19 de septiembre de 9532 a. C.

Desde el regreso de la reina, Estes no se había atrevido a mantener a Estigio tan drogado como antes. Algo que era al mismo tiempo una maldición y una bendición. En ese preciso instante no quería recordar ni un solo momento de las terribles horas que había pasado en contra de su voluntad en el dormitorio de su tío Estes, cuyos aposentos se encontraban al lado de los de Ryssa, por lo que había escuchado de vez en cuando las carcajadas de esta y las de su madre.

Con suerte, nunca más abusarían de él de esa forma.

Acababa de librarse de la cuerda que le inmovilizaba una mano, si bien había acabado con la muñeca ensangrentada tras horas tratando de quitársela.

Le ardía la mano por el esfuerzo de mantenerla retorcida a fin de tirar de la gruesa cuerda. Se desató la otra tan rápido como pudo. Por regla general, Estes lo encadenaba o lo ataba con las manos separadas. Esa noche y por motivos que no le apetecía recordar, Estes le había atado las manos juntas y le había estirado los brazos para inmovilizarlo sobre el colchón.

Después el muy cabrón se quedó dormido antes de desatarlo.

Estigio hizo una mueca mientras se quitaba la mordaza. Su tío dormía como un tronco a su lado. En ese momento suspiró y colocó un muslo sobre los suyos al tiempo que su mano buscaba una parte de su anatomía… dejando a Estigio al borde de las náuseas. A fin de no despertarlo, se apartó de él con cuidado, desató la cuerda que le ataba los pies y bajó de la cama.

El corazón le latía desbocado mientras consideraba sus opciones. No había manera de avisar a su padre para que llegara a tiempo. Aunque la hubiera, estaba convencido de que Estes lo tergiversaría todo de tal forma que su padre jamás le creería. Recurrir a su madre sería inútil. Ryssa era imbécil hasta límites insospechados.

Si trataba de arrestar a Estes, todo saldría a la luz. Y no le cabía la menor duda de que su tío lo sometería de nuevo y se lo llevaría a la Atlántida para prostituirlo.

La opción que quedaba le retorcía las entrañas.

Pero era la única manera de ponerle fin a todo eso. La única forma de proteger a su hermano y a su hermana.

De protegerse a sí mismo.

«Eres un cobarde patético», se dijo. Era su propia voz, que silenció las voces de los dioses en su cabeza. «Un hombre de verdad ya lo habría hecho».

Sin embargo, no era fácil. Jamás le había hecho daño a otra persona. No intencionadamente.

«Debo hacerlo».

Su tío le había arrebatado cualquier otra alternativa. Si no lo hacía, también violarían a Ryssa.

«Si permito que eso llegue a suceder, ¿cómo voy a seguir viviendo?».

De la misma forma que había vivido con la humillación a la que lo sometían Estes y los demás.

Debía vivir momento a momento.

Sin embargo, no podía permitir que Ryssa sufriera daño alguno. No si podía evitarlo.

Aquerón jamás saldría de la Atlántida mientras Estes viviera…

Con una mano temblorosa y el corazón atenazado por el espanto, cogió la almohada que él había usado. Tras sostenerla contra el pecho, miró el cuerpo desnudo de su tío.

«Que los dioses me perdonen por lo que voy a hacer».

Antes de que pudiera huir o cambiar de opinión, se obligó a presionar la almohada sobre la cara de su tío. Estes soltó un grito ahogado y lo agarró por las muñecas, tratando de quitase la almohada de encima. Sin embargo, Estigio se colocó sobre él y utilizó todos los trucos que Galen le había enseñado para mantener la posición al mismo tiempo que se aseguraba de ejercer la presión necesaria hasta que sintió que Estes dejaba de moverse.

Incluso entonces se mantuvo en posición, temeroso de que fuera un truco. Si a su tío le quedaba aunque fuera un hálito de vida, lo mataría.

Cuando por fin se movió para buscarle el pulso, tenía las manos más frías que el hielo.

Nada.

«Está muerto», se dijo. «Lo he matado».

Se le llenaron los ojos de lágrimas y sintió el amargor de la bilis en la garganta. Había matado a una persona. Y no se trataba de una persona cualquiera. Había matado a su propio tío.

El adorado hermano pequeño de su padre.

Cuando apartó la almohada, Estes tenía los ojos abiertos y vidriosos. Por irónico que pareciera, no vio al cabrón sádico que había pasado todo un año torturándolo. Vio al tío que había sido bueno con él cuando era pequeño. Al que le hacía regalos y trataba de ayudarlo.

Incapaz de asimilar lo que había hecho y lo que le había sucedido, corrió hacia la escupidera y vomitó.

«Mi padre me matará si llega a descubrirlo».

