15 de noviembre de 9533 a. C.

Mareado, Estigio se pasó las manos por el pelo. El estado en el que se encontraba era mil veces peor que las borracheras de su madre. Las hierbas que había comprado en la ciudad eran más potentes que la mezcla de Estes. El mercader no había mentido cuando le dijo que aliviarían cualquier dolor que lo atormentase.

Aunque, la verdad, no quería sentirse así. Solo quería ser normal de nuevo.

«¿Qué sabes tú de ser normal?», se preguntó.

Nada. Nunca había sido normal. No como el resto de las personas. Y todo por culpa de su hermano. Si Aquerón hubiera nacido con ojos humanos, nadie lo habría sabido jamás. Ninguno de los dos habría sido torturado…

Alguien llamó a su puerta.

—¿Sí? —Levantó la cabeza y vio a una sirvienta muy guapa y menuda.

La muchacha le hizo una genuflexión.

—Su Majestad requiere vuestra presencia en el patio exterior, alteza. «Requiere…», pensó. Adoraba cuando su padre usaba ese tipo de expresiones. Como si él tuviera alternativa. Si no acudía, su padre se pondría furioso.

Meneó la cabeza para aclararse las ideas y se puso en pie.

La sirvienta no se movió cuando se acercó a ella. De hecho, en vez de apartarse, se plantó delante de él para que tuviera que rozarse con su voluptuoso cuerpo si quería salir.

La vio morderse el labio y mirarlo con deseo.

—¿Queréis que os prepare la habitación mientras estáis fuera, alteza? Podría seguir aquí para cuando volváis —dijo en voz alta. Y pensó—: Sería la amante más fabulosa que hayáis visto. Podría chupar vuestro néctar hasta dejaros bizco

Era guapa y tentadora. Pero en ese preciso momento su marca seguía estando muy visible. Tendría suerte si el médico no la había visto. Sólo le faltaba que la muchacha fuera cuchicheando con el resto de los sirvientes y les contara que su príncipe era un puto.

—No, gracias.

La sirvienta hizo un puchero seductor.

—¿Tal vez después, alteza? —le preguntó en voz alta. Si pudiera tener un bastardo real, no tendría que volver a trabajar en la vida.

Ese pensamiento apagó el deseo más rápido que un baño helado. A diferencia de su padre, él no creía en abandonar a sus hijos. El mundo y las personas eran demasiado crueles para eso.

—No, gracias.

La dejó y se dirigió hacia el lugar donde lo esperaba su padre, a la brillante luz del sol que le provocó un dolor de cabeza atroz. Levantó una mano para protegerse los ojos enrojecidos y se detuvo junto al sillón acolchado sobre el que descansaba su padre.

—¿Me has llamado?

Su padre resopló.

—Esperaba que tardases un poco más en venir.

—¿Y eso?

—Se suponía que ibas a disfrutar de los encantos de la muchacha que te he mandado. Esperaba que te complaciera. Tiene mucho talento. Es una de las mejores que tenemos.

Genial. Justo lo que quería, una de las putas descartadas de su padre.

—Perdóname, padre. En el pasado no te gustaba mucho que tardara en aparecer cuando me llamabas.

Su padre se echó a reír.

—Es verdad. De ahora en adelante, cuando te envíe a un hombre o a una anciana, ven deprisa. Si se trata de una muchacha guapa… tómate tu tiempo. —Señaló el asiento que tenía al lado—. Siéntate conmigo un rato. Quiero discutir de ciertos asuntos contigo. Como aún tenía la cabeza bastante abotargada, Estigio se sentó en el diván y se esforzó por ocultarle su estado a su padre.

Un sirviente apareció para llenarle un cáliz de vino antes de alejarse lo suficiente para no escuchar su conversación.

—Puede que pronto vayamos a la guerra.

Estigio enarcó una ceja.

—¿Contra quién?

—Contra los arcadios. Están amenazando a Corinto y, como bien sabes, los corintios son nuestros aliados desde hace muchos años. El rey Clieto ha pedido un contingente de tropas para repeler a los arcadios.

—¿Por qué me estás pidiendo opinión?

—Me gustaría saber qué harías si fueras rey.

