24 de junio de 9532 a. C.

—¡Me das asco!

«¿Por qué no estoy muerto?», se preguntó Estigio, que gimió mientras su padre continuaba gritándole, unos gritos que se abrían paso a través del dolor agónico de su cabeza.

—¡Jamás había sentido tanta vergüenza!

«Pues prueba a despertarte desnudo y atado a una cama por tu tío, el mismo que te vendió a unos hombres a los que te ves obligado a ver una y otra vez».

—¿Cómo has podido hacerme esto? —siguió vociferando su padre.

«Claro, claro, yo te he jodido la vida, viejo… Yo no te mandé al bosque para que te violaran y me pasé dos días seguidos riéndome con tus violadores. Yo no te dejé con tus queridos sacerdotes para que te torturaran».

Se habría echado a reír si no fuera tan triste. Se humedeció los labios secos y entreabrió los ojos para ver a su padre plantado ante él.

—¿Qué he hecho?

—Caerte al suelo borracho mientras dábamos un banquete en tu honor. ¿Sabes la mala imagen que da eso?

«¿Da la imagen de que soy el príncipe mimado y feliz que todos creen tontamente que soy?».

—Ha sido muy irrespetuoso hacia mi persona, hacia los senadores y hacia sus familias. ¿Esa es la clase de rey que vas a ser? Contéstame.

«No quiero ser rey, mucho menos con unos senadores que me follaron después de pagarle a mi tío».

—¡Arriba! —Su padre le dio una patada.

Estigio hizo una mueca antes de incorporarse. Al hacerlo, sintió una arcada y puso los ojos como platos. Se movió justo a tiempo para llegar a la escupidera antes de empezar a vomitar.

—Mírate. Das pena. No había visto nada tan penoso en la vida.

«Deberías salir más a menudo», pensó. Vomitó de nuevo.

Su padre lo fulminó con una mirada inmisericorde.

—En cuanto termines con tu enfermedad autoinfligida y egoísta, recibirás tu castigo con la vara.

Estigio se limpió la boca.

—Dijiste que ya era demasiado mayor para eso.

—También eres demasiado mayor para comportarte como un niño petulante y fuera de control. Si vas a comportarte como uno, yo te trataré como tal.

Hizo ademán de protestar, pero sufrió otra arcada.

—Y pienso ver todos y cada uno de los golpes que te dan.

Estigio cerró los ojos, agradecido a más no poder por esa merced, aunque significara recibir más golpes. Loados fueran los dioses. Casi sonrió por el alivio que sentía.

Inspiró una entrecortada bocanada de aire y se apoyó en la pared antes de mirar a su padre.

—Creo que voy a necesitar que me ayuden a bajar.

—¿Te parece gracioso?

«Hilarante, la verdad», replicó en silencio. Era como una patética historia de terror en cierto modo. ¿Por qué no reírse a esas alturas? Las lágrimas solo le habían acarreado burlas. ¿Por qué no probar otro método?

—¿Qué quieres que diga, padre? ¿Que lo siento? De acuerdo, lo siento. Por favor, busca la benevolente piedad en tu corazón para perdonarme por la deshonra y la ofensa que te he provocado con mi negligencia.

—¿Te atreves a reírte de mí? No, no lo sientes en absoluto. Pero lo sentirás. —Le dio una patada a Estigio en los pies—. ¡Guardias!

Los aludidos entraron al instante.

Estigio los miró con los ojos entrecerrados, preguntándose si alguno de ellos también se lo habría follado.

Su padre retrocedió para que pudieran cogerlo con malos modos, ya que disfrutaban haciéndole todo el daño posible.

—Llevad a Su Alteza ante el verdugo.

Estigio dio un respingo cuando lo pusieron en pie de un tirón y lo arrastraron a la planta baja. Los insultos que pensaban resonaban en su cabeza junto a los insultos que le profería su padre.

«Como si me importara».

Abrieron la puerta de la habitación de la guardia y lo arrojaron al interior. Los ojos del verdugo se iluminaron con un brillo lujurioso al verlo.

Estigio lo miró con una sonrisa fría.

—Mala suerte, viejo. Mi padre quiere mirar.

La expresión alegre del verdugo desapareció, reemplazada por una que le prometía una venganza cruel.

Ah, sí, le iba a doler. Y mucho.

Que así fuera.

—Setenta golpes.

Incluso el verdugo se quedó sin aliento al escuchar la brutalidad de la orden del rey.

Estigio miró a su padre sin pestañear y se echó a reír.

—¿Por qué conformarse con eso, padre? ¿Por qué no cien?

—Si sigues con tu insolencia, lo serán.

Antes de que pudiera abrir la boca, el verdugo le metió el trozo de cuero en la boca.

—Por todos los dioses, alteza, guardad silencio —le susurró a Estigio al oído.

El verdugo miró a su padre.

—¿Me concede la inmunidad, majestad?

—Sí.

—¿Alteza?

¿Acaso importaba lo que pensase? ¿Quién fue el cabrón que inventó ese retorcido protocolo?

Fulminó a su padre con la mirada y dio su consentimiento con un gesto de cabeza.

El verdugo lo llevó a su «preciosa» habitación y lo ató a la mesa que conocía tan bien. Estigio miró en silencio cómo el verdugo seleccionaba la vara y se colocaba detrás de él para levantarle el quitón y dejar al descubierto sus nalgas a fin de castigarlo.

—¡Espera! —exclamó el rey antes de que comenzara.

Estigio apretó los dientes por el miedo que le atenazó el corazón.

¿Estes también le había grabado en las nalgas la palabra «puto»?

«Por todos los dioses, ¿qué está mirando?», se preguntó.

—Quítale la mordaza.

—Sí, majestad. —El verdugo le quitó el trozo de cuero antes de alejarse y apartar la mirada.

—¿De qué son las cicatrices que tienes en los muslos y en las nalgas, muchacho?

Estigio se quedó de piedra por la supina estupidez de esa pregunta.

—Me quemaron y me sangraron para expulsar a los demonios de mi cuerpo, padre. ¿No te acuerdas?

—¿Con hierros candentes?

No… con fríos…

¿Estaba senil el viejo? ¿Qué creía que habían usado? ¿Pétalos de rosa?

—Viste mis heridas cuando Estes te llevó al templo.

Su padre le apartó el quitón hasta que dejó al descubierto su costado izquierdo y las brutales cicatrices que lo cubrían desde la axila hasta el muslo. Guardó silencio un rato mientras contemplaba las cicatrices hasta que su mirada se posó en el brazo de Estigio, donde él mismo lo había herido, y luego en las cicatrices provocadas por las cariñosas caricias de su madre.

