30 de agosto de 9533 a. C.

Estigio se mantuvo encerrado en su habitación durante dos días enteros, hasta que escuchó que los caballos estaban listos en el camino de entrada para la marcha de su tío. Con mucho cuidado a fin de que nadie lo viera, abrió un poco la ventana para echar un vistazo y verificar lo que le decían los oídos.

«Gracias a los dioses que se marchan…», pensó.

—¿Dónde está el príncipe? —preguntó su padre en los escalones de la entrada.

Ryssa puso cara de asco.

—Nadie lo ha visto, padre. Seguramente esté por ahí dejando preñada a alguna sirvienta. Al fin y al cabo, se ha pasado toda una semana sin disfrutar de ellas. A ver si se muere o algo…

Estigio la odió por eso.

Estes le quitó hierro a la «mala educación» de su sobrino.

—No te preocupes, Jerjes. No me ofende. Estoy seguro de que se ha hartado de mí durante esta semana. Dale mis recuerdos cuando lo veas y dile que estoy impaciente por mi próxima visita. Me muero de ganas de cabalgar con él en el futuro.

A Estigio se le encogió el estómago al escuchar las espantosas palabras y la amenaza velada que encerraban.

—Eres demasiado amable, tío. —Ryssa le dio un beso en la mejilla—. Que los dioses te protejan de vuelta a casa.

—Que los dioses vuelquen tu carro y te saquen las tripas —masculló Estigio—. No, mejor todavía, que manden tu barco al fondo del mar.

—Que los dioses te acompañen, hermano.

Estigio no respiró con tranquilidad hasta que vio que su tío y su séquito salían por el portón de entrada al palacio. Solo entonces se relajó. Exhaló un hondo suspiro.

Su pesadilla por fin había terminado. El cabrón se había ido y ya no podría tocarlo.

Estaba a salvo de nuevo…

Sin embargo, el alivio le duró poco, ya que unos guardias aporrearon su puerta. Al principio, no iba a responder, pero cuando los oyó pedir un ariete, supo que si no salía, su padre jamás se contentaría con una simple disculpa.

Se obligó a erguirse y abrió la puerta, tras la cual se encontró a cuatro fornidos guardias que esperaban para acompañarlo al gabinete de su padre.

Estigio se preparó para la furia y el sermón del rey.

Entraron con él en el gabinete y no se separaron hasta llegar al escritorio de su padre, donde el rey estaba sentado con Ryssa tras él. Su padre lo fulminó con una mirada tan venenosa que deseó que fuera mortal.

—¿Qué tienes que decir en tu defensa, muchacho?

—No me siento bien, padre. Por favor, perdóname. Creo que he pillado algo. —Y con un poco de suerte no sería una enfermedad venérea.

—¿Crees que me importa cómo te sientes?

No. Por supuesto que no le importaba. Nunca le importaba si estaba enfermo.

—¿Así vas a responder cuando seas rey? ¿Vas a meterte en la cama cada vez que no te sientas bien y vas a dejar que el reino se desintegre mientras tú descansas?

A Estigio le costó la misma vida no pronunciar las palabras con sorna al mismo tiempo que su padre, ya que era un sermón que llevaba grabado a fuego en la cabeza.

Su padre se puso en pie y se acercó a él con grandes zancadas.

—¿Y qué es eso de que has llamado «zorra» a tu hermana?

Fulminó con la mirada a Ryssa, quien lo miró con expresión ufana.

—No me entendió bien.

Su padre le dio un revés.

—¡No me mientas! ¿Lo que huelo en tu ropa es alcohol? ¿Eh?

No, el alcohol no era el causante del fuerte olor. Era el afrodisíaco que Estes le había obligado a tomar durante nueve días y que después lo había obligado a vomitar. Era imposible librarse de su olor, por más que lo intentara.

—Es una medicina que me dio Estes.

Su padre meneó la cabeza.

—Deshonras el nombre de Dídimos y a nuestros nobles ancestros de la casta de Aricles. Te ofrezco todos los lujos y todos los cuidados que un hombre puede darle a su hijo, ¿y así es como me lo pagas? Te quedas en la cama como un holgazán. No pienso tolerarlo, Estigio. ¡No pienso tolerarlo! —Lo empujó para que cayera en brazos del guardia más corpulento—. Llevadlo ante el verdugo y que le dé cincuenta latigazos. Más si llora.

