21 de junio de 9532 a. C.

—No entiendo a las mujeres.

Estigio no replicó mientras su padre seguía despotricando contra Ryssa de camino al palacio de verano. Su padre le había ordenado que volviera a casa y ella se había negado.

De modo que allí estaba para llevarla de vuelta.

—¿Qué tienen en la cabeza?

Estigio se encogió de hombros.

—¿Pájaros?

Su padre se echó a reír.

—Solo tú podías alegrarme el día. —Con un suspiro, su padre desmontó delante de los escalones de la entrada.

Estigio hizo lo propio mientras los guardias también desmontaban. El palacio parecía desierto. Pero siempre tenía ese aspecto cuando no residían en él.

Por regla general, se habrían trasladado hacía un mes, pero con el peligro que suponía la inminente guerra, su padre había decidido permanecer más cerca del continente y en un palacio que se podía defender con mayor facilidad y que se encontraba en una ubicación más céntrica.

Su padre esperó a que los guardias abrieran la puerta para entrar en el palacio, que descubrió tan vacío como parecía desde el exterior. Sin embargo, mientras registraban el lugar, quedó patente que alguien estaba viviendo allí. Los muebles de las estancias más pequeñas estaban descubiertos y en la habitación de Ryssa había flores frescas.

El rey meneó la cabeza al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor.

—Seguro que ha salido.

Estigio siguió a su padre por las puertas que daban al jardín.

—Siempre le ha gustado el huerto —le recordó a su padre.

Sin embargo, enloquecía cada vez que él pretendía acercarse a ella en ese lugar. Durante su última estancia en el palacio, incluso lo había golpeado en la cabeza con una manzana cuando fue a decirle que tenía carta de su tía. Después tuvo la desfachatez de decirle a su padre que la había estado espiando.

Le habían dado doce azotes por eso.

«Una mujer tiene derecho a su intimidad, muchacho. No vuelvas a espiar a tu hermana», le había dicho su padre.

Y él jamás le contó a su padre el manzanazo que había recibido. Porque su padre habría considerado que estaba delatando a su hermana y que estaba llorando como un niño, lo que le habría valido otra paliza.

Al entrar en el huerto, Estigio aminoró el paso puesto que escuchó dos voces.

La de Ryssa y la de Aquerón.

Habría agarrado a su padre del brazo y lo habría alejado de allí, pero ya era demasiado tarde. El rey los había visto y estaba furioso.

Ryssa, que estaba sentada en el suelo junto a Aquerón, se puso en pie al instante.

—Padre, ¿por qué has venido?

—¿Dónde has estado? —exigió saber Jerjes al tiempo que se acercaba—. Ya estamos a mitad de año y nadie te ha visto.

—Ya te dije que necesitaba tiempo…

—¿Padre? —La voz ilusionada de Aquerón interrumpió a su hermana e hizo que su padre lo mirara.

«Joder, Aquerón. ¿Cuándo vas a aprender a salir corriendo?», se preguntó Estigio.

Claro que Aquerón sí echó a correr. Pero no en la dirección correcta. Con una sonrisa deslumbrante por la alegría, se acercó para abrazar a su padre.

Estigio dio un respingo al ver que su padre apartaba a Aquerón de un brusco empujón antes de lanzarle una mirada ponzoñosa que lo atravesó como un puñal.

«¿Cómo puedes tratarlo así y proclamar que me quieres?», se preguntó.

Eran idénticos.

Salvo por la marca de puto que él llevaba en el pubis…

Aquerón frunció el ceño, confundido, y miró a Ryssa en busca de una explicación.

Lo siento, Aquerón. No quería que lo supieras —pensó Ryssa, con una claridad meridiana.

Su hermana le había estado mintiendo a Aquerón todo ese tiempo. Le había dicho que su padre lo quería y que lo recibiría en casa con los brazos abiertos.

«Zorra estúpida», pensó. ¿Cómo podía ser tan cruel?

Claro que ya sabía la respuesta: «Ninguna mujer es de fiar. Todas son alimañas traicioneras». Su madre le había dado una buena lección al respecto.

—¿Qué hace él aquí? —preguntó su padre.

Estigio dejó de prestar atención a su padre y a su hermana, ya que Aquerón lo estaba mirando. Su hermano parecía muy contento de verlo… No se parecía en nada al recibimiento que le había dado en la Atlántida, cuando intentó liberarlo.

