—¡Siéntate derecho! Te encorvas como el hijo de un verdulero.
Estigio dio un respingo al escuchar la furiosa voz de su padre y se enderezó de inmediato en su incómodo trono dorado, aunque se le habían dormido las piernas porque no llegaba al suelo. Sin embargo, si doblaba las piernas y se sentaba encima, su padre se enfadaría todavía más que al verlo encorvado. Si bien su padre lo mimaba, sobre todo cuando se encontraban en público, en otras ocasiones se enfurecía tanto que nada de lo que hiciera podía complacerlo. En esas ocasiones su padre parecía detestar hasta el aire que respiraba.
Ese día era una de esas ocasiones, no cabía duda.
—¿Te estamos aburriendo, muchacho?
Estigio se apresuró a negar con la cabeza y resistió las ganas de gemir cuando un dolor agónico se la atravesó. Siempre había odiado esos dolores de cabeza, y el que padecía ese día era más doloroso de lo habitual.
Era el culpable de que no pudiera concentrarse. Sin embargo, las náuseas que lo acompañaban eran aún peores. Si vomitaba, su padre no se lo perdonaría.
«¿Qué pasa? ¿Eres una mujer preñada, muchacho? Porque vomitas como si lo fueras. Aprende a controlar tu estómago. Vas a ser un hombre, por todos los dioses. Los hombres no vomitan cada dos por tres. Se controlan y controlan su cuerpo en todo momento».
El estómago le dio un vuelco espantoso, haciendo que la cabeza le doliera todavía más, lo que a su vez le provocó más náuseas. El constante vaivén entre su cabeza y su estómago bastaba para que quisiera gritar de dolor.
—¿Se me permite retirarme, padre?
Su padre se volvió para fulminarlo con la mirada.
—¿Con qué propósito?
—No me siento bien. —Era un eufemismo colosal.
—Ven aquí.
Estigio se bajó del pequeño trono y contuvo el deseo de gemir cuando miles de agujas se le clavaron en las piernas dormidas. Consciente de que no debía demostrar ante su padre el dolor que sentía, cruzó el estrado hacia el enorme trono dorado. Era tan grande que su frente apenas llegaba a la altura del reposabrazos. Ataviado con un himatión púrpura y una clámide que hacía juego con el quitón de Estigio, el rey lo miró con expresión suspicaz. La luz le arrancaba destellos a su barba y a su pelo rubio, sobre el que se ceñía la corona de hojas doradas que algún día sería suya.
Como era habitual, ese día de la semana se habían pasado la mañana lidiando con los problemas y las preocupaciones de los nobles y de las personas que habían solicitado una audiencia con el rey. Dado que esa tarea recaería en Estigio una vez que gobernara, el rey llevaba un año obligándolo a presenciar las audiencias a fin de que contara con dicha experiencia cuando heredase la corona. Durante las audiencias, no podía hablar ni moverse. Solo observar.
El «privilegio» de asistir a las audiencias y la «alegría» de contar con un instructor que vivía para pegarle fueron los únicos regalos de cumpleaños que recibió el verano anterior, al cumplir cinco años.
Con un ceño feroz, su padre le tocó la frente.
—No tienes fiebre. ¿Qué síntomas tienes?
—Me duele la cabeza.
El rey puso los ojos en blanco.
—¿Y qué más?
«Me muero por vomitar y estoy mareado», pensó. Pero sabía por experiencia que su padre se burlaría de sus quejas.
—Eso es todo, padre. Pero el dolor es atroz.
Su padre lo fulminó con la mirada.
—Algún día serás rey, muchacho. ¿Crees que detendrán una guerra o una revuelta porque a ti te duele un poquito la cabeza?
—No, padre.
—Claro que no. El mundo no va a pararse por algo tan tonto. Ahora siéntate y presta atención. Observa tus futuros deberes. Tu pueblo es mucho más importante que tu aburrimiento y merece que le prestes toda tu atención.