Estigio dio un respingo al escuchar la severidad de su castigo.

—¿Cuántos más, majestad?

—Los que hagan falta para que deje de llorar.

Estigio miró a su hermana y vio la expresión satisfecha en la cara de Ryssa.

—Creo que deberían ser más, padre, por lo que me dijo. Fue del todo inapropiado.

—Cincuenta son suficientes, tesoro. Además, siempre llora como una mujer. —Miró a Estigio con desdén—. Debería ponerte un peplo.

¿Por qué? Era la única humillación a la que Estes no lo había sometido.

—Sacadlo de mi vista.

Estigio no se limitó a seguir a los guardias. Fue en primer lugar. Al fin y al cabo, se conocía como la palma de la mano el camino a la estancia donde se encontraba el verdugo.

En cuanto entró, el verdugo levantó la vista con una ceja enarcada por la repentina aparición.

—Cincuenta —gruñó Estigio—. Más si lloro.

El verdugo frunció el ceño.

—¿Cuántos más?

—Hasta que deje de llorar y sí, estás perdonado. Ahora acabemos con esto de una vez.

Estigio entró en la sala e intentó acallar las voces de los guardias mientras estos esperaban al otro lado de la puerta a que el verdugo llevara a cabo el castigo. Estaban disfrutando con la situación incluso más que su hermana.

Cogió el trozo de cuero que le dio el verdugo y lo mordió antes de adoptar la posición que se conocía tan bien. Una lenta sonrisa apareció en los labios del verdugo mientras ataba las manos de Estigio al poste.

«No te preocupes, no me voy a mear encima», pensó. Hacía mucho que había dejado atrás esa etapa.

El verdugo le apartó el pelo de la cara y bajó la cabeza hasta que sus miradas se encontraron.

—¿Estoy totalmente perdonado, alteza, por todo lo que os haga?

Estigio frunció el ceño.

—Sí —dijo pese al cuero. ¿Acaso era sordo? ¿Por qué quería que se lo repitiera?

El verdugo cogió la vara más grande y lo rodeó para poder dejar al descubierto su trasero dolorido y lleno de cicatrices.

Estigio apoyó la mejilla en la fría piedra y contuvo el aliento a la espera de que la vara le rozara la piel, una señal de que la paliza estaba a punto de comenzar. En cambio, sintió las callosas manos del verdugo separándole las piernas para poder acariciarle la cara interna de los muslos, allí donde los sacerdotes lo habían marcado a fuego.

—Mi hermano me ha dicho que tienes el culito más dulce que ha montado en la vida. Nunca he disfrutado del culo de un noble, mucho menos de uno tan bonito y real. Pero confieso que llevo años soñando con hacerte esto.

Estigio gritó, aterrado, e intentó soltarse, pero los nudos estaban muy bien hechos.

—Tranquilo. Si cooperas, seguro que podemos llegar a un acuerdo muy beneficioso en cuanto a tus castigos de ahora en adelante.

Un buen rato después, Estigio se encontraba en el rincón de su sala de castigo intentando encontrar un minúsculo atisbo de dignidad. Pero no le quedaba nada. Y lo peor de todo era que no podía dejar de llorar por más que lo intentase.

«Soy una mujer», se dijo.

Lo habían usado como a una.

La puerta se abrió a su espalda. El estómago le dio un vuelco, ya que temió que el verdugo hubiera vuelto a por más. Por todos los dioses, ese cabrón ya tenía que estar más que saciado a esas alturas…

—¿Por qué sigues aquí?

Genial. Su amante padre. Justo lo que le hacía falta.

—Contéstame, muchacho.

—No me siento bien.

Su padre torció el gesto, asqueado.

—Estoy harto de esa excusa. ¿No se te ocurre una mentira mejor? Y esas lágrimas… ¡Eres un debilucho patético!

El rey golpeó la mesa donde el verdugo había…

Estigio vomitó al recordarlo.

Su padre retrocedió de un salto y torció el gesto.

—Supongo que estás enfermo.