En muchos aspectos no era el mismo Aquerón. El hombre que tenía delante se parecía más al hermano de antaño. Al hermano por el que había arriesgado la vida.

Y la idea de que su padre mandara a Aquerón de vuelta a la Atlántida lo espantaba.

«¿Por qué no te has ido más lejos, hermano?».

¿Por qué no lo había llevado la imbécil de su hermana a un lugar seguro?

—¡Guardias! —gritó su padre.

Estigio hizo una mueca y deseó poder coger a su hermano y salir corriendo. Pero los atraparían y solo los dioses sabían lo que les haría su padre.

Lo que Estes haría o diría.

Ryssa jadeó.

—¿Qué haces? —le gritó a su rey, a su padre.

No había piedad en los ojos de Jerjes.

—Lo voy a mandar de vuelta al lugar al que pertenece.

Aquerón se quedó boquiabierto y se volvió hacia Ryssa con expresión aterrada.

Su hermana meneó la cabeza.

—No puedes hacer eso.

Su padre la fulminó con una mirada tan cargada de odio que la hizo retroceder por el miedo.

—¿Has perdido la cabeza, muchacha? ¿Cómo has podido cuidar a semejante monstruo?

—Padre, por favor —suplicó Aquerón al tiempo que se postraba de rodillas delante del rey. Le abrazó las piernas con gesto servil—. Por favor, no me enviéis de vuelta. Haré todo lo que me pidáis. Seré bueno. No miraré a nadie. No le haré daño a nadie. —Besó sus pies con reverencia.

Estigio creyó que iba a vomitar al ver una escena que le recordó a su estancia en el templo de Dioniso. Él había suplicado de la misma manera y su padre lo había abandonado sin miramientos y sin demostrar compasión.

De la misma manera que abandonaba a Aquerón.

—No soy tu padre, despojo. —Lo apartó de una patada y fulminó a su adorada Ryssa con una mirada ponzoñosa—. Ya te dije que no pertenece a esta familia. ¿Por qué me desafías?

—Es hijo tuyo —sollozó ella—. ¿Cómo puedes rechazarlo? Tiene tu misma cara. Tiene la cara de Estigio. ¿Cómo es posible que quieras a uno y no al otro?

«Porque no me quiere, zorra. No en el fondo», pensó él.

Su padre extendió un brazo y cogió a Aquerón por la barbilla con fuerza. Lo levantó de un tirón y lo obligó a mirar a Ryssa.

—Esos no son mis ojos. ¡Esos no son los ojos de un humano!

Ryssa se volvió hacia él, llorando.

—Estigio… Es tu hermano. Míralo.

Él miró a su padre, asaltado por el pánico y sin saber qué haría el rey si defendía a Aquerón en ese momento. Teniendo en cuenta su malhumor, seguramente se revolvería contra él de la misma manera que lo hacía contra Aquerón.

Lo más seguro era tranquilizar al viejo, no enfurecerlo todavía más.

«Lo siento, hermano. La última vez que arriesgué el culo por ti, me entregaste sin miramientos y sin remordimientos. No… peor todavía, ayudaste a que me prostituyeran y a que me marcaran como a un puto», pensó. Con un nudo en el estómago, meneó la cabeza y repitió las crueles palabras que Aquerón le dijo a Estes en una situación parecida.

—No tengo ningún hermano.

Su padre apartó a Aquerón de un empujón.

Aquerón se quedó de pie en silencio, con los ojos vidriosos al comprender lo que su padre sentía por él. Algo con lo que Estigio tenía que enfrentarse todos los días de su vida.

Sin embargo, lo peor de todo era que conocía lo que su hermano estaba pensando. Eran los mismos pensamientos que lo atormentaban a él a cada momento. Aquerón estaba recordando todas las perversiones de Estes. Todas las caricias asquerosas y humillantes… Su hermano agachó la cabeza y se abrazó con fuerza.

—¡Llevadlo de vuelta a la Atlántida! —ordenó el rey a los guardias.

Estigio dio un respingo al escuchar la dura sentencia de su padre. Una sentencia que el cabrón imbécil ni siquiera comprendía. Pero que él sí.

Al igual que Aquerón.

Sin ofrecer una palabra de protesta ni oponer resistencia, Aquerón los siguió hacia la parte delantera del palacio.

