8 de septiembre de 9533 a. C.

«Joder, Estes, ¿cuántas habitaciones tiene tu casa?».

Parecían infinitas. La villa de su tío era aún más grande que el palacio principal de la familia en Dídimos. Y lo peor era que Estes contaba con una numerosa servidumbre y con un gran número de guardias que él debía evitar. Puesto que hacía rato que la medianoche había quedado atrás, nadie debería estar despierto. Sin embargo, había muchas sirvientas y muchos hombres caminando de un lado para otro.

Lo más espantoso de todo era descubrir el fin de todas esas habitaciones. Casi todas las que había visto eran cámaras para practicar juegos sexuales con distintos temas e instrumentos. Cada vez que abría una, se le partía el corazón un poco más al pensar en lo que le habían hecho a Aquerón.

«Te odio, padre», pensó.

Ningún ser humano debería ser reducido a eso. Mucho menos si se trataba de su hermano.

Estigio se acercó a otra puerta y pegó la oreja a la madera, tratando de escuchar algo. No oyó sonido alguno procedente del interior. Tras mirar a derecha e izquierda, abrió la puerta con cuidado. Al no ver a nadie, entró para asegurarse de que estuviera vacía. Al igual que las demás, estaba equipada con varias barras con correas para inmovilizar a una persona, una cama grande y una chimenea gigantesca.

Al acercarse a la cama se quedó petrificado. En el centro de esta dormía Aquerón, boca abajo. La imagen lo devolvió a la infancia, cuando entraba a hurtadillas en el dormitorio de su hermano por la noche para hablar, jugar o dormir. Aquerón siempre dormía en esa postura si estaba solo, pero si compartían la cama, no.

Lo invadió el abrumador anhelo de pegar la espalda a la de su hermano y de sentir las plantas de los pies contra las suyas. Seguido del anhelo, llegó un dolor desgarrador, por todo lo que habían perdido durante los años transcurridos.

El inocente amor fraternal.

La amistad.

Dos cosas que desconocía si aún existían entre ellos. Lo que sí tenía claro era lo mucho que su hermano significaba para él. Lo mucho que quería a Aquerón.

Para siempre.

Sin embargo, el hombre que dormía en esa cama era un completo desconocido. Los cambios que había sufrido el cuerpo de su hermano le sorprendieron. No dejaba de ser curioso que, siendo consciente de cómo se había transformado su propio cuerpo con los años, hubiera esperado encontrar al niño de antaño.

Evidentemente, no fue a ese niño a quien encontró.

Ambos habían crecido y ya no se parecían en absoluto a los gemelos de la infancia. Al igual que él, Aquerón era más alto que la media de los griegos. Su cuerpo era atlético y delgado, con músculos bien definidos aún sin desarrollar del todo. Si bien Aquerón estaba algo más pálido que él, tenían el mismo pelo rubio ondulado. Estigio siempre lo llevaba corto, pero Aquerón lo llevaba largo, rozándole los hombros.

Su hermano estaba totalmente desnudo, salvo por los aros de oro que llevaba en los tobillos, en las muñecas, en los bíceps y en el cuello. Estigio se estremeció al verlos, consciente de su significado. Las cadenas que identificaban a un tsoulus se usaban en los jóvenes, de ambos sexos, cuya función era servir de mascotas para cumplir las perversiones sexuales de las clases altas. Aunque Jerjes jamás había contado con uno, Estigio conocía a muchos nobles, príncipes y reyes que no eran tan compasivos como su padre. Dichos hombres alardeaban de sus esclavos y de lo mucho que les gustaba humillarlos porque sabían que no les quedaba más remedio que someterse.

Lo que más lo enfurecía eran los eslabones que tenían los aros de las muñecas y de los talones. Unos eslabones que permitían encadenar a su hermano en distintas posiciones para que su dueño tuviera pleno acceso a su cuerpo a fin de hacerle lo que le apeteciera sin que Aquerón pudiera defenderse. El hecho de que las bandas fueran de oro y de que las llevara puestas aun dormido era muy elocuente.

Su tío abusaba de él siempre que le apetecía.

