A Estigio le temblaban las manos mientras atravesaba a caballo el portón de entrada al palacio de su padre. La vuelta a casa no le provocaba la menor alegría. Sólo un espantoso sentimiento de temor y desolación. Pero al menos así se libraría de los hombres de su tío, que habían demostrado ser tan depravados y cabrones como su señor.
Al llegar al palacio, miró en dirección a los escalones y vio a su padre y a Ryssa, junto con la servidumbre, reunida para darle la bienvenida.
Los músicos entonaron una fanfarria.
Tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para no obligar a su caballo a darse la vuelta y salir corriendo en dirección contraria lo más deprisa posible. No imaginaba qué castigo decretaría su padre por haberse marchado sin su permiso. Casi se imaginaba el sermón que iba a echarle.
«¿Así es como solucionas tus problemas, muchacho? ¿Huyendo como un cobarde? ¿Abandonando tu reino porque no te sientes bien y blablablá?».
Podría considerarse afortunado si no lo abofeteaba en los mismos escalones, delante de todos.
Tras desmontar, se obligó a subir los escalones para acercarse a su padre. Sólo había subido dos cuando Jerjes echó a correr hacia él para abrazarlo con fuerza. Le colocó la mano en la nuca y lo estrechó como si fuera un niño pequeño.
—Te he echado de menos, muchacho —susurró antes de alejarse para darle un par de besos en las mejillas—. No, ya no eres un muchacho —se corrigió al tiempo que le ponía las manos en los hombros y le sonreía—. Eres un hombre y no debo olvidarlo.
«¡Por todos los dioses! ¿Quién eres y qué le has hecho a mi padre?», se preguntó.
Aterrado, Estigio echó un vistazo a su alrededor, pero nadie parecía ver nada raro en la escena.
Su padre lo abrazó de nuevo y lo mantuvo durante un buen rato entre sus brazos antes de darle un beso en la frente y soltarlo.
—¿Qué tal el viaje?
«Habría preferido cabalgar con un puñado de escorpiones del Tártaro en la entrepierna», pensó.
—Bien —dijo.
—Creo que has crecido otra vez. Juraría que estás más alto. Dime si la armadura sigue quedándote bien, y si no es así ordenaré otra de inmediato.
«Estás jugando conmigo, ¿verdad, viejo? En cuanto entremos en el palacio me darás un par de guantazos».
Su padre lo tomó del brazo y lo instó a acercarse a Ryssa, que lo saludó con su habitual altanería.
«Al menos una persona no ha estado tomando loto».
Ryssa lo besó en las mejillas.
—Quiero que sepas que has estado a punto de matar a padre por la preocupación. Hasta que no llegó la carta del tío Estes, pensaba que te habían raptado o algo peor.
—¡Ryssa! —masculló su padre—. Recuerda cuál es tu sitio, mujer.
—Siempre lo tengo presente, padre. Estigio debe saber lo mucho que te ha hecho sufrir con su actitud egoísta y despreocupada. Ya es hora de que aprenda a pensar en los demás y no solo en sí mismo.
—Tonterías, no le hagas caso. Es una mujer. No entiende las necesidades de los hombres. Vamos, Estigio, he ordenado que templen el vino y que preparen pan y queso. Estoy ansioso por escuchar las noticias de lo que ocurre en la Atlántida.
Estigio sintió la furiosa mirada de su hermana clavada en él mientras subía los escalones. Y también se percató de que faltaba una persona.
—¿Cómo está madre?
Su padre soltó un sentido suspiro.
—Como siempre. Con un cáliz en la mano.
Odiándolos a todos con cada sorbo de vino que bebía. Salvo a Ryssa, que jamás hacía nada mal.
Al entrar en el comedor, su padre lo soltó para que pudiera tomar asiento mientras los sirvientes llegaban con el refrigerio.
La escena lo descolocó más que lo que había sucedido con Estes.
—¿Por qué me recibes así? Esperaba encontrarte furioso.
«Esperaba que me recibieras con un revés en la boca», añadió para sus adentros.