Volvía a ser el esclavo petrificado por culpa del cual Estes lo capturó…

Ryssa fulminó a su padre con una mirada llena de odio.

—Estes abusa de él, padre. Constantemente, vende a Aquerón al…

Su padre la abofeteó.

—¡Estás hablando de mi hermano! ¿Cómo te atreves?

Estupefacto, Estigio puso los ojos como platos. Su padre jamás le había puesto la mano encima a su hermana. Eso corroboraba lo que Estes le había dicho, que su padre lo defendería hasta las últimas consecuencias.

Incluso contra sus propios hijos.

—Y es a mi hermano a quien estás echando a los lobos. ¿Cómo te atreves tú? —rugió Ryssa antes de salir corriendo en pos de Aquerón.

—¡Puta mentirosa! ¡Como la borracha de su madre!

Estigio no podía ni respirar, asaltado por esas crueles palabras. Su padre jamás le había hablado a su querida hija de esa forma. Si era capaz de volverse contra su más preciado tesoro, él no tenía la menor posibilidad.

—¿Y si no está mintiendo, padre? —La expresión de su padre hizo que retrocediera un paso.

—¿Tú también vas a difamar a mi hermano?

«No cuando pones esa cara, viejo. No soy tan tonto ni estoy tan borracho», se dijo.

—Perdóname, padre.

Como quería distanciarse de él, Estigio salió en pos de Ryssa.

La encontró en la entrada del palacio. Aquerón tenía la cabeza más agachada incluso que antes. Se apretaba los brazos con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—¿Aquerón?

Su hermano se negó a mirarla mientras Estigio los observaba desde la puerta.

Ryssa le apartó a Aquerón el pelo de la cara con una ternura que jamás le había demostrado a él.

—Aquerón, por favor. No sabía que vendrían hoy. Creía que estábamos a salvo.

—Me mentiste —dijo Aquerón sin más, con la vista clavada en el suelo—. Me dijiste que mi padre me quería. Que nadie me obligaría a irme de aquí. Me lo juraste.

Estigio meneó la cabeza, consumido por la rabia y el dolor. ¿Cómo había podido mentirle a Aquerón de esa manera? Ryssa también había pedido el regreso de Aquerón tanto como él y había obtenido la misma negativa cargada de odio por parte de su padre, que jamás reconocería a su otro hijo.

—Lo sé, Aquerón —sollozó su hermana.

Aquerón levantó la cabeza para fulminarla con una mirada que destilaba odio.

—Hiciste que confiara en ti.

—Lo siento.

Estigio contuvo una carcajada amarga.

«¿Lo sientes, Ryssa?», se preguntó. ¿En serio? Esa imbécil patética no tenía ni idea de lo que Estes le haría a Aquerón cuando volviera. Pero él sí. Su tío ya se lo había demostrado.

Aquerón iba a desear estar muerto tanto como él lo deseaba.

Su hermano meneó la cabeza.

—Tenía prohibido salir de mis aposentos sin escolta. Tenía prohibido salir de la casa. Idikos me castigará por marcharme. Me… —El horror inundó sus ojos al tiempo que se abrazaba con más fuerza todavía.

Estigio sintió una arcada. Dio un paso hacia delante, pero después se arrepintió. Si intentaba ayudar a Aquerón en ese momento, lo pagarían los dos. Muy caro.

Llevaron los caballos.

Su hermano miró a Ryssa.

—Ojalá me hubieras dejado como estaba.

Tenía razón. Porque iba a ser peor todavía para él. El Aquerón que había discutido con él meses atrás en la Atlántida estaba resignado a su destino. El Aquerón que tenía delante en ese momento ya había saboreado una vida sin Estes y sin sus perversiones.

Enviarlo de vuelta a esas alturas…

Su hermana había cometido un grave error. Estes controlaría a Aquerón todavía más. Jamás conocería un momento de paz o de libertad. No mientras Estes y su padre vivieran.

Estigio se obligó a permanecer inmóvil y a morderse la lengua cuando los guardias subieron a Aquerón a un carro. Su hermano no miró hacia atrás mientras se lo llevaban.

—¡Aquerón! —gritó Maia, la hija pequeña de la cocinera, mientras salía corriendo por la puerta.

