos momentos con ella. Estaba en el suelo, con la parte superior de la espalda apoyada en el tronco de un vetusto árbol en el que a veces se dejaban regalos. Bethany se encontraba sobre él, boca abajo, y su cabeza descansaba sobre su torso. La corteza del árbol le hacía daño, pero le gustaba tanto tenerla encima que no pensaba quejarse en lo más mínimo.
Mientras jugueteaba con los cascabeles en forma de concha que adornaban los brazaletes de plata que Bethany se ponía siempre que bailaba para él, Estigio reflexionaba sobre la mejor manera de contarle las noticias. El simple hecho de recordar las sensuales danzas egipcias que era capaz de ejecutar le provocaba una erección inmediata.
Cerró los ojos y decidió que no había una manera fácil de decírselo.
—Tengo que irme mañana. Y no sé cuándo volveré.
Bethany jadeó, se incorporó de inmediato y estuvo a punto de asestarle un rodillazo en la entrepierna en su afán por tocarle la cara para averiguar cuál era su expresión.
Estigio se llevó una de sus manos a una mejilla y a la boca, para que comprobara lo serio que estaba.
—¿Por qué?
—La Atlántida ha atacado un reino del sur. El rey Jerjes ha reunido un ejército para acudir en su ayuda y marchar contra ellos.
—¡Pero tú eres el hijo de un mercader!
—Ha exigido que se alisten todos los hombres libres de mi edad. —Una mentira parcial que esperaba que ella no le echara en cara.
La ley estipulaba que el ejército de Dídimos estuviera formado por todos los hombres libres mayores de dieciocho años, y por todos los nobles solteros mayores de veintiuno. Jamás se había dado el caso de que alguien tan joven como él marchara a la guerra. Pero, pese a las firmes protestas de Galen, su padre había insistido en que debía unirse a la lucha.
«Galen, ni una palabra u ordenaré que te azoten… Estigio irá a la guerra. ¡Tal vez así lo convirtamos por fin en un hombre!».
Estigio apretó los dientes mientras recordaba las ponzoñosas palabras que su padre pronunció la noche anterior.
Bethany meneó la cabeza.
—No. No te dejaré marchar.
—No tengo alternativa.
—Héctor, ¿has entrenado para la lucha?
—Un poco. —En realidad, poseía mayor formación que la mayoría de sus hombres. Porque dicha mayoría sólo se ejercitaba dos semanas al año. El resto pasaba algunos días en los barracones del ejército y entrenaba con los instructores designados por Galen unos cuantos días al mes.
Las lágrimas anegaron los ojos de Bethany.
—La guerra es brutal. Es… no puedes ir. ¡No puedes! Te lo prohíbo.
Sus palabras le aliviaron el corazón al mismo tiempo que se lo partían.
—No quiero marcharme, de verdad que no. Te lo aseguro. Pero cuando un hombre es llamado a filas, se considera una traición negarse a coger el hoplon y el xiphos. Si no voy, me encerrarán.
Y Héctor lo detestaría. Bethany sabía que no había nada que aborreciera más que estar encerrado. Ni siquiera le gustaba que le atara las manos de forma traviesa. Su Héctor no soportaba los juegos eróticos que implicaran una leve sumisión. Ni siquiera le gustaba que le inmovilizara las manos con un delicado pañuelo.
Aterrada por la idea de perder a su humano, levantó las manos y se quitó el colgante que la había acompañado desde que su padre se lo regaló. Cerró los ojos y le infundió su poder divino. Tras tomarlo de la mano, se lo ató en torno a la muñeca y aseguró bien el cordón, a sabiendas de que el brazal lo ocultaría y evitaría que lo perdiera en la batalla.
—Entonces, llévatelo y no te lo quites para nada.
—¿Por qué?
—Porque te protegerá como siempre me ha protegido a mí.
—Beth…
—Héctor, te lo prometo. Mientras lo lleves puesto, ni las flechas ni las espadas te tocarán. Ni siquiera las armas forjadas por los dioses. Por favor, no te lo quites por nada del mundo.
La besó en una mejilla.
—De acuerdo. Lo llevaré en la muñeca hasta mi regreso.
Bethany se tendió de nuevo sobre él, acompañada por el tintineo de los cascabeles.
Estigio sintió el roce de sus ardientes lágrimas en la piel. Por un instante, fue incapaz de respirar. Nadie había derramado una sola lágrima por él en la vida. Ni siquiera su hermano gemelo. Se rozó la zona humedecida, asombrado.
—Beth, no llores. No lo merezco.
—Para mí lo mereces, y me aseguraré de que los dioses acaban pronto con la guerra para que vuelvas a mi lado. Te llevas mi corazón contigo. Por favor, ten mucho, mucho cuidado.
—Lo tendré. Contaré las veces que late hasta mi regreso.
Por primera vez en su vida, Estigio ansiaba vivir para volver a casa. Por fin tenía un motivo para desearlo.