Había cometido un asesinato. A sangre fría. Brutal. Un crimen que se pagaba con la muerte.

«No tenías alternativa».

Pero en ese momento no lo veía así. Porque ya no había vuelta de hoja.

«He matado a mi tío. A un miembro de mi familia».

Horrorizado, se apoyó en la pared e intentó comprender por qué no podía llorar. Al mirar de nuevo hacia la cama, se espantó al reparar en las cuerdas de las que se había librado. Una evidencia que llevaría a los demás a pensar que Estes no estaba solo en la cama.

Presa del pánico, se incorporó y procedió a recoger las cuerdas, así como cualquier rastro que evidenciara su estancia en la habitación esa noche. El segundo cáliz. La mordaza. Los «juguetes» que su tío había usado con él. Después le cerró los ojos a Estes y estiró las sábanas.

Aterrado y con el estómago revuelto, se escabulló de los aposentos de su tío y se dirigió a los suyos, donde quemó todo lo que había recogido a fin de que no quedaran pruebas que lo incriminaran.

Tras dejar el cáliz en la mesa, se obligó a acostarse en una cama que le ponía los pelos de punta. La culpa, el miedo, la vergüenza y el espanto forcejeaban en su interior, silenciando la pena que pudiera sentir. Lo único que le restaba por hacer era esperar a que alguien encontrara el cuerpo de Estes.

Y lo acusara de un crimen que seguramente le costaría la cabeza.

Era más de mediodía cuando uno de los miembros del séquito de Estes lo encontró muerto en su cama. Mientras aguzaba el oído para escuchar el jaleo en el pasillo, Estigio aferró la almohada con fuerza, atenazado por el miedo que amenazaba con asfixiarlo, de la misma manera que él había asfixiado a su tío.

—¡Estigio! —gritó su madre al tiempo que abría la puerta de su dormitorio de par en par—. ¡Ven! ¡Tu tío ha muerto!

En un primer momento ni siquiera supo cómo debía reaccionar. No sabía qué sería lo aceptable.

Ni qué lo haría parecer culpable.

Antes de que pudiera decidirse, su madre se acercó a la cama y apartó la sábana y la almohada de un tirón.

—¿Me has oído?

Fingiendo que estaba dormido, aunque no había pegado ojo en toda la noche, la miró con el ceño fruncido.

—¿Qué?

—Estes ha muerto. Parece que murió mientras dormía. ¡Levántate y vístete, perro inútil! Te necesitamos.

Estigio tomó una entrecortada bocanada de aire y se levantó para bañarse y vestirse.

Cuando se unió a su familia, su madre estaba arrodillada en el suelo, al lado de Estes, llorando con una pena que él sabía muy bien que era fingida. Ryssa se encontraba junto a su madre. Tenía lágrimas en los ojos, pero estaba seguro de que no eran por su tío. Estaba pensando en Aquerón.

Xan le dirigió una mirada suspicaz que le indicó que el príncipe atlante sabía lo que había hecho, pero no se atrevía a acusarlo sin pruebas.

—¿Dónde estabais? —exigió saber Fanes, el más anciano de los consejeros de su padre.

Antes de que Estigio pudiera contestar, sintió que el aire abandonaba la estancia mientras todas las miradas se clavaban en la puerta, situada tras él.

Al volverse vio que su padre entraba con una expresión muy seria mientras reparaba en la escena: todo el mundo estaba congregado alrededor del cuerpo desnudo y frío de su hermano. Sin mediar palabra, Jerjes corrió hacia la cama y tocó el hombro de Estes. Acto seguido, dio un respingo.

—¡Dejadnos solos! —rugió.

Ryssa ayudó a su madre a ponerse en pie y salieron a toda prisa de la estancia.

Estigio hizo ademán de seguirlas, pero su padre se lo impidió.

—Tú no, muchacho. Quiero que te quedes.

El miedo le inundó el corazón mientras cerraba la puerta una vez que los demás se marcharon, tras lo cual volvió al lado de su padre.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé, padre. Yo acabo de enterarme.

Las lágrimas bañaron las mejillas del rey mientras tiraba de su hijo para estrecharlo con fuerza entre sus brazos. Unos estremecedores sollozos sacudían todo su cuerpo. Estigio soportó la escena atónito, y dejó que su padre llorara contra su pecho. Jamás había visto semejante despliegue de emoción por parte del rey.

Lo más doloroso de todo fue percibir los pensamientos de su padre sobre la infancia que había compartido con su querido hermano. Percibir hasta qué punto adoraba al hombre muerto a manos del hijo al que abrazaba en ese momento.

Se tensó y dejó que la ira lo inundara. Una ira que le exigía que alejara a su padre de un empujón y le dijera cómo era su hermano en realidad.