Sólo en ese momento miró Aquerón hacia atrás. Su cara tenía una expresión estoica, pero sus turbulentos ojos plateados se llenaron de lágrimas.

Estigio se quedó sin aliento, pero sabía que no podía permitir que su padre viera lo que sentía. El rey tenía un temperamento demasiado volátil. Y lo último que quería era que le dieran una paliza. No si pretendía llevar a cabo su plan.

Ryssa cayó de rodillas y abrazó a la niña. Las dos se echaron a llorar, desconsoladas.

—¡Arriba! —rugió su padre cuando por fin se reunió con ellos—. No consentiré que llores por un ser como él.

—¡Te odio! —gritó Ryssa.

Estigio la apartó antes de que su padre volviera a abofetearla o hiciera algo peor.

—Vete a tus aposentos, Ryssa. Ahora.

Su hermana lo miró con la expresión más desdeñosa del mundo.

—¡Ojalá te hubiera encontrado a ti atado a aquella cama! Porque a ti te habría dejado allí para que te usaran como el puto inútil que eres. ¡Eso es lo que te mereces por tu forma de usar y descartar a los demás!

Estigio fue incapaz de respirar por el duro golpe que supusieron esas crueles palabras. En su mente se vio de nuevo en aquella cama, siendo usado como si no fuera nada.

Consciente de que si se quedaba, él mismo le daría una paliza a su hermana, la dejó en manos de su padre.

«Respira. Tranquilízate. Ella no lo sabe», se dijo.

Aun así, eso no alivió su dolor. Ryssa sentía lo mismo que le había dicho. Había oído sus pensamientos. No le profesaba el menor cariño ni respeto, y lo condenaría sin dudar a la custodia de Estes para que ocupara el lugar de Aquerón.

El odio que Ryssa sentía por él era tan irracional e infundado como el de su padre por Aquerón.

Se llevó una mano al estómago, abrumado por el dolor, la vergüenza y el espanto. Pero bajo todas esas emociones se escondía la amarga agonía de saber que Ryssa lo despreciaba. ¿Por qué lo odiaba tanto? Jamás le había hecho daño.

—¿Estigio?

Dio un respingo al escuchar la voz de su padre. Parpadeó, inspiró hondo y se obligó a controlar sus emociones. Que los dioses lo ayudaran si su padre lo veía alguna vez de esa manera.

No soportaría que le hicieran más daño. Solo quería un mínimo de paz durante un momento.

—¿Padre? —preguntó al volver junto a su progenitor.

—Nos quedaremos a pasar la noche y nos iremos al amanecer.

—Sí, padre. —Titubeó—. ¿Padre? ¿Te importaría que me tomara esta noche libre?

Una lenta sonrisa asomó a los labios de su padre.

—En la ciudad hay un prostíbulo que es uno de los mejores de toda Grecia. Diviértete.

Asqueado por la suposición de su padre, esperó hasta que el rey se marchó para dirigirse al establo. A toda prisa, ensilló dos monturas frescas y salió en pos de su hermano.

«Por todos los dioses, Aquerón, no hagas que me atrapen de nuevo».

Estigio esperó hasta haberse asegurado de que los guardias dormían.

Con mucho cuidado para no hacer ruido, se acercó a Aquerón, a quien habían atado con una estaca al suelo.

—¿Aquerón? —susurró al tiempo que le tocaba un hombro.

Su hermano se despertó con un sobresalto. Hizo una mueca cuando vio a Estigio a la luz del fuego.

—¿Qué haces aquí?

—Voy a liberarte. —Cuando Estigio hizo ademán de cortar la cuerda, Aquerón lo detuvo.

—¿Qué haces? —le preguntó, sorprendido—. Me has dicho que no era tu hermano. ¿Por qué has venido? Dime la verdad.

Estigio lo fulminó con la mirada.

—Tú renegaste de mí primero.

Con el ceño fruncido, Aquerón resopló.

—¡Jamás he renegado de ti! Tu padre y tú me echasteis.

Estigio apretó los dientes. Aquerón no recordaba nada de su estancia en la Atlántida. Y por desgracia ese no era el momento para discutir.

—Tenemos que irnos.

—¿Adónde?

—A cualquier parte. No puedo dejarte así. Otra vez no.

Aquerón le atrapó la mano y se la apartó antes de que pudiera cortar la cuerda.