Por suerte, Estigio estaba colocado de forma que la cicatriz más espantosa, la que lo marcaba como un puto, quedaba oculta a ojos de su padre.

—Puedes irte —le dijo el rey al verdugo al cabo de un momento.

Tras hacer una reverencia, el hombre se marchó.

Su padre tragó saliva con fuerza.

—No vi tu cuerpo mientras estabas en el templo de Dioniso. Casi ni te miré a la cara.

Era curioso, porque él no tenía esa impresión. Habría jurado que su padre miraba sus heridas con una satisfacción malsana.

Su padre le cubrió el costado con el quitón a fin de no ver más las cicatrices.

—¿Cuántos meses estuviste allí?

La pregunta fue como un mazazo.

—¿No te acuerdas?

Su padre negó con la cabeza.

—Pero tú sí, ¿verdad?

¿Cómo se le iba a olvidar?

—Cada aliento que exhalé bajo los tiernos cuidados de los sacerdotes está grabado a fuego en mi memoria, padre.

El rey dio un respingo y se dispuso a desatarle las manos.

Ya has sufrido bastante, muchacho —lo oyó pensar.

Estigio se puso en pie mientras su padre se marchaba sin decir nada más.

Volvió a su habitación con la cabeza a punto de estallarle. Sabía lo repugnantes que eran las cicatrices que estaban al alcance de su vista. ¿Cómo serían las de su espalda para que su padre se pusiera tan mal?

«Debería preguntarle a los senadores que me han follado, ya que las han visto».

Se llevó una mano a la cabeza, deseando poder aplastársela hasta borrar todos los recuerdos.

«No lo soporto más», pensó. Era demasiado joven para aguantar tanto horror. Demasiado joven para sentir un dolor tan atroz cuando no tenía escapatoria a la vista. Cuando no tenía salida…

«Maldito seas, Aquerón», pensó.

Desde que su hermano se lo echara en cara, se había dado cuenta de lo ciertas que eran sus palabras. Las miradas lascivas de todos los que lo veían. Unas miradas y unos actos que hasta entonces había atribuido al hecho de ser un príncipe. Pero Aquerón tenía razón. La gente deseaba su cuerpo aun sin saber que ostentaba ese título. Y todos se mostraban más agresivos cuando no lo sabían.

Aunque escapara, lo tratarían de la misma manera que lo había tratado su tío. Como un sabroso trozo de carne en un banquete. Se convertiría en su hermano…

En un puto bien pagado y bien usado.

Aunque ya lo era.

«Solo quiero un momento de paz sin que los recuerdos me destrocen el alma. Un día sin dolor».

Sin solaz alguno, se lavó y se cambió de ropa antes de escabullirse de sus guardias para ir en busca de su caballo.

Solo tenía un pensamiento en la mente mientras se alejaba de las caballerizas en dirección a la escarpada costa.

Acabar de una vez por todas con esa pesadilla infernal.

Soltó una maldición al tiempo que detenía su caballo y desmontaba para poder pisar tierra firme.

—¡Por todos los dioses!

¿Por qué tenía que soportar precisamente ese día uno de los dolores de cabeza más brutales?

Le dolía tanto que ni podía respirar. Y después empezó…

La dichosa hemorragia nasal.

Incapaz de soportarlo, se postró de rodillas y no intentó siquiera taponarse la nariz. Se llevó una mano a un ojo y miró el ancho mar que se extendía más abajo. Las olas rompían contra las afiladas rocas. Parecía muy relajante y agradable.

Recordó que de pequeño su padre lo llevaba a los barcos para conocer a los capitanes y a sus propietarios, y que después observaba jugar a los hijos de los pescadores en la orilla, mientras reían. Siempre quiso unirse a ellos, pero su padre se negaba.

«Es un entretenimiento vulgar para gente vulgar. Tú eres un príncipe. Es hora de que te comportes como tal».

Como príncipe, siempre según su padre, no podía mezclarse con ellos. La familiaridad haría que lo consideraran un ser inferior.

«Siempre tienes que regirte por un código superior y comportarte con dignidad. Un rey solo puede liderar cuando los demás lo respetan».

¿Y quién iba a respetar a un rey al que habían atado boca abajo sobre una mesa de castigo y al que habían violado? Un rey al que habían prostituido y al que habían…

Marcado.

Gritó de rabia.

«He terminado con este mundo. Ya me he hartado».

Por eso había ido a ese lugar. Para terminar. Miró la orilla con expresión anhelante. Un paso. Tanto Aquerón como él se librarían de ese espanto. Serían libres para jugar en la orilla y para reír como los demás…

«¡Eres demasiado fuerte para hacer esto!».

¿Lo era? No se sentía fuerte. No ese día. Ese día se sentía como el desgraciado inútil por el que todos lo tomaban. Se sentía utilizado e indefenso.

Humillado hasta lo más hondo de su negra y agotada alma.

Un paso…

Se acabarían los dolores de cabeza y las hemorragias nasales. Se acabarían las constantes humillaciones por las que tenía que pasar. Se acabaría el odio que destilaban los ojos de su madre y de su hermana. Que destilaban los ojos de todos los que lo creían un príncipe mimado y adorado sin una sola preocupación en el mundo.

«Solo quiero paz».

Decidido a acabar con todo, se puso en pie. Su caballo, Troyano, le rozó el hombro con el hocico. Enterró la mano en sus largas y lustrosas crines negras antes de darle unas palmaditas. Troyano había sido su único amigo.

Abrazó al caballo con fuerza.

—No pasa nada, chico.

Le quitó las bridas, ya que sabía que volvería a los establos y de esa manera no tendría que preocuparse de que se enredara con las riendas y se hiciera daño o se quedara atrapado.

Después de acariciarle el cuello una última vez, se apartó del animal. El corazón le latía al mismo ritmo que el palpitante dolor de cabeza mientras miraba cómo rompían las olas. Sería doloroso al golpearse contra las ropas, pero con un poco de suerte no duraría mucho.

Con un poco de suerte moriría antes de llegar a ellas.

Dejó las bridas en el suelo y se volvió para admirar la tierra en la que había crecido. La tierra para cuyo gobierno lo estaban preparando. Sobreviviría sin él. Seguramente a su pueblo le iría mejor. Al menos tendrían a un rey que sería digno de la corona.

Uno del que no se burlaran, uno al que no hubieran prostituido.

Tragó saliva para aliviar el dolor que nunca desaparecía, dio un paso hacia atrás y cayó en el vacío.