Lo que Estes le había hecho y lo que le había hecho a Aquerón, ya lo que había planeado hacerle a Ryssa. Pero sabía que su padre jamás lo creería. De la misma forma que Ryssa jamás lo creería capaz de hacer el bien, su padre jamás creería que Estes era capaz de hacer algo malo.

Jamás lo perdonaría por haber matado a su hermano.

Al cabo de un rato, su padre recobró la compostura y se enderezó. Tras enjugarse las lágrimas y carraspear, dijo:

—Debemos celebrar un funeral de estado. Y después nos encargaremos de solucionar todos los asuntos que tenga pendientes en la Atlántida.

Estigio inclinó la cabeza.

—¿Y qué va a pasar con la guerra?

Su padre miró a Estes y dejó la cabeza gacha.

—Tienes razón, muchacho. Tenemos que apresurar las cosas. Lo enterraremos esta noche en la cripta familiar y partiremos hacia la Atlántida de inmediato. Que tu madre y tu hermana se encarguen de que preparen el cuerpo.

Estigio titubeó antes de decir:

—Lo siento, padre.

El rey le tomó la cabeza entre las manos y lo besó en la frente.

—Viaja ligero de equipaje.

—¿Cómo dices?

—No quiero hacer el viaje a la Atlántida solo. Te necesito a mi lado. Tu presencia me dará fuerza.

El temor y los remordimientos se convirtieron en una rabia gélida. En beneficio del rey, el trono de Dídimos sí podía quedarse vacío.

Pero cuando él necesitaba su compañía…

Era imposible que eso sucediera.

«Cabrón, si alguna vez te hubieras preocupado por mi bienestar, tu hermano seguiría vivo», pensó. Miró hacia la cama donde lo habían atado, y consideró la idea de contarle la verdad a su padre. Ansiaba ver su cara cuando descubriera que su hermano había convertido en putos a sus dos hijos.

«No lo hagas», se aconsejó. La verdad no le reportaría nada bueno. Su padre nunca lo había querido tanto como a Estes, y jamás lo haría.

Tras echarle un vistazo a la cicatriz de su antebrazo, asimiló una realidad que nunca podría cambiar. Hizo una reverencia y abandonó la habitación para ordenar que preparan el funeral y, después, para encargarse de su equipaje.

Cuando llegó a sus aposentos descubrió que Xan lo estaba esperando allí.

El gigante atlante estaba de pie con las piernas separadas y los brazos cruzados por delante del pecho. Su cuerpo irradiaba ira en oleadas.

—Lo has matado, ¿verdad?

Estigio empleó todo lo que había aprendido desde que era pequeño y enarcó una ceja con gesto regio.

—¿De qué estás hablando?

Xan, que le sacaba más de un palmo de altura, se acercó a él con la intención de intimidarlo con su tamaño.

—Anoche Estes y yo nos follamos ese culito tan prieto que tienes. Cuando me marché, estabas inconsciente y atado a la cama. —Xan le cogió una mano y señaló la muñeca amoratada de Estigio—. Estes no te habría liberado hasta que se despertara esta mañana y, sin embargo, no te encontré cuando volví para follarte otra vez.

—Me desperté de madrugada y lo encontré muerto a mi lado. Me dejé llevar por el pánico.

—No te creo.

—¿Deberíamos consultar al rey al respecto para que sea él quien decida cuál es la verdad? Sin embargo, tendrás que confesarle por qué estás tan seguro de que no podía liberarme.

Xan torció el gesto.

—Crees que te has salido con la tuya. Pero los dioses saben muy bien lo que has hecho. Lo has matado a sangre fría. Tengo entendido que las Erinias de tu panteón descargan una ira especial sobre las cabezas de aquellos que matan a su propia familia.

—En ese caso, las estaré esperando con los brazos abiertos. —Estigio lo fulminó con la mirada—. Y yo no soy el responsable de la muerte de mi tío. Lo eres tú, desde que pusiste tus sucios ojos en mi hermana.

Xan lo estampó contra la pared con tanta fuerza que lo dejó sin respiración.

—Echaré de menos a Estes. Era un buen amigo. Pero sobre todo voy a echaros de menos a tu hermano y a ti mientras me la chupáis hasta que me corro en vuestras boquitas y os lo tragáis todo sin rechistar.

Estigio hizo ademán de atacarlo, pero el muy cabrón le asestó un rodillazo en la entrepierna que lo dejó incapacitado. Física y mentalmente.

Bethany suspiró mientras preparaba la cesta. Otra vez. Había pasado todo un mes desde la última vez que vio a Héctor. «A ese cabrón infiel», pensó furiosa. «Todos son iguales, en cuanto consiguen lo que quieren, se largan sin mirar atrás».

