—¡Felicidades, idiota!
Estigio, que sufría de un fuerte dolor de cabeza, apenas tuvo tiempo para agacharse antes de que Ryssa le arrojara su regalo, que se estrelló contra la pared, justo al lado de su cara.
—¿Qué te ocurre?
—Tú eres lo que me ocurre. Cada día que pasa y me veo obligada a mirarte, a sabiendas de lo que Aquerón está sufriendo, te odio más.
Estigio se agachó para recoger su regalo del suelo. Lo sostuvo en alto para que Ryssa lo viera.
—Gracias, hermanita. Lo guardaré como si fuera un tesoro, sobre todo por tu forma de entregármelo.
Ryssa torció el gesto y lo imitó de forma burlona.
—Te crees tan listo… pero no eres más que un niñato malcriado y vanidoso.
—Rodeado por tanto amor familiar que me ahoga, sí —añadió él, de forma sarcástica.
—Me das asco. ¿Cómo es posible que permitas que tu hermano gemelo sufra de esa forma?
No era fácil, pero Aquerón lo había puesto en esa tesitura.
Estigio la miró y torció el gesto.
—¿Qué sabrás tú?
—¡Sé que Estes lo vende al mejor postor!
Estigio se quedó petrificado al ver que su padre se acercaba a ellos.
Como escuchara una sola palabra de la conversación…
A saber qué podría hacerle a Ryssa.
De modo que bajó la voz para que solo lo oyera su hermana.
—Hermanita, te aconsejo que me escuches, por tu bien. Estes jamás haría algo así. Es otra de tus mentiras, ideada para obligarnos a liberar a Aquerón. ¿Lo entiendes?
Ryssa le asestó tal bofetón que le pitaron los oídos.
—¡Eres un cobarde egoísta que no vale para nada! Estoy deseando que llegue el día de ver tu cadáver. No sabes lo que pagaría por ver cómo te venden algún día igual que venden a Aquerón.
Estigio la fulminó con la mirada porque sus palabras despertaron los recuerdos que trataba de mantener enterrados.
—Alégrate de que todavía no sea rey. Porque te habría mandado azotar por semejante traición. —Tras limpiarse la sangre de los labios, se marchó a sus aposentos.
—¿Estigio?
Titubeó en mitad de la escalera al escuchar que su padre lo llamaba.
Dado el escozor que sentía en la cara, sabía que la huella de la mano de Ryssa sería más que evidente.
«Mierda…», pensó.
—Dime, padre —respondió, sin moverse.
—¿Puedes venir, por favor?
«Mierda, mierda…».
Estigio suspiró, se dio media vuelta y acortó la distancia que los separaba.
Jerjes abrió los ojos de par en par cuando vio la marca.
—¿Qué te ha pasado?
Estigio se frotó la dolorida mejilla.
—Le he dicho algo inapropiado a una mujer.
—¿A qué mujer? Dime su nombre y la mandaré azotar por semejante atrevimiento.
«Seguro que sí…», replicó en silencio. Sin embargo, no quería correr el riesgo.
—Padre, estoy bien. Algunos dirían que incluso me lo merecía.
Sus palabras no aplacaron en absoluto al rey.
—¡Eres el príncipe y deben respetarte!
¿Eso incluía los abusos de su tío hacia él y hacia su hermano gemelo?
Se vio obligado a morderse la lengua para contener la hostilidad, porque eso le acarrearía algo mucho peor que un bofetón.
—¿Qué necesitas, padre?
—Quiero repasar contigo los preparativos del banquete de esta noche.
Estigio alzó la vista y vio que Ryssa se encontraba en el descansillo de la escalera, con su madre. Ambas lo fulminaban con la mirada. Estaba cansado de todo. De las mentiras, de los engaños.
De la vergüenza.
Lo peor era que si la verdad salía a la luz, Ryssa se regodearía. Y su madre también. Seguro que ambas estarían dispuestas a pagarle a Estes lo que él les pidiera con tal de poder ver desde primera fila cómo lo violaba.
Ajeno a la distracción de Estigio, el rey continuó:
—¿Te importaría hablar con el senador Nileas sobre la propuesta que me comentó ayer? A estas horas deberías encontrarlo en el foro.
—Yo me encargo de todo, padre. —Sin hacerles el menor caso a Ryssa o a su madre, Estigio salió del palacio y se encaminó al foro, situado en el centro de la ciudad.