El viento azotó su cuerpo mientras caía, alborotándole el pelo y agitándole la ropa. Tuvo la sensación de que tardaba una eternidad en llegar al agua. La golpeó con tanta fuerza que habría jurado que se le rompieron todos los huesos del cuerpo.

Las olas lo envolvieron y lo arrastraron hacia las gélidas profundidades del intenso mar azul. Tragó agua cuando esta invadió su cuerpo con violencia, después escupió y tosió.

Todo se volvió negro.

Pero tras un breve período en el que no sucedió nada, seguía vivo.

Incluso bajo el agua…

¿Cómo? Era imposible. Imposible. Sin embargo, la corriente lo arrastró hasta la orilla y lo arrojó sin miramientos a la arena.

Dolorido y magullado, siguió tumbado en el suelo, helado de frío.

Y vivo, para su absoluta consternación.

«Ni siquiera soy capaz de morir. ¿Se puede ser más patético?».

Mientras yacía en la playa, una cruda y odiosa verdad lo golpeó con fuerza. Los dioses no tenían pensado ahorrarle ni un solo instante de la desdicha a la que lo habían condenado. Ni siquiera le permitirían morir para escapar.

«¡Cabrones retorcidos!».

Se habría echado a llorar por la desesperación, pero ya no le quedaban lágrimas. ¿Para qué molestarse? Las lágrimas solo habían conseguido que le dieran más palizas.

Asqueado, se arrastró para alejarse del agua y caminó por la arena a trompicones. Parecía que se había torcido un tobillo. Tal vez también se hubiera dañado un hombro. Aunque daba igual.

Todo daba igual una vez que sabía su verdadero lugar en el mundo. Que no era ser rey o príncipe.

Ni siquiera era un ser humano…

«Estoy maldito y condenado. Para siempre».

Con un suspiro entrecortado, se arrastró hacia el camino y se detuvo al ver lo lejos que estaba de su casa. En condiciones normales, habría sido un trayecto larguísimo.

En su estado…

—No lo conseguiré.

«A lo mejor algunos bandidos me…».

¿Qué?

¿Lo mataban?

Se echó a reír al imaginarse sus caras sorprendidas cuando descubrieran que era inmortal, pero después hizo una mueca por el dolor. No tenía sentido seguir allí tirado. No le serviría de nada.

Se levantó y empezó a caminar a duras penas.

Al cabo de un rato vio un pequeño claro entre los árboles por el que discurría un arroyo cristalino y burbujeante.

Estaba tan concentrado en beber un trago de agua que no se percató de la muchacha menuda que se puso en pie de un salto, gritando alarmada y con una caña de pescar en la mano. Su forma de blandir el puñal delataba que tenía cierta maña con el arma.

Estigio se quedó un buen rato sin aliento al verla. Era la personificación de la belleza. Sin embargo, no era la misma belleza frágil de Ryssa. Tenía una preciosa piel dorada y una lustrosa melena negra, y los ojos de un precioso oro bruñido teñido de verde. Iba ataviada con un peplo blanco y rojo ceñido a su cuerpo, que resaltaba sus preciosas proporciones. Era muy voluptuosa… También era bastante más alta que su hermana. Pero seguía siendo baja a su lado.

Jamás había visto algo tan tentador… ni tan hermoso o puro.

—¿Quién eres? —preguntó ella, que apretó el puñal con más fuerza—. Como me toques, te rajo, lo juro.

Estigio frunció el ceño al percatarse, por su forma de mover la cabeza y el brazo, de que era totalmente ciega, y se sintió fatal por haberla asustado.

—Por favor —dijo mientras intentaba respirar pese al dolor—. Tranquilízate. Siento haberte asustado. No quiero hacerte daño. Aunque quisiera, lo único que conseguiría sería mancharte de sangre. Te lo prometo, muchacha, yo te tengo mucho más miedo que tú a mí.

Ella se enderezó y por fin bajó el puñal.

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis. Por favor, solo necesito sentarme un momento para recuperar el aliento, después te dejaré para que hagas… lo que fuera que estabas haciendo. —Cayó de rodillas y gimió.

La vio envainar el puñal en la funda que tenía en la muñeca.

—¿Estás bien?

—Sí… —Jadeó cuando una punzada de dolor le abrasó el vientre—. No, la verdad es que no…

¿Qué iba a decirle? ¿Que se había tirado desde el acantilado en un intento por matarse pero que había descubierto que era inmortal?

No era una confesión muy sensata, la verdad.

—Me he caído del caballo.

Ella chasqueó la lengua, apiadándose de él.

—Pobrecillo. ¿Necesitas que vaya en busca de ayuda?

Estigio logró contener una carcajada al escuchar su ofrecimiento. Porque en realidad nadie podía ayudarlo.

Aun así, era uno de los gestos más bondadosos que le habían ofrecido en la vida.

—Gracias, pero no pasa nada. Solo necesito sentarme un momento e intentar acordarme de cómo se respira. —Se inclinó sobre el agua para lavarse la cara y quitarse parte de la sangre y del sudor. Le tembló la mano cuando sintió una arcada por el dolor.

En un abrir y cerrar de ojos, y pese a sus esfuerzos, se cayó de bruces al agua. Tardó un momento en poder regresar a la orilla.

«Genial… Ahora también estoy lleno de barro», pensó.

Solo él podía parecer un idiota incompetente delante de la muchacha más guapa que había visto en la vida.

Una muchacha que no intentaba manosearlo.

La vio acercarse gateando hasta él, palpando la tierra con la mano hasta que encontró su pierna. Despacio, subió por la cadera, llegó hasta su hombro y continuó hasta la cabeza. Apartó la mano en cuanto le tocó la mejilla.

—Estás sangrando.

—Lo siento… Toma. —Rasgó un trozo de su quitón y lo usó para limpiarle la mano.

Ella frunció el ceño por lo que acababa de hacer.

—¿Por qué me limpias la mano cuando eres tú quien está sangrando?

—No quería que te mancharas el peplo.

—Pero estás sangrando. —Parecía asombrada.

—No pasa nada. De verdad. Me sucede a menudo.

La muchacha le quitó el improvisado pañuelo y lo mojó en el agua antes de regresar a su lado y limpiarle la mejilla herida con cuidado.

Tendido de espaldas, Estigio cerró los ojos por la ternura que le demostraba esa elegante mano. Olía a azucena y a eucalipto. Era un olor cálido y agradable. Y una parte de él se preguntó si su radiante e inmaculada piel sería tan dulce como aparentaba.

—¿Cómo te llamas?

—Bethany.