—Me reuniría con mis consejeros y no con mi hijo inexperto.

Su padre se echó a reír al escucharlo.

—Me he reunido con mis consejeros y he tomado una decisión, pero quería saber qué harías tú en mi lugar.

Ah, eso explicaba la inútil lección.

—Me estás poniendo a prueba.

—Ciertamente.

—¿Y si no la supero?

—Es preferible que no la superes como príncipe a que no la superes como rey.

Estigio dio un sorbito de vino y apoyó la cabeza en el diván mientras sus pensamientos daban vueltas.

—¿Qué han dicho tus consejeros?

—Que les debemos a los corintios nuestra ayuda. Que han sido unos aliados vitales durante mucho tiempo. No creen que debamos granjearnos otro enemigo cuando no hay necesidad… Dime, muchacho, ¿qué harías tú?

«Tomar la decisión cuando no estoy drogado», pensó.

Sin embargo, no podía decirle eso a su padre. De modo que contestó en la medida en que se lo permitió su abotargada cabeza, siguiendo las lecciones de Galen.

—La decisión de ir a la guerra no debe tomarse pensando únicamente en lo que puede ganarse. Debe tomarse sobre todo pensando en lo que sucederá si se pierde y sopesando los beneficios de ganar con las desventajas de perder. Yo no enviaría a los buenos ciudadanos de Dídimos para morir por un rey demasiado débil como para defender su trono él solo. Si los arcadios están decididos a hacerse con Corinto, no se detendrán. Nunca lo hacen, y al igual que los dorios, sus soldados son profesionales perfectamente entrenados y crueles. —Al contrario que la mayoría de los ejércitos de Corinto y de Dídimos, conformados por ciudadanos normales que entrenaban unos cuantos días al mes o dos semanas al año—. Los arcadios controlan muchísimo más territorio y tienen un ejército cuatro veces superior al de Corinto. Aunque enviemos a todos nuestros soldados profesionales, no bastará para detenerlos y los corintios sucumbirán. Después, furiosos por nuestra alianza y ayuda, los arcadios fijarán su objetivo en Dídimos, a sabiendas de que estamos debilitados por una guerra y de que seremos incapaces de contener a su ejército. Yo enviaría a un emisario con un tributo, dirigido al rey arcadio, y entablaría una alianza con ellos. Sobre todo porque los arcadios tienen una frontera con los dorios, que son nuestra mayor amenaza. Si los dorios pretenden hacerse con nuestras riquezas y nuestras tierras en el futuro, nos beneficiaría contar con la ayuda de un reino fronterizo con ellos por el norte y el este, ya que nosotros estamos al sur. Ni siquiera contando con sus soldados profesionales y curtidos, los dorios podrían ganar una guerra con tres frentes si tienen delante a un enemigo unido que los desprecia.

—¿Por qué iban a confiar los arcadios en nosotros después de que rompamos la alianza con los corintios?

—¿Quién es tan idiota como para fiarse plenamente de un aliado? El rey arcadio es demasiado listo para hacerlo y comprenderá, y respetará, que tú eres demasiado inteligente como para dejarte enredar en una guerra perdida de antemano. Además, sabe que una alianza con nosotros sería de ayuda en caso de que los dorios ataquen sus territorios. Si no basta con eso, el rey arcadio acaba de enviudar. Tu hija virgen es una de las mujeres más guapas de toda Grecia. Ofrécele su mano para endulzar el acuerdo.

—Tendría que habérseme ocurrido a mí.

Estigio fingió no haber escuchado los pensamientos de su padre.

—Bueno, ¿y qué has hecho, padre?

—Seguí la sugerencia de mis consejeros —contestó en voz alta—. Me pregunto si podemos hacer que el emisario vuelva… —lo oyó pensar antes de levantar el cáliz a modo de saludo—. Tal vez es hora de que te nombre consejero.

Estigio resopló.

—Tus consejeros se ofenderían muchísimo por tenerme entre sus filas, considerando mi edad y mi nula experiencia en la batalla. Se lo tomarían como un insulto personal y creerían que te estás burlando de ellos.

Su padre frunció el ceño.

—¿Desde cuándo eres un experto en diplomacia?