Con la respiración entrecortada, Estigio se pasó una temblorosa mano por la boca e hizo acopio de todo su control para mantener a raya las crudas emociones.

Por primera vez en la vida, la expresión de su padre se suavizó como si el cabrón por fin sintiera algo agradable por él. Lo abrazó. A Estigio le costó la misma vida no apartarse.

O llorar con más fuerza.

—Vamos, muchacho. Deja que te lleve a la cama. Ordenaré que te preparen un baño. ¿Quieres que una sirvienta te ayude a bañarte?

—No.

Lo último que quería era que lo tocaran, sobre todo cuando aún sentía las pruebas de la violación del verdugo saliendo de su cuerpo. Si alguien lo bañaba, sabría lo que había pasado.

—Muy bien. No debería haber sido tan duro contigo. De haber sabido que estabas enfermo de verdad, no lo habría hecho.

«Tal vez deberías prestar atención cuando intento decirte algo, viejo», pensó.

Pero nunca lo hacía.

—¡Padre! —exclamó Ryssa al verlos en la escalera—. ¿Cómo va a aprender la lección si lo mimas tanto?

—Ya basta, tesoro. Tu hermano está enfermo. Puedo sentir la fiebre a través de sus ropas. Deberías tener un poco de compasión.

—Me compadezco de este imperio pensando que algún día él se sentará en el trono.

Estigio la fulminó con la mirada.

—Padre, me está amenazando de nuevo.

Su padre se detuvo junto a Ryssa.

—¿Cómo?

—Con la mirada que me acaba de lanzar. Como si quisiera atravesarme.

—Haces bien en recordar que un día él será tu rey, tesoro. Y hoy se ha comportado con honor. Ha ido en busca del verdugo y no se ha quejado. —Miró a su hijo y lo abrazó con más fuerza—. Estoy orgulloso de ti, Estigio.

«Genial. Después de todo lo que he hecho para complacerte, te enorgulleces de mi violación. Debería haberlo esperado, joder», se dijo.

Era incapaz de mirar a su padre a los ojos. No cuando todavía sentía las manos del verdugo. Intentó apartarse, pero su padre lo abrazó con más fuerza. Le costó la misma vida no echarse a llorar por los recuerdos que sus manos evocaron.

—Por favor, padre, tengo que echarme un rato. —Se atragantó con otra arcada.

Su padre apretó el paso y lo llevó a su habitación justo a tiempo para alcanzar la escupidera.

—¿Mando llamar al médico?

—No… me recuperaré. Solo necesito estar solo. —Hizo ademán de sentarse, pero se lo pensó mejor. Entre la paliza y lo otro, no estaba seguro de que algún día pudiera hacerlo de nuevo.

—Dime si necesitas algo.

Al final, su padre se fue.

Estigio gateó hasta la cama y se tumbó despacio. Cerró los ojos e intentó imaginarse otra vida. Una vida en la que lo recibieran con una mano cariñosa que nunca lo atacaría con violencia. Una vida en la que no lo odiaran sin motivo…

En su mente vio a una mujer. Sería cálida como el sol matinal y tendría la voz de un ruiseñor. Y sonreiría cada vez que lo viera acercarse. Una sonrisa de verdad que indicaría que disfrutaba de su compañía…

No de su título.

Sin embargo, sabía que ese sueño nunca se cumpliría. Los plebeyos se casaban por amor. Los príncipes se casaban para forjar alianzas. Su matrimonio sería pactado, y tendría suerte si ella lo toleraba el tiempo necesario para concebir su heredero. El único amigo de verdad que había tenido estaba encerrado en la Atlántida, sufriendo interminables días como ese.

«¿Qué hago para liberarnos de esto?», se preguntó.

Solo había una respuesta. Si podía reponerse lo bastante para montar por la mañana, podría llegar a la Atlántida antes que Estes. Con un poco de suerte, su tío y sus amigos tardarían en volver a casa.

Podría liberar a Aquerón y después… harían algo. Daba igual lo que fuera. El objetivo era que ambos se libraran de ese tormento y encontrar un lugar donde el mundo los dejara tranquilos.

Sin embargo, nada más pensarlo, se preguntó si de verdad existía un lugar semejante.