Era un día demasiado caluroso para la estación del año Estigio estaba sentado en el graderío del teatro, observando la obra que se representaba. Su padre le había dado la mañana libre mientras hablaba con sus consejeros sobre la guerra. Existía la posibilidad de que el rey tuviera que marcharse de nuevo y quería que él lo acompañara.
Algo que lo aterrorizaba.
No tenían noticias de Estes. Desconocía si dicha circunstancia era buena o mala. ¿Habría encontrado su tío a Aquerón o seguiría su hermano libre?
Esperaba que fuera lo último, pero puesto que su tío no lo había molestado, mucho se temía que había encontrado a su hermano.
Suspiró y miró a la derecha, momento en el que se topó con la mirada de un desconocido. La expresión lujuriosa del hombre era algo que ya le resultaba familiar y que no le gustaba en absoluto.
Se bajó más la capucha a fin de asegurarse de que nadie le viera la cara.
Tan pronto como la representación acabó, se levantó para marcharse. Sin embargo, el hombre que lo había estado observando se acercó a él lo detuvo agarrándolo de un brazo.
Al principio, Estigio creyó que lo había reconocido, pero si supiera quién era, ni siquiera se le ocurriría tocarlo.
—¿Eres un hombre libre? —le preguntó el desconocido, que pensó de inmediato—: ¡Por los dioses, espero que no! Me encantaría poseerte sin demora.
—¿Cómo dices?
El hombre lo miró de arriba abajo con deseo.
—Quiero hablar contigo un instante.
Estigio se volvió y se apartó todo lo que pudo, pero el desconocido lo siguió y lo alcanzó en la salida del teatro.
En esa ocasión, lo agarró con fuerza.
—No me des la espalda, muchacho.
—¿Qué te has creído? —masculló una voz masculina—. ¿Sabes con quién estás hablando?
Estigio volvió la cabeza y se encontró a Doros, el consejero más joven de su padre. Aunque solo habían hablado de pasada, Estigio lo conocía desde hacía años.
Sin embargo, no quería que lo descubrieran caminando por la ciudad a solas y vestido de esa manera. Lo miró para advertirle que guardara silencio.
—¿Quién es? —exigió saber el hombre.
—Mi criado —respondió Doros al punto, al percatarse de lo que le pedía Estigio—. Suéltalo, ahora mismo. U ordenaré que te arresten por intentar robar lo que es mío.
El hombre lo soltó.
—¿Os pertenece? —En los ojos del desconocido apareció un brillo especulativo—. ¿Lo alquiláis?
—No.
—¿Os gustaría empezar a hacerlo?
Doros se tensó, ofendido.
—No, de nuevo. Y ahora, si nos perdonas… —Chasqueó los dedos mirando a Estigio, que no tardó en seguirlo. Una vez que doblaron la esquina de un edificio, Doros se detuvo y miró hacia atrás—. ¡Gracias a los dioses! Se ha ido.
Estigio soltó un suspiro aliviado hasta que vio que Doros lo miraba con curiosidad.
—Alteza, no pretendo ser irrespetuoso, pero ¿qué hacéis vestido como un plebeyo?
—He asistido a la representación.
—¿Y?
Estigio se encogió de hombros.
—No quería sentarme en el palco real. Si lo hago, no me dejan tranquilo. —Siempre había alguien que quería atenderlo o unirse a él. Las interrupciones eran tantas que le impedían escuchar a los actores.
Y todos aquellos que se sentaban en el graderío lo miraban con odio.
—Así que os ponéis ropa humilde y os sentáis en el graderío sin vuestra escolta… Fascinante.
Estigio se quedó paralizado al percatarse de que no escuchaba los pensamientos de Doros. Una circunstancia inusual y maravillosa que no sucedía con frecuencia. Ese silencio mental le encantaba.
—Gracias por tu ayuda. No lo olvidaré.
Doros hizo una reverencia.
—Siempre a su servicio, alteza. Y si alguna vez queréis asistir de nuevo, sólo tenéis que decírmelo y os conseguiré los peores asientos.
Casi se le escapó una carcajada por la inesperada broma. Estaba a punto de marcharse, pero se detuvo. En el palacio no tenía nada que hacer, y el hombre que tenía al lado parecía lo bastante decente. Al menos para pasar unas horas en su compañía.
—¿Doros? ¿Te gustaría cenar conmigo?
—Sería un honor, alteza.
Estigio se bajó la capucha mientras caminaban hacia un pequeño centro donde podrían comer con relativa tranquilidad.
El dueño los recibió de inmediato y saludó a Estigio con una reverencia.
—Alteza, me alegro de veros de nuevo. Pasad, tengo una mesa privada. —Los guio por el pequeño establecimiento hasta una mesa con dos divanes, emplazada en un rincón que contaba con una cortina que los protegería de las miradas de los demás comensales—. ¿Queréis lo de siempre?
—Sí, Cosmos, gracias.
El dueño corrió a prepararlo todo.