Lo repitió en silencio, saboreando las maravillosas sílabas de un nombre que no había oído antes.

—¿Y tú quién eres?

Se mordió la lengua justo antes de contestar sin pensar. Al igual que el de la muchacha, su nombre era poco frecuente. Si se lo decía, sabría al instante quién era, y no quería que lo odiara como todos los demás. Para ella no era el príncipe consentido e imbécil. Solo era…

Un plebeyo tonto e incompetente.

—Héctor.

Ella le sonrió.

—Héctor, ¿sabes dónde está tu caballo?

—Me temo que ha ido en busca de un jinete más hábil que no lo avergüence en el futuro.

Ella se echó a reír. Era un sonido dulce y alegre que hizo que el corazón le diera un vuelco. La vio apretar los labios.

—¿Cómo puedes bromear cuando te duele tanto?

—Con tal de oírte reír, me arrojaría cien veces desde un acantilado.

La vio ladear la cabeza con el ceño fruncido.

—¿Estás coqueteando conmigo, Héctor?

¿Lo hacía?

—Yo… no lo sé.

Ella abrió muchísimo los ojos.

—¿No lo sabes?

—La verdad es que no tengo mucha experiencia con las mujeres. No suelo hablar con ellas. Así que no estoy seguro de si esto se consideraría un coqueteo o no.

Bethany se apartó para enjuagar el trapo.

—¿A qué te dedicas que no sueles relacionarte con mujeres?

Ah, joder. ¿Qué hacían las personas normales? ¿Los hombres se relacionaban con las mujeres en la vida cotidiana? No tenía forma de saberlo.

—Yo… esto… trabajo con mi padre. La única muchacha con la que me relaciono es mi hermana, pero no solemos hablar mucho. Y desde luego que no coqueteo con ella.

—Eso espero. —La muchacha sonrió de nuevo y bajó la mano por su cuello en busca de más heridas.

Pese al agónico dolor que sentía, su caricia lo excitó. No podía explicarlo, pero tenía algo que le resultaba familiar y reconfortante. Como si la conociera de toda la vida.

—¿Por qué estás aquí sola, Bethany? ¿No hay nadie que te cuide?

Ella se apartó.

Estigio le atrapó la mano y se la sostuvo con delicadeza.

—No… no me refería a eso. Solo me preocupa que estés aquí sin un protector.

—Tengo mi puñal.

—Y te admiro por eso, pero…

—Suelo venir a pensar y a pescar. Normalmente nadie me molesta.

Sin duda alguna lo último que ella deseaba era un puto maldito y herido que arruinara el resto de su mañana.

—Perdóname. —Rodó para ponerse de costado y marcharse.

—¿Héctor? ¿Qué haces?

—Te dejaré para que sigas tranquila. Sé lo que se siente cuando se desea un poco de tiempo a solas y no se consigue. Perdona que haya interrumpido el tuyo.

Ella le colocó una mano en el hombro y lo instó a tenderse de nuevo.

—No has interrumpido nada. Ahora quédate quieto y deja que compruebe si tienes algo roto. Si es así, iré en busca de ayuda y volveré enseguida.

—Estoy bien, de verdad. Ya me he arrastrado y he cojeado un buen trecho. Solo necesito un momento para descansar antes de continuar camino. —Se quedó sin aliento y se cubrió los ojos con una mano.

—¿Qué pasa?

—Nada. Los dolores de cabeza me atormentan a menudo, y como tengo la suerte que tengo, ahora mismo uno intenta partirme la crisma en dos. Como si no me doliera lo bastante para complacer a los dioses.

Ella chasqueó la lengua.

—Pobre Héctor. Ven… —Sin pensar en que él estaba chorreando, le levantó la cabeza y se la colocó en el regazo—. Me han dicho que mis manos sanan este tipo de cosas.

Estuvo a punto de negarse, pero en cuanto ella le enterró las manos en el pelo, que aún estaba húmedo, y comenzó a frotarle la cabeza, el dolor se suavizó. Las voces que lo atormentaban a todas horas bajaron tanto de volumen que apenas las escuchaba. Incluso los pensamientos de la muchacha permanecían ocultos a sus oídos. Era maravilloso no oír nada…

Con un suspiro de placer, cerró los ojos y se deleitó con el dulce aroma de Bethany y con sus maravillosas y calmantes caricias. Por primera vez en la vida, aunque estaba empapado, sangraba y le dolía todo, se sentía contento.

Inspiró una honda bocanada de su dulce olor y sonrió.

Bethany se quedó quieta al darse cuenta de que Héctor se había dormido sobre su regazo mientras jugueteaba con sus rizos.

«¿Debería sentirme ofendida?», se preguntó. Pero después recordó que estaba gravemente herido. Aunque él lo había negado, había percibido sus numerosas heridas y la sangre que le impregnaba la piel y la ropa. Podía olerla.

Como diosa que era, tenía el poder de curarlo, pero se contuvo. No quería que él sospechara nada, y aunque solo era un mortal, había disfrutado de su peculiar conversación. Nadie había sido jamás tan tierno con ella. Ni tan considerado. No a menos que buscara algo, y ella detestaba a los hipócritas.

Prefería caer bien por cómo era, no por sus poderes o por los favores que pudiera hacer.

Claro que así funcionaba el mundo. Las personas suplicaban, los dioses hacían tratos, y ella no tenía un solo momento en el que estuviera libre de sus maquinaciones y de sus planes. Por ese motivo frecuentaba ese lugar, para estar a solas con sus pensamientos y fingir durante un rato que era normal…

Fuera lo que fuese ser normal.

Cerró los ojos e intentó imaginarse qué aspecto tenía su misterioso Héctor. Si adoptaba su forma de diosa, podría verlo. Pero a lo mejor se llevaba una decepción terrible. Él era humano, después de todo, y ella estaba acostumbrada a la deslumbrante belleza de los dioses.

No. Sería mejor utilizar su imaginación a arriesgarse y descubrir que era un bicho asqueroso. Además, si se manifestaba como diosa en Grecia, los dioses olímpicos pondrían el grito en el cielo. Los dioses no toleraban que otros dioses invadieran su territorio sin una invitación expresa. Y ya había problemas de sobra en Grecia. No hacía falta que estallara otra guerra por su curiosidad en un plebeyo.

Le pasó las manos por encima con cuidado. Su cara poseía una agradable estructura ósea y tenía unas proporciones perfectas. Una nariz afilada y el pelo tan suave como las alas de un pájaro. Se rizaba en torno a sus dedos, y la barba incipiente de su mentón le hacía cosquillas en la piel. Sus labios eran voluptuosos y suaves, a diferencia de su cuerpo, que estaba duro como una piedra y era musculoso. A juzgar por sus brazos y por sus manos, diría que era tan alto como un dios o como un atlante. Pero su acento era griego, sin lugar a dudas. Su voz era ronca y grave, muy agradable.