Estigio ardía en deseos de matar a Estes por lo que había hecho.

«Cabrón despreciable…».

Al acercarse, su mirada se percató del símbolo que Aquerón llevaba en la palma de una mano, la marca que lo identificaba como esclavo. La imagen le resultó aún más repulsiva al comprender que ese era el dolor que había sentido el día que regresó a casa del templo de Dioniso.

Aunque su tío le había dicho lo que le hacía a Aquerón, había mantenido la esperanza de que estuviera mintiendo o exagerando.

No obstante, la evidencia estaba clara.

Su hermano era un puto del que abusaban a placer.

Lo peor de todo era verse reflejado en la imagen del muchacho que dormía en la cama. Eran idénticos, salvo por el color de los ojos y las cicatrices. Eran idénticos salvo por un pequeño detalle de nacimiento que podría haberle tocado a él. Estigio podría haber sido el muchacho a quien compraran y vendieran todos los días de su vida.

Apretó los dientes por la injusticia del azar. ¡La vida era injusta!

«Hasta aquí hemos llegado», decidió.

Le costara lo que le costase, iba a sacar a Aquerón de esa pesadilla. Se arrodilló en el suelo y extendió un brazo para tocar a su hermano. Lo asaltó un penetrante olor a fruta. El mismo olor del afrodisíaco que su tío lo había obligado a tomar.

«Por favor, que no esté tan ido como lo estaba yo».

—¿Aquerón? —susurró al tiempo que zarandeaba el hombro de su hermano.

Aquerón soltó un gemido y volvió la cara hacia la mano de Estigio, la cual lamió.

Estigio apartó la mano al instante, pasmado y preocupado por el gesto.

—¿Hermano? —insistió.

Aquerón se acercó a él.

—Idikos —susurró.

El término atlante fue como un mazazo en el abdomen. Era un término que usaban los esclavos para dirigirse a su amo.

—¡Aquerón! —lo llamó con más firmeza, zarandeándolo de nuevo—. ¡Despierta!

Su hermano se incorporó de inmediato, apoyándose en los codos, pero estaba muy aturdido. Saltaba a la vista que lo habían drogado.

¿Cómo si no iba a mantenerlo Estes en ese lugar?

—¿Qué queréis, idikos? —le preguntó Aquerón en atlante.

Estaba tan ido que no sabía con quién hablaba. Hasta sus pensamientos eran un sinfín de palabras incoherentes en griego y en atlante, mezcladas sin ton ni son. Y lo peor de todo era que mantenía la mirada en el suelo, tal como los esclavos debían hacer.

Estigio le tomó la cara entre las manos y lo obligó a levantarla hasta que lo miró a los ojos.

—Mírame, hermano. ¿Te acuerdas de mí?

—¿Estigio? —La desesperada agonía que transmitió el pensamiento de Aquerón le retorció las entrañas.

—Sí, adelfos. He venido para sacarte de aquí.

Eso logró espabilar a Aquerón de golpe. Sus turbulentos ojos plateados se abrieron de par en par como si estuviera aterrado. Se apartó de las manos de Estigio y retrocedió hasta quedar protegido en un rincón de la cama.

Estigio subió al colchón para ir tras él.

—Debemos apresurarnos. ¿Dónde está tu ropa?

—No puedo marcharme —masculló Aquerón en voz baja.

—Sí que puedes.

Aquerón lo miró a los ojos y negó con la cabeza. En su mentón apareció un tic nervioso.

—No puedo marcharme.

—¿Tan loco estás que prefieres quedarte aquí? —Estigio echó un vistazo a su alrededor, reparando en los artilugios sexuales y en el aro que su hermano llevaba al cuello y que lo proclamaba un objeto, no un humano. Los esclavos eran simples instrumentos con pies y manos—. Yo te protegeré.

—No puedes.

¡Por todos los dioses! ¿Qué le habían hecho para que la simple idea de recuperar la libertad lo hiciera estremecerse de pavor?