Sin embargo, no se trataba de aburrimiento. La más mínima luz o el sonido más nimio le provocaban un dolor tan espantoso que ansiaba arrancarse la cabeza. ¿Por qué nadie se compadecía de él?
Se le llenaron los ojos de lágrimas por el dolor y la frustración, pero parpadeó para librarse de ella. Hacía mucho que había aprendido que su padre consolaba a Ryssa cada vez que lloraba, pero que no toleraba las lágrimas en su heredero. Estigio se convertiría en un hombre, no en una niña mimada…
Con mucho cuidado de no mover la cabeza mientras caminaba, Estigio regresó a su trono.
—¡Siéntate derecho! —gritó su padre al instante.
Estigio se enderezó al punto antes de dar un respingo por el dolor.
«No demuestres lo que sientes…», se dijo.
Sin embargo, le costaba no hacerlo. Tragó saliva para sobrellevar el dolor y miró por la ventana, a través de la cual vio a Ryssa con Aquerón en el jardín. Se estaban riendo mientras se perseguían y jugaban. Qué no daría él por estar en el exterior con ellos, disfrutando del sol.
Claro que para el caso sería igual. Aunque no le doliera la cabeza, Ryssa jamás jugaría con él de esa manera. Jamás se reiría con él o le haría cosquillas. Su amor estaba reservado para Aquerón.
Volvió la cabeza e intentó no pensar en eso mientras lo atravesaba otra lacerante punzada de dolor.
Se inclinó hacia delante justo cuando comenzaba a sangrarle la nariz.
«¡No! Por todos los dioses, ahora no…», suplicó.
Se cubrió la nariz con una mano en un intento por ocultar la sangre antes de que su padre se diera cuenta.
—¿Majestad? ¿Se encuentra bien Su Alteza?
Estigio sucumbió al pánico cuando escuchó la pregunta del guardia, que hizo que su padre se fijara de nuevo en él.
La furia descompuso la cara del rey.
—¿Lo has hecho a propósito?
«Sí, me he abierto la nariz a propósito sin ninguna herramienta disponible sólo para molestarte, padre. Es que tengo un talento innato», pensó.
—No, padre. Se me pasará. Sólo es otra hemorragia nasal. Se cortará en breve.
El rey torció el gesto, asqueado.
—¡Mírate! Te has manchado la ropa. No puedes deshonrar con semejante insolencia a los que te rodean ni la posición que te han dado los dioses. —El rey les hizo un gesto con la barbilla al guardia que lo había delatado y al ayuda de cámara de Estigio, encargado de que siempre tuviera una apariencia inmaculada cuando se encontraba en público—. Llevad al príncipe a su habitación y aseguraos de que se lava y se cambia de ropa.
«Genial, parezco un bebé o un cachorro», pensó.
Los aludidos hicieron una reverencia antes de cruzar la estancia y colocarse delante de Estigio.
Temiéndose lo que eso significaría para él más adelante, Estigio se pellizcó la nariz y se bajó del trono para dirigirse a su habitación, en la planta superior. Mientras cruzaba el atrio, situado entre la sala del trono y el edificio principal del palacio, se detuvo para mirar de nuevo a Aquerón y a Ryssa, que seguían riendo y jugando en el jardín. La hemorragia se intensificó al tiempo que las voces que escuchaba en su cabeza gritaban con más fuerza si cabía.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Quería gritar por todo y cuando Aquerón se cayó y se desolló las rodillas, fue la gota que colmó el vaso. Estigio también cayó al suelo, se aferró la pierna y gritó cuando el dolor por fin lo abrumó por completo.
«Por todos los dioses, dejadme morir de una vez…».
Aquerón se acercó corriendo.
—¿Estigio? ¿Estás bien?
«No. Vivo en una agonía constante de dolor físico que nadie comprende y por la que nadie siente compasión», pensó. Y se estaba hartando. Por todos los dioses, ¿acaso no podía pasar un solo momento sin que le doliera algo?