Dado que era griego, ni siquiera debería haber hablado con él. Si bien ya no estaban en guerra con los griegos, la tregua era muy frágil y no confiaba en que los griegos la respetaran.

La guerra podría estallar otra vez en cualquier momento.

Sin embargo, su Héctor no era un político ni un dios. Ningún dios se quedaría jamás en semejante situación.

Necesitaría su caballo para volver a casa.

Usó sus poderes en la medida de lo posible para buscar en el éter hasta dar con el animal y llamarlo a su lado. Tardó un rato pero a la postre el caballo apareció y se acercó para acariciarle el hombro con el hocico.

—Has sido muy malo por tirar a tu amo —le dijo con suavidad—. Intenta no hacerle daño en el futuro.

El caballo relinchó antes de alejarse para pastar. Bethany comenzó a tararear y a cantar mientras Héctor dormía plácidamente con la cabeza en su regazo. No sabía por qué, pero su presencia la calmaba aunque estuviera inconsciente. Parecía muy sincero y dulce. Muy inocente y honesto. Humilde.

Unas virtudes a las que no estaba acostumbrada.

Si bien había tenido algunos amantes a lo largo de los siglos, ninguno había hecho que se sintiera así…

Que sintiera ese afán protector.

Qué raro.

Su madre diría que era como una mascota. Sin embargo, eso tampoco describía sus sentimientos. Le acarició la mejilla con la mano, allí donde la barba le hacía cosquillas en los dedos. Quería lamerle la piel, pero no quería asustarlo ni ofenderlo.

«No sé qué tienes, Héctor…», se dijo.

Pero deseaba besar sus voluptuosos labios entreabiertos. En cambio, le besó la frente y dejó que la embargara el cálido y masculino olor de su piel.

—Duerme bien, mi dulce criatura. —De todas formas, prefería juguetear con sus suaves mechones a pasear.

Estigio se despertó escuchando el sonido más maravilloso del mundo.

Era una voz de contralto dulce y maravillosa. Y alguien le estaba acariciando la mejilla…

Aterrado de que fuera su tío abusando de él, se incorporó como un rayo y se topó con la cara alarmada de la belleza personificada.

—¿Héctor? —El dulce jadeo hizo que se sintiera como un completo imbécil por haberla asustado otra vez.

—Bethany, lo siento. Se me había olvidado dónde estaba. ¿Me he quedado dormido?

Ella asintió con la cabeza.

—Has dormido varias horas.

Miró al cielo y comprobó que le decía la verdad. El mediodía había pasado hacía rato.

—Perdóname. No era mi intención entretenerte. Ojalá no te haya metido en problemas.

Ella extendió un brazo para tocarle la cara y sonrió.

—No me he metido en problema alguno. Pero empezabas a preocuparme. Me alegro de que por fin te hayas despertado.

A regañadientes, Estigio se alejó de su dulce caricia, sorprendido por el hecho de que ya no le doliera la cabeza. Y las voces seguían en silencio. Era rarísimo estar con alguien y no tener la menor idea de lo que dicha persona pensaba de él.

—Y mira… —Señaló con la mano hacia el agua—. Tu caballo ha aparecido.

Estigio sonrió al ver que Troyano se encontraba al otro lado del lugar que ella señalaba.

—Pues sí. Al parecer, le gusta que lo avergüencen.

—Estoy segura de que no lo has avergonzado.

Estigio se puso en pie despacio. Si bien su cuerpo no había sanado por completo, se encontraba muchísimo mejor que cuando se durmió sobre su regazo.

—Ya te robado bastante tiempo. No te molestaré más.

—No me has molestado en absoluto.

Era demasiado amable y dulce.

—No sé qué decirte. Te he manchado el precioso peplo y te he usado de almohada. No sé cómo puedes tomarme por algo que no sea una molestia.

—Mi peplo se puede lavar y no ha sido un suplicio sentarme contigo mientras dormías.

—Te lo agradezco, eres muy amable. ¿Quieres que te ayude a ponerte en pie?

—Qué galante. —Le tendió una mano con un gesto muy elegante y femenino.

Estigio se la cogió con ambas manos y la ayudó a levantarse. Era como había sospechado. Apenas le llegaba a la altura de los hombros. Su suave melena le rozó la piel del brazo con una caricia liviana que le aceleró el corazón. De repente, sintió deseos de enterrar la cara en esos mechones sedosos e inhalar el perfume de su piel hasta embriagarse. Era un olor que se le había pegado al cuerpo y a la ropa, y que se la había puesto tan dura que ni podía pensar tan cerca de ella.

—¿Te gustaría que te acompañara a casa? —le preguntó.

—No es necesario. —Movió los dedos, que él seguía teniendo en su mano—. Y ya estoy de pie. Ya puedes soltarme.

Sintió que le ardían las mejillas mientras le soltaba la mano, aunque no quería hacerlo.

—¿Cómo puedo agradecerte la amabilidad que me has demostrado hoy?

Ella frunció el ceño.

—No tienes que pagarme por haber sido amable, Héctor.

—Eres muy distinta a las personas que conozco. Todas esperan algún tipo de recompensa por un acto de caridad.

Bethany se puso de puntillas para susurrarle a su hombro, ya que no acertó a localizar su oído.

—Yo no soy de esa clase de personas. Pero sí hay algo que me gustaría.

Estigio sonrió al ver la ternura de sus actos.

—Dímelo.

—Siempre que brille el sol, me encontrarás en este claro al principio y al final de cada semana. Si alguna vez vuelve a tirarte el caballo, no me molestaría encontrarme aquí contigo mientras descansas en tu camino de vuelta a casa.

Sus palabras le desbocaron el corazón.

—¿De verdad?

Ella asintió con la cabeza.

—También estaré aquí mañana.

—En ese caso yo estaré aquí, y prometo no ensuciarte el peplo. —Le cogió la mano por última vez y le dio un casto beso en los nudillos—. Que llegues sana y salva a casa, Bethany.

Ella le hizo una genuflexión.

—Y tú también, Héctor.

Con alas en el corazón, más contento de lo que recordaba nunca, Estigio montó en su caballo y se demoró para ver cómo ella recogía con elegancia sus pertenencias.

La vio detenerse.

—¿Me estás mirando, Héctor?

Sus habilidades lo sorprendían.

