Estigio cerró el puño antes de que su padre se percatara de que le temblaba la mano de forma incontrolable. Se encontraban en una audiencia a la que asistían tanto nobles como plebeyos, y sabía muy bien cómo reaccionaría Jerjes si se excusaba. Apretó los dientes para evitar que le castañetearan.
«¿Qué me está pasando?», se preguntó.
Se sentía mal y se encontraba desorientado, y eso que no se había drogado. En teoría, estaba sobrio. Aunque no se lo parecía.
—¿Majestad? ¿Su Alteza se encuentra bien?
Estigio se estremeció al escuchar la pregunta del senador. ¿Por qué siempre había alguien dispuesto a arrojarlo a la pira?
Su padre lo miró y se quedó boquiabierto.
—¿Estigio? ¿Te encuentras mal?
Él se enjugó el sudor que le caía en los ojos.
—Estoy bien, padre.
Para su más completo asombro, Jerjes se acercó a él.
—Mírame.
Cuando obedeció, su padre le tocó la frente.
—¡Buscad un médico! —El rey se apartó de él—. ¡Teris! Lleva al príncipe a sus aposentos ahora mismo.
Debía de estar a las puertas de la muerte para que su padre reaccionara de esa forma.
—Estoy bien, padre. Podemos continuar.
Jerjes negó con la cabeza y le hizo un gesto a Teris, su escolta personal, para que se lo llevara en brazos.
—Cancela el resto de las audiencias y pide disculpas. Diles que las retomaremos mañana a primera hora.
Cuando Teris trató de tocarlo, Estigio se levantó de su trono de un salto.
—Puedo andar —le aseguró. Aunque le costó trabajo hacerlo, ya que estaba mareado.
—Al menos deja que Teris te ayude.
Estigio negó con la cabeza. No quería sentir jamás otro par de manos masculinas en su cuerpo. Que se pudrieran todos en el Tártaro.
De repente, Galen apareció a su lado como salido de la nada.
—Señor, apóyese en mi brazo.
Estigio se relajó al estar en compañía de la única persona en la que confiaba y aceptó la invitación. Al menos cuando Galen lo atacaba, lo hacía abiertamente.
Y en esas ocasiones, Estigio estaba armado.
Galen se pasó su brazo por los hombros y lo ayudó a caminar hasta sus aposentos. Sin mediar palabra, lo metió en la cama. El rey se acercó.
—¿Galen? —dijo Estigio.
Su instructor, que estaba a punto de abandonar la estancia, se volvió.
—¿Sí, señor?
—Gracias.
El hombre realizó un saludo militar.
—Cuente conmigo siempre que me necesite, joven príncipe. Siempre estoy a su servicio.
Su padre le tocó de nuevo la frente.
—No entiendo por qué sudas si estás congelado.
Él tampoco lo entendía. Llevaba un par de días durante los cuales se ponía a sudar de repente o a temblar cuando menos lo esperaba, sin razón aparente. Nunca duraba mucho y había logrado ocultarlo, gracias a los dioses.
Hasta ese momento.
No estaba seguro del motivo por el que ese día todo parecía distinto. De repente, estornudó y le salió sangre por la nariz. Soltó una maldición mientras se llevaba los dedos a la nariz para detener la hemorragia y se sentó en la cama, aunque todo le daba vueltas. Le ardía un lado de la cara. En ese momento, supo lo que estaba sucediendo.
Aquerón. Alguien lo había abofeteado. Con fuerza. Con tanta fuerza que Estigio sintió que se aflojaban varios dientes.
Pero no podía confesárselo a su padre.
—Aquí tienes —dijo el rey, ofreciéndole una toalla—. Creía que ya no sangrabas por la nariz.
—No, padre —mintió. En realidad, con el paso de los años había conseguido ocultar mejor esas cosas que le sucedían.
Se limpió la cara y abrió los ojos de par en par al sentir un repentino dolor en el último lugar que le apetecía que le doliera. Le costó un gran esfuerzo no gritar mientras sentía que lo penetraban. ¿Qué le estaba haciendo Estes a su hermano?
Aunque se encontraba desesperado por abrir el cajón donde guardaba el ungüento anestésico, no se atrevía a hacerlo mientras su padre estuviera cerca. Tampoco le permitiría ver su malestar. Si bien el dolor era brutal. Como si lo estuvieran partiendo en dos.