—¿Estigio?
Era incapaz de contestarle a su hermano, no podría hacerlo mientras padeciera semejante dolor. De modo que clavó la mirada en la sangre que cubría la piel de Aquerón. Él sentía exactamente la misma herida en la rodilla, pero sabía que si se miraba la pierna, no encontraría marca alguna que explicase dicho dolor.
—No vuelvas a hacerte daño, Aquerón —consiguió decir entre jadeos—. Por favor.
Aquerón frunció el ceño mientras Ryssa se acercaba. Su hermana se arrodilló a su lado.
—¿Por qué estás ahí tirado?
Estigio se levantó antes de que ella también se burlara de su dolor.
—Me he caído.
Su hermana echó un vistazo al sendero.
—No hay nada con lo que te puedas tropezar. ¿Qué te pasa? ¿Has visto que Aquerón se caía y no has soportado que le presten más atención que a ti?
Estigio la fulminó con la mirada mientras el dolor aumentaba.
—Sí, eso es lo que ha pasado.
—¿Te duele la cabeza de nuevo? —preguntó Aquerón.
Asintió con un gesto, pero después gimió.
Ryssa resopló.
—Padre dice que sólo finges que te duele para librarte de tus responsabilidades.
Estigio se señaló el quitón manchado.
—¿Y qué me dices de la sangre?
—Seguramente te has herido tú mismo para que te compadezcan. Te conozco. Harías cualquier cosa con tal de llamar la atención.
Pero no, él no haría eso… ni muerto.
Incapaz de soportar sus críticas, Estigio se protegió la cabeza dolorida con la mano derecha y prosiguió camino hacia su habitación, seguido por su ayuda de cámara y el guardia.
Aquerón hizo ademán de seguirlo, pero Ryssa se lo impidió.
—Deja que se vaya, Aquerón. Solo te meterá en problemas, como siempre. Ven, vamos a seguir jugando.
Horas más tarde Estigio estaba tumbado en la cama, intentando no moverse ni respirar siquiera. De repente sintió una mano cálida en el pelo. Supo al punto de quién se trataba. Solo una persona era tan cariñosa y tan atenta con él.
—¿Aquerón? —susurró.
Sin contestarle, su hermano se colocó detrás de él en la cama.
—¿Te duele menos la cabeza?
—La verdad es que no. ¿Y a ti?
—Me duele, pero creo que no tanto como a ti. Yo puedo seguir moviéndome. —Aquerón rozó las marcas recientes que había en la espalda desnuda de Estigio y que le dolían más que la cabeza—. ¿Por qué te han castigado?
—Por irme de la audiencia antes de tiempo. Al igual que Ryssa, padre no creyó que me doliera la cabeza. Pensó que intentaba librarme de mis responsabilidades. —Algo que su padre no toleraba de ninguna de las maneras.
Aquerón lo rodeó con los brazos y lo acunó.
—Lo siento, Estigio.
—Gracias. —Guardó silencio un rato mientras las voces de su cabeza por fin bajaban de volumen y el dolor disminuía hasta un nivel soportable, de modo que casi podía respirar con normalidad—. ¿Aquerón? ¿Por qué crees que puedo sentir tu dolor pero tú no puedes sentir el mío?
—Ryssa diría que es la voluntad de los dioses.
Pero ¿por qué? Sospechaba que él no era tan importante como Aquerón para los dioses. ¿Por qué si no sentiría las heridas que recibía su hermano mientras que Aquerón era ajeno a su dolor? Tal parecía que los dioses querían asegurarse de que protegía a su hermano de cualquier daño. Como si él fuera el chivo expiatorio de Aquerón elegido por los dioses…
—¿Y tú qué crees, Aquerón?