—No he podido evitarlo, mi dulce Bethany. Eres demasiado bonita para expresarlo con palabras, y no me refiero solo a tu cara. Te mueves con una elegancia y una confianza que me dejan sin aliento.

—¿Para ser ciega, quieres decir?

—Para ser mujer. Y no era mi intención ofenderte, de ninguna de las maneras.

La vio sonreír.

—No me has ofendido.

Estigio apretó los dientes al echar un vistazo al claro donde se encontraban.

—Me siento fatal por dejarte aquí sola. ¿Seguro que no quieres que te lleve a casa?

—Mi padre no lo aprobaría. Querría interrogarte y no me parece que estés en condiciones hoy.

Además, si su padre lo veía, podría reconocerlo. Eso sería desastroso.

—Muy bien, ya me marcho. Hasta mañana.

—Hasta mañana, mi buen Héctor.

Estigio enredó los dedos en las crines de su caballo y las utilizó a modo de riendas para volver a casa con Troyano. Y aunque se iba distanciando a cada paso, sus pensamientos se quedaron con la criatura más hermosa y amable que había visto en la vida. Una criatura que era tan pura e inocente como él deseaba ser.

«Apenas la conoces», se recordó.

Cierto, pero quería conocerla mejor. Nadie le había hecho sentirse como ella. Simpático y bien acogido. Valeroso y noble, aunque solo la había manchado con su sangre y se había quedado dormido sobre ella.

¿Se podía ser más tonto?

De alguna manera, ella había conseguido mitigar el dolor de su corazón y hacer que todo estuviera bien. Había conseguido hacerlo reír cuando quería echarse a llorar. ¿Cómo podía alejarse de semejante milagro?

Que los dioses lo ayudaran, porque la deseaba con todo su ser.

«¿Qué puedes ofrecerle a una mujer tan espléndida? Eres un puto desgraciado y lleno de cicatrices», se dijo. Se horrorizaría al saber a quién había estado abrazando.

¿Habría sido tan amable si supiera la verdad acerca de él? ¿O lo habría mirado con asco y habría echado a correr? Claro que no sabía quién ni qué era. Para ella, solo era un hombre normal y corriente.

Y para él, ella era la perfección.

Estigio desmontó al llegar al palacio y subió los escalones, deseando verla de nuevo.

Joder, le dolía todo el cuerpo.

¿Necesitaban tantos escalones?

Los guardias abrieron la puerta. Estigio acababa de llegar a la escalera que conducía a su habitación cuando la voz de su padre lo detuvo.

—¿Qué te ha pasado?

Esperó a que su padre llegara junto a él y suspiró, cansado. Su padre se pondría furioso por su aspecto desaliñado.

—Me he caído del caballo.

—Tus tutores me han dicho que no has asistido a clase ni a tu entrenamiento.

«No me jodas, ¿en serio?», pensó. Ese hombre era incapaz de ver su dolor. Estaba sucio, cubierto de cortes y de magulladuras, y lleno de sangre, de barro y de polvo… Aun así, su padre lo despreciaba.

—Me he caído, padre. Tenía intención de volver antes, pero tuve que buscar mi caballo. Por favor, perdóname por no haberos tenido en cuenta a todos.

«Mientras yo me desangraba de camino a casa…».

Su padre entrecerró los ojos en señal de advertencia.

—Ten cuidado con lo que dices, muchacho. Dime, ¿tengo que llamar al médico para que te examine?

Estigio negó con la cabeza.

—Viviré —respondió con amargura.

Porque ya había confirmado las palabras de la anciana cuando nació.

Solo podría morir si Aquerón moría primero. Mientras su hermano viviera, él también viviría. O tal vez ambos eran inmortales. Fuera como fuese, ya no tenía por qué temerle a la muerte.

Tánatos nunca iría a buscarlo.

«A lo mejor si me decapitan…».

Claro que ¿de verdad quería poner a prueba esa teoría? Sería bastante grotesco ir andando por ahí con la cabeza en las manos… Teniendo en cuenta lo perversos que eran los dioses, cualquier cosa era posible.

Sin embargo, al pensar en Bethany ya no le importaba vivir en esa pesadilla infernal. No si podía pasar otro día con ella como el que acababa de pasar.

Aunque, a ser posible, que él estuviera despierto para disfrutarlo.

Su padre frunció el ceño al darse cuenta por fin de que no estaba sangrando por gusto.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—Sí, padre. —Dio un paso, pero se detuvo de nuevo—. ¿Padre? ¿Puedo pedirte un favor?

El rey frunció el ceño todavía más.

—Sí, claro.

Estigio dudaba de que su padre fuera tan condescendiente cuando lo escuchara. Pero tenía que intentarlo aunque significara otra humillación para él.

—Por favor, ¿podríamos traer a Aquerón a casa?

La rabia oscureció los ojos de su padre.

—Sabes lo que pienso al respecto. Lo mandé lejos por tu seguridad. ¿Por qué quieres que vuelva?

«Porque es mi hermano…».

Y no soportaba la idea de lo que le estaban haciendo. Con independencia de lo que Aquerón dijera o pensase, no quería dejarlo en la Atlántida. No con Estes.

—¿No te preocupa que le hagan daño mientras está lejos y por tanto me puedan hacer daño a mí?

—Estes lo tiene custodiado. Allí no corre peligro alguno.

«Para ser tan inteligente, eres un imbécil».

¿Por qué su padre estaba tan ciego con los vicios de Estes pero no con los de los demás? Él no imaginaba contar con alguien que lo quisiera de esa manera. Alguien que no lo juzgara ni lo odiara pese a las atrocidades que cometiera.

Aunque nada de eso importaba en ese momento…

—Por favor, padre. Jamás te he pedido nada.

—Y esto es lo único que nunca te concederé. ¿Entendido? Ahora lávate. Tu suciedad y tu hedor me ofenden. Hueles como una mujer.

Sí, cierto. Tuvo que contener la sonrisa por el recuerdo que le despertaba el olor de Bethany. De poder hacerlo, no se desprendería de su olor en la vida.

Estigio pasó junto a su padre, pero este lo sujetó del brazo con fuerza. El rey lo fulminó con una mirada adusta y gélida.

—Sé que me escondes secretos. Siempre lo has hecho.

«Porque cada vez que intenté contártelos de pequeño, me abofeteabas», pensó.

En ese momento dichos secretos le ofrecerían un verdadero motivo a su padre para odiarlo y rechazarlo.

—Y no te creo sobre lo ocurrido hoy. Creo que hay más de lo que me has contado.

