6 de octubre de 9532 a. C.

Estigio detuvo a Troyano al ver que Bethany se encontraba en su lugar de encuentro. Pese a la calidez del día, estaba cubierta desde el cuello hasta los tobillos con un manto blanco que ocultaba todo su cuerpo. Sin embargo, al moverse escuchó el tintineo de unas campanillas. Bethany había colocado flores en la manta, así como un pequeño tambor. Sus sandalias estaban a un lado, junto a una jarra de vino y a un platillo con queso y pan ácimo.

Presa de la curiosidad, Estigio desmontó y dejó que su caballo pastara.

—¿Beth?

Una maravillosa sonrisa de bienvenida apareció en su cara cuando se volvió hacia él.

—¿Héctor?

—Estoy aquí, amor mío. —Dejó la alforja en la manta y le tocó el hombro con delicadeza.

Bethany se puso de puntillas y le dio un casto beso en los labios. Su aroma lo envolvió y se la puso dura al instante, mientras sus sentidos se deleitaban con los ademanes dulces de Bethany y con su cálida bienvenida.

—¿Dónde está tu caña? —le preguntó. Solía dejarla junto a la poza.

Un brillo travieso apareció en los ojos de Bethany cuando bajó la mano para acariciarle la entrepierna.

—Parece que la tengo justo aquí.

Estigio enarcó una ceja al escucharlo. Como cada vez que lo tocaba, era incapaz de pensar con claridad.

Bethany se apartó.

—Se me ha ocurrido que hoy podríamos hacer algo distinto.

—Lo que desees.

Ella se mordió el labio con gesto seductor.

—¿Sabes tocar algún instrumento?

—Por desgracia, no. Mi padre cree que es una pérdida de tiempo y un aburrimiento. ¿Por qué?

Ella se acomodó en la manta y tiró de él para que se sentara a su lado.

—El porqué es una sorpresa.

Bethany cogió el tambor y se lo puso en el regazo. Tras tomarle las manos, le enseñó cómo marcar un ritmo básico.

Se sentía raro y cohibido con el pequeño tambor en el regazo, y esperaba que ella criticase sus esfuerzos. De niño había intentado tocar la flauta, la lira y el tambor, pero cada uno de dichos instrumentos había acabado quemado por su padre, por su hermana o por su madre, que se apresuraron a señalarle su ineptitud y a decirle lo tonto que era por intentar siquiera algo para lo que los dioses no le habían dado el menor talento.

Sin embargo, Bethany no dijo nada. Se limitó a sonreír y a besarlo antes de ponerse en pie.

—No pares —le dijo ella cuando aminoró el ritmo.

Estigio volvió a tocar como ella le había enseñado. Frunció el ceño cuando la vio sacar unos platillos de la cesta y colocárselos en los dedos. A continuación, sacó un sistro. Antes de poder preguntarle qué iba a hacer, Bethany se soltó la cinta que tenía al cuello y dejó caer el manto al suelo.

Se le secó la garganta al punto y se quedó helado al verla con un atuendo casi transparente de color blanco, que no se parecía a nada que hubiera visto antes. La minúscula parte de arriba tenía perlas y pequeñas cuentas metálicas a modo de adorno. Se amoldaba a sus pechos y se los levantaba, dejando el canalillo expuesto a su hambrienta mirada. Acababa justo por debajo del pecho y dejaba su vientre al descubierto. Claro que daba igual, porque la tela era tan diáfana que podía ver con claridad el contorno de sus pechos y sus endurecidos pezones, provocándole el deseo ardiente de saborearlos. Tres sartas de perlas descendían del centro de la parte superior y rozaban la perfección de su vientre, donde se había dibujado los símbolos egipcios que representaban a la diosa Hathor.

Unos brazaletes dorados le adornaban los brazos por encima del codo. El tintineo que había escuchado al llegar al claro procedía de dos hileras de diminutos cascabeles colocados en dichos brazaletes y en el bajo de la falda. Llevaba más cascabeles en los tobillos.

La amplia falda tenía aberturas en los costados que llegaban hasta el grueso cinturón de plata del que colgaban numerosos velos blancos. Al igual que la parte superior, era lo bastante transparente como para poder atisbar el contorno de su cuerpo y el vello oscuro de su entrepierna.

—Has dejado de tocar.

Quería decir algo ingenioso, pero tal parecía que se le había parado el cerebro por completo. Movió la boca, pero no pudo articular sonido alguno, ya que su belleza le había robado el sentido. Loados fueran los dioses porque no pudiera ver lo idiota que era. De lo contrario, se alejaría corriendo de él a toda prisa. Ni siquiera estaba seguro de no haber babeado.

—¿Héctor? ¿Sigues conmigo?

—Estoy aquí. Abrumado por la magnitud de tu elegancia. Tu belleza me ha dejado inútil temporalmente.

Bethany le sonrió.

—Sigue tocando, amor mío. Tengo algo para ti.

—No se me ocurre nada más dulce que lo que estoy saboreando ahora mismo.

—Sigue tocando.