Estigio intentó leer los vertiginosos pensamientos de su hermano, pero no estaba pensando en una sola lengua. Más bien en nueve o diez, de las que Estigio solo conocía bien cuatro. Además, usaba palabras que él desconocía, si bien sospechaba que eran de índole sexual.

—¡Escúchame! —exclamó, tomándole de nuevo la cara entre las manos. Su hermano se negó a mirarlo—. Estes no se encuentra aquí. He cabalgado día y noche, y solo me he detenido para cambiar de caballo a fin de asegurarme de que llegaba antes que él y podía ayudarte. No sabía lo que estaba haciendo contigo, hermanito. Pero ahora que lo sé, te juro que te mantendré a salvo.

—No puedes.

—¿Por qué no me crees?

En esa ocasión, Aquerón sí enfrentó su mirada y la vergüenza, el sufrimiento y el dolor que atisbó en sus ojos lo dejaron sin aliento.

—Porque tú eres yo y yo no he podido detenerlos.

—Eras un niño.

Aquerón negó con la cabeza.

—Tú no sabes nada, no sabes nada.

—¿A qué te refieres?

Estigio contuvo el aliento mientras los pensamientos de Aquerón se sucedían en tropel, plagados de tanta emoción que le provocaron un repentino dolor de cabeza. ¡Por el dios del infierno!

—Aquerón, tranquilízate. ¿Dónde está tu ropa?

—No tengo.

Por supuesto que no tenía. ¿Para qué? Un tsoulus no necesitaba vestirse para cumplir con su obligación.

Estigio se quitó la capa y envolvió con ella a su hermano. Una vez que salieran de ahí, le compraría ropa. Lo más importante era sacarlo de la villa antes de que los oyera un guardia o un sirviente.

Aunque sacó a su hermano de la cama, lo difícil fue que cruzara la habitación. Aquerón se debatía a cada paso, hasta tal punto que le faltó poco para asestarle un puñetazo.

«Tiene miedo», se dijo. «¿Y yo no?».

Si los sorprendían… No quería pensar en las consecuencias. Frustrado y enfadado, estampó a Aquerón contra la pared.

—Joder, Aquerón. ¡Ya basta! Voy a sacarte de aquí. Deja de debatirte.

Aquerón lo miró con tanto odio que sintió que este lo atravesaba.

—Crees que puedes controlar las cosas porque eres un príncipe. ¡Pero no controlas nada!

—Lo que creo es que estoy arriesgando el pellejo por ti, hermano, y que estás siendo un imbécil. Soy consciente de lo que nos jugamos… los dos. Pero no podemos vivir así. Yo no puedo hacerlo y tú tampoco.

—¡Aquerón!

Ambos se quedaron petrificados al escuchar la voz estentórea de Estes.

¡Mierda! ¿Cómo había podido llegar tan rápido?

Porque Estigio había tardado dos días en recuperarse lo suficiente como para cabalgar. Debería haberlo tenido en cuenta. Además, su tío debía de haber viajado muy rápido para volver junto a Aquerón.

Su hermano hizo ademán de marcharse en busca de Estes.

Estigio lo agarró por los hombros y lo detuvo.

—Tenemos que irnos. ¡Ahora! ¿Hay alguna otra salida? —En ese momento se percató de que la habitación carecía de ventanas.

Antes de que Estigio pudiera moverse, su hermano gritó:

—Estoy aquí, idikos.

—¿Por qué le haces esto a tu propio hermano?

Aquerón le dirigió una mirada cruel y gélida.

—No tengo ningún hermano. Mi hermano me vendió. —Y añadió en sus pensamientos—: Debo protegerme.

Deseoso de golpear a su hermano por ese pensamiento egoísta que él había escuchado alto y claro, Estigio le cubrió la boca con una mano y lo inmovilizó. Puesto que carecía de un plan alternativo, lo obligó a caminar hacia la otra puerta del dormitorio, a través de la cual se accedía a un cuarto de baño. Intentó coger en brazos a Aquerón, pero su hermano dejó el cuerpo laxo, impidiéndoselo.

De todas formas, no podía dejarlo ahí y salvarse solo. Era imposible.