«Desde que nací», pensó. Lo habían obligado a sobrellevar los repentinos cambios de humor de sus padres toda la vida. Sin embargo, su padre jamás le había pedido opinión hasta ese momento, y en el pasado siempre estaba demasiado sobrio como para dársela.

El rey lo miró con los ojos entrecerrados.

—Otra pregunta: ¿habrías contestado lo mismo si los corintios estuvieran dirigidos por una reina guapa?

Estigio se echó a reír al pensarlo.

Dejó de reír al levantar la vista y ver que su hermana se acercaba.

A juzgar por la expresión tensa de su cara, se preguntó si no había escuchado su sugerencia de casarla. Estaba enfadadísima y no le importaba quién se enterase.

Esa idea hizo que saliera a la luz el hermano pequeño que llevaba dentro y que le instaba a pincharla todavía más.

—Vaya, si es nuestra ovejita. ¿Dónde has estado, dulce hermanita?

—De visita —masculló ella al tiempo que lo fulminaba con una mirada que debería haberlo matado en el acto. Le dio la espalda de forma grosera para dirigirse al rey—. Padre, ¿puedo hablar contigo a solas?

Jerjes lo miró antes de contestar.

—Cualquier cosa que quieras decirme puede escucharla tu hermano. Algún día será tu rey y tendrás que responder ante él.

La expresión de la cara de su hermana le dejó claro que no se le ocurría nada peor. Ojalá Ryssa supiera lo que era el verdadero infierno y el auténtico dolor. Pero nadie le había dado una paliza por una ofensa. Y jamás la habían inmovilizado contra el suelo para…

Estigio dio un respingo cuando lo asaltó el atroz recuerdo y se desahogó con la zorra que lo abofeteaba cada vez que se acercaba a él. Si no físicamente, al menos verbalmente.

Deberían azotarlo, padre… Sólo es un bravucón mimado y egoísta —pensó su hermana.

Ryssa empeoraba sus castigos siempre que se le presentaba la oportunidad. De haber estado presente durante la expedición de caza, no le cabía duda de que habría animado a los hombres a ser más rudos con él. Más crueles.

Si hubiera estado sobrio, seguramente no le habría dicho nada. Pero tal y como estaba…

—Cierto —dijo con desdén al tiempo que le daba otro sorbo al vino—. Eso significa que tendrás que postrarte ante mí como todos los demás.

«Como si alguien lo hubiera hecho alguna vez…».

Su padre se rio al escucharlo.

—Eres un bribón.

Ryssa se mordió el labio y lo fulminó con la mirada, dejándole bien claro que deseaba verlo muerto y enterrado. Que odiaba hasta el aire que respiraba.

—¿Qué quieres, tesoro? —preguntó su padre—. ¿Un nuevo baúl de ropa?

—No. Quiero que Aquerón vuelva a casa.

Estigio apartó la mirada cuando esas palabras lo atravesaron e hicieron que el corazón le diera un vuelco. ¿Se habría enterado su hermana de lo que Estes les había hecho?

Su padre farfulló, indignado.

—A ver, a ver, ¿qué se te ha metido ahora en la cabeza? Ya te he dicho muchas veces lo que opino sobre el tema. Ese monstruo no tiene nada que hacer aquí.

El pánico atenazó a Estigio mientras se frotaba con la mano las palabras que Estes le había grabado a fuego en el pubis. Si su padre mandaba llamar a Aquerón, Estes podría descubrirlos a ambos a modo de venganza.

¿Y cómo iba a negar él lo que tenía grabado en el cuerpo?

De hecho, era imposible saber cómo reaccionaría Estes, o qué haría Aquerón, por cierto. Su hermano había enloquecido cuando intentó liberarlo. Aquerón se sometía dócilmente a todos los caprichos de Estes.

¿Y si Aquerón decía que había participado por voluntad propia? Que les había suplicado que lo prostituyeran…

Estigio torció el gesto y habló en voz alta antes de poder evitarlo.

—¿Para qué lo quieres aquí? Representa un peligro para todos nosotros.

—¿En qué sentido?