—No lo sé. Tampoco entiendo por qué los dioses nos han dejado con unas personas tan espantosas mientras ellos nos hablan alto y claro en la cabeza. No tiene sentido, ¿verdad? —Aquerón se dio la vuelta y pegó su espalda a la de Estigio antes de hacer lo propio con los pies. Mientras yacían en la oscuridad de la habitación de Estigio, Aquerón lo tomó de la mano—. Siento mucho que Ryssa se porte tan mal contigo. Según ella, a ti te miman y te consienten mientras que a mí me tratan mal.
—¿Tú qué crees?
—Yo veo la verdad. Nuestros padres también dudan de ti. Y aunque a veces son amables contigo, también pueden ser muy crueles.
Sí, lo eran. Y a diferencia de Aquerón, él no podía quejarse. Nadie lo creía cuando se quejaba. Lo acusaban de ser un mimado y después se desentendían de su dolor como si fuera insignificante o, peor todavía, se complacían con su sufrimiento como si se lo mereciera por ser un príncipe mientras que ellos no lo eran. A veces creía que sería mejor estar en la piel de Aquerón. Al menos su hermano sabía qué recibimiento esperar de sus padres cuando los tenía cerca. Él no lo sabía hasta que ya era demasiado tarde.
A veces su padre era muy cariñoso, pero en otras ocasiones…
Se revolvía contra él como si lo odiara incluso más de lo que odiaba a Aquerón. No tenía sentido y resultaba aterrador y muy confuso para su joven mente. Por ese motivo no quería estar cerca ni de sus padres ni de su hermana.
Era mejor evitarlos a ellos y a la confusión que le provocaban.
Suspiró y le dio un apretón a Aquerón en la mano para que el contacto silenciara las voces que lo instaban a quitarse la vida. Lo torturaban con saña.
«Eres veneno. ¡Sufrirás mientras vivas!».
Sin embargo, si él moría, Aquerón también lo haría. La anciana curandera así lo había afirmado cuando nacieron. Sus vidas estaban entrelazadas por los propios dioses y no había manera de separarlas.
«Tal vez por eso sufres».
Los dioses intentaban que matase a Aquerón. Que odiara a su hermano para que así él acabara con ambos. Tenía cierto sentido. Tal vez creían que si lo torturaban lo suficiente, alcanzaría un punto de desesperación que lo llevaría a matar a Aquerón para acabar con su propia agonía. ¿Serían sus ojos distintos por ese motivo? ¿Para no tener que contemplar unos ojos similares a los suyos si mataba a su hermano?
Sin embargo, era incapaz de odiar a la única persona que lo quería. A la única persona que lo consolaba y silenciaba el mal de su cabeza.
Con dioses o sin ellos, sumido en la tristeza o en la alegría, Aquerón era su hermano. Para siempre. Era la única familia verdadera que tenía.
Lo único que había aprendido en su corta vida era que no podía confiar en nadie. Ni siquiera en los dioses. Todas las personas que lo rodeaban mentían. En todo momento. Incluso por tonterías. Solo Aquerón era de fiar y honesto. Su hermano era el único que no intentaba hacerle daño ni quería traicionarlo ante su padre. De modo que ¿cómo hacerle daño a la única persona que lo trataba como algo más que un objeto al que detestar? ¿Cómo hacerle daño a la única persona que no sonreía satisfecha cada vez que a él le hacían daño?
—Te quiero, Aquerón.
—Yo también te quiero, hermano.
Estigio echó la cabeza hacia atrás hasta que tocó la de Aquerón y por fin se permitió derramar las lágrimas que le habían empañado los ojos a lo largo del día. Podía dejar que Aquerón las viera. Su hermano lo entendía y jamás se burlaría de él por llorar.
—¿Crees que alguna vez podremos irnos de aquí y encontrar la paz?
—No. Creo que hemos nacido para sufrir.
Lo más triste de todo era… que él también lo creía.
—Al menos nos tenemos el uno al otro.
Aquerón asintió con la cabeza.
—Somos hermanos. Para siempre. Jamás podrán quitarnos eso.