—Para serte sincero, estoy enfadado. Más bien furioso. Pero tu tío me recordó varias cosas en su carta.
El terror le provocó a Estigio un nudo en el estómago.
—¿Como cuáles?
—Me recordó que a tu edad yo ya estaba casado y mi primer hijo estaba en camino.
Tanto la primera mujer de su padre como el bebé murieron durante el parto. Un año después se casó con la que era su esposa en ese momento.
—Y que sólo era un par de meses mayor que tú cuando ascendí al trono. Estes tiene razón. Aún te veo como si fueras un niño y te he tratado demasiado tiempo como tal. No debí mandar que te azotaran cuando regresaste de la semana pasada con tu tío. Eres demasiado mayor para ese castigo. Ya es hora de que confíe en que tanto yo como tus tutores te hemos inculcado las bases necesarias para convertirte en el hombre que sé que puedes llegar a ser. He permitido que las dudas y los miedos nublen mi visión demasiado tiempo en lo concerniente a ti. —Jerjes dio unos golpecitos con los dedos sobre la mesa—. De ahora en adelante, eso va a cambiar. —Tras acomodarse en la silla, ordenó a sus sirvientes que se acercaran—. Traed los regalos del príncipe.
Completamente atónito, Estigio fue incapaz de moverse mientras contemplaba cómo los sirvientes le llevaban un kopis, un xiphos y un hoplon y dejaban los objetos en la mesa, frente a él. Aunque deberían habérselos entregado hace meses, su padre se había negado.
«No eres digno», fueron sus palabras.
Jerjes se puso en pie y le entregó la espada.
—Galen me ha asegurado que te gustará.
Sorprendido por la belleza del arma, Estigio se puso en pie y la desenvainó. Era similar a la de Galen, pero llevaba grabada una corona de laurel y las palabras: «Ser mejor que parecer». Acto seguido, contempló el hoplon rojo adornado con un fénix negro y con otra corona de laurel. Sobre el emblema podía leerse: «Yo defiendo». Aunque le habían informado de que el armero estaba forjándolo, era la primera vez que lo veía.
—Gracias, padre.
Jerjes inclinó la cabeza.
—Ahora eres el campeón del reino y te has ganado el honor de llevarlos.
Aunque pareciera extraño, Estigio se sentía un impostor. No era un hombre. En realidad, ansiaba esconderse hasta que la vergüenza y el dolor desaparecieran.
«Padre, ¿con qué ojos me mirarías si supieras lo que me han hecho?», se preguntó. Si supiera que era tan débil e inútil que lo habían inmovilizado y forzado, y que lo único que había podido hacer era llorar mientras lo violaban.
Incluso el verdugo lo había sometido.
Su padre le dio un abrazo fugaz.
—Sé que estás cansado del viaje. Vete a descansar. Ya hablaremos después.
Sí, estaba cansado. Pero sobre todo estaba confundido y no tenía a nadie con quien hablar. A nadie en quien confiar. La amarga realidad fue como un bofetón. Estaba solo en ese infierno, y tal vez eso fuera lo correcto.
Porque bien sabían los dioses que se negaba a confesarle a otra persona los horrores que había padecido.
Estaba a punto de marcharse cuando su padre lo detuvo.
—Por cierto, tus aposentos ya no son los mismos.
—¿Cómo dices?
—Era la habitación de un niño.
Estigio frunció el ceño y siguió a su padre escaleras arriba en dirección al ala opuesta del palacio, donde se encontraban los aposentos del rey, al fondo del pasillo. Los de Estigio estaban al lado de la escalera.
Su padre abrió la puerta y retrocedió para dejarlo pasar. En cuanto lo hizo, Estigio abrió los ojos de par en par. Era un lugar enorme en comparación con su antiguo dormitorio. El que tenía delante tenía unas dimensiones similares a los aposentos de su hermana. Contaba con cuatro estancias adyacentes: un comedor, el dormitorio, un gabinete para recibir a las visitas y una sala de baños.
—¿Te gusta?
—Sí, padre.