Estigio se sentó con la espalda pegada a la pared y Doros lo hizo enfrente.
—Es bueno ser rey, ¿a que sí? —se burló el consejero.
Si el imbécil supiera la verdad…, pensó Estigio.
—Príncipe —lo corrigió—. Y sí, algunos días lo es.
—¿No todos?
Estigio tragó saliva. Era extraño que disfrutara de los privilegios de su rango. Pero no pensaba confiar hasta ese punto en un hombre al que apenas conocía. En un hombre que lo tildaría de ridículo por quejarse.
—¿Has presenciado la representación?
—No, alteza. Volvía a casa del mercado cuando creí veros. Al principio no estaba seguro de que fuerais vos, pero una vez que tuve la certeza…
Cosmos volvió con dos cálices de vino, mientras sus sirvientes lo hacían con la comida. Estigio y Doros arrojaron al suelo una pequeña cantidad de vino en honor a los dioses antes de beberse el resto.
Estigio pasó varias horas con el consejero de su padre hablando de cosas sin importancia. Cuando se separaron, contaba con un amigo. O al menos eso suponía que eran. Como amas había tenido uno, no estaba seguro.
«Seguramente te haya hablado porque eres el príncipe», pensó.
Era posible. Pero su interés le había parecido sincero. Y puesto que no podía escuchar sus pensamientos, ¿por qué no? Aunque Doros tuviera segundas intenciones, había sido agradable hablar y reír con alguien para variar, sin saber si lo creía un imbécil malcriado.
—¿Dónde has estado?
Se detuvo al entrar en el palacio y escuchar la voz malhumorada de su padre.
—En la ciudad —contestó, ceñudo al ver el gesto serio del rey—. ¿Qué pasa?
—He recibido malas noticias de tu tío.
El terror lo dejó helado al escucharlo.
—¿Qué dice?
—Aquerón ha huido. Me ha escrito para saber si lo he visto. ¿Lo has visto tú?
Estigio se obligó a no delatar sus emociones.
—No, padre. ¿Dice algo más?
«¿Como por ejemplo que me ha prostituido con otros hombres?», añadió para sus adentros.
—No mucho. Ha preguntado por ti y te envía un regalo.
El miedo le atenazó el estómago.
—¿Qué regalo?
—No lo he abierto. Está en tus aposentos. ¿Por qué no te arreglas? La cena se servirá dentro de una hora.
Se despidió de su padre con una apresurada reverencia y corrió hacia sus aposentos, si bien le temblaban las piernas. ¿Qué le habría enviado Estes?
«Esto no puede ser bueno», se dijo.
Mientras cerraba la puerta, vio el cofre en la mesa. El corazón le latía desbocado mientras atravesaba la estancia, tras lo cual abrió la tapa y soltó un juramento en voz alta. En el interior del cofre estaba la erotika sfaira que su tío le había quitado de la lengua y el aro de oro que llevó al cuello. El aro que lo identificaba como un tsoulus.
Abrió la nota que acompañaba a los objetos: «Si no he recuperado lo que es mío para el día de tu cumpleaños, ocuparás su lugar. En tu caso, yo haría todo lo posible para ayudar a que tu padre lo encuentre».
Tras cerrar el cofre de golpe, estuvo a punto de arrojarlo al fuego. Pero se contuvo.
¿Y si alguien lo encontraba con el contenido parcialmente quemado?
De modo que acabó escondiendo el cofre en el arca más próxima a la ventana. Ya lo sacaría al día siguiente y lo lanzaría al mar.
En cuanto a la nota, la quemó y se aseguró de que no quedara ni rastro de ella.
«¿Qué voy a hacer?», se preguntó.
Se negaba a ayudar a su tío a encontrar a Aquerón. Jamás podría perdonarse si colaboraba en la tarea de devolver a su hermano a esa existencia.
«¿Estás dispuesto a ser un puto en su lugar? ¿Después de lo que te hizo? Aquerón te traicionó, te inmovilizó y se rio de ti mientras Estes te marcaba como a un tsoulus», se recordó.
Evocó las crueles palabras de Aquerón: «Bienvenido a mi mundo, hermano. Quiero que te acuerdes de mí cada vez que te la mires y veas la palabra “puto” a su lado».
Los recuerdos lo enfurecieron y deseó derramar la sangre de su hermano.
Sin embargo, si se dejaba llevar por ese deseo, significaría condenarlo a algo horrible.
«No puedo hacerlo», reconoció.
No era su padre.
Además, él mismo era un puto. Y tal y como Estes le había demostrado, podía atacarlo incluso en la seguridad de su propia cama. Una cama en la que no había dormido desde entonces. No la soportaba. Todas las noches se llevaba las mantas al gabinete para dormir en el suelo, y todas las mañanas las devolvía a la cama para que nadie lo supiera.
No obstante, si Estes conseguía salirse con la suya, todos descubrirían lo que era.
Todos descubrirían que habían abusado de él.