10 de mayo de 9533 a. C.

Arcón echaba pestes por la boca mientras paseaba de un lado para otro en su templo ya que se había cumplido otro aniversario sin haber localizado al hijo perdido de Apolimia.

El tiempo se les estaba acabando…

Si no encontraban a Apóstolos y lo mataban, su «adorada» esposa liberaría los poderes de ese cabrón y ambos se unirían para destruir a todos y cada uno de los miembros de su panteón.

Empezando por él.

Fulminó con la mirada a su hermana Epitimia. La diosa atlante del deseo le había prometido que Apóstolos moriría. Estuvo presente durante su nacimiento y lo tocó, de modo que cualquiera que lo viese desearía su cuerpo. Se suponía que los humanos iban a destrozar al niño.

Sin embargo, había pasado otro año y seguía vivo.

—Tienes que decirnos dónde está —rugió Arcón.

—Da igual. No está allí.

—¿Qué quieres decir?

—Volví al cabo de unos años y el mocoso no estaba.

Arcón soltó un improperio.

—¿Cómo es posible que se mantenga oculto pese a nuestros poderes?

Su hermana lo miró con sorna.

—Solo a ti se te ocurrió casarte con una diosa primigenia… ¿Se te ha olvidado ese detalle? Nadie puede tocar los poderes de Apolimia. Esa zorra es fuerte, razón por la que le tienes tanto miedo. —Y en cuanto su hijo alcanzará la mayoría de edad, sería el fin de todo—. Será mejor que sigas atormentándolo con voces y con dolor. Tarde o temprano, acabará suicidándose.

—¿Y si no lo hace? —preguntó Arcón.

—Te sugiero que aprendas a nadar.

Epitimia usó sus poderes para marcharse.

Arcón soltó otro improperio. Tendrían que adelantar sus planes. No quedaba alternativa. Aunque tuviera que destrozar el plano humano, necesitaba la cabeza de ese niño en una pica. Y cuanto antes, mejor.