Cuando por fin llegó al edificio donde se reunía la mayoría de los nobles para beber y filosofar lejos de sus esposas, ya no le ardía la cara. Puesto que podía escuchar sus pensamientos y sabía que casi todos ellos lo despreciaban con una vehemencia mil veces peor que la de Ryssa, solía evitar ese lugar siempre que podía.
Aunque resultara irónico, lo que más criticaban y desearían echarle en cara era el hecho de que no hubiera elegido a uno de ellos como «mentor». Había preferido a Galen en vez de a un aristócrata, porque sabía que él no le exigiría el menor favor sexual después de acabar la instrucción ni tampoco esperaría favor político alguno por su parte.
Además, el viejo soldado le profesaba cierto cariño. Aunque su elección fuera extremadamente poco convencional, de esa forma se ahorraba otra pesadilla.
—¿Dónde está Nileas? —preguntó al primer senador con el que se encontró.
—En la parte de atrás, alteza. Con Patrocles.
Estigio se volvió para mirar a los guardias que conformaban su escolta. A los nobles no les gustaba que los plebeyos los escucharan mientras hablaban con libertad.
—Quedaos aquí. No voy a tardar.
Los guardias lo obedecieron a regañadientes.
Estigio enfiló el pasillo hacia la parte posterior del edifico, pero se detuvo en seco, paralizado al escuchar dos voces.
—Te digo que es cierto. En la Atlántida los tuve a los dos en la cama a la vez. Al príncipe y a un muchacho que es igualito que él, salvo por los ojos.
—¡Mientes!
—Si no te fías de mí, pregúntale a Melos. Él también estuvo, y también se acostó con ellos.
—¿Cuándo?
—El otoño pasado.
—Eres un mentiroso.
—Mentiroso, ¿no? La próxima vez que veas a Estigio tira algo al suelo y cuando te agaches, mira por debajo de su quitón. Tiene todo el lado izquierdo del cuerpo cubierto de cicatrices. Además de las nalgas. Incluso le vi una marca provocada por un hierro candente en el culo y otra en el pezón izquierdo.
Estigio se quedó sin aliento al escuchar esos detalles que confirmaban la veracidad de la afirmación. Cuando Estes le dijo que lo había prostituido, pensó que sólo había estado con hombres atlantes.
No con…
—No sabes lo mucho que me distrae cada vez que lo veo, porque ardo en deseos de tenerlo otra vez de rodillas delante de mí. A primera vista no podrías imaginario, pero tiene una lengua maravillosa. No sé quién lo entrenó, pero ha sido un pupilo excelente. Incapaz de seguir escuchando o de enfrentarse a los hombres que estaban hablando de él de esa manera, Estigio se dio media vuelta y se marchó. Cuando volvió al palacio, estaba a punto de gritar. El pánico se había apoderado de él.
«¿Qué puedo hacer?».
Las habladurías acabarían llegando a oídos de su padre. Y a saber lo que le haría cuando se enterara. Lo que sí tenía muy claro era que se las arreglaría para culparlo por todo el infierno que había sufrido.
Todo el mundo sabría que era un puto. Que era un tsoulus marcado como tal.
¿Cuántos griegos y hombres de Dídimos más habrían pagado por estar con él?
¿Había mentido Estes sobre el número?
«Saben que soy un puto… Mi padre me ejecutará brutalmente por esto».
Aterrado, comenzó a caminar en círculos por su dormitorio mientras trataba de decidir qué hacer.
Esa noche debía asistir a un banquete en el que estarían todos… riéndose y recordando. Y más de uno seguro que arrojaba cosas al suelo para comprobar si tenía cicatrices.
«Escucharé sus pensamientos».
Si se acercaba a alguien que se hubiera acostado con él, lo sabría. Sus pensamientos lo abrumarían.
«No puedo hacerlo».
Aunque su padre lo mandara azotar. No podía asistir al banquete. ¿Cómo iba a entrar en ese lugar con la cabeza en alto a sabiendas de que llevaba la palabra «puto» grabada a fuego en el cuerpo y de que había hombres entre los invitados que lo habían comprado y habían abusado de él?
Con manos temblorosas, cogió el cáliz de vino que descansaba en la mesa y bebió.
No, necesitaba las hierbas.
Se acercó al arca y sacó lo que quedaba de las últimas que le había regalado su tío. Tras verter en el vino el triple de la dosis habitual, usó el dedo para removerlo todo y apuró el cáliz de un par de tragos.
«Por favor, dejadme morir», les suplicó a los dioses.
Se acostó en el suelo y cerró los ojos, esperando y rezando para no tener que abrirlos de nuevo.