Los odiaba a todos.

Furiosa por haber permitido que un simple mortal le hiciera daño, estaba a punto de usar sus poderes para volver a casa, pero escuchó crujidos en la hojarasca del bosque.

—¿Beth?

Al principio, creyó que eran imaginaciones suyas.

Hasta que lo escuchó llamarla de nuevo.

—¿Héctor?

De repente, él llegó a su lado y la abrazó. Enterró la cara en su cuello y la estrechó con tanta fuerza que apenas era capaz de respirar. Héctor temblaba de tal forma que la asustó.

—¿Ha pasado algo?

—No. No ahora que por fin he vuelto a tu lado. —La estrechó aún más—. Siento mucho no haber venido. Créeme que lo he intentado. No he sido capaz de pensar en otra cosa que no fuera estar contigo. Noche y día.

Sus palabras y la verdad que delataba su apresurado tono de voz la dejaron al borde de las lágrimas.

—Creía que me habías olvidado por completo.

—¿Cómo voy a olvidar el aire que respiro? Tú eres mi único sustento.

Estaba mucho más delgado que la última vez que se vieron, y su cuerpo presentaba cortes y magulladuras que la sorprendieron.

—¿Has estado enfermo?

—No sabes lo mucho que aprecio la preocupación que percibo en tu voz. —Le cogió una mano para llevársela a la mejilla y después le besó la palma—. ¿Qué has hecho todo este tiempo?

—Echarte de menos y enfadarme conmigo misma por hacerlo.

—¿De verdad?

Bethany frunció el ceño.

—¿Te gusta que me haya enfadado conmigo misma?

—No. No me gusta. No deberías hacerlo. ¿De verdad me has echado de menos?

—Por supuesto.

La besó de nuevo en la mano.

—No es nada comparado con lo que yo te he añorado, te lo prometo.

—Lo dudo.

—Es cierto.

Héctor seguía temblando de forma incontrolable.

—¿Por qué tiemblas así?

—Por tu belleza. Su impactante presencia me estremece por completo.

Bethany resopló, aunque el halago la complacía.

—Tienes un piquito de oro.

—No. A tu lado no soy nada. Nada. —Se arrodilló frente a ella y apoyó la cabeza en su abdomen.

Bethany lo abrazó, más intranquila si cabía.

—Me preocupas. Sé que te ha pasado algo terrible.

—Ha sido terrible, sí. Me han mantenido alejado de ti, preciosa.

Ella hizo un mohín al escuchar sus tonterías.

—Eres un bruto insensible y malvado. Me obligas a perdonarte cuando quiero mantenerme enfadada por tu abandono. —Le sonrió mientras pasaba una mano por su suave pelo.

—Toleraré tu enfado mientras no se transforme en odio. Jamás podría seguir viviendo con la idea de que me odies.

—¿Lo ves? Ya lo tienes. Ni rastro del enfado que guardaba. Maldito seas, Héctor. ¡Eres muy malo!

Héctor se llevó nuevamente su mano a la cara para que se percatara de su sonrisa.

—He echado mucho de menos tus maldiciones.

—Y yo te he echado mucho de menos a ti, aunque eres insoportable. —Se llevó su mano al corazón para que pudiera sentir cómo latía por él—. Aunque he intentado evitarlo, te has colado en la única parte de mí ser que puedes dañar. ¿Lo entiendes, Héctor? Y ten en cuenta que soy una mujer rencorosa capaz de una ira inimaginable. No me obligues a dirigirla hacia ti. Por tu bien y por el mío.

—Mientras haya un hálito de vida en mi cuerpo, jamás te haré daño por propia voluntad, Beth. —Héctor se puso en pie y le dio el beso más dulce que había conocido en la vida—. Por desgracia, tengo que ausentarme durante unas semanas. Pero volveré a verte tan pronto como regrese. Te lo juro.

—Eso espero.

Héctor la estrechó entre sus brazos y aspiró su olor.

—Algún día te diré lo que ha pasado. Por ahora… —La besó—. Contaré cuántas veces late mi corazón hasta que vuelva a verte.

Bethany lo abrazó y dejó que la inocencia de su beso le insuflara vida.

—Ya te echo de menos.

—No tanto como lo hago yo.

Estigio se obligó apartarse de ella y a regresar junto a su caballo. Se demoró un instante para verla recoger la cesta y la caña de pescar mientras se preguntaba si seguiría queriéndolo en caso de que se enterara de lo que había hecho. Si descubriera la crueldad que le había demostrado a su propio tío.

Bethany se merecía un hombre mejor que él. No alcanzaba a entender por qué lo amaba cuando nadie más lo hacía.

«Por favor, Bethany, no me odies».

Porque no imaginaba un infierno más espantoso que ese.