Estaba tratando de llegar a la puerta situada en el otro extremo de la estancia cuando Estes entró, procedente del dormitorio que ellos acababan de abandonar.

Su tío se quedó boquiabierto y Estigio, petrificado.

Tras unos instantes, Estes sonrió muy lentamente.

—Bueno, bueno… Los dioses nos recompensan con grandes regalos si les somos fieles.

Estigio soltó a Aquerón y corrió hacia la puerta, pero Estes lo atrapó antes de que pudiera abrirla. Acto seguido, lo estampó contra la pared con tanta fuerza que se quedó sin aire en los pulmones.

—Precioso… si querías quedarte conmigo, solo tenías que pedírmelo.

—¡Te odio! ¡Suéltame!

Pese a sus esfuerzos por zafarse de las manos de su tío, Estes se sacó algo del quitón mientras lo mantenía inmovilizado.

—¡Aquerón! —gritó Estigio—. ¡Hermano, ayúdame!

Aquerón retrocedió mientras negaba con la cabeza y adoptó una postura sumisa en el suelo que le resultó asquerosa.

Furioso por su reacción, Estigio empujó a su tío con todas sus fuerzas y logró apartarlo lo justo para escapar de sus brazos. Sin embargo, no tardó mucho en atraparlo de nuevo. En esa ocasión, le tapó la cara con un trapo.

Estigio gritó y forcejeó, pero al cabo de unos instantes empezó a ver borroso mientras la habitación daba vueltas a su alrededor. Poco después, la oscuridad lo engulló todo.

Estigio se despertó despacio y se descubrió atado a una silla. Tardó un momento en despejarse y comprender que estaba en el gabinete de su tío. Estes lo contemplaba sentado a una mesa enorme. Ocupaba un sillón tapizado similar al trono de su padre. Lo que más lo enfureció fue ver a Aquerón a la derecha de su tío. Completamente desnudo y con la mirada clavada en el suelo, estaba sentado sobre los talones, con los muslos separados y las manos apoyadas en ellos, al alcance de Estes.

«¡Eres un puto idiota!», pensó Estigio.

Si Aquerón hubiera corrido como él, no los habrían atrapado.

—De modo que por fin despiertas.

Estigio miró a su tío.

—No puedes retenerme aquí.

—Ah, ¿no? Has cabalgado solo. Y estoy seguro de que no le has dicho a tu padre cuál era tu destino. Estoy segurísimo de que no le has puesto al corriente de lo que pensabas hacer cuando llegaras aquí. Aunque Jerjes hubiera estado al tanto de tu paradero, yo solo tendría que decirle que te has marchado y que desconozco lo que haya podido pasarte. Eres un príncipe. Cualquiera de los enemigos o de los rivales de tu padre estaría encantado de ponerte las manos encima. Para pedir un rescate. Para torturarte… o para otras cosas. No sabes cuánto dinero se pide por un príncipe. —Sonrió como si la idea le resultara muy agradable—. Sobre todo si se trata de un príncipe tan joven, tan guapo y tan rubio. Los rubios de ojos azules están muy cotizados, aunque tengan cicatrices y ya no sean vírgenes.

Estes cogió un higo azucarado de la bandeja que descansaba sobre su mesa. Tras sostenerlo en la mano, se lo ofreció a Aquerón. Su hermano levantó las manos hacia la de su tío y una vez que le metió el higo en la boca, le lamió la palma y los dedos a Estes.

La imagen asqueó a Estigio.

—Me encuentro en un dilema por culpa de tu arrogancia y de tus actos. —Estes le metió el pulgar en la boca a Aquerón, y su hermano procedió a chupárselo de tal forma que Estigio comprendió que estaba muy versado en el uso de la lengua para provocar placer—. Dime, Estigio, ¿sabes lo que son las erotiki sfairi?

¿Bolas eróticas?, esa sería la traducción más próxima. Una traducción que le provocó cierto miedo a dar una respuesta.

—Apuesto lo que sea a que no lo sabes. —Estes retiró la mano y le dijo a su hermano—: Aquerón, abre la boca y permite que tu hermano las vea.