Estigio mantuvo la expresión impasible y entornó los párpados.

—Como puedes ver, padre, me he caído y estoy herido de gravedad.

Lo único en lo que había mentido era en su intención de volver a casa.

—Fuera de mi vista. —Y lo apartó de un empujón.

«Con mucho gusto», pensó Estigio antes de subir la escalera como pudo.

Cuando enfiló el pasillo hacia su dormitorio, aminoró el paso al ver que su madre y su hermana se acercaban desde la otra dirección. Las risas que estaban compartiendo cesaron nada más verlo.

Las saludó con una respetuosa inclinación de cabeza.

—Madre. Ryssa.

Su madre frunció el ceño.

—¿Qué te ha pasado?

Por un instante creyó detectar cierta preocupación maternal en su tono. Pero el gesto torcido de esos labios que se burlaban de él no era ni imaginado ni fugaz.

—Me he caído.

—¿De dónde? —Su madre soltó una carcajada amarga—. ¿De la cama de una puta? Apestas a su hedor. Seguro que has pasado todo el día revolcándote con ella.

—No es una puta —rugió antes de poder contenerse.

—Hombres… —le soltó su madre a Ryssa con desdén—. Son muy inconstantes con sus afectos. Hija, reza para que nunca le entregues el corazón a uno. Les dará absolutamente igual siempre y cuando los recibas en tu cuerpo. —Clavó una vez más sus ojos rebosantes de odio en él—. En el futuro te sugiero que te asees antes de volver a casa. Eres el príncipe de este reino. No creo que sea demasiado pedir un mínimo de decoro y de pulcritud cuando dejas a tus putas.

Estigio era consciente de que tenía un tic nervioso en el mentón.

—Lo sé, madre. Ofendo a toda la familia. Si no es por mi forma de vestir o mi forma de hablar, o por las dos cosas a la vez, es mi pene lo que más os ofende a Ryssa y a ti.

Las dos se quedaron sin aliento.

—¡Jerjes! —gritó su madre.

—Ordena que me azoten. Eso no cambiará nada. Hablas con Ryssa de los hombres, pero no nos conoces. Nunca te has molestado en aprender. La verdad es que somos criaturas muy simples. Solo tienes que ser amable con nosotros. —Ladeó la cabeza al escuchar los pasos de su padre.

—¿Me has llamado? —preguntó Jerjes.

Estigio respondió por su madre.

—Va a decirte que las he ofendido a Ryssa y a ella con la verdad, padre. Que he usado un lenguaje inapropiado delante de las damas. ¿Quieres que me bañe antes o después de que me azoten?

Su padre frunció el ceño.

—No eres el mismo de antes. ¿Qué te ha pasado?

Estigio tragó saliva cuando el dolor lo asfixió. Lo habían violado, prostituido, golpeado y amenazado con continuar haciéndolo; había visto cómo su padre repudiaba a su gemelo. Su propio hermano lo había maldecido por querer ayudarlo y después había descubierto que no podía morir. ¿Cómo no iba a cambiar después de todo eso?

—La vida, padre. Eso me ha pasado. Solo vivo para servirte a ti y para servir a mí pueblo. No tengo más propósito.

Su padre se tensó.

—¿Te estás burlando de mí?

—No, padre. Dime cómo complacerte y lo haré.

—Habría que castigar su insolencia, padre. Se ríe de ti y nos insulta a nosotras.

—Mírame a los ojos, muchacho. ¿Te estás riendo de mí?

Estigio lo miró sin parpadear.

—No, padre. ¿Por qué iba a hacerlo?

—¿Qué les has dicho a tu madre y a tu hermana?

—Solo he comentado lo irónico que resulta que matisera le enseñe a Ryssa cosas sobre los hombres cuando no nos conoce. Y también les he dicho que lo que más les ofende de mí es mi pene.

Su madre lo señaló con gesto furioso.

—Ya ves cómo nos trata.

Por una vez su padre se echó a reír.

—Ha dicho la verdad. No pienso castigarlo por eso.

Su madre echaba chispas por los ojos cuando dio un paso hacia él y lo abofeteó en su ya dolorida cara.

Estigio saboreó la sangre de sus labios cuando se reabrieron sus heridas.

—Lloro por el día en el que te parí —masculló la reina, que miró a su marido con expresión desdeñosa y se marchó, seguida de cerca por Ryssa.

—No les hagas caso, muchacho. Las mujeres solo tienen dos usos. En la cama y como moneda de cambio. Salvo por eso, harías bien en evitarlas. Por cierto, le he pagado a otra de tus putas mientras estabas fuera.

—¿Cómo dices?

—Una de las sirvientas vino a verme con una hija que dice que es tuya. No temas, me he encargado de ellas en tu nombre y no volverán para molestarte.

Estigio apretó los dientes.

—No es mía.

Su padre se echó a reír.

—Por supuesto que sí. No te preocupes. No estoy enfadado. Estas cosas pasan. Yo ya he perdido la cuenta de la cantidad de bastardos que tengo. El truco consiste en enviarlos lo bastante lejos para que ni tú ni tus hijos os deis un revolcón sin querer con una de tus bastardas.

Estigio meneó la cabeza sin dar crédito a la naturalidad con la que su padre hablaba de algo que a él le resultaba muy ofensivo. Y el hecho de que su padre hubiera pagado a una desconocida mientras él seguía siendo virgen…

En fin, técnicamente no lo era después de lo de Estes y los animales con los que se rodeaba. Sin embargo, pese a las sirvientas y a todas las demás que se habían arrojado a él durante los últimos años, todavía no se había acostado con una mujer. Ni siquiera había besado a una. Le aterraba la idea de que su inexperiencia lo pusiera en ridículo.

Y en ese momento… no tenía el menor deseo de estar con una, ya que podría descubrir la marca.

Además, después de las violaciones que había sufrido, no pensaba acostarse con alguien que no tuviera posibilidad de rechazarlo. Lo último que deseaba era acostarse con una persona que no quisiera estar con él.

Su padre le dio una palmadita en el hombro.

—Ve a lavarte y descansa. Te veré en la cena.

Estigio le hizo una reverencia, se marchó a su dormitorio y cerró la puerta. No sabía qué le dolía más. Que su propio padre lo despreciara por cosas que no hacía o que se enorgulleciera de lo único que no había hecho.

Siseó por el dolor y se sentó en la cama cuando empezaron a arderle los pies. Estaban golpeando a Aquerón en las plantas. Lo sabía. Si bien a él nunca lo habían golpeado en los pies, había recibido bastantes varazos para reconocer la sensación.

«Maldito seas, Estes».