Jerjes hizo ademán de marcharse, pero se volvió y lo estrechó de nuevo con fuerza.
—Tu hermana tenía razón —le susurró a Estigio al oído—. Creía que te había perdido para siempre. Les supliqué a los dioses que jamás conocieras el sufrimiento y el miedo que invadieron mi corazón cuando desapareciste sin explicación alguna. Recé para no volver a sentirlo nunca más. Te quiero, Estigio. Con toda mi alma.
Unas palabras incongruentes teniendo en cuenta lo que había dicho y hecho en el pasado.
Más o menos equiparables a las declaraciones de amor maternal que le regalaba su madre de vez en cuando en sus momentos de sobriedad.
Ambos lo dejaban desconcertado.
«Si de verdad me quieres, ¿cómo pudiste desterrar a mi hermano gemelo como si no existiera?», se preguntó.
¿Cómo podía haberse olvidado de él cuando lo dejó destrozado y herido en el templo de Dioniso?
Por muy buenas palabras que Jerjes le dedicara, el pasado siempre estaría ahí. ¿Cómo había podido hacerle todas esas cosas?
Su padre le dio unas palmaditas en la espalda y se marchó.
Estigio dejó las espadas y el escudo en la mesa del comedor e intentó asimilar todo lo que le había sucedido en tan corto período de tiempo. Nada le parecía real. Era como si estuviera soñando, como si su alma lo hubiera abandonado, como si hubiera abandonado el mundo.
Y aunque no recordaba lo que Estes le había hecho durante las pasadas semanas, sí recordaba perfectamente la partida de caza, el castigo del verdugo y el viaje de regreso a casa.
«Jamás será lo mismo», pensó.
Abrió la bolsa y sacó las hierbas que su tío le había dado. Ansioso por olvidarlo todo, se acostó en la cama. Pero ni siquiera eso lo reconfortó.
Su padre había ordenado que vistieran la cama con sus sábanas y sus almohadas habituales, sin saber que el cuadrante más pequeño de todos había pertenecido a Aquerón.
Apretó los dientes, asaltado por un dolor atroz que lo dejó destrozado. De pequeños habían estado muy unidos. Habían sido los mejores amigos. Lo había compartido todo con Aquerón.
Y en esos momentos…
Aquerón lo odiaba tanto como Ryssa. Su hermano no quería saber nada de él.
Se estremeció al recordar las perversiones que le habían hecho durante su estancia en la Atlántida, según había confesado Estes. Ni siquiera sabía si eran ciertas.
«Ojalá jamás lo sepa», deseó.
Porque no estaba seguro de poder soportarlo si esa era la verdad.
Tras desnudarse, contempló los moratones que delataban los malos tratos a los que se había visto sometido. ¿Por qué no sanaban de una vez? Aunque de todas formas, poco importaba. En cuanto desaparecieran, seguiría marcado como un puto.
Y esa marca no lo abandonaría jamás.
Incapaz de lidiar con todo eso, echó un puñado de hierbas en el cáliz que descansaba en la mesita de noche y después las cubrió de vino. Cuanto antes se drogara o se emborrachara hasta perder el conocimiento, mejor. Apuró la bebida de un trago y contempló furioso la almohada que le recordaba la infancia perdida. El amor y la amistad que jamás tendría de nuevo.
La inocencia.
Pero sobre todo, le recordó el hecho de que Aquerón había llamado a Estes para que lo atrapara cuando él fue a rescatarlo, arriesgando su vida en el proceso. Mientras él trataba de liberar a su hermano, él había hecho que lo capturaran.
—¡Eres un cabrón asqueroso! —masculló al tiempo que agarraba la almohada.
Movido por la rabia, la arrojó a la chimenea y dejó que las llamas la redujeran a cenizas.
Después cayó de rodillas al suelo y trató de olvidarlo todo. En vano. Los nuevos recuerdos lo torturaban más que los antiguos.
«Estoy condenado», se dijo.
No había escapatoria alguna, ya que su mente lo flagelaba con más saña que cualquier verdugo.