En un sentido que ni siquiera adivinas, niña —pensó su padre, que dijo en voz alta—: No sabes de lo que es capaz un semidiós. Podría matar a tu hermano mientras duerme. Matarme a mí. Matarnos a todos.

«Aquerón podría decirle al reino entero que soy un puto al que ayudó a instruir…», pensó Estigio. Sin duda alguna, su hermana disfrutaría al ver que su humillación se hacía pública. Al saber que lo habían violado y degradado.

Por Aquerón lloraría. Por él se echaría a reír.

Ojalá algún día te den tu merecido… —pensó su hermana, que estampó un pie contra el suelo.

—¿Y por qué no temes por la vida de Estes?

—Porque él lo mantiene controlado.

Estigio apretó los dientes mientras esas palabras resonaban en su cabeza. De modo que su padre sabía que Estes drogaba a su hermano. Tal vez incluso supiera que Estes había conseguido la sumisión de Aquerón a base de palizas. ¿Y por qué le tenía que importar? Bien sabían los dioses que su padre casi nunca le había ahorrado una paliza a él.

No le extrañaría que su padre le hubiera enviado a Estes los látigos que su tío empleaba con Aquerón. Esa idea le revolvió tanto el estómago que casi vomitó.

¿Qué más sabría su padre?

—El lugar de Aquerón está aquí, con nosotros —dijo Ryssa al tiempo que se le quebraba la voz por la emoción.

Su padre se puso en pie.

—Ryssa, eres una mujer, una mujer oven además. Es mejor que te preocupes por la ropa y por la decoración. Piensa en lo que te pondrás para la próxima fiesta. Aquerón no pertenece a esta familia. Nunca formará parte de ella. Y ahora ve en busca de tu madre y entreteneos compartiendo chismes. Tengo cosas importantes que discutir con Estigio.

Su hermana los fulminó a ambos con la mirada.

—¿Cosas más importantes que tu propio hijo?

—¡No es mi hijo!

Esas palabras se le clavaron a Estigio en el corazón. Cada vez que su padre las pronunciaba, una parte de él moría. Porque sabía la verdad.

Era imposible que tratándose de gemelos fuera el padre de uno y no del otro. La cicatriz de su brazo confirmaba las dudas que el rey albergaba sobre su paternidad.

Las mismas que albergaba en el caso de Aquerón…

Ryssa meneó la cabeza.

—Así que aquello que me contaste sobre que debíamos proteger a Aquerón era mentira, ¿no?

Su padre frunció el ceño.

—¿De qué estás hablando?

A Ryssa le temblaron los labios antes de contestar.

—Cuando se llevaron a Aquerón, me dijiste que lo hacías para protegerlo. Me dijiste que no podías criar a dos herederos juntos porque eso los convertiría en objetivos fáciles para cualquier enemigo. Me dijiste que lo traerías de vuelta cuando fuera mayor. Nunca tuviste ninguna intención de hacerlo, ¿verdad?

—¡Fuera de mi vista!

Ryssa se dio media vuelta y se marchó, furiosa.

Aturdido, Estigio repasó las últimas palabras de su hermana.

—¿De verdad le dijiste eso, padre?

El rey se sentó, resoplando.

—No me acuerdo. ¿A quién le importa? Le dije lo que tenía que decirle para que me dejara tranquilo. Hazme caso, Estigio, no hay nada más irritante que una mujer que quiere salirse con la suya.

Estigio se desentendió de esas palabras y se armó de valor a fin de hacer una pregunta para la que necesitaba una respuesta.

—¿Por qué enviaste a Aquerón a la Atlántida? Quiero la verdad, padre.

Porque cada vez que veo sus dichosos ojos te odio. —Los pensamientos de su padre se le clavaron en el corazón—. ¿Qué más da? —replicó su padre, furioso, en voz alta—. Aquerón no pertenece a esta familia. Este no es su lugar.

—¿Y no importa que tenga mi misma cara?

—Es un truco de los dioses.

«Pero yo soy quien tiene los poderes. Aquerón sólo tiene los ojos».

Su padre también lo odiaría y lo rechazaría si alguna vez llegaba a enterarse de la verdad.

«No soy nada…», pensó.

Pero lo peor de todo era que no tenía nada.