Al menos en esa ocasión estaba solo, de modo que podía lidiar con el dolor sin tener que fingir que no lo estaba sintiendo. Sentado, apretó los pies contra el suelo. Al moverse, captó el aroma a azucena y a eucalipto.

Bethany.

Cerró los ojos y recordó su preciosa cara y sus dulces caricias. El sonido de su voz mientras le cantaba. Por primera vez en la vida, sabía lo que quería.

Y su mujer perfecta tenía el nombre más hermoso del mundo.

—¿Qué haces?

Bethany se detuvo al escuchar la voz de Arcón tras ella. Se deshizo de su forma humana y se volvió para fulminar con la mirada al regente de los dioses atlantes. Con sus más de dos metros diez de altura, creía que todos los miembros de su panteón debían inclinarse ante él.

Sin embargo, Bethany no se dejaba intimidar por nadie. Ni siquiera por el guapísimo regente de los dioses.

—Arcón, te sugiero que cambies de tono cuando te dirijas a mí… que uses uno menos altanero.

—¡Se supone que tienes que buscar a Apóstolos!

El dios niño atlante que Arcón había engendrado sin pensar con su reina, Apolimia, la gran destructora de todos los mundos.

Bethany reconocía el mérito de Apolimia. El hecho de que la diosa regente pudiera esconder a su hijo y mantenerlo a salvo de los poderes combinados de todos ellos era impresionante. Ningún otro ser lo habría conseguido.

—Y lo estoy buscando, Arcón. En Grecia, tal como sugeriste.

—¿Y?

—¿Y qué? Apolimia sigue encerrada y yo estoy aquí sola. Es evidente, oh, gran divinidad, que ni tengo a tu hijo ni lo he matado mientras he estado fuera.

La furia relampagueó en los ojos de Arcón.

—Tú eres quien tiene que cambiar de tono.

Bethany resopló al ver su rabia.

—No me amenaces. ¿Tengo que recordarte lo que pasó la última vez que te enfrentaste a una diosa de este panteón? No te fue muy bien, ¿verdad? Solo te faltaba que me pase al bando de tu mujer…

Vio que aparecía un tic nervioso en la mandíbula del dios.

—Apenas nos quedan cinco años antes de que ella libere sus poderes y nos ataquen entre los dos. Algo que a ti tampoco te vendría bien… Percibo su presencia ahí fuera. Sé que está sano y salvo.

—Pues encuéntralo tú. —Le clavó un dedo en el ancho torso—. Como su padre que eres, debería resultarte sencillo.

El dios gruñó antes de marcharse hecho una furia.

Bethany puso los ojos en blanco y se sacó el trocito del quitón de Héctor que se había guardado en el bolsillo. Sonrió por la suavidad de la tela. Se lo llevó a la nariz para que su olor la reconfortara.

Qué tonta era por sentirse tan atraída por un chiquillo, sobre todo cuando siempre se había burlado de los dioses que tenían amantes humanos. Nunca les había visto el atractivo. Eran criaturas frágiles, patéticas y quejicas.

Pero Héctor no. Aunque se había medio desangrado sobre ella, había sido muy simpático y dulce. Amable. Considerado.

Valioso.

¿Bet’anya? ¿Estás bien?

Al volverse se encontró con la mirada de Chara, la diosa atlante de la alegría, que se acercó a ella en el vestíbulo del templo principal de Katoteros, el paraíso atlante donde moraban los dioses. Chara resultaba despampanante con su melena pelirroja y su piel de alabastro. Era alta y voluptuosa, y siempre sonreía y reía.

Bethany se guardó la tela en el bolsillo antes de que la otra diosa la viera.

—Estoy bien. ¿Por qué me lo preguntas?

—Estás sonriendo. Me da miedo.

Bethany se echó a reír al escucharla, y el sonido hizo que Chara retrocediera un paso.

—Ahora estoy aterrada. Cuando la diosa de la ira y de la desdicha es feliz… no puede significar nada bueno para los demás.

Cierto, pero ella no podía evitarlo. Había nacido de la Oscuridad, del Caos, de la Muerte y de las Lágrimas. Costaba ser alegre con esos ancestros y con su educación.

Sin embargo, le bastaba con pensar en Héctor para que su corazón se alegrara.

«¿Puedo ser más tonta?».

—¿Alguna vez has…? —Bethany titubeó, ya que no sabía si le convenía que alguien más supiera lo que le pasaba por la cabeza.

—Si alguna vez ¿qué?

Bethany echó un vistazo por la enorme estancia de mármol blanco para asegurarse de que nadie más las escuchaba.

—¿Alguna vez has estado con un humano? —susurró.

Chara esbozó una sonrisa deslumbrante.

—Muchísimas veces. Pueden ser muy graciosos.

—Eso parece.

La réplica hizo que una de esas cejas pelirrojas se enarcara.

—¿Debo entender que te has topado con uno en particular que te complace?

Bethany se encogió de hombros con una indiferencia que no sentía.

—Es una tontería, ¿verdad? Envejecerá y morirá en nada de tiempo…

—No tiene por qué. Podrías evitarlo.

—¿Por qué iba a hacerlo? El enamoramiento nunca dura más de un par de días. Seguro que me canso de él la próxima vez que lo vea. Si nos vemos, claro.

—Que no te escuche Agapa. Herirás sus sentimientos.

Bethany resopló.

—La diosa del amor puede meterse sus semillas por donde la espalda pierde su buen nombre. No quiero que su veneno eche raíces en mí.

Jamás.

Chara soltó una carcajada e hizo un mohín con la nariz.

—Esta es la Bet’anya que conozco y que quiero. Siempre pesimista.

—Siempre realista. Deberías intentarlo de vez en cuando.

—No, gracias. —Chara se puso de puntillas—. Prefiero soñar y ver la belleza del mundo con todas sus posibilidades.

—Se encoge y muere. Todas las cosas lo hacen.

—Menos nosotros —le recordó Chara—. Somos eternos.

—Con limitaciones.

Chara levantó las manos.

—Me rindo. Me alegro de ver a la Santísima Refunfuñona de vuelta. Te he echado mucho de menos.

Bethany era refunfuñona e irascible. Siempre lo había sido. Pero durante un brevísimo instante, esa tarde, había sido alegre. Y se había reído…

—Creo que estoy enfermando.

Y tenía mejores cosas que hacer que perder el tiempo con un mortal insignificante. Tenía que encontrar a un dios perdido antes de que la diosa de la destrucción fuera liberada y los destruyera a todos. Eso era lo único en lo que tenía que concentrarse.