Cinco años después
—¡Ladronzuelo asqueroso!
Estigio alzó la mirada al escuchar el grito de su hermana mayor. Ryssa se cernía sobre él y sobre su hermano Aquerón mientras jugaban con sus soldaditos de madera en el suelo.
¿Por qué siempre estaba tan enfadada con él? Por más que intentara complacerla, jamás lo conseguía.
Ryssa lo odiaba. Siempre lo había hecho.
—Yo no he robado nada.
Su hermana torció el gesto, acortó la distancia que los separaba y lo levantó del suelo tirándole de un brazo.
—¿Dónde lo has metido, inútil? —le preguntó al tiempo que lo zarandeaba con tanta fuerza que Estigio creyó que le arrancaría el brazo.
Aunque trató de liberarse, Ryssa era demasiado fuerte para él.
—¿El qué?
—El caballito de juguete que padre me regaló por mi cumpleaños. Sé que los coleccionas y sé que me lo has robado. ¿Dónde está?
—Ni siquiera lo he tocado.
—¡Eres un mentiroso! —Lo arrojó al suelo mientras se acercaba a sus cosas para inspeccionarlas—. ¿Dónde lo has escondido?
Estigio miró a Aquerón.
—¿Lo has cogido tú? —le susurró a su hermano, que negó con la cabeza.
Entonces, ¿quién?, se preguntó.
—¿Qué haces aquí?
Todos se estremecieron al escuchar la furiosa voz de la niñera. Antes de que Estigio pudiera explicarle que había invitado a Aquerón para que jugara con él, la niñera levantó a su hermano de un tirón.
Aquerón gritó de dolor, ya que la mujer le hizo daño en el brazo.
—¿Cuántas veces hay que repetirte que te quedes en tu habitación?
Estigio se asustó al recordar que Aquerón llevaba en la mano uno de sus soldaditos. Aunque él se lo había regalado, sabía lo que sucedería si alguien lo encontraba en su posesión.
Sufriría un castigo. Otro más.
Pensando tan sólo en protegerlo, Estigio se lanzó al suelo y se lo quitó de la mano.
Aquerón se lo agradeció con una sonrisa antes de que la niñera se lo llevara.
—¡Tú! —gritó Ryssa mientras miraba furiosa el soldadito—. Eres un egoísta. No piensas en nadie más que en ti. ¿Qué daño te habría hecho darle ese juguete, eh? —Señaló los demás soldaditos, que estaban esparcidos por el suelo—. No hay manera de satisfacer tu ansia, ¿verdad? Siempre quieres más y no te importa de dónde proceda. —Quiso arrancarle el soldadito de la mano y se cortó con el brusco movimiento; salió hecha una furia de la habitación.
Estigio se quedó solo, destrozado. Aborrecía con todas sus fuerzas estar solo. A veces se preguntaba si se debía a su condición de gemelo. Los dioses no podían haberle dado un hermano si estaba destinado a pasar la vida solo.
Sin embargo, eso era lo que sucedía. Pasaba la mayor parte del tiempo solo.
Soltó un suspiro melancólico y echó un vistazo a su habitación, llena de juguetes. Renunciaría gustoso a todos ellos con tal de contar con una persona con la que jugar. Ryssa se negaba porque no le gustaba, porque decía que olía mal y que era demasiado tonto como para jugar a los mismos juegos que ella compartía con Aquerón. Los otros niños se apartaban corriendo de él porque sus padres temían que le hicieran daño, bien de forma fortuita o a propósito, y eso suscitara la ira de su padre.
Aquerón era el único con quien podía jugar. Pero su padre exigía que se mantuvieran separados.
Estigio miró el juguete de su hermano y deseó con todas sus fuerzas que la vida fuera distinta para los dos. Sería mejor haber nacido en el seno de una familia pobre de agricultores antes que soportar la carga que suponían su infeliz familia y la crueldad con la que esta se comportaba.
Soltó el juguete. Ya se lo devolvería después a Aquerón, cuando todos estuvieran dormidos.
—¿Aquerón? —susurró Estigio al tiempo que zarandeaba a su hermano para despertarlo.
Lo vio abrir los ojos despacio. Tras frotárselos con los puños, se incorporó en la cama. Estigio le plantó el trozo de pan delante de la cara, arrancándole una sonrisa.
—Lo siento, no he traído la miel. Pero… —Abrió la talega que llevaba y le enseñó los higos bañados en azúcar—. He conseguido robar tus preferidos.