No tenía muy claro cómo lo consiguió, pero la obedeció. Y al hacerlo, ella comenzó la que debía de ser la danza más erótica que había visto en la vida. Con cada elegante movimiento de sus brazos y con cada vaivén de sus caderas, las campanillas, los platillos y el sistro sonaban, haciendo que su cuerpo vibrara. Jamás había visto nada parecido. Si así educaban los egipcios a sus hijas, se preguntó cuántas conseguían salir del dormitorio. Con razón tenían familias tan numerosas…

Mientras bailaba, Bethany iba soltando los velos. Con los movimientos de las caderas y los hombros en perfecta sincronía, se dejó caer a su lado y continuó moviéndose al compás de la música que creaban entre ambos. Estigio estaba cautivado por completo.

Hasta que ella le ató el extremo de uno de los velos a la muñeca y le dio un leve tirón.

Estigio reaccionó por instinto y se puso en pie, dejando que el tambor rodara por el suelo. Se arrancó el frágil velo de la muñeca haciéndolo jirones.

Bethany se quedó helada al escuchar la respiración jadeante de Héctor y al sentir su pánico y su rabia.

—¿Héctor? —Tardó un momento en encontrarlo, ya que estaba paseándose de un lado para otro junto a un árbol mientras temblaba como una hoja—. ¿Te encuentras bien?

No le contestó. Siguió caminando con un pánico atroz, como si esperase que alguien lo atacara.

—¿Héctor? Cariño… háblame. Dime qué pasa.

Estigio intentó tranquilizarse, con todas sus fuerzas. Pero le estaba costando la misma vida mientras los espeluznantes recuerdos lo asaltaban.

—No me gusta que me aten. La verdad es que ni siquiera me gusta estar encerrado entre cuatro paredes. —Soltó una carcajada amarga—. Incluso dejo la ventana abierta durante la noche más gélida para saber que tengo una vía de escape en caso de necesitarla.

Bethany sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas al percatarse del horror de su pasado. Lo habrían atado para torturarlo y seguramente también lo habrían violado.

—Lo siento mucho, Héctor. No se me ocurrió.

La abrazó con fuerza.

—No te disculpes, Beth. Te has tomado muchas molestias por mí… por hacer de este día algo especial. Y yo lo he estropeado. Yo soy quien lo siente.

Bethany le enterró la mano en el suave pelo y pegó una mejilla a la suya.

—Nunca te disculpes por tu dolor. Lo que te hicieron está mal y no fue culpa tuya. Tienes el corazón más hermoso que haya visto jamás. Pese a lo que te hizo el mundo, sigues adelante con dignidad y sentido del humor. Eso es lo que más adoro de ti. Eres un auténtico guerrero, valiente hasta lo más hondo de tu alma.

Estigio tragó saliva para deshacer el doloroso nudo que sentía en la garganta y que lo estaba ahogando. Le resultaba curioso que nunca se hubiera sentido valiente. Se sentía como un ratoncillo asustado que se acurrucaba en un rincón. Jamás comprendería cómo una mujer tan maravillosa como Bethany soportaba estar con él.

Con mano temblorosa, recogió el velo destrozado del suelo y se lo devolvió. Le compraría otro la próxima vez que fuera al mercado.

—Intentaré no reaccionar así de nuevo.

Ella le dio un apretón en los dedos.

—Respeto tu dolor. No volveré a hacerlo. Te lo prometo. Hay muchas otras cosas que podemos hacer.

Enarcó una ceja al escucharla.

—¿Como cuáles?

Ella se soltó el cinturón, dejando caer la falda al suelo. Desnuda de cintura para abajo, sonrió al arrodillarse delante de él y levantarle el quitón, de modo que estuviera tan expuesto como ella. Para su más absoluto asombro y placer, Bethany lo tomó en la boca muy despacio.

Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla al percibir el amor que ella le profesaba. Bethany era la única que jamás lo había juzgado ni le había hecho daño. Solo ella conseguía que se sintiera humano y viril. Normal. No veía a un príncipe al que odiar ni a un chiquillo al que despreciar. No buscaba significados ocultos en sus actos, palabras o ideas que nunca fueron su intención.

Bethany lo aceptaba tal como era. Con cicatrices y todo. No usaba su pasado en su contra. No le echaba en cara sus palabras. Se limitaba a quererlo con todo su corazón y a demostrarle una bondad inusual.

—Te quiero, Beth —susurró.

Ella se apartó para darle un lametón antes de que en su cara se dibujase una sonrisa.

—Yo también te quiero.

Al verla sonreír casi le confesó su verdadera identidad. Pero el miedo que albergaba en el corazón le mantuvo los labios sellados. Ser un príncipe nunca lo había beneficiado. La única felicidad y aceptación que había conocido en su desdichada vida la encontraba en esas tardes con ella.

Si alguna vez la perdía…

Prefería volver a estar encerrado en el templo de Dioniso.

«No me dejes nunca, Beth».

Porque si lo hacía, se convertiría en algo que lo asustaba. Sin embargo, en el fondo sabía que eso no podía durar. Nada duraba.

Ni lo malo…

Ni mucho menos lo bueno.