Cuando Aquerón obedeció, Estigio creyó que vomitaría en ese mismo momento. Su hermano tenía una hilera de bolitas de plata insertadas en el centro de la lengua.

De modo que ese fue el dolor que lo obligó a que lo «trataran» en el templo.

—¿Sabes para qué se usan?

Estigio lo miró echando chispas por los ojos.

—Creo que me lo imagino.

Estes le dirigió una sonrisa cruel y burlona mientras se levantaba el bajo del quitón hasta quedar expuesto por completo a la mirada de Estigio de cintura para abajo.

Estigio bajó al instante la mirada, mientras sentía el amargor de la bilis en la garganta.

—Aquerón, vamos a demostrarle al príncipe lo que sabes hacer con tus joyas.

Estigio cerró los ojos mientras Aquerón se ponía de rodillas y se inclinaba sobre el sillón de su tío. No quería ver lo que estaba sucediendo. Pero no podía taparse los oídos mientras su hermano complacía a Estes.

—¡Ya vale! —gritó al tiempo que se debatía para librarse de las ataduras.

Sin embargo, ni se compadecieron de él ni se detuvieron hasta que Estes quedó completamente satisfecho.

Su tío tomó una entrecortada bocanada de aire y después se echó a reír mientras acariciaba el pelo de Aquerón como si se tratara de la cabeza de un animal.

—Cómo he echado de menos esa boquita tan dulce que tienes, Aquerón. Mañana por la mañana aumentaré tu precio. Aunque estás muy usado para la edad que tienes, también posees más talento que muchos de los que conozco. Y ahora, ve a prepararte para tu siguiente cliente.

Aquerón se levantó sin protestar y obedeció a su tío.

Horrorizado, Estigio intentó borrar de su mente lo que estaba contemplando. ¿Por qué había intentado salvar a su hermano? Aquerón parecía contento y sumiso. Aunque no comprendía cómo podía hacerlo. Él preferiría la muerte antes que verse sometido a un animal como Estes y a llevar semejante vida.

Su tío se levantó y se acercó a él. Tras agarrarlo con fuerza del mentón, lo obligó a mirarlo.

—¡Mírame a los ojos, muchacho!

Estigio obedeció.

—Sé lo que estás pensando. Que jamás soportarías semejante trato. Que lucharías hasta la muerte. Al fin y al cabo, me derrotaste con la espada. Podrías derrotarme de nuevo. Pero creo que voy a enseñarte unas cuantas cosas para que sepas exactamente el escaso poder que ostentas. —Apretó con saña los dedos, de modo que se los clavó en el mentón—. Primero, cuando me ganaste, fue en una pelea limpia en la que se siguieron las reglas del combate. En la vida real y en la guerra, eso no existe, y yo jamás peleo limpio. Pero te daré una oportunidad. Si logras llegar a la puerta principal, ambos seréis libres. Y todavía más, os cederé una escolta con fanfarrias que os acompañará hasta los cariñosos brazos de tu padre. Solo tienes que llegar a la puerta principal. —Y cortó las cuerdas que retenían a Estigio.

Consciente de que era un truco, pero sin saber dónde estaba la trampa, salió corriendo hacia la puerta de la estancia. Que estaba cerrada. Aunque trató de quitarle el pestillo, no lo logró. Antes de conseguirlo, Estes lo atrapó.

Estigio le asestó un codazo en el abdomen.

Estes lo levantó por la cintura y lo arrojó al suelo. Estigio rodó antes de ponerse de nuevo en pie e intentó coger la espada que estaba en la pared. Su tío lo cogió por la cintura y lo envolvió con todo su cuerpo. Ambos cayeron al suelo. Estigio trató de zafarse de él, pero le resultó imposible.

Y lo peor era que dada la posición, sentía el roce de la erección de Estes en la cadera.

Su tío le colocó una mano en el cuello, justo bajo el mentón. La falta de aire hizo que comenzaran a pitarle los oídos.

Mientras perdía el conocimiento, Estes le dio un lametón en el cuello y dijo:

—Si crees que antes te jodimos bien, estás a punto de recibir la segunda lección.