—¿Eres imbécil o qué? ¿Sabes lo que les sucede a los muchachos de nuestra edad que están solos?

Sí, pero en ese momento no estaban drogados. Si bien era cierto que uno solo era débil, juntos podrían protegerse el uno al otro.

—Puedo trabajar de mercenario. Ganan mucho dinero.

—¿Y yo qué? ¿Seré el puto del campamento? —preguntó Aquerón con incredulidad—. ¿Qué crees que me harán mientras tú juegas a los héroes y a los soldados? Por favor. —Lo miró de arriba abajo con crueldad—. Y no os engañéis, alteza —añadió con sorna—. Tienes el mismo atractivo sobrenatural que yo, ese que hace que todo el que te ve quiera follarte. Sólo te dejan tranquilo porque eres un príncipe conocido. Si crees que eres mejor que yo, te desafío a que entres en una ciudad donde no te conozcan, así verás lo rápido que te tiran al suelo y te follan hasta que no puedas ni andar.

Esas palabras lo atravesaron, porque encerraban una gran verdad. Pero aun así…

—¿De verdad quieres que te deje aquí?

La mirada ponzoñosa de Aquerón lo destrozó.

—Sólo quiero que me dejéis en paz. Para siempre. No quiero saber más de vosotros.

Estigio comprendía esa sensación, el motivo de esas palabras. Sin embargo, no podía dejar indefenso a su hermano. Se sacó un puñal del cinto y lo clavó en la tierra entre ambos.

—Haznos un favor a los dos. Cuando vuelvas, clávaselo a Estes en ese corazón de piedra que tiene.

Aquerón lo miró una vez más con desdén.

—Tú eres el soldado. ¿Por qué no lo haces tú?

Con el deseo de consolar a su hermano y de hacerlo entrar en razón, Estigio hizo ademán de tocarlo.

—Aquerón…

Su hermano le apartó la mano.

—Estás muerto para mí. Llevas muerto desde el día que dejaste que me arrancaran de mi casa.

Estigio se quedó helado por semejante acusación.

—Tenía siete años.

—¡Y yo!

La furia le nubló la vista. ¿Y por ese cabrón egoísta, que le echaba en cara algo que no había podido evitar, lo habían vendido como a un puto?

¿Por él le habían dado palizas?

¿Por él lo habían marcado?

—¡Que te jodan, Aquerón!

—¿Qué más da? A estas alturas eres el único que falta por joderme.

Estigio resopló.

—Según Estes, eso no es verdad.

—¿Qué quieres decir?

Incapaz de enfrentarse a esa pesadilla, Estigio levantó las manos en señal de rendición.

—Tienes un arma. Úsala si eres lo bastante hombre. Yo me lavo las manos contigo, hermano. Jamás volveré a arriesgarme por ti. Jamás.

Se puso en pie y miró a su gemelo antes de dar media vuelta y alejarse.

«No puedes salvar a aquellos que no quieren ser salvados», se dijo. Al igual que le pasaba con Ryssa, era incapaz de comprender a Aquerón. Si se encontrara en el lugar de su hermano y tuviera la posibilidad de huir de la Atlántida, la aprovecharía.

Pero por Hades que…

El tiempo se le agotaba. Pero Estes recuperaría a su mascota y él no tendría que ir a la Atlántida para ocupar el lugar de su hermano. Debería alegrarse.

Sin embargo, no era así. ¿Cómo iba a alegrarse cuando Aquerón estaba tan aterrado y tan sometido que ni siquiera oponía resistencia?

En esa situación nadie ganaba. Aquerón el que menos.

Montó en su caballo y cogió las riendas del que había llevado para su hermano. En contra de su voluntad, miró de nuevo a Aquerón y lo vio tirado en el suelo junto al fuego, como si estuviera encantado de volver con Estes.

Una parte de él quería regresar al campamento y obligar a su hermano a huir. Pero Aquerón y Estes ya le habían demostrado lo que eso le acarrearía.

Abusarían de él.

«Cuando alguien se está ahogando e intentas salvarlo, hay muchas probabilidades de que te ahogue a ti antes de que lo salves», se recordó.

Aquerón ya le había hecho bastante daño. No permitiría que le hiciera más, sin importar lo mucho que lo compadecía en el fondo.

—Buena suerte, hermano. Ojalá que algún día encuentres la paz.