Los ojos plateados de Aquerón se iluminaron.
—¡Gracias! Pero no deberías haberlo hecho. Podrían haberte pillado.
Estigio se encogió de hombros.
—No me castigarán por esto. —Al menos no lo harían físicamente. Las palizas se reservaban para otras ofensas. Aunque a veces prefería que le pegaran a que le dijeran inútil u otras cosas.
Contento por haber ayudado a su hermano, lo observó comerse el pan a dos carrillos. Puesto que los habían enviado a la cama sin cenar, Aquerón estaba muerto de hambre. Como era habitual, Estigio había sido incapaz de conciliar el sueño, de modo que en cuanto reinó el silencio en el palacio se escabulló hasta la despensa.
—¿Qué has comido? —le preguntó Aquerón.
—Pan… con tu miel. —Sonrió de oreja a oreja, sintiéndose un poco culpable.
Aquerón rio.
—Eso no ha estado nada bien.
Estigio señaló la talega.
—Pensé que preferirías los higos.
—Podrías habérmelo preguntado.
—Es que me dolía la barriga del hambre que tenía. Y olía tan bien que fui incapaz de soportarlo. Tenía que comer algo de camino. Lo siento.
—Entonces te perdono. —Aquerón le ofreció el pan—. ¿Quieres un poco más?
Estigio negó con la cabeza. Aunque todavía estaba hambriento, sabía que su hermano lo estaba aún más.
Aquerón frunció el ceño y ladeó la cabeza sin dejar de comer.
—¿No podías dormir?
—Lo intenté. —Morfeo estaba enfadado con él por algún motivo que solo el dios sabía. Por más que lo intentara, el sueño siempre lo eludía.
Aquerón le dejó sitio en el colchón para que se acostara a su lado.
Infinitamente agradecido, Estigio aceptó la tácita invitación y se tumbó junto a él.
Al cabo de un instante estaba dormido. Aquerón apuró la comida y después le metió la talega a Estigio en el quitón. Tras lamerse los restos de azúcar de los dedos, se tumbó en la cama, pegó la espalda a la de Estigio y unió las plantas de los pies a las de su hermano. De esa forma dormían siempre que podían hacerlo juntos. A ninguno le gustaba estar solo y tampoco les gustaba que los mantuvieran separados; sin embargo, su familia se empeñaba en hacerlo. Era algo que no entendían.
Deseaban con todas sus fuerzas que los dejaran juntos y tranquilos.
Estigio era la persona a la que más quería.
Su hermano era el único que lo trataba como si fuera normal. No lo odiaba, como sí lo hacían sus padres; ni lo adoraba como si fuera la encarnación de un dios, como hacía Ryssa.
Eran hermanos. Jugaban. Reían. Y se peleaban por cualquier cosa. Pero una vez que la tormenta pasaba, hacían las paces y volvían a ser amigos.
Para siempre.
Aquerón cerró los ojos y escuchó las voces que le inundaban la cabeza. Estigio también las escuchaba. Sin embargo, mientras que él solo oía las de los dioses, su hermano escuchaba muchísimas más. Ese era uno de los motivos por los que Estigio tenía dificultades para dormir. No obstante, cuando estaban juntos, las voces que Estigio escuchaba desaparecían y eso le permitía descansar. En esos momentos solo escuchaba los pensamientos de Aquerón, de ahí que este fuera muy cuidadoso con ellos.
En cuanto los separaban, Estigio escuchaba de nuevo las voces. La constante falta de sueño le provocaba un continuo estado de irritación y numerosos dolores de cabeza. Eran tan atroces que a veces le sangraba la nariz y se le revolvía el estómago.
Nadie lo entendía. Acusaban a Estigio de fingir. Y a ambos les aterraba la idea de explicar lo que escuchaban. Salvo Estigio, los demás odiaban a Aquerón. Y no le apetecía darles otro motivo para que dicho odio aumentara.
Cada vez que Estigio había intentado hablar de las voces que escuchaban, se burlaban de él y lo castigaban por mentir. Hasta Ryssa lo había acusado de querer llamar la atención. De modo que habían aprendido a mantenerlo en secreto y a no hablar del tema con nadie. Jamás.
Ambos compartían muchos secretos.
Y se habían prometido que algún día, cuando fueran adultos y nadie pudiera detenerlos, dejarían ese lugar y se marcharían a algún sitio donde la gente no los tratara tan mal.
Al igual que le sucedía a su hermano, Aquerón ansiaba que llegara dicho día.