—Por fin —dijo su padre cuando llegó el médico.
El hombre saludó al rey con una reverencia.
—Majestad, me han comunicado que el príncipe se encuentra mal.
—Cierto. —Su padre se apartó a fin de dejarle espacio al médico para que lo examinara.
Estigio se estremecía cada vez que el hombre lo tocaba.
—¿Cuál es el motivo de los moratones, alteza?
—El entrenamiento —mintió.
Su padre frunció el ceño.
—No sabía que habías estado entrenando desde que regresaste.
—Maese Galen no me ha acompañado. He entrenado solo.
—En ese caso, ¿cómo os habéis provocado los moratones? —replicó el médico con gesto de desconcierto.
—Con la lanza y el báculo —se apresuró a contestar.
El médico suspiró antes de decirle al rey:
—Creo que para curarnos en salud, una sangría es lo adecuado.
—¡No! —gritó Estigio, asaltado por una rabia incontenible.
Después de lo que le habían hecho los sacerdotes, no soportaba la idea de que lo sangraran de nuevo. Mucho menos después de que un dios hubiera bebido de su sangre.
—¡Estigio! —masculló su padre.
—Azótame. Mátame. Me da igual. Pero no me harán una sangría. Jamás.
El médico retrocedió, como si estuviera aterrado.
—¿Está poseído de nuevo, majestad?
La rabia de Estigio se transformó en pánico.
—No, padre. Estoy bien. Te lo juro por todos los dioses.
La duda que atisbó en los ojos de su padre le provocó una repentina trepidación.
—Por favor, padre. Te lo suplico.
«No me envíes de vuelta al templo. No lo soportaré», añadió para sus adentros.
El tiempo pareció detenerse mientas su padre meneaba la cabeza.
—Si hace falta sangrarte…
—Ya me está sangrando la nariz. Creo que es suficiente con la sangre que hay ya en la cama.
—Majestad…
Su padre levantó una mano y silenció al médico.
—Haremos lo que mi hijo quiera. Pero si no se ha recuperado por la mañana, seguiremos tus consejos. Y ahora, márchate.
El médico se marchó tras realizar una brusca reverencia.
Su padre se acercó a la cama, ceñudo.
—¿Qué es lo que te pasa?
—Padre, los sacerdotes me desangraron hasta dejarme al borde de la muerte.
—Pero te curaron.
«Cabrón imbécil», pensó.
—No, padre —dijo, en cambio, en voz alta—. Me debilitaron hasta un punto indecible. No quiero ni oír hablar de un tratamiento que sé por experiencia que no funciona. Esto se me pasará solo. Por favor, confía en mí.
—¿Y si estás poseído?
Estigio estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿Cómo iba a estar poseído por los mismos dioses que lo habían abandonado?
—Padre, por favor. La nariz me ha sangrado desde que era pequeño. En cuanto a lo otro… sólo es un dolor de estómago. Me he sentido mal desde que me levanté esta mañana, pero no quería molestarte con mis quejas. No tiene importancia.
Su padre inclinó la cabeza.
—Está bien. Te enviaré un sirviente para que te atienda.
—Prefiero estar solo.
Jerjes lo miró, extrañado.
—Pero estás…
—Padre, por favor… no quiero que nadie me moleste. Estaré mejor a solas.
—En ese caso, dejaré a un guardia en la puerta. Llama si necesitas algo.
—Gracias.
Tan pronto como su padre se fue, Estigio se levantó y corrió hacia el arca donde había ocultado el saquito. Con manos temblorosas, cogió uno de los supositorios y se lo puso rápidamente, junto con el ungüento anestésico.
Regresó a la cama entre jadeos y suspiró aunque aún sentía el dolor que también estaba padeciendo su hermano. Cerró los ojos y deseó desconocer a qué se debía. Porque después de saber exactamente qué le estaban haciendo a Aquerón, comprendía el verdadero horror en el que vivía su hermano.
Pero no podía hacer nada al respecto. Había intentado liberarlo y Aquerón se había negado.
Que se fuera al infierno.
Jadeó al sentir otra agónica punzada y soltó una risotada. Su hermano no era el único que estaba en el infierno. Ambos lo estaban. Dos vidas unidas por el